Colección Rotativa I - Primeras páginas de 'Peor habría sido tener que trabajar', de José Yoldi

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Prólogo

Nunca me planteé ser un hombre de provecho, pero como decía John Lennon: «La vida es eso que nos ocurre mientras hacemos otros planes». Mi madre era hiperinteligente en una época en la que lo inteligente para las mujeres era no demostrarlo demasiado. Mi hija es superdotada y lo demuestra continuamente. El caso es que hay quien sostiene que, según determinadas leyes de la genética, la inteligencia se transmite por vía femenina y por generación interpuesta, de modo que, en ese reparto de talentos, no me tocaron ni las migajas. Quizá por ello, a mis tiernos e inconscientes dieciocho años, cuando te hacían decidir a qué ibas a dedicar el resto de tu vida y solo 7


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pensabas en pasártelo bien, recuerdo que reservé algunas horas para imaginar en qué ocupación me lo pasaría lo mejor posible sin un esfuerzo desmedido. Finalmente, me incliné por el periodismo porque me horrorizaban las tripas abiertas de la cirugía —elección irreductible de mi madre— y el derecho —decidida preferencia de mi padre— me parecía un tostón. Luego, para no desmentir a Lennon, la vida me deparó tener que cubrir como informador numerosos atentados perpetrados en Madrid, con cuerpos destrozados y mucha sangre, y desarrollar la parte más exitosa de mi carrera profesional como redactor de tribunales. ¿No les parece una impresionante ironía del destino? En la elección, algo debió de influir el romántico estereotipo de los corresponsales extranjeros y una cierta idea de vida bohemia, así como mis ansias de viajar, porque lo cierto es que por entonces leía poco y no me gustaba escribir. ¡Vamos, con la actitud y las condiciones idóneas para iniciarse en el oficio! La carrera no me entusiasmó, pero los años de universidad fueron inolvidables. Los recor8


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daré con nostalgia mientras viva. En aquellos tiempos no enseñaban periodismo, sino una cultura general avanzada que, junto con una serie de conocimientos perfectamente prescindibles pero interesantes aprendidos en el colegio —como las categorías de ángeles: serafines, querubines, tronos, principados, dominaciones, potestades, virtudes, arcángeles y ángeles— me permitieron posteriormente ganar todas las competiciones de Trivial Pursuit que se celebraban en las reuniones con los amigos. Era el amo de los quesitos. En la Universidad no aprendí periodismo, pero sí a leer. Narrativa, historia, ensayos, hasta la guía telefónica. Además, un grupo de colegas, con la prepotencia que da la edad — éramos inmortales y sabíamos más que nadie, por supuesto— fundamos el Círculo de más allá de las aguas. La idea fue de un amigo que actualmente es catedrático de universidad y al que no quiero comprometer, y constituía un homenaje al realismo mágico de Gonzalo Torrente Ballester y su obra La saga/fuga de J.B. Entre los objetivos, creo recordar que, además 9


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de la crítica literaria, figuraba beber vino, jugar al mus y pasárselo bien, lo que encajaba perfectamente no solo con mis aptitudes, sino con las de los restantes conjurados. El personaje que me correspondía representar como miembro de la sociedad era el de Jacinto Barallobre, traidor motorizado. Entre las acciones más relevantes que acometimos en aquella época: torpedear con preguntas imposibles la conferencia de un catedrático de Barcelona que, pobre hombre, había acudido a Navarra a un bolo tranquilo, o reventar el premio de narrativa que anualmente concedía la Universidad. Lo ganó Cortázar con el cuento «Los amigos», que habíamos presentado para demostrar que el jurado no tenía ni idea de literatura. No hubo grandes daños, porque nos enteramos de que la obra que había perdido por tres votos contra dos frente a Cortázar se titulaba «La madre» y había sido escrita por un miembro del Círculo, actualmente director de una revista y al que tampoco quiero comprometer. La dotación del premio, 10.000 pesetas, acreció la del año siguiente. Como pueden apreciar, nada co10


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mo reírse de uno mismo y que ustedes lo disfruten. Transcurrido el plácido paréntesis universitario, me encontré haciendo prácticas en Europa Press. Allí no tenías tiempo de nada. Aprendías más periodismo en una semana que en cinco años en la facultad. Te convertías en una máquina de redactar noticias, primero, escribiendo las que otros compañeros que llamaban por teléfono grababan en unos magnetofones y, luego, elaborando las tuyas propias. Era 1977, tiempos convulsos de la Transición, pero con enormes dosis de ilusión individual y colectiva. En lo que a mí respecta, lo que me faltaba de talento lo suplía con trabajo. Tanto es así que muchos días llegaba a soñar con noticias. Yo no era bueno a la hora de redactar, pero era un lince cuando había que sacar primicias. Tenía un entusiasmo desbordante y, tras seis años en Europa Press, me llamaron para trabajar en El País. En todos estos años de periodismo he obtenido numerosas exclusivas, entre las que destacan: el sumario del 23-F, con el que Europa 11


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Press llenó las páginas de todos los periódicos de España durante el mes de agosto de 1981; el Caso Bardellino, sobre la implicación de dos jueces en la irregular puesta en libertad del capo de la Camorra napolitana Antonio Bardellino, y por el que fue expulsado de la carrera judicial el magistrado del Tribunal Supremo Jaime Rodríguez Hermida; o el Caso Dívar, sobre los más de treinta viajes de placer a Marbella y otros destinos turísticos cargados a los presupuestos del Consejo General del Poder Judicial por parte de Carlos Dívar, el primer presidente del Tribunal Supremo que tuvo que renunciar a su cargo en los doscientos años de vida de la institución. Tengo que reconocer que, a pesar de haber presumido de ello, nunca le dije a mi madre que actuaba de pianista en un burdel en lugar de confesar que era periodista. Para los que no lo sepan, explicaré que esa supuesta mentira piadosa a la madre para ocultarle la indignidad de dedicarse a este oficio es un tópico que ha hecho fortuna entre los periodistas y ya ha adquirido la condición de clásico. Sin embargo, des12


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pués de todos estos años, tengo claro que acerté en mi elección, que este es el oficio más bonito del mundo y que, como algún otro miembro de la canallesca dijo: «Mucho peor habría sido tener que trabajar».

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La pérdida de la inocencia

No recuerdo quién fue el desaprensivo que me reveló que los padres se esconden detrás de esos seres magníficos llamados Reyes Magos en los que yo creía a pie juntillas, especialmente desde que el turrón y unas magdalenas, que yo había dejado para que comieran sus majestades en el descanso que en su largo periplo hacían en mi casa, desaparecieron de la noche a la mañana porque mi padre que había madrugado para ir a jugar a pelota arrampló con la mayoría de las viandas. Conocer la verdad fue una gran desilusión. Más incluso, una gran estafa. ¡Cómo unos padres a los que veías todos los días podían compararse con unos personajes formidables que 15


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eran reyes y magos al mismo tiempo porque en una noche repartían regalos a todos los niños del mundo! Al final, para resolver las dudas, se lo pregunté a mi madre, que dulcemente me confirmó la desastrosa noticia y yo estuve por lo menos una semana enfadado con ella. (Lo de matar al mensajero debe de ir en los genes). En Europa Press, el redactor jefe, Jesús Frías, me asignó la sección de Justicia y Tribunales, no porque fuera mi vocación, apreciara en mí características únicas para semejante cometido o yo se lo hubiera solicitado, simplemente era la sección que estaba vacante. En mi ingenuidad, yo creía que la justicia era justa, muy al estilo de las películas americanas; que los jueces, fiscales y abogados que intervenían en los juicios eran santos varones; que los buenos, aunque a veces sufrieran un poco, ganaban siempre y que los malos, aunque obtuvieran victorias parciales, acababan pagando sus crímenes. La pérdida de la inocencia, como en el caso de los Reyes Magos, fue un mazazo. La culpa del desaguisado la tuvo esta vez un abogado, 16


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defensor habitual de miembros de los GRAPO, del que me hice amigo y del que omitiré su nombre. Era un tipo bajito, delgado, fibroso, con código de honor propio y unos dídimos más grandes que su cabeza. La policía de Franco le había zurrado en numerosas ocasiones y estaba harto de abusos. Defendía por amor al arte o, lo que es lo mismo, por poco dinero a los terroristas, mientras que se ganaba la vida con otros pleitos. Aprendió karate gratis con un profesor japonés al que él le llevó el divorcio también gratis. Siendo tan bajito, los policías grandes eran su especialidad. Todos le conocían y muchos, incluso de uniforme, parecían tener como deporte el amenazarle, pero el letrado jamás se arrugaba, miraba con desprecio y contestaba con odio. Un día, cuando yo estaba esperando para asistir a un juicio en el que él intervenía, tuve la oportunidad de presenciar como un policía enorme le llamaba a una pequeña antesala que daba acceso a la sala de vistas. El agente le explicó en voz baja, pero audible y sin motivo aparente, que le iba a hacer papilla, y a mí me pareció muy creíble. Estaba yo en la puerta de la antesala, a punto 17


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de protestar por lo que me parecía una notoria injusticia, cuando el letrado de forma disimulada, pero con parsimonia y sin inmutarse, colocó en la entrepierna del agente una navaja de Albacete de grandes dimensiones que solía llevar en el bolsillo del pantalón, mientras le decía: «puedes intentarlo». El policía se puso colorado y él le dio la espalda con sorna. Años después, agentes incontrolados de la ultraderecha, bajo la denominación de un supuesto Comando de Víctimas de los GRAPO, le volaron con explosivos, primero, su Seat Seiscientos y, días más tarde, su despacho profesional. Nunca se llegó a identificar a los autores. Todavía aguantó medio año más, pero poco a poco dejó de representar a miembros de los GRAPO. Éste era el personaje que a la semana de dedicarme a temas de justicia me pilló en el bar Supremo, donde se reunía la tribu (los cinco o seis periodistas que por entonces seguían la información de tribunales). Yo estaba con Manolo, el barman y propietario del local, y él venía contento. 18


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Se ofreció a pagar unas cañas porque había resuelto un caso aunque todavía no había sentencia. —¿Cómo puede ser eso? —pregunté yo, que ignoraba todo de procedimientos judiciales y que lo único que tenía claro era que las sentencias ponen fin a los procesos. Con la paciencia de un profesor de primaria y la precisión de un catedrático de procesal, me explicó que un cliente suyo había entregado un cheque sin fondos como forma de pago de una deuda de seis millones de pesetas. El estafado había presentado una querella contra su cliente y, de seguir adelante, este iba a acabar en la cárcel. —He entregado doscientas mil pesetas en efec­ tivo a un funcionario a cambio del original del cheque que estaba incorporado al sumario y ya lo he destruido. Doscientas mil y mis honorarios por seis millones es un buen cambio —valoró encantado, con la satisfacción del trabajo bien hecho. 19


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—¿Y con eso ya se ha acabado? —pregunté con cara de incredulidad y escandalizado porque el chorizo del cliente se saliera con la suya. —Bueno, ya no existe la prueba de que mi cliente pagó con un talón sin fondos, porque en el juzgado se ha perdido el cheque, así que alegaré eso y mi cliente quedará absuelto. —Pero si has sido tú el que has destruido el cheque —objeté. —Sí, pero el juez no lo sabe —replicó triunfante. Creo que todavía puse alguna objeción sobre la necesidad de una justicia justa o alguna otra tontería por el estilo. —La justicia, para el que se la trabaja, chaval —concluyó. No fue una clase, sino un curso acelerado de la diferencia entre la justicia teórica y la práctica de la justicia. Estuve un mes deprimido. De ingenuo ignorante pasé de golpe a escéptico pertinaz, pero como no soy de deprimirme sino un entusiasta, con el transcurso de los años 20


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creo que me he convertido en un cínico y en un sentimental. Una mezcla explosiva. Durante años vi trabajar concienzudamente a este abogado que me ofreció su amistad y al que he perdido la pista. Era honrado y cabal a su modo y un gran gladiador de la toga.

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