Casapalabras 45

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De obras, autores y algo más Fernando Tinajero

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ierta corriente de la crítica, muy en boga en la década de los sesenta, introdujo el concepto de la autonomía del texto como uno de sus principios fundamentales. «El texto y nada más que el texto» —se decía dando a esa frase la entonación de un dogma—. No faltaron entonces algunos conservadores que, sacándolo de contexto, convirtieron el dogma en un arma contra la sociología de la literatura, porque les olía a comunismo; pero tampoco faltaron algunos intelectuales de la izquierda ‘radical’ de esos tiempos, para quienes el dogma escondía «protervos propósitos de esterilización de las obras literarias». Han pasado los años y con ellos los fervores de esos tiempos: las aguas han vuelto a sus niveles. Ni la sociología de la literatura son un instrumento del demonio, ni el principio de la autonomía del texto es una idea reaccionaria. La primera se propone estudiar las condiciones sociales de la «producción, circulación y consumo de textos literarios» —para decirlo con una de las chatas fórmulas al uso en las ciencias sociales—; la otra persigue la «especificidad del texto literario» —según el lenguaje de la corriente aquella—. Una y otra, desde diferentes ángulos y con propósitos distintos, contribuyen al conocimiento de las razones que hacen de la literatura una de las más elevadas manifestaciones de lo humano. (Para mí, no sé si en primero o en segundo lugar, se encuentra la música, pero ese es ya otro tema). Una de las más importantes condiciones de la producción y el consumo de las obras literarias es la ideología, tanto la del autor como la del público que recibe la obra literaria. De la primera depende lo que la obra dice; de la segunda, lo que el público entiende que la obra dice. Si he de acoger el criterio de Paul Valéry, el valor de la obra no dependerá jamás de la primera, sino de la segunda, puesto que es el público lector quien dictará la sentencia definitiva sobre la obra. Será por eso que alguna vez, al terminar una clase en la que yo había hablado apasionadamente del Quijote, una alumna me preguntó si ya había leído un libro equis, y mencionó un título que ya he olvidado. Le dije que no, aunque había visto alguna nota de prensa sobre ese libro; y la alumna, con sorpresa real o fingida exclamó: «¡Cómo!¡Pero si ya es best seller por novena semana consecutiva!», y yo le respondí con el tono más humilde que pude adoptar: «¡Qué pena! Yo sigo hablando de una obra que solo tiene cuatrocientos años de ser la más conocida en lengua castellana».

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