Cueto Negro

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Cueto Negro

Un libro sobre el descubrimiento del deseo y la pérdida de la inocencia, presididos por la cumbre nevada del Cueto Negro.

Mónica Rodríguez

Cecilia pasa los fines de semana en la estación de esquí de Pajares, en un albergue, con su familia. El reencuentro con la montaña es la alegría del invierno. También lo es el reencuentro con los otros niños que se hospedan en el albergue. La nieve y el esquí por las laderas del Cueto Negro. Pero ese fin de semana todo cambiará para Cecilia. La observación de las relaciones de los mayores, el descubrimiento del amor y la dura revelación de la que es testigo accidental transformarán su mirada de niña para siempre.

ISBN 978-84-123116-1-7

Cueto Negro

Mónica Rodríguez

www.loguezediciones.es

Lóguez







Mónica Rodríguez

Cueto Negro


A Marta, Belén, Evelyn, María, Marina, Gabriela, Noa, Nadia y Noelia, que leyeron un fragmento de esta novela cuando aún estaba imaginándose durante el taller del hospital Niño Jesús de Madrid, organizado por la biblioteca Eugenio Trías, y me animaron a continuarla. Sin su aliento no habría escalado esta montaña. A mi hermana Marta, que me ha salvado tantas veces.

© Lóguez Ediciones 2021 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es © Cubierta de Eva Vázquez ISBN: 978-84-123116-1-7 Depósito legal: S 275-2021 Impreso en España Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com Tfnos. 91 308 63 30 - 93 272 04 47). MIXTO

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MÓNICA RODRÍGUEZ

Cueto Negro

Lóguez



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os fines de semana de invierno subíamos a Pajares. Desde la ventanilla del coche veíamos los cúmulos de nieve en los bordes de la carretera. Al principio eran islas aisladas. Después las islas se iban juntando, formaban penínsulas, continentes. Los faros del coche iluminaban el paisaje, lo amarilleaban por un instante para hundirse después en la blanca penumbra de la nieve. Porque de pronto todo era nieve y oscuridad. Mi padre detenía el coche y era que habíamos llegado. Los albergues del Brañillín se esparcían como moles negras por la estación de esquí. Las luces de sus ventanas parpadeaban. Al salir a la noche, el aire nos enfriaba las mejillas. Era el beso cortante de la montaña. En medio del frío, sonaban las puertas del coche al cerrarse, algunas palabras de nuestros padres dándonos instrucciones, coge esa bolsa, agarra tú aquella. Después, solo quedaba el silencio inmenso, casi sagrado de la sierra de Cueto Negro. Y dentro de él, nuestros pasos sobre la nieve. Recuerdo que aquel frío que nos helaba me hacía olvidar el malestar de las curvas del camino. Que aquel cielo 7


hondo e inacabable me impresionaba lo mismo que su silencio. Todo tenía una dimensión y una profundidad mayor que en la ciudad. Hacía que mi pensamiento se detuviera. La grandeza de la montaña me emocionaba. Lo hacía de un modo íntimo, sin palabras. Nada de esto podría haberlo expresado entonces. La naturaleza era ajena al lenguaje. La poesía colmaba los sentidos y no necesitaba del poema. Yo era una niña, eso era la nieve, aquello el monte, el cielo. Me bastaba. Y, sin embargo, aquel fin de semana de invierno, todo iba a cambiar. Mi mirada de niña se transformaría para siempre con los descubrimientos que me aguardaban en el albergue. El amor, el deseo, la visión de la ventana y la culpa. Pero nada de esto podía saber entonces. Tardé en seguir a mis padres y a mi hermana. El reencuentro con la montaña era una de las alegrías del invierno. De pie, envuelta en el latido luminoso de la nieve, comencé a girar. Las estrellas caían, la oscuridad caía sobre mi cabeza. Mi padre gritó: —¿Quieres venir, Cecilia? Entonces la vi. Fue un instante. Una raya de luz cruzó el cielo y desapareció. Me quedé de piedra. Tenía que pedir un deseo, pero no se me ocurría nada. 8


Hacía apenas un momento podía haber enumerado cientos de cosas que deseaba y ahora mi mente estaba en blanco como las montañas. Pensé que iba a perder la oportunidad. El cielo se había vuelto transparente y no tenía fin. Envolvía el monte negro bajo la tenue luz de la nieve. Había árboles y matojos en la ladera oscureciendo su resplandor. Era el monte que veíamos desde las ventanas del albergue. Allí no se esquiaba. Aquellos árboles lo impedían y entre ellos siempre me había imaginado lo bello y lo terrible. La flor y el lobo. Entonces salió de mis labios. —Subir a la cima. Lo dije en voz baja. Repetí. —Subir sola. Mis ojos contra el recuerdo de aquella raya de luz. El viento cortaba mis labios. —O con Mario —dijeron. Y los apreté para que no dijeran más, enfadada por lo que habían pedido. —¡Cecilia! Me volví. Distinguí la figura de mi madre en las escaleras del albergue. La sombra del tejado triangular contra la noche. Corrí hacia ella con el corazón golpeándome en el pecho. Antes de llegar, salió Tom, el 9


perro pastor de Higinio, el encargado del albergue. Verlo era otra de las alegrías del invierno. Me arrodillé junto a él y le acaricié el hocico. Después, agarré un puñado de nieve y subí corriendo las escaleras mientras sentía cómo se deshacía el frío entre mis dedos.

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esde muy pequeñas, mis padres nos subían a la montaña para esquiar. No tengo ningún recuerdo de una primera vez. Mi memoria más antigua son las bajadas cerca del Arroyo, casi sin cuesta, y la nieve blanda y acuosa, mojándonos el trasero. Recuerdo los pantalones de esquí que llevábamos entonces, rojos, con cremalleras en los laterales de las patas acampanadas, rematadas en cuero negro. Los recuerdo porque durante mucho tiempo los conservé y eran tan diminutos que parecían de muñecas. Entonces no se esquiaba como ahora. Los esquís eran muy largos y las bajadas se hacían con las tablas juntas. Era mi padre el que insistía en subir cada fin de semana al albergue de la universidad de Pajares. Pero había sido mi madre la que le había enseñado a esquiar. Ella nos contó que antes de conocer a mi padre ya esquiaba. Yo la imaginaba de adolescente, con el pelo largo y liso, la cara redonda y los ojos dorados, medio verdes, subiendo con sus amigos a esquiar en autobús. Me los imaginaba cantando y riendo y después ella fumaba en 11


el aire frío de la sierra de Cueto Negro, con la mirada un poco perdida o misteriosa. Y en los descansos de las bajadas, se tomaban un chocolate caliente en la cafetería de las pistas y seguían riendo. En mi imaginación, ella y sus amigos siempre reían hasta que subían en el autobús de vuelta. Mi madre entonces apoyaba la cabeza en el hombro de una amiga, con aquella melena desparramada sobre el rostro y la mirada adormecida en los cristales donde se deshacían el día y la montaña, y ya todo era oscuridad, movimiento. Ese movimiento le hacía entrecerrar los ojos y yo también los entrecerraba imitándola o me ponía un palillo en los labios y reía soplando el humo imaginario. Eran mis juegos secretos a ser mamá. Al entrar en el albergue, nos recibía el olor a sopa y el golpetazo del aire caliente, que nos obligaba a quitarnos el anorak y que al rato se volvía frío. El sonido de los cubiertos del comedor, que quedaba a la izquierda, tintineaba en el aire. Enseguida salía Higinio a saludarnos y le apretaba la mano a mi padre y besaba a mi madre. Era un hombre con largas patillas al igual que mi padre. Yo dejaba que sus voces se movieran en el aire por encima de mí y me concentraba en lo verdaderamente interesante. La palpitación de mis mejillas, 12


el olor a chimenea que venía del salón, los ruidos que nos alcanzaban amortiguados. Trazos, círculos de voz, lejanos y chillones, confirmando que ya habían llegado algunos niños. ¿Laura, Pablo?, ¿Mario? ¿Tal vez alguien nuevo? Y entonces mi hermana y yo nos mirábamos para comprobar si alguna había reconocido una de esas voces, que callaban y se erguían y zumbaban abajo, en el garaje, donde estaba el cuarto de la tele, y también arriba, por los pasillos de las habitaciones, acompañados de fugaces carreras. Entonces oíamos claramente la voz de Mario, por ejemplo, y las dos nos tensábamos, aguzando el oído, sin dejar de mirarnos, y sonreíamos. Un ruido persistente caía desde arriba, ocultándonos lo importante; se repetía impaciente. —Que saludéis a Higinio, niñas. Sed educadas. Isabel, nuestra madre, se inclinaba hacia nosotras, expectante. Yo me ponía colorada como si nos hubiera pillado conspirando. Mi hermana Teresa, que era la mayor y la más simpática, saludaba sonriente. Yo decía un “hola” rápido, en voz baja y miraba enseguida para el suelo. En el albergue se llevaban botas de descanso, pero todavía no nos las habíamos puesto y nuestro calzado era deportivo con calcetines muy gordos, que estrujaban nuestros pies. 13


Al fin, Higinio nos daba la llave, una llave grande y pesada, dorada, con la medalla redonda y el perfil cilíndrico, largo y hueco, colgando de un enorme llavero de madera. Teresa y yo nos peleábamos por cogerlo y ver qué número de habitación nos tocaba. Solía ganar ella y echaba a correr por las escaleras sin revelarme el número. Yo la seguía protestando. Detrás, nuestros padres subían despacio, cargando con las bolsas. No corráis, no hagáis ruido. Venid a ayudarnos, pero Teresa ya se había detenido delante de la puerta y metía la llave, satisfecha. En cuanto abría, corría a la litera adueñándose de la cama de arriba. —¡Mía! A mí siempre me tocaba la de abajo. Pero aquel viernes no me importó. Era una de las habitaciones que daban al aparcamiento y al monte blanco, lleno de arbustos. El monte donde todo era posible y al que nadie iba porque no se esquiaba. El monte que yo iba a escalar. Abrí la ventana y me apoyé en el alféizar contemplando su silueta contra el cielo negro. Me maravillaba la luz de la nieve en la oscuridad, pálida, sucia ahora por los árboles que la entreveraban. Todo era negro y sin embargo la nieve resplandecía. El aire frío sopló mi rostro. Sentí los labios helados, los 14


párpados. Abrí la boca y dejé que ese frío me invadiera por dentro. —¿Quieres cerrar la ventana? Antes de que pudiera hacerlo, mi madre empujó la hoja y la manilla. Mi aliento hizo un borrón en el cristal, se llevó la montaña. —Guardad vuestras cosas. ¿Vais a bajar al salón antes de cenar? —Claro —dijo Teresa, contenta, desde lo alto de su cama, moviendo las piernas. Yo, sin embargo, no quería hablar. No quería que aquel frío se fuera de mis labios. Seguía con ellos entreabiertos, sintiendo mi boca helada, enorme. Cerré los ojos para percibirlo mejor y ya solo era eso, labios. Frío. Era el invierno y era la boca. Y también el incendio que llevaba dentro, el aliento que destruía el monte en la ventana, el inicio del deseo que tiraba de mí y que iba a hacer que todo cambiara. Entonces escuché el golpetazo de los pies de Teresa contra el suelo y el vendaval de su cuerpo caliente y mortal, su empujón. —Vamos a ver a Mario. De pronto, todo ese frío se perdió en aquel nombre. Con las mejillas ardiendo, corrí detrás de mi hermana.

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