Primeras páginas de 'Leyendas perdidas'

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El lago

Dicen que hace muchos años, a Raquel, la sobrina del Prior, le en­ cantaba patinar por aquí cerca, en el conocido como lago de las li­ bélulas. Su ligera figura danzaba sobre el hielo, adornando la mor­ tecina armonía natural del invierno. Conforme tomaba velocidad, despertaba en ella una distendida y leve risa, que sonaba acompa­ sando el silbante arañar de sus cuchillas en el hielo. Daniel la conoció cuando la joven doncella tan solo tenía tre­ ce años. Él tenía dos más y la observaba oculto entre unos matojos desde un risco sobre el lago. El vapor de su respiración se escapa por su boca abierta, embelesado por la belleza de la imagen de la chica. La vieja mula esperaba en el sendero cercano, cargada con la leña que el pequeño Daniel había podido recolectar antes de es­ cuchar la risa de la chica y encaramarse curioso por aquel flanco hasta la cima del montículo. Por unos segundos, el chico contem­ pló a Raquel, bailando con esa improvisada belleza, confiada en la dureza del agua helada de aquella gélida mañana. Pero todo corazón es sensible al temible frío del invierno. La mula de Daniel emitió un inesperado relincho que se hizo eco entre las lomas circundantes del lago. Raquel se detuvo en seco, con las rodillas dobladas y los brazos extendidos, mirando en de­ rredor con gesto atemorizado. Daniel se giró hacia su montura, 13

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llevándose enfadado el dedo índice a los labios; cuando volvió su vista al lago, la desconocida muchacha había desaparecido. Raquel regresó a la Abadía asustada, pero no comentó nada a su tío. Sus excursiones hasta el lago helado suponían su úni­ co entretenimiento. Lo cierto es que no era habitual que una joven viviera encerrada en un convento con una centena de monjes, Raquel había quedado huérfana, y su tío, Abad princi­ pal del monasterio, sentía una extrema debilidad por ella, nun­ ca permitió que la llevaran a un orfanato, pese a que a menudo pensaba, preocupado, en el día en que Raquel llegara a ser una mujer. Mientras eso no ocurriera, y el resto de monjes viera en ella a una tierna niña, Marcial podía cultivar a la chica en todo el co­ nocimiento que la biblioteca del monasterio albergaba, y Raquel aprendía con mucha voluntad. Tras la mañana del encuentro, la jornada de Daniel pasó im­ buida en una continua fantasía que se extendió hasta la noche. Los sueños del joven quedaron invadidos por una bailarina vestida de blanco que se deslizaba airosa por las nubes, entre los picos de las montañas, sobre las aguas del brioso río; la bailarina continuamen­ te sonreía, hasta que su risa se convirtió en el cacareo del gallo que anunció la alborada de un nuevo día. Daniel amaneció con­ tento como nunca, con los pómulos rosados por un emocionado y desconocido rubor. Durante el desayuno, Martina, su madre, detectó en la anómala efervescencia del mirar de su hijo la influencia del enamoramien­ to. —Hijo mío, da gusto ver esa carita sonriente por la mañana. Has debido conocer a un ángel. Daniel agachó avergonzado la cabeza. Sabiéndose descubierto en lo sustancial de sus sentimientos perdió la vista bajo el banque­ ro, junto al hogar. —Pues no sé donde habrá visto a ese ángel —dudó su padre con su vigoroso vozarrón— si pasa todo el día en el monte. 14

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Tampoco contestó el chico a su padre. El amago de conversa­ ción se frustró y el sonido del crepitar de la leña recién puesta en la lumbre, compuso una eventual sinfonía con el viento impactan­ do contra la ventana de la cocina. Poco después, Daniel bajó hasta el establo en busca de la vie­ ja mula. En ese corral adyacente a la casa los gruñidos de los cer­ dos se confundían con el cacareo de las gallinas, hasta que un se­ co ladrido del irascible perro llamado Tom, detenía en seco la disputa. Fermina, la mula, descansaba en su cuadra habitual. En cuanto Daniel abrió su portón, salió sin ejercer oposición alguna. No le placía plantarse en la calle esa mañana invernal, pero tenía dema­ siados años para saber que en la batalla de la terquedad, el hombre ganaba al mulo. Durante las primeras horas de la mañana, el animal fue forzado a una actividad frenética. Daniel quería acabar con la pequeña fae­ na que se le atribuía en casa para poder acudir cuanto antes al la­ go, con la firme esperanza de que ella estuviera allí de nuevo. Mucho antes de mediodía, Daniel ya merodeaba en torno al lago, caminando de lado a lado para evitar el frío y asomándo­ se frecuentemente al punto más alto para atisbar la pequeña lagu­ na. La idea de que la chica no volvería ocupó el pensamiento de Daniel desde el primer momento. Barajaba multitud de opciones, con esa abundancia que genera el regalar tiempo a la meditación. Tan pronto creía que la mula habría asustado a la chica para siem­ pre, como que consideraba realmente que lo que había visto había sido un soñar despierto. Hasta que Raquel apareció, de nuevo vestida de blanco. Prime­ ro se sentó en una roca de la orilla y se cambió de calzado. Daniel, que había tenido mucho tiempo para pensar, rodeó el lago rápi­ damente hasta colocarse muy cerca. Para moverse tranquilamente había amarrado la mula a un árbol y le había preparado un lustro­ so ramaje verde, escarbado y seleccionado entre la nieve, buscando evitar un impertinente relincho. 15

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Raquel comenzó a patinar, Daniel la veía desde una posición más cercana que el día anterior. La chiquilla parecía no sucumbir a las bajas temperaturas y pronto liberó una placentera risilla, su larga melena negra ondeaba caprichosa con las corrientes creadas por las oscilaciones de los mágicos giros. Bajo la larga falda blan­ ca sus pies desaparecían y Daniel sólo percibía un especial brillo, como si la niña se moviera bajo una estela divina que la impeliera en sus sutiles movimientos. Tal vez su madre tuviera completa ra­ zón; se había enamorado de un ángel. Al final cedió al ímpetu de su asombro y salió de su escondite. —¡Quisiera deslizarme como tú! Raquel se detuvo en seco, como el día anterior, emitiendo un ruido cortante. —¿Quién eres? —Un ligero temor apareció en el gesto tenso de la chica, el más mínimo de sus movimientos tenía siempre una intensa expresión, el movimiento de su cuerpo comunicaba en ese momento una primaria alerta. —Soy Daniel Castro, del pueblo. Es…, es muy bonito como te deslizas. —Es por los patines. Me los ha hecho mi tío. En medio del silencio, Raquel intuyó que Daniel no sabía lo que eran unos patines y mostró uno de ellos, sosteniéndose sobre una sola pierna. —Lo ves, son unas suelas que se atan al pie y con una lámina lisa debajo. Lo leí en un libro, se lo expliqué a mi tío y él me los fabri­ có. Mi tío es el Padre Marcial, Abad del monasterio —Raquel seña­ ló la senda que desembocaba, pocos metros más allá, en el convento. —Si quieres te los dejo. Daniel no rechazó la invitación de su nueva amiga y se sentó para atarse los rudimentarios patines a sus desgastados botines. Sus manos congeladas y la falta de hábito, desveló una torpeza ante la que Raquel sonrió burlona. —Debes sujetar los cordones dando vuelta desde el talón y después sobre el empeine para que quede bien sujeto al pie. 16

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Una vez ajustados los patines, Daniel se levantó, sus pies se des­ lizaron en lados opuestos y sus brazos oscilaron en aspa, buscando un equilibrio en continua fuga. A la postre, la plasticidad del jo­ ven cedió y su tronco se venció hacia delante. Como los brazos seguían desarbolados, el rostro del chico terminó por estamparse contra el hielo. Raquel no rió, se desternilló por completo. El joven descono­ cido se había girado y yacía a sus pies, como un escarabajo panza arriba. Aquella tarde Daniel conoció de primera mano el sentido del ridículo, y descubrió que lo tenía sumamente desarrollado, más aún al lado de aquel ser maravilloso, ese deslumbrante ángel se ha­ bía transformado en un detestable y burlesco diablo. En un arre­ bato, sentado sobre el hielo, se desató los patines y bordeando el lago, salió corriendo. No escuchó las excusas de Raquel, ella no pudo seguirle en su fulgurante huida. De regreso a casa, la mula pagó la culpa de la desazón del chico. Mientras su amo murmuraba su enojo, tiraba de la brida brusca­ mente, forzando al animal a andar a trompicones, variando el paso de sus pezuñas, desestabilizando sus pasos y acelerando su aliento. Hubo más invierno, pero Daniel no volvió al lago para encon­ trarse con Raquel. Sentía vergüenza por su torpeza y, pensándo­ lo en frío también se avergonzó de aquella impronta pueril que le alejó de ella ante sus excusas. Durante todo el invierno, en los sueños de Daniel seguía pati­ nando Raquel, pero llegada la mañana trataba de olvidarla, se em­ peñaba en no volver a verla y aguantaba; víctima del padecimien­ to con que gobierna, a veces, la razón al instinto. Poco a poco, la nieve fue cediendo espacio en el valle a un verdor pujante, hasta quedar acorralada y endurecida en sombríos costados de los caminos. El pequeño poblado renacía en el ciclo natural. Los postigos de las ventanas se reabrían y las chimeneas se apagaban, los chavales corrían las calles y las mujeres se detenían en sus trayectos para charlar con las vecinas. 17

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Daniel tenía su propia cuadrilla de amigos y, durante los fines de semana, quedaban para travesear a diestro y siniestro. Una tar­ de se aventuraron hacia el interior del monte, mientras camina­ ban ociosos por las oscuras sendas, uno de ellos, Manuel, habló de Raquel, aseguró que había acudido a la Abadía con sus padres a la misa del sábado y que había visto a una preciosa chica morena. Su madre le había aclarado, sotto voce, durante la liturgia, que era la so­ brina del Abad. Daniel no dijo nada, el resto de chicos se intere­ só por la chica y Manuel se recreó en fantasiosos detalles sobre su hermosura. Al final, jugueteando entre los caminos, el grupo de amigos llegó hasta el lago de las libélulas. Tras el invierno, el sobrenom­ bre se entendía por completo. Entre los juncos, alrededor de to­ do el contorno del estanque, las libélulas revoloteaban zigzaguean­ tes, trazando sus acostumbradas y variables líneas rectas. Los chicos avanzaron estruendosos hacia el agua, cautivados por el maravillo­ so paisaje del lago, donde rielaba la luz decadente del sol que em­ pezaba a ocultarse entre las copas de los gigantescos pinos. Daniel no corrió con ellos, se quedó con la vista perdida, su memoria re­ componía de nuevo el baile de Raquel sobre el agua, y la vívida estampa primaveral que tenía frente a él se atenuó enormemen­ te ante la comparación de Raquel patinando en medio del letar­ go invernal. Aquella tarde Daniel por fin cedió, comprendiendo que nun­ ca podría olvidarla. Por eso cuando regresó a casa le comentó a su padre: —Papá, voy a hacerme unos patines. Los últimos días del verano los dedicó con esmero a la fabrica­ ción de sus patines. Recordaba perfectamente la muestra desde el día en que Raquel se los prestó. Una vez concluido el trabajo, es­ peró paciente al final del otoño para poder estrenarlos. Algún que otro día preguntaba a Manuel por sus visitas litúrgicas a la Aba­ día, ocultando su interés real en Raquel. Manuel siempre hablaba de sus miradas furtivas, de sus ojos negros, de su fino rostro cándi­ 18

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do. Daniel había cedido, una primaria sensación de celos demostra­ ba que sin duda alguna deseaba volver a ver a aquella chica, y para cuando eso ocurriera, él patinaría tan bien como ella, para eso iba a dedicar gran parte de su tiempo libre. Daniel transportaba sus patines en todas sus incursiones al monte. Para no coincidir con Raquel decidió aprender por las tar­ des en la misma laguna. Después de la primera semana y diversos cardenales en el cuerpo, Daniel comenzaba a deslizarse con soltura sobre el hielo, siempre en línea recta. Raquel cumplió catorce años en noviembre de aquel lejano año. El Abad empezaba a escuchar alguna queja de los hermanos más jóvenes que veían sus meditaciones invadidas por la femenina presencia. La inquieta chica merodeaba por las dependencias co­ munes con demasiada familiaridad. El Padre Marcial quería tener­ la a su lado, la amaba, la había criado como a su propia hija, pero debía imponer unas normas. Un día mantuvo una breve pero fir­ me conversación con su amada sobrina. —Raquel, querida, estás próxima a convertirte en una bella mujer y en este lugar tu hermosura despista a los hermanos en su recogimiento espiritual. Debo restringir tus apariciones por la Aba­ día a lo meramente necesario. Comerás junto a mí en horario in­ dependiente del resto, visitarás la biblioteca siempre bajo mi super­ visión, yo te acercaré los libros que me pidas, no andarás entre las galerías del claustro durante los periodos de parlamento entre los hermanos. Raquel escuchó sin entender el porqué de tanta reserva, tanta limitación a una vida que hasta entonces recorría en libertad. —¿Podré patinar al menos? El Abad sopesó aquella pregunta, había esperado una mayor ré­ plica, así que para una única reserva que había planteado la chica, creyó que no podía negarse. Raquel se calzaba sus patines y se olvidaba de las primeras amarguras que le planteaba empezar a ser una mujer, crecer pare­ cía la peor cosa del mundo. Muchas de las mañanas en que patina­ 19

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ba, esperaba volver a encontrarse con Daniel. Aquel chico le había hecho reír, pero su risa desvelaba algo más que una burla por verle torpemente caído en el suelo. Recordaba perfectamente el rostro de aquel chico de ojos almendrados que, como presentación, ase­ guraba con firmeza querer deslizarse como ella. Cuando menos lo esperaba, durante uno de sus ejercicios matu­ tinos sobre el hielo volvió a toparse con esa mirada encantadora. Daniel se mantenía en sus propios patines. Trataba de mirarla sólidamente, pese a que sus piernas temblaban como dos juncos al viento. Manteniéndose erguido se desplazó hasta ella. —Ya he aprendido a deslizarme como tú. —¿Seguro? —Preguntó ella con un tono de irónica duda— ¿También puedes hacer esto? Los sorprendidos ojos de Daniel empezaron a seguir a la mu­ chacha en sus progresivos giros cada vez más rápidos. Por momen­ tos dejó de ver a Raquel para contemplar su figura convertida en una difusa y veloz estela blanca. Al detenerse en seco frente a él, Daniel contestó a la pregunta previa a las rotaciones. —No, eso no sé hacerlo. Pero estoy seguro de poder conse­ guirlo si me enseñas. Raquel le miró complacida, encantada de que aquel chico se dispusiera en sus manos para aprender de ella. Eso, o empezaba a enamorarse del dulce mirar de Daniel. Aquel invierno se transformó en la primavera del amor pa­ ra los dos jóvenes. Las horas de la mañana se precipitaban en un aprendizaje constante. Daniel quería ser un alumno aventajado, Raquel mostraba la paciencia de una maestra entusiasmada. En poco tiempo, Daniel ya se movía por el hielo como si sus pies hubieran llevado siempre unos patines y disputaba en igua­ les condiciones cada nuevo giro que Raquel imaginaba. A veces se cogían de las manos y se deslizaban en plásticos escorzos, bai­ lando, creando música con continuas vueltas. El tacto de sus ma­ nos entrelazadas, la excusa para acariciarse les daba una inagotable energía. Cuando aquellas manos se separaban al mediodía, el res­ 20

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to de la jornada ambos soñaban con volver a juntarse, como si un campo magnético se hubiera creado en la inercia de sus delicados bailes. El último día en que Raquel y Daniel patinaron en el lago de las libélulas fue uno de los últimos de Enero. Al llegar el alba de aquella jornada el Prior decidió abandonar la meditación de su celda para observar a su sobrina patinando. Hacía años, cuando la niña aprendía a desenvolverse sobre el hielo, él siempre estuvo ahí, cerca de Raquel, pidiéndole que no se alejara mucho de la orilla. Una vez que entendió que la niña dominaba ese nuevo hábitat la dejó recrearse a su antojo, considerando además que ese era un fe­ nomenal escondrijo para la niña, lejos de las inquisidoras miradas de los monjes. El Padre Marcial ascendió con intenso resuello hasta la cresta que se imponía sobre el lago. Respiró hondo y miró unos metros más abajo. Al principio dudó en llegarse corriendo hasta el panta­ no para espantar a aquel intruso que perturbaba el esparcimiento de Raquel. Sin embargo pronto entendió que ambos compartían el entretenimiento; el extraño y Raquel correteaban armoniosa­ mente en el centro del agua helada. El monje decidió esconder­ se, azorado, atormentado por aquella presencia masculina que ma­ noseaba los brazos de su doncella sobrina, en un baile impúdico a sus ojos. Tras unos momentos de inacción, Marcial decidió actuar. Le­ vantando su sayo para evitar el tropiezo descendió hasta la orilla del lago. Los muchachos ni tan siquiera se apercibieron de su pre­ sencia. Hasta que la masculina y firme voz del fraile pronunció el nombre de la chica. Los patinadores se detuvieron, sin soltarse las manos. —¿Has visto cómo patinamos? —preguntó inocentemente Ra­ quel. Marcial, sin contestar, volvió a llamar a su sobrina, en cuanto ésta se hubo acercado le dijo que se quitara los patines, la cogió de un brazo y la dirigió con severidad hacia el convento. 21

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Daniel contempló perplejo la escena, enfadado incluso por la actitud de aquel hombre. Al día siguiente Daniel la esperó en la orilla del lago, con sus patines en la mano, igual que al día siguiente, y al siguiente y al si­ guiente. Una semana entera pasó hasta que pudieron volver a en­ contrarse. Raquel apareció una mañana. Gritó el nombre de Daniel y es­ te pronto la vio. La chica se presentaba azorada, fatigada por una reciente carrera. Daniel se aproximó y comprobó que unas lágri­ mas descendían por el blanquecino rostro de su nueva amiga. Cuando las lágrimas se secaron el gesto de Raquel cambió completamente, con absoluta firmeza. —Vayámonos de aquí —dijo. Daniel accedió, no podía negarle nada a aquellos ojos. Antes de escapar, la chica, levantó sus brazos y arrojó con furia sus patines dentro del lago. En los documentos más antiguos consta que, desde aquel año, el lago de las libélulas jamás volvió a helarse, ni tan siquiera en los inviernos más fríos.

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