que no me habló abiertamente de la muerte, me dijo que llegaba hasta Aguas Verdes después de venir de otros lugares, «recogiendo sus pasos». Había estado primero en Ibarra para visitar el viejo cine de su barrio, las calles del mercado y los futbolines donde jugaba de niño. Había ido a París y luego a Quito, donde visitó la vieja casa de sus padres, ahora convertida en un negocio de fertilizantes. En esa casa había mirado con especial tristeza la habitación que fuera su dormitorio, donde había escuchado por primera vez las sinfonías de Beethoven y de Tchaikovsky, algunas de las cuales él mismo interpretaría con la filarmónica, veinte años más tarde. Si finalmente venía a «terminar las cosas» en Aguas Verdes no era solo porque parecía un buen lugar, sino porque antes, mucho antes, cuando mi mamá era niña, él había pasado por aquí junto a su amigo Beto, un malabarista. En esa época nadie sabía sobre la existencia de Aguas Verdes. Era solo un caserío junto al camino, pero ellos se detuvieron a recoger dinero, dando una función en la cual Fernando tocaba el acordeón mientras su amigo hacía malabares con cuchillos. Todavía recordaba cómo, en un momento, mientras él tocaba el acordeón (una melodía de circo muy bonita), Beto declamaba un poema, con voz lenta. El poema afirmaba que Dios mantenía en vuelo todas las partículas y cosas de la naturaleza, sin que ninguna se le cayera de las manos, «pues Dios, señores y señoras, es el Gran Malabarista». Pero era otro el acordeón que entonces tenía, uno más pequeño y más viejo, que había comprado a uno de sus tíos, de segunda mano. Fernando me enseñó a tocar algunos acordes y ritmos, y a acompañarlos con las melodías de la otra mano. Luego, cuando el acordeón pasó a mi propiedad, yo pude progresar y sacar algunos temas que
hasta ahora toco en las fiestas de la familia. En aquella época apenas podía mover el fuelle y sacar un acorde, pero intentaba hacerlo durante más de una hora junto al fuego, mientras Fernando compartía con otros visitantes una conversación en voz baja, poblada de silencios y soledades. Generalmente no se podía entender lo que decían, pero era extraño mirarlos cuando no se daban cuenta. Había los que escuchaban mirando al piso y negaban con la cabeza, con gesto decepcionado; los apartados, que nunca se relacionaban con nadie, excepto con una copita de licor; los enfermos terminales de ojos febriles, y los que nunca bajaban de su cama si no era para comer o para ir al retrete. Ignoro cómo pude crecer en este sitio y respirar su dolorosa inercia, su fanatismo de muerte y abandono, sin darme cuenta. Supongo que tenía diez años y era lo único que había visto desde chiquita, por lo que se me hacía normal aquel ambiente, pero cuando llegaba la noche, mamá solía ordenarme que subiera a mi cuarto, diciendo que ese no era lugar para una niña, sobre todo después de que una sobrina de la señora Azucena había sido abusada por un croata viejo, que se ahorcó de un árbol dentro de la selva y no fue hallado sino varias semanas después, cubierto de larvas.
Adolfo Macías Huerta (Guayaquil, 1960) Estudió Filosofía y Psicoterapia. Ha trabajado como guionista radial, redactor en varias agencias de publicidad y psicoterapeuta. Ganador en dos ocasiones del Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara, en 1995 por su libro de cuentos El examinador, y en 2010 por la novela El grito del hada. Publicó anteriormente los libros Laberinto junto al mar (2001), El dios que ríe (2008), La vida oculta (2009), Cabeza de turco (cuentos, 2011), Pensión Babilonia (2013), Precipicio portátil para damas (2014), Las niñas (2016) y El mitómano (2018).
(Este texto es la primera parte del relato ‘Una pequeña acordionista’, el cual forma parte del libro Las niñas, publicado por Seix Barral en 2016).
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