Casapalabras 44

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Seguros de que no podrían con ellos, los miembros de la patrulla se desbandaron, para que cada cual regresara por su cuenta al refugio. Ella, perseguida por varios muertos vivientes, había encontrado abrigo en un yacimiento de arena, abandonado.

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la Orden dejaron por inútiles esas armas concentrándose en el uso de mazas, cuchillos, machetes, lanzas o azagayas. Descubrieron que las flechas eran inútiles para enfrentar a los murmurantes, uno de ellos podía moverse con varias clavadas en su cabeza, mientras que una porra de hierro podía reventar el cráneo de un zombi tan efectivamente como una escopeta, o un machete lo podía decapitar, pero había que estar muy cerca del monstruo para hacerlo... Por eso los entrenamientos eran tan intensos, tan exhaustivos. En el gran patio empedrado del convento, entre sus paredes cubiertas de hiedra siempre verde, cada una de las numerarias de guerra se entrenaba con el arma que había elegido. La mayoría se concentraba en el manejo de una lanza ligera de contera de hierro y cuchilla afilada en la punta, en cuya base se ataba un cordel de seda que sostenía una borla roja, cuyo movimiento desconcertaba al enemigo: Maca había visto cómo alguna de sus hermanas guerreras distraía, con el trozo de cuerda encarnado, a un muerto viviente para, en una fracción de segundo, cortarle la cabeza usando la cuchilla de su lanza como un hacha larga y ligera. Ella, quizá por ser más alta y maciza que sus compañeras, había elegido para su defensa dos machetes cortos que portaba en unas vainas de cuero cruzadas en su espalda;

con esas armas, cumplía —incansable en su entrenamiento— con los movimientos de ataque y bloqueo: Trazaba, a su alrededor, una red de tajos y estocadas usando una de las hojas como escudo y la otra para cortar y penetrar, para herir en doce ángulos diferentes. La eficiencia de su combate se sostenía en la velocidad con la que un machete pasaba de bloquear a hendir, de proteger, por ejemplo, su costado izquierdo a cortar la articulación de la rodilla derecha de un posible atacante. En un instante en el que Maca detuvo su ejercicio para secarse la frente y tomar aliento, sintió un golpe muy fuerte en los talones que, haciéndole perder el equilibrio, la echó al suelo, encima de las duras piedras del patio. Había sido el padre Miguel quien, poniéndole la contera de su azagaya en el pecho, le impidió levantarse mientas gruñía: —Si vas a flojear así, mejor te dedicas a pelar gallinas: siempre hacen falta auxiliares en las cocinas. —Perdón, padre —se disculpó la muchacha—. No volverá a pasar. —Más te vale. He oído que pronto te llamarán de la Prelatura. Quieren encargarte una misión. ¡No dejes en vergüenza a tu padre! —No, su Reverencia. El entrenamiento de Macarena se extendió aún por dos horas, hasta que un enviado de su padre le ordenó que se presentara en el Salón del Consejo de la Prelatura, el lugar desde el que se dirigían los destinos de Nueva Jerusalén. Atardecía cuando Maca llegó al gran Salón del Consejo, en él que ya se habían encendido las lámparas de aceite. Al fondo del recinto, en el altar que dominaba con sus enormes ornamentos todo el espacio, el más importante de los prelados, el Exsecutor —ataviado con los ornamentos sagrados—, empezó las oraciones que inauguraban todas las reuniones de la Prelatura.


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