Sebuscaunamujer

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—Bueno —dijo Lou— creo que ya lo tengo. —¿Sí? —Sí. Me serví otro vaso. —Trabajaremos juntos. —Claro. —Muy bien. Tú hablas bien, cuentas muchas historias interesantes, no importa que sean o no verdaderas. —Son verdaderas. —Quiero decir que da igual. Tienes un buen pico. Ahora te voy a decir lo que haremos. Hay un bar de lujo bajando la calle, ya lo conoces, el Molino's. Vas allí. Todo lo que necesitas es algo de dinero para la primera copa. Lo juntaremos entre los dos. Te sientas, coges tu bebida y buscas a algún tío que parezca tener pasta. Por ahí van algunos peces gordos. Tú eliges al tipo y te acercas. Te sientas a su lado y te enrollas con él, sacas la labia y tus historias. A él le gustará. Tú tienes incluso un gran vocabulario. Siempre culto y amable. Muy bien, él te invitará a copas toda la noche, él beberá toda la noche. Tú harás que beba mucho. Cuando cierren, lo llevas hacia la calle Alvarado, lo llevas hacia el oeste pasado el callejón. Dile que le vas a conseguir un bonito coño de jovencita, cuéntale cualquier cosa pero llévalo hacia el oeste. Yo estaré esperando en el callejón con esto. Lou se fue detrás de la puerta y volvió con un bate de béisbol, un inmenso bate de béisbol, creo que de más de 42 onzas. —¡Cristo, Lou, lo vas a matar! —No, no, es imposible matar a un borracho, ya lo sabes. Quizás si él estuviese sobrio, lo matara, pero borracho sólo perderá el sentido. Le cogemos la cartera y nos largamos por caminos diferentes. —Escucha, Lou, yo soy un buen hombre, yo no hago esas cosas. —Tú no eres un buen hombre; eres el hijo de puta más salvaje que he visto en mi vida. Por eso me gustas.

4 Encontré a uno. Un gordo sonriente. Me había pasado toda mi vida pisoteado por gordos estúpidos como él. En trabajos duros y estúpidos, indignos y mal pagados. Iba a ser bonito. Empecé a hablar. No sabía de qué estaba hablando. El escuchaba y se reía y asentía agitando la cabeza y pedía bebidas. Tenía un reloj de pulsera, una mano repleta de anillos y una cartera llena y estúpida. Era un trabajo jodido. Le conté historias sobre prisiones, bandas de vagabundos, casas de putas. A él le gustaba el material sobre casas de putas. Le conté aquélla del tío que pasaba cada dos semanas y pagaba muy bien. Todo lo que quería era una puta con él en una habitación. Los dos se quitaban la ropa, jugaban a las cartas y hablaban. Sólo se sentaban allí y hablaban. Luego, dos horas más tarde aproximadamente, él se levantaba, se vestía, decía adiós y se iba. Nunca tocaba a la puta. —Es la hostia —dijo él. —Sí. Decidí que no me iba a importar nada que el bate gigante de Lou hiciera un buen chichón en ese cráneo obeso. Vaya un gilipollas. Vaya una masa de mierda inútil. —¿Te gustan las chicas jovencitas? —le pregunté. —Oh, sí, sí, sí. —¿De unos catorce años y medio? —Oh, cristo, sí. —Hay una que viene hoy de Chicago en el tren de la 1:30 de la mañana. Estará en mi casa hacia las dos y media. Es limpia, cálida e inteligente. Bueno, te estoy ofreciendo algo fuera de lo normal, así que te pido diez billetes. ¿Es muy alto?


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