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Local - Artístico - Independiente Noviembre 2018 - El Chaltén Santa Cruz - Número 35 EDITORIAL

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FOTO: Romina Lojo

algo de mi casa con la ropa apropiada: zapatillas cómodas, calzas, una campera de abrigo y una mochila con agua y lugar para la campera. Traspaso rápido el pueblo con la mirada en el objetivo, como si cada cosa o persona que me cruzo fuera un obstáculo. Hoy en día, salir al bosque es un acto de rebeldía. La sociedad nos vende un montón de sustitutos que pueden calmar nuestra ansiedad, hacernos bajar a tierra o simplemente, dejarnos respirar. Todo esto nos lo brinda el contacto con el paisaje, si es sin turistas, mejor. Caminar en soledad en medio de la humedad, de los árboles altos y del silencio es una de mis cosas favoritas de vivir en este pueblo. Llego y enseguida mis pies sienten el piso blando. Lleno mis pulmones de esa frescura que sana el cuerpo y mi mente. Aunque no puedo dejar de pensar, mi cabeza acelerada da lugar a otros pensamientos que me invaden, mientras disfruto de esa soledad. ¿Será lo mismo ver un huemul a que él te vea a vos? Hay ciertas partes del bosque que me hacen sentir observada, por algún animal o espíritu que decidió quedarse, el alma perdida de todos los que pasaron por ahí. Esa sensación, más que asustarme, me hace sentir parte de ese lugar. Como si cada vez que paso algo de mi humanidad se pierde y algo de lo salvaje se me pega como esa piedrita que se mete en la zapatilla y freno para sacar. Pero esto salvaje en mí no quiero perderlo. Llego a otro lugar denso, donde apenas entra la luz del sol y creo que es un puma quien me mira desde atrás de una piedra. Seguro está vigilando que no me acerque demasiado a su cría que, hecha un bollito como mi gato en el medio de la cama, duerme en la húmeda vegetación. Esa comparación me remite a un libro que dejé por la mitad y que ahora me dan ganas de leerlo. “[…] pero mientras la civilización ha mejorado nuestros hogares, no ha hecho lo mismo con el hombre que debería ocuparlos”, dice Thoreau viviendo en una cabaña en el medio de algún bosque del hemisferio norte. Pienso si no será en verdad así. En el sendero cada vez que me cruzo a alguien, nos saludamos: en inglés, francés, italiano o español; no importa. Ahora, en cuanto piso el asfalto, no hace falta el saludo. El otro se convierte automáticamente en un extraño que apenas miro. Unos pájaros que no llego a ver se avisan que está llegando un peligro cerca. Miro alrededor, a ver si los encuentro a ellos o a ese peligro inminente. Hasta que me doy cuenta que lo ajeno en ese mundo, que el peligro, soy yo. Página 1


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