Primeras páginas de 'Who'

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Cuando aquel frío día de febrero Rita insistió a Marcus a dar un paseo por el centro de Boston, no podía imaginar el encuentro que iban a tener… ni las consecuencias que este tendría para el futuro de la humanidad. Rita y Marcus Deveraux eran una pareja de mediana edad que vivía en la zona de Beacon Hill, en Boston. Disfrutaban de una vida acomodada gracias a que Marcus ha­ bía vendido su floreciente empresa de material de laboratorio que suministraba a las múltiples compañías de biotecnología estableci­ das en la zona. Su brillante carrera como empresario de éxito se vio truncada un año antes como consecuencia de un accidente de tráfico que le ocasionó una lesión medular. Los médicos calificaron su recuperación de milagrosa, ya que el pronóstico inicial vaticinaba que no volvería a usar sus pier­ nas. Y es posible que así hubiera sido de no ser porque Marcus aceptó la oferta de un equipo de investigadores de la Universi­ dad de Boston, que le propuso someterse a un tratamiento expe­ rimental con un nuevo medicamento que le permitiera volver a conectar las terminaciones que habían quedado dañadas por el accidente. 9

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Después de terminar con la rehabilitación, los médicos le reco­ mendaron dar largas caminatas para terminar su recuperación. Así que los Deveraux solían pasear desde su casa en Beacon Street has­ ta Newbury, una de las calles más comerciales de Boston, en un re­ corrido de unos tres kilómetros. Aquella tarde era bastante fresca. No en vano la temperatura media de la «capital de Nueva Inglaterra» en el mes de marzo ape­ nas si supera los dos grados centígrados. Después de una tarde de compras, se dirigían a Casa Romero, uno de sus restaurantes mexicanos favoritos para cenar. Al girar la esquina que les llevaba a Gloucester Street, se cruza­ ron con un hombre joven de apariencia desaliñada que caminaba cabizbajo y arrastrando los pies. Ambos se giraron y murmuraron algo entre sí. La mujer se gi­ ró y trató de llamar la atención del viandante, que se había alejado unos metros. —¡Doctor Bradley! La pareja se acercó al hombre, que parecía no atender a su lla­ mada y Rita tocó su hombro. El hombre se volvió para ver quién llamaba su atención, mos­ trándose contrariado por aquellas personas que insistían en recla­ mar su atención. La mujer continuó. —Doctor Bradley, somos Rita y Marcus Deveraux. ¿No se acuerda de nosotros? Usted trató a mi marido de su accidente de tráfico hace unos meses. ¡Dios le bendiga! El desconocido se mostraba confuso y desorientado, aunque algo en su mente comenzó a recordar. —¿Doctor Bradley? Y tras unos segundos de silencio, ante la mirada incrédula de la pareja asintió. —Sí. Ahora recuerdo. Al mismo tiempo, su mirada se desvió desde la pareja hacia el suelo al tiempo que su ceño se fruncía. El señor Deveraux apartó a su esposa y se dirigió al hombre. 10

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—Doctor Bradley. Tom, ¿se encuentra bien? El extraño comenzó a sentir una enorme presión en su cabeza, se alejó un par de pasos del matrimonio y comenzó a tambalearse. De repente su vista se nubló. Las voces de los Deveraux parecían estar vez más lejos hasta que se vio sumido en una oscuridad total.

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Capítulo 1

Eran las siete de la mañana cuando sonó la alarma de un iPhone y una mano cogió apresuradamente el aparato para apagarla. Un hombre en torno a los treinta y pocos años abrió los ojos de golpe, se incorporó y se levantó casi de un salto. De camino al cuarto de baño pulsó la tecla «Play» de un repro­ ductor de mp3 y Who’ll stop the rain de la Creedence Clearwater Revival comenzó a sonar. La energía que ese hombre derrochaba acabándose de desper­ tar solo podía dimanar de quien espera casi con ansiedad la hora de comenzar su trabajo. Una ducha con agua casi fría y una taza de café completaron su liturgia de todas las mañanas. En el último momento decidió que ese día no tocaba afeitarse. Algo le tenía más inquieto que de costumbre. Una vez listo para salir, apagó la música y se tocó los bolsillos de la chaqueta como palpando los objetos de su interior para ha­ cer un breve repaso de que no se le olvidaba nada. Como cada mañana, lo último que cogió antes de salir de casa fueron las llaves y una tarjeta magnética de identificación que de­ jaba en una estantería junto a la puerta para no olvidar. El trayecto desde la calle Richmond hasta Albany Street, donde se encontraba su trabajo, se le hizo más largo ese día que de cos­ 13

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tumbre, especialmente cuando se encontró un monumental atasco en la incorporación a la 93 en sentido norte. Todos los días se arrepentía de haber hecho caso a Mónica, su ex mujer, en la elección de una casa en un barrio tan aleja­ do del centro, pero ella quería una zona tranquila y aquella casa junto al parque Dorchester no hubo forma de sacársela de la ca­ beza. Y todo para que Mónica se marchase con otro, cansada de las innumerables horas que él dedicaba a su trabajo. Después de todo, lo que le quedaba de una difícil relación era una casa difícil de vender, un Cadillac Escalade difícil de aparcar y un montón de recuerdos difíciles de olvidar. Pero en esos momentos en los que el pasado amenaza con hi­ potecar el futuro, él siempre recordaba una frase que su padre le repetía y que él adoptó como máxima en su vida: «La vida no tie­ ne botón de rebobinar. Así que no merece la pena pensar en lo que ha pasado porque ya no puedes cambiarlo». Así que borró de su mente lo que ya no tiene remedio y, resig­ nado a estar un buen rato casi parado en el coche, buscó una emi­ sora en la radio y se detuvo cuando reconoció Here I go again, de Whitesnake. Al cabo de casi media hora llegó al aparcamiento de la Univer­ sidad de Boston y tras aparcar en su plaza del garaje se dirigió a la entrada acelerando el paso. Mientras usaba su tarjeta de acreditación para desbloquear el torno de acceso al edificio, el guarda de seguridad le saludó. —Buenos días, doctor Bradley. —Buenos días, Adam. Y sin más conversación se encaminó apresuradamente a uno de los departamentos, donde estaban Gerard Gibson, Caroline Sandler y Sandra Campos, la directora del Departamento de Me­ dicina Física de la Universidad. Sandra Campos era americana de segunda generación. Sus abuelos habían emigrado a Estados Unidos desde México y se ha­ 14

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bían abierto camino trabajando muy duro, al igual que su hijo; el padre de Sandra. Tal vez fuera precisamente por eso que Sandra estaba total­ mente volcada con su trabajo. A sus veintiocho años no se le co­ nocía ninguna relación afectiva y, aunque Sandra era muy reserva­ da con sus asuntos personales, algunas personas de la Universidad habían especulado con que podía ser lesbiana. El laboratorio de medicina física era inicialmente un centro de rehabilitación en el que se investigaban nuevas técnicas de recupe­ ración. Estaba ubicado dentro del edificio que alberga la sección de neurología de la Universidad de Boston. Pero desde que se inició el Proyecto Reconnect se había trans­ formado en un completo laboratorio. A Sandra, que junto con Tom eran los dos únicos miembros del equipo que estaban el él desde el principio, no le había sido fácil conseguir que la Junta de Inversiones de la Universidad invirtiera en el Proyecto Reconnect, ya que se suponía que ese tipo de inves­ tigaciones parecían más adecuadas a otras instituciones. Sin embargo, Sandra consiguió convencerles apelando al valor de las ideas y empeñó en ello su futuro como investigadora. Desde que lo consiguió, incorporó al equipo a Caroline y a Gerard, ambos brillantes estudiantes de la Universidad y por últi­ mo consiguió una beca de investigación para un intercambio con Noruega, producto del cual había llegado Dag Gunnarssonn. Tom Bradley se disculpó al entrar en el departamento. —Buenos días a todos. Perdonad el retraso. —No te preocupes, Tom. Aún no es la hora —Sandra le res­ pondió—. Además, aún falta Dag. Todos sonrieron. Todos menos Tom, ensimismado en algo que le rondaba por la cabeza, al tiempo que se acercó a la cafetera y se sirvió una taza de café en una taza negra de Star Wars que tenía en su mesa. A los pocos segundos, la puerta se abrió y apareció un perso­ naje rubio y bajito que aún llevaba puestas las gafas de sol. 15

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Era el doctor Dag Gunnassonn, el miembro de intercambio que la Universidad había asignado al Proyecto Reconnect. Dag procedía del centro de medicina deportiva de la Universidad de Oslo en Ullevål. Desde que había llegado a Estados Unidos, su ju­ ventud y un sueldo en coronas noruegas que al cambio en dólares casi triplicaba lo que cobraba un investigador local, le habían he­ cho asiduo de los centros de la vida nocturna de Boston, si bien es cierto que se notaba que acababa de superar el cuarto de siglo, porque siempre estaba dispuesto a trabajar por muy dura que hu­ biera sido la noche. Su resistencia al cansancio y los efectos de la resaca se había hecho legendaria en la Universidad. —Buenos días a todos —exclamó Dag. —Hombre, Dag. ¿Has dormido bien? Porque seguro que ayer te fuiste directo a casa. ¿Verdad? —dijo Caroline con cierta sor­ na. —Rey de noche, rey de día. Sandra tomó el protagonismo y se dirigió a los presentes. —Bueno. Ya estamos todos. Como sabéis, hoy es el gran día. Hoy por fin tenemos autorización de la Agencia Federal del Me­ dicamento para probar la comprexia en humanos. Tom se acercó a Sandra y, poniendo la mano sobre su hom­ bro a modo de relevo, liberó a Sandra de una charla que no que­ ría protagonizar. —De acuerdo.Ya sabemos todos lo que tenemos que hacer.Va­ mos a repartirnos por los servicios de urgencias de la ciudad para buscar candidatos. —Caroline, tú vas al Tufts Medical Center. Gerard, al Harvard Vanguard. Dag al Beth Israel. Sandra irá contigo. A mí me toca el Boston Medical Center. —No olvidéis que si encontráis un paciente dispuesto a cola­ borar necesitamos la firma en el consentimiento que ha redacta­ do el departamento jurídico de la Universidad. Puede que tenga­ mos trabajo para varios días, o incluso semanas. Pero necesitamos que se trate de sujetos con lesiones recientes para evitar que la ro­ 16

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tura en los transmisores neuronales haya producido la necrosis de los tejidos. Sandra, parcialmente recuperada de la emoción y asumiendo de nuevo su papel de líder del equipo, intervino. —¿Lo tenemos claro? Pues vamos a ellos. Y recordad man­ tenerme informada de las opciones antes de contactar con los po­ sibles candidatos. ¡Ah!, y llevad bien visibles las identificaciones. Mientras Sandra deseaba suerte a los investigadores, Gerard les repartió unas carpetas con la documentación y unos carnets con sus fotografías y el logotipo de la Universidad de Boston. Tras despedirse, los nervios hicieron que todos salieran apresu­ radamente de las instalaciones hasta el punto de entorpecerse mu­ tuamente al atravesar de nuevo el torno para salir del edificio. Ya en el aparcamiento, los miembros del equipo se despidieron deseándose suerte, subieron a sus coches y se encaminaron a sus respectivos destinos.

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