La peste escarlata

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«Se aceleraba el ritmo cardíaco y aumentaba la temperatura corporal. Después aparecía la erupción escarlata, que se extendía como un reguero de pólvora por la cara y por el cuerpo…»

Luis Scafati Mendoza, Argentina, 1947 Estudió Artes en la Universidad Nacional de Cuyo. Sus obras han sido expuestas en Barcelona, Frankfurt y Madrid e integran las colecciones de importantes museos, entre ellos, el Museo Sívori, el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo de Argentina; la House of Humour and Satire de Bulgaria; la Collection of Cartoon de Suiza y la Universidad de Essex en Inglaterra. Sus trabajos han sido publicados en Brasil, Corea, España, Francia, Inglaterra, Italia, México y la República Checa. «Dibujo desde que tengo memoria, siempre lo he hecho, es mi mejor juguete.» En 1981 obtuvo el Gran Premio de Honor en el Salón Nacional de Dibujo, la mayor distinción que puede otorgarse a un dibujante en Argentina. Luis Scafati ha sido nominado al Premio Hans Christian Andersen. En Libros del Zorro Rojo ha publicado La metamorfosis, de Franz Kafka; El gato negro y otros relatos de terror y Narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe; La Historia del Town-ho, de Herman Melville; La ciudad ausente de Ricardo Piglia, Informe sobre ciegos de Ernesto Sabato, y Drácula, una versión personal sobre el clásico de Bram Stoker y la literatura de vampiros: «Para mí la tinta es sangre, sangre negra.»

En 2013 estalla en las principales ciudades de la Tierra una peste fulminante que se propaga con rapidez hasta el último rincón habitado. No hay para ella antídotos conocidos; en cuestión de días, el vano éxodo de los pobladores vacía las ciudades, devastadas por el pillaje, los incendios y la violencia. Con el paso del tiempo, unos pocos supervivientes van formando pequeñas comunidades mientras a su alrededor una vegetación asilvestrada, sin control, ahoga las zonas antes cultivadas, y los animales domésticos, con garras y dientes, tratan de asegurarse un lugar en el nuevo orden zoológico. Sesenta años después de la tragedia, el último superviviente de la peste —entonces joven profesor universitario y ahora anciano de casi noventa años— intenta al final de su vida transmitir algo de experiencia y sabiduría a sus nietos casi salvajes, evocando un mundo que ya nadie sabe que ha perdido. La Peste Escarlata (1912), un clásico memorable sobre la fragilidad de la civilización, inauguró el género de novela catástrofe y dejó su huella en libros tan notables como La Tierra permanece (1949), de George R. Stewart, y La carretera (2006), de Cormac McCarthy. Las ilustraciones realizadas para esta edición por el gran artista argentino Luis Scafati añaden una dimensión onírica, a los horrores de ese futuro apocalíptico imaginado por Jack London.

L U IS S CAFAT I | L A PE S TE E SCAR LATA | JACK LO N D ON . . . .

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Jack London San Francisco, 1876 – Glen Ellen, 1916

Ilustraciones:

Traducción de

Abandonado por su supuesto padre biológico, un astrólogo ambulante, y criado por su madre espiritista, tomó el apellido de su padre adoptivo. Dejó temprano la escuela para huir de la pobreza y conocer el mundo. Fue explotado en una fábrica de conservas, fue ladrón de ostras y, desde una patrulla costera, perseguidor de ladrones de ostras. A los diecisiete años, enrolado en un barco de pesca, llegó hasta Japón, y al volver recorrió buena parte de su país como vagabundo. Realizó los cuatro años de estudios secundarios en uno solo e ingresó en la universidad, pero pronto tuvo que abandonarla por falta de recursos. Se sumó a la fiebre del oro en Alaska, de donde regresó enfermo y con experiencias que alimentarían sus primeros relatos. Socialista militante, Jack London estaba convencido, como Herbert Spencer, de la supremacía de los más aptos. «Voy a vivir cien años», anunció una vez, pero sólo vivió cuarenta, en los que escribió medio centenar de libros, donde destacan La llamada de lo salvaje (1903), Lobo de mar (1904), Colmillo blanco (1906) y Martin Eden (1909), y llegó a ser el escritor norteamericano más exitoso de su tiempo. Libros del Zorro Rojo ha publicado —ilustrados por Enrique Breccia— Koolau el leproso y la antología Knock Out, tres historias de boxeo.


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JACK LONDON LA PE STE E SCARL ATA Ilustraciones:

LUIS S CA FAT I Traducción de M A R C I A L S OUTO •


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l camino se extendía sobre lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea. Pero hacía muchos años que no pasaba por allí ningún tren. A ambos lados, el bosque se hinchaba subiendo como una ola verde hasta coronarlo de árboles y matorrales. El sendero, no más ancho que un cuerpo humano, servía apenas para la circulación de las fieras. A veces, un hierro oxidado que atravesaba el mantillo del bosque anunciaba que seguían allí los rieles y las traviesas. Un árbol de veinticinco centímetros de diámetro había brotado por un empalme y levantado la punta de un riel. El riel había arrastrado la traviesa, sujeta por un clavo, dejando un hueco que se había llenado de grava y hojas podridas; ahora el madero sobresalía, inclinado de una manera rara. A pesar de la antigüedad de la vía, se notaba que había sido monorriel. Por ella andaban un viejo y un niño. Avanzaban despacio porque el viejo era muy viejo y tembloroso y se apoyaba pesadamente en un bastón. Un rudimentario gorro de piel de cabra le resguardaba la cabeza del sol. Por los lados le caían unos pelos manchados, de un blanco sucio. Una visera, ingeniosamente fabricada con una hoja grande, le protegía los ojos, que iban mirando donde apoyaba los pies. La barba, que debería ser blanca como la nieve pero que mostraba el mismo deterioro y las mismas manchas que el pelo, le llegaba enmarañada casi a la cintura. Sobre el pecho y los hombros llevaba una raída prenda de piel de cabra. Los brazos y las piernas, 7


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atrofiados y flacos, denotaban una avanzada edad, así como las quemaduras de sol y las cicatrices y los rasguños denotan largos años de exposición a los elementos. El niño, que iba delante, moderando su ímpetu para ajustarse a la lentitud del viejo, también llevaba puesta una sola prenda: una andrajosa piel de oso con un agujero en el medio, por el que había sacado la cabeza. No tendría más de doce años. Sobre una oreja, con coquetería, lucía un rabo de cerdo recién cortado. En una mano aferraba un arco y una flecha no muy grandes. Llevaba sobre la espalda un carcaj repleto. De la vaina sujeta al cuello por una correa sobresalía el abollado mango de un cuchillo de caza. Era muy moreno y caminaba con suavidad, casi como un felino. Contrastaban con su piel bronceada los ojos intensamente azules y penetrantes, que parecían taladrar todo lo que había alrededor. Mientras caminaba también iba oliendo: las dilatadas y temblorosas ventanas de la nariz le llevaban al cerebro una interminable serie de mensajes del mundo exterior. También tenía un oído muy desarrollado, tan adiestrado que funcionaba de manera automática. Sin esfuerzo consciente, oía en el aparente silencio los sonidos más leves, y los diferenciaba y clasificaba, ya fuera el susurro del viento en las hojas, el zumbido de los mosquitos o de las abejas, el lejano retumbo del mar que le llegaba sólo como un murmullo o los movimientos de una ardilla, debajo de sus pies, taponando con tierra la entrada a la madriguera. De repente se puso tenso y en guardia. El oído, la vista y el olfato lo habían alertado al mismo tiempo. Su mano buscó al viejo y lo tocó, y la pareja se detuvo. Más adelante, sobre un lado de la cima del terraplén, se produjo un ruido crepitante y la mirada del chico se clavó en las puntas de los arbustos agitados. Entonces, con estruendo, apareció un oso enorme, un oso pardo, que también se detuvo bruscamente al ver a los humanos. No le gustaban y lo dijo con un quejumbroso gruñido. Despacio, el niño colocó la flecha en el arco y empezó a tensar la cuerda. No apartaba los ojos del oso. El viejo miró el peligro por debajo de la hoja verde y se quedó tan 8


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callado como el niño. Durante unos segundos se estudiaron mutuamente; ante la creciente irritación del animal, el niño, con un movimiento de cabeza, indicó al viejo que saliera del sendero y bajara del terraplén. El niño lo siguió, marcha atrás, con el arco tenso y preparado. Esperaron hasta que un crujido entre los arbustos del otro lado del terraplén les anunció que el oso se había ido. Mientras volvía al sendero, el niño hizo una mueca. —Era de los grandes, abuelo —dijo con una risita. El viejo asintió con la cabeza. —Cada día hay más —se quejó con voz débil—. ¡Quién hubiese pensado que alguna vez la gente llegaría a temer por su vida yendo a la Casa del Acantilado! Cuando yo era niño, Edwin, si el tiempo estaba agradable, hombres, mujeres y niños pequeños acostumbraban a venir aquí desde San Francisco por decenas de miles. Y entonces no había osos. No, señor. Escaseaban tanto que para verlos, en jaulas, había que pagar dinero. —¿Qué es dinero, abuelo? Antes de que el viejo tuviera tiempo de responder, el chico recordó algo y con aire triunfal metió una mano en una bolsa que llevaba debajo de la piel de oso y sacó un abollado y deslustrado dólar de plata. Los ojos del viejo brillaron mientras acercaba a ellos la moneda. —No veo —murmuró—. Fíjate si puedes leer la fecha. El niño se echó a reír. —Eres un gran abuelo —exclamó con alegría—. Siempre nos quieres convencer de que esas pequeñas marcas significan algo. Al acercar la moneda a los ojos, el viejo expresó su habitual desazón. —2012 —chilló antes de soltar una carcajada grotesca—. Ese año, el Consejo de Magnates nombró presidente de los Estados Unidos a Morgan V. Debe de haber sido una de las últimas monedas acuñadas, porque la muerte escarlata llegó en 2013. ¡Dios mío! ¡Imagínate! Pasaron sesenta años y yo soy la única persona de aquella época que sigue viva. ¿Dónde la encontraste, Edwin? 9


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El niño, que lo había estado observando con la tolerante curiosidad que uno reserva para los balbuceos de los débiles mentales, se apresuró a responder. —Me la dio Jujú. La encontró cuando andaba con las cabras cerca de San José, en la primavera pasada. Jujú dijo que era dinero. ¿No tienes hambre, abuelo? El viejo empuñó con más fuerza el bastón y echó a andar por el sendero con mirada ávida. —Espero que Labio Leporino haya encontrado un cangrejo… o dos —masculló—. Son buena comida, muy buena comida si te faltan los dientes y tienes nietos que quieren a su viejo abuelo y se acuerdan de conseguirle cangrejos. Cuando yo era niño… Pero, de repente, Edwin vio algo y se detuvo colocando una flecha en el arco. Estaba al borde de una grieta. El agua de una antigua alcantarilla se había desbordado y cavado un surco en el relleno del terraplén. Al otro lado, oxidado, entre las enredaderas, asomaba el extremo de un riel. Más allá, agazapado junto a un arbusto, un conejo lo miraba con temblorosa timidez. Los separaban casi veinte metros, pero la flecha voló certera y el conejo, traspasado, chillando de miedo y dolor, se escondió penosamente en la maleza. El niño fue un destello moreno entre pieles voladoras mientras bajaba saltando por la escarpada pared de la grieta y subía por el otro lado. Sus magros músculos eran muelles de acero que entraron en elegante y eficiente acción. A treinta metros de distancia, entre los matorrales, dio alcance al animal herido y le golpeó la cabeza contra un árbol que tenía a mano antes de entregarlo al abuelo. —El conejo es bueno, muy bueno —dijo el viejo con voz temblorosa—, pero como sabroso manjar, prefiero el cangrejo. Cuando era niño… —¿Por qué dices tantas cosas que no tienen ningún sentido? —preguntó Edwin, interrumpiendo con impaciencia la locuacidad de su compañero. El chico no dijo exactamente esas palabras sino algo vagamente parecido: algo más gutural y explosivo y con menos calificativos. 12


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Su manera de hablar mostraba un lejano parentesco con la del viejo, que parecía una forma de inglés corrupto. —Quiero saber —prosiguió Edwin— por qué llamas al cangrejo «sabroso manjar». Me parece que el cangrejo es el cangrejo. Nunca había oído que le pusieran esos nombres raros. El viejo soltó un suspiro pero no respondió, y siguieron avanzando en silencio. De repente, cuando salieron del bosque hacia un trecho de dunas, al borde del mar, el rumor del oleaje creció con fuerza. Entre las lomas arenosas pacían unas cabras, vigiladas por un niño vestido con pieles ayudado por un perro de aspecto lobuno que ya poco se parecía a un pastor escocés. Con el rugido de las olas llegaba un bufido continuo que salía de un grupo de rocas a cien metros de la orilla. Allí unos enormes lobos de mar se arrastraban para tumbarse al sol o pelear entre ellos. Delante, en primer plano, subía al aire la columna de humo de una fogata cuidada por un tercer niño de aspecto salvaje. Cerca de él, agazapados, había varios perros lobunos iguales al que cuidaba las cabras. El viejo, olfateando el aire mientras se acercaba al fuego, aceleró el paso. —¡Mejillones! —farfulló, extasiado—. ¡Mejillones! Y ¿eso no es un cangrejo, Jujú? ¿Eso no es un cangrejo? Ay, chicos, qué buenos sois con este abuelito viejo. Jujú, que aparentemente tenía la misma edad que Edwin, sonrió de oreja a oreja. —Todos los que quieras, abuelo. Pesqué cuatro. La temblorosa avidez del viejo era conmovedora. Se sentó en la arena con toda la velocidad que le permitía la rigidez de las piernas y con la punta del bastón sacó de las brasas un mejillón grande. El calor había hecho que el molusco se abriera, y la carne, de color salmón, estaba bien cocida. Con prisa temblorosa arrancó el bocado entre el pulgar y el índice y se lo llevó a la boca. Pero estaba demasiado caliente y un instante más tarde lo había escupido con violencia. El viejo, dolorido, se puso a farfullar mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. 13


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Los chicos eran verdaderos salvajes y tenían el humor cruel de los salvajes. El episodio les resultó tremendamente divertido y se desternillaron de risa. Jujú se puso a bailar mientras Edwin se revolcaba alegremente en el suelo. El chico de las cabras llegó corriendo para sumarse a la diversión. —Ponlos a enfriar, Edwin, ponlos a enfriar —suplicó el viejo, desconsolado, sin intentar enjugarse las lágrimas que le brotaban de los ojos—. Y enfría también un cangrejo, Edwin. Sabes que a tu abuelo le gustan los cangrejos. De las brasas salía un fuerte chisporroteo producido por la gran cantidad de mejillones que se abrían soltando vapor. Eran mariscos grandes, de diez a quince centímetros de largo. Los chicos los sacaban con palos y los ponían a enfriar sobre un trozo grande de madera gastado por el mar. —Cuando yo era niño, no nos reíamos de nuestros mayores; los respetábamos. Los chicos no prestaron atención y el abuelo siguió balbuceando una incoherente catarata de críticas y quejas. Pero ahora era más prudente y no se quemaba la boca. Todos empezaron a comer sin usar otra cosa que las manos, haciendo mucho ruido con la boca y con los labios. El tercer chico, llamado Labio Leporino, echó con malicia una pizca de arena en un mejillón que el abuelo se estaba llevando a la boca; cuando las encías y la membrana mucosa del viejo mordieron las duras partículas, volvieron a oírse unas sonoras carcajadas. El viejo no entendía que había sido objeto de una broma y farfulló y escupió hasta que Edwin, ablandado, le dio agua en una calabaza para que se lavara la boca. —¿Dónde has puesto los cangrejos, Jujú? —preguntó Edwin—. El abuelo está empeñado en comer un bocado. Los ojos voraces del viejo volvieron a iluminarse mientras le entregaban un cangrejo grande. Era un caparazón completo, con patas y todo, pero desprovisto de carne. Con dedos temblorosos y ansiosos balbuceos, el viejo arrancó una pata y descubrió que estaba vacía. 14


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—¿Y los cangrejos, Jujú? —sollozó—. ¿Y los cangrejos? —Era una broma. ¡No hay cangrejos! No encontré ninguno. Los chicos no cabían en sí de placer mientras observaban las lágrimas de disgusto senil que corrían por las mejillas del viejo. Entonces, sin que nadie se diera cuenta, Jujú cambió el caparazón vacío por un cangrejo recién cocinado. Desmembrado ya, la carne blanca soltaba por las patas quebradas una pequeña nube de sabroso vapor. Eso estimuló la nariz del viejo que, asombrado, bajó la mirada. Su alegría fue inmediata. Resoplaba y murmuraba y farfullaba casi canturreando mientras empezaba a comer. Los chicos no prestaban mucha atención porque era un espectáculo que ya conocían. Tampoco registraban las ocasionales exclamaciones y expresiones que nada significaban para ellos; por ejemplo, cuando se relamía y mascaba con las encías mientras refunfuñaba: —¡Mayonesa! ¡Imagínate…! ¡Mayonesa! ¡Y hace sesenta años que no se fabrica! ¡Dos generaciones sin poder ni siquiera olerla! Pensar que en aquella época se servía con los cangrejos en todos los restaurantes. Cuando ya no pudo comer más, el viejo soltó un suspiro, se limpió las manos en las piernas desnudas y se quedó mirando hacia el mar. Con el estómago lleno, se puso nostálgico. —¡Cuesta creerlo! Domingos agradables en los que he visto esta playa llena de hombres, mujeres y niños. Y no andaban por aquí osos que quisieran comérselos. Y allá arriba, en el acantilado, había un restaurante grande donde se podía comer lo que uno quisiera. Entonces vivían en San Francisco cuatro millones de personas. Y ahora, en toda la ciudad y todo el condado, no hay ni cuarenta en total. Allí fuera, en el mar, se veían siempre barcos que venían o iban hacia el Golden Gate. Y aeronaves por el aire: dirigibles y máquinas voladoras. Podían viajar a trescientos kilómetros por hora. Los contratos de transporte de correo con la New York and San Francisco Limited exigían como mínimo esa velocidad. Había un hombre, francés, no recuerdo cómo se llamaba, que logró alcanzar 15


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los cuatrocientos cincuenta, aunque aquello era muy arriesgado, demasiado para las personas conservadoras. Pero iba por el buen camino, y habría logrado muchas otras cosas si no fuera por la Gran Peste. Cuando yo era niño había personas vivas que recordaban la llegada de los primeros aeroplanos, y yo he alcanzado a ver el último, hace ya sesenta años. El viejo seguía balbuceando. Los niños no le prestaban atención porque estaban acostumbrados a su verborragia y a ese vocabulario, del que a veces no entendían la mayoría de las palabras. Durante esos monólogos divagantes parecía recuperar un poco la construcción y la fraseología de su inglés. Pero cuando hablaba directamente con los chicos volvía en gran medida a adoptar las mismas formas groseras y sencillas que ellos usaban. —Sin embargo, en esa época no abundaban tanto los cangrejos —siguió diciendo el viejo—. Se sacaban del agua y eran considerados un manjar. La temporada sólo duraba un mes. Y ahora se pueden conseguir durante todo el año. ¡Imagínate! ¡Sacar del agua, en la playa de la Casa del Acantilado, todos los cangrejos que quieras, cuando quieras! De repente se alborotaron las cabras, y los chicos se pusieron en pie. Los perros reunidos alrededor del fuego corrieron a juntarse con el arisco compañero encargado de cuidar el rebaño, que corrió en estampida hacia sus protectores humanos. Media docena de figuras grises, flacas, se deslizaron entre los montículos de arena y encararon a los enfurecidos perros. Edwin disparó una flecha que no dio en el blanco. Pero Labio Leporino, con una honda como la que David había utilizado para luchar contra Goliat, lanzó una piedra con tanta fuerza que silbó por el aire. Cayó justo entre los lobos, que se escabulleron hacia las oscuras profundidades del bosque de eucaliptos. Los chicos se rieron y volvieron a sentarse en la arena mientras el abuelo soltaba un cansino suspiro. Había comido demasiado, y abrazándose la panza, con los dedos entrelazados, continuó divagando. 16


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—«Los fugaces sistemas se deshacen como la espuma» —dijo entre dientes, repasando lo que sin duda era una cita—. Eso es: espuma y fugacidad. Todos los esfuerzos del hombre sobre el planeta no son más que espuma. Domestica los animales de provecho y mata los hostiles, y limpia de la tierra la vegetación salvaje. Y después muere y la marea primordial de la vida regresa y barre su obra: los hierbajos y el bosque inundan los campos, los animales de presa le diezman los rebaños y ahora hay lobos en la playa de la Casa del Acantilado. —Se horrorizó al pensar en eso—. Donde se divertían cuatro millones de personas, hoy rondan los lobos, y nuestros descendientes, con armas prehistóricas, se defienden de esos saqueadores con colmillos. ¡Imagínate! Y todo por culpa de la Peste Escarlata… El adjetivo llamó la atención a Labio Leporino. —Siempre usa esa palabra —le comentó a Edwin—. ¿Qué es escarlata? —«El escarlata de los arces me puede estremecer como el paso de unos clarines» —citó el viejo. —Es rojo —dijo Edwin, contestando a la pregunta—. Y tú no lo sabes porque vienes de la tribu del Chófer. Esa gente nunca supo nada. Escarlata es rojo… Yo lo sé. —El rojo es el rojo, me parece… —refunfuñó Labio Leporino—. Entonces, ¿para qué sirve hacerse el gallito y llamarlo escarlata? Abuelo, ¿por qué dices siempre cosas que nadie sabe? —preguntó––. Rojo es rojo, pero escarlata no es nada. Entonces, ¿por qué no dices rojo? —Rojo no es la palabra adecuada —respondió el viejo—. La peste era escarlata. En una hora, la cara y el cuerpo entero se ponían de color escarlata. ¿Te parece que no lo sé? ¿Te parece que vi poco? Y te digo que era escarlata porque… bueno, porque era escarlata. No se puede decir con otra palabra. —Para mí está bien «rojo» —masculló, obstinado, Labio Leporino—. Mi papá, cuando es rojo dice rojo, y él sabe. Dice que todo el mundo murió de la Muerte Roja. 17


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—Tu papá es un hombre común que desciende de un hombre común —le informó el abuelo, indignado—. ¿Te parece que no sé de dónde salen los chóferes? Tu abuelo era un chófer, un sirviente sin educación. Trabajaba para otras personas. Tu abuela era de buena familia, pero los hijos no salieron a ella. ¿Te parece que no recuerdo cuándo los conocí, pescando en el lago Temescal? —¿Qué es educación? —preguntó Edwin. —Llamar escarlata a lo que es escarlata —dijo Labio Leporino en tono burlón, antes de arremeter de nuevo contra el abuelo—. Mi papá me contó que su papá le había dicho, antes de estirar la pata, que tu mujer era santarroseña y que no valía nada. Dijo que era tiraplatos antes de la Muerte Roja, aunque no sé qué es una tiraplatos. ¿Qué es, Edwin? Pero Edwin negó con la cabeza en señal de desconocimiento. —Es cierto que era camarera —reconoció el abuelo—. Pero era una buena mujer, y de ella nació tu madre. Había muy pocas mujeres en esos tiempos, después de la Peste. Fue la única esposa que pude encontrar, aunque fuera tiraplatos, como dice tu padre. Pero no resulta muy agradable hablar así de nuestros progenitores. —Papá dice que la mujer del primer chófer era una dama. —¿Qué es una dama? —preguntó Jujú. —Una dama es la mujer de un chófer —fue la rápida respuesta de Labio Leporino. —El primer chófer fue Bill, un tipo común, como ya dije antes —explicó el viejo—; pero su mujer era una dama, una gran dama. Antes de la Muerte Escarlata fue la mujer de Van Worden. Ese hombre era el presidente de la Junta de Magnates Industriales y estaba entre el puñado de poderosos que gobernaban Norteamérica. Tenía una fortuna de mil ochocientos millones de dólares, como esas monedas que llevas en el morral, Edwin. Y entonces llegó la Muerte Escarlata y su mujer pasó a ser la mujer de Bill, el primer chófer. Que solía pegarle. Yo mismo fui testigo. Jujú, acostado boca abajo y escarbando ociosamente con los dedos de los pies en la arena, lanzó un grito y miró con atención 20


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primero el dedo y después el pequeño agujero que había cavado. Los otros dos chicos se acercaron y agrandaron rápidamente el agujero con las manos hasta dejar a la vista tres esqueletos. Dos de adultos y el tercero de un niño. El viejo se acercó y contempló el hallazgo. —Víctimas de la Peste —anunció—. Así murieron por todas partes en aquellos últimos días. Ésta debe de haber sido una familia que escapaba del contagio y pereció aquí, en la playa de la Casa del Acantilado. Esa gente… ¿Qué haces, Edwin? En la pregunta del viejo había una repentina consternación, porque Edwin, usando el mango del cuchillo de caza, había empezado a arrancar los dientes de uno de los cráneos. —Los voy a ensartar —dijo Edwin. Ahora los tres chicos estaban muy ocupados, y entre los golpes y el martilleo nadie prestaba atención a las palabras del viejo. —Sois unos verdaderos salvajes. Ya ha empezado la costumbre de llevar colgados dientes humanos. La próxima generación se perforará la nariz y las orejas para ponerse adornos de hueso y nácar. Lo sé. La raza humana está condenada a hundirse cada vez más en la noche primitiva antes de empezar de nuevo su sangriento ascenso hacia la civilización. Cuando aumentemos en número y sintamos la falta de espacio, nos mataremos unos a otros. Y supongo que también andaréis con mechones de pelo humano a la cintura; tú, Edwin, el más dulce de mis nietos, ya has empezado a usar ese repugnante rabo de cerdo. Tíralo, Edwin; tíralo. —Cómo parlotea el viejo —comentó Labio Leporino; habiendo terminado de arrancar los dientes, los chicos intentaban repartírselos equitativamente. Actuaban de manera muy rápida y brusca, y su lenguaje, en los momentos de discusión acalorada sobre la propiedad de las mejores piezas, se volvía un atropellado torrente de palabras. Hablaban con monosílabos y oraciones breves y entrecortadas, algo más parecido a un galimatías que a un lenguaje. Sin embargo, a veces se transparentaba alguna vaga construcción gramatical y aparecían 21


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vestigios de conjugaciones de una cultura superior. Hasta el habla del abuelo era tan corrupta que si se la transcribiera literalmente resultaría casi indescifrable para el lector. Eso ocurría cuando hablaba con los chicos. Pero cuando se ponía a hablar solo y daba rienda suelta a las palabras, poco a poco iba recuperando un inglés cada vez más puro. Las oraciones se alargaban y adquirían un ritmo y una naturalidad propios de una sala de conferencias. —Háblanos de la Muerte Roja, abuelo —pidió Labio Leporino cuando terminó satisfactoriamente el reparto de dientes. —La Muerte Escarlata —corrigió Edwin. —Y no uses esas palabras raras —dijo Labio Leporino—. Habla fácil, como cualquier santarroseño. Los demás santarroseños no hablan como tú.

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Título original: The Scarlet Plague © 2012, de las ilustraciones: Luis Scafati © 2012, de la traducción: Marcial Souto © 2017, de esta edición: Libros del Zorro Rojo Barcelona – Buenos Aires – Ciudad de México www.librosdelzorrorojo.com Esta obra es una realización de Libros del Zorro Rojo Dirección editorial:

Fernando Diego García Dirección de arte:

Sebastián García Schnetzer

. . . Con la colaboración del Institut Català de les Indústries Culturals ISBN: 978-84-945950-4-2

Depósito Legal: B - 2 6 1 7 8 - 2 0 1 6

Primera edición en rústica: marzo de 2017 Impreso en España por Unigraf, s.l. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal).


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«Se aceleraba el ritmo cardíaco y aumentaba la temperatura corporal. Después aparecía la erupción escarlata, que se extendía como un reguero de pólvora por la cara y por el cuerpo…»

Luis Scafati Mendoza, Argentina, 1947 Estudió Artes en la Universidad Nacional de Cuyo. Sus obras han sido expuestas en Barcelona, Frankfurt y Madrid e integran las colecciones de importantes museos, entre ellos, el Museo Sívori, el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo de Argentina; la House of Humour and Satire de Bulgaria; la Collection of Cartoon de Suiza y la Universidad de Essex en Inglaterra. Sus trabajos han sido publicados en Brasil, Corea, España, Francia, Inglaterra, Italia, México y la República Checa. «Dibujo desde que tengo memoria, siempre lo he hecho, es mi mejor juguete.» En 1981 obtuvo el Gran Premio de Honor en el Salón Nacional de Dibujo, la mayor distinción que puede otorgarse a un dibujante en Argentina. Luis Scafati ha sido nominado al Premio Hans Christian Andersen. En Libros del Zorro Rojo ha publicado La metamorfosis, de Franz Kafka; El gato negro y otros relatos de terror y Narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe; La Historia del Town-ho, de Herman Melville; La ciudad ausente de Ricardo Piglia, Informe sobre ciegos de Ernesto Sabato, y Drácula, una versión personal sobre el clásico de Bram Stoker y la literatura de vampiros: «Para mí la tinta es sangre, sangre negra.»

En 2013 estalla en las principales ciudades de la Tierra una peste fulminante que se propaga con rapidez hasta el último rincón habitado. No hay para ella antídotos conocidos; en cuestión de días, el vano éxodo de los pobladores vacía las ciudades, devastadas por el pillaje, los incendios y la violencia. Con el paso del tiempo, unos pocos supervivientes van formando pequeñas comunidades mientras a su alrededor una vegetación asilvestrada, sin control, ahoga las zonas antes cultivadas, y los animales domésticos, con garras y dientes, tratan de asegurarse un lugar en el nuevo orden zoológico. Sesenta años después de la tragedia, el último superviviente de la peste —entonces joven profesor universitario y ahora anciano de casi noventa años— intenta al final de su vida transmitir algo de experiencia y sabiduría a sus nietos casi salvajes, evocando un mundo que ya nadie sabe que ha perdido. La Peste Escarlata (1912), un clásico memorable sobre la fragilidad de la civilización, inauguró el género de novela catástrofe y dejó su huella en libros tan notables como La Tierra permanece (1949), de George R. Stewart, y La carretera (2006), de Cormac McCarthy. Las ilustraciones realizadas para esta edición por el gran artista argentino Luis Scafati añaden una dimensión onírica, a los horrores de ese futuro apocalíptico imaginado por Jack London.

L U IS S CAFAT I | L A PE S TE E SCAR LATA | JACK LO N D ON . . . .

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Jack London San Francisco, 1876 – Glen Ellen, 1916

Ilustraciones:

Traducción de

Abandonado por su supuesto padre biológico, un astrólogo ambulante, y criado por su madre espiritista, tomó el apellido de su padre adoptivo. Dejó temprano la escuela para huir de la pobreza y conocer el mundo. Fue explotado en una fábrica de conservas, fue ladrón de ostras y, desde una patrulla costera, perseguidor de ladrones de ostras. A los diecisiete años, enrolado en un barco de pesca, llegó hasta Japón, y al volver recorrió buena parte de su país como vagabundo. Realizó los cuatro años de estudios secundarios en uno solo e ingresó en la universidad, pero pronto tuvo que abandonarla por falta de recursos. Se sumó a la fiebre del oro en Alaska, de donde regresó enfermo y con experiencias que alimentarían sus primeros relatos. Socialista militante, Jack London estaba convencido, como Herbert Spencer, de la supremacía de los más aptos. «Voy a vivir cien años», anunció una vez, pero sólo vivió cuarenta, en los que escribió medio centenar de libros, donde destacan La llamada de lo salvaje (1903), Lobo de mar (1904), Colmillo blanco (1906) y Martin Eden (1909), y llegó a ser el escritor norteamericano más exitoso de su tiempo. Libros del Zorro Rojo ha publicado —ilustrados por Enrique Breccia— Koolau el leproso y la antología Knock Out, tres historias de boxeo.


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