Vivir y revivir

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Matilda en sueños DIANA DÍAZ HESS

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asaba y paseaba siempre desprevenida. Bolso grande y zapatos cómodos. Amigos, familia pequeña, futuro incierto y muchos sueños. Era joven, pragmática y abierta. Su andar desprevenido no era descuidado. Iba de hecho siempre atenta, casi alerta. Claro, la selva de cemento así lo exige. En su bolso cargaba desde lápices de colores hasta cartas con estampillas de países lejanos pasando por pañoletas rústicas de texturas suaves y colores recién inventados que evocaban el quehacer cansado y entregado de mujeres de culturas lejanas. Esas cartas venían de casi todos los países del mundo, uno de ellos donde vivía gente con la costumbre de escribir cartas y postales. A Matilda le gustaba escribir cartas con los lápices de colores que a veces encontraba en su bolso grande. Aunque en su país no hay estaciones los días nunca son iguales, y fue justamente en uno de esos días desprevenidos cuando sucedió algo insólito: Matilda se quedó dormida. Pero no simplemente así dormida como cualquiera. Se quedó profundamente dormida, como muerta. En su barrio no sabían qué hacer y desde entonces para su familia y amigos se detuvo el tiempo. Y aunque parecía que para Matilda también, en realidad empezaba para ella una gran aventura. Soñó que estaba dentro de su gran bolso y que decidía entrar en la imagen de la estampilla de una de las muchas cartas que allí había. En la estampilla se veían muchas montañas y mucha nieve. Matilda estaba feliz. Parecía el país de las maravillas donde se podían hacer muchas cosas nuevas: cosechar manzanas, caminar por campos inmensos de girasoles obedientes y esbeltos uno al lado del otro. Bañarse desnuda en lagos y ríos le parecía una experiencia fantástica. En ríos oscuros y misteriosos en medio de la selva se había bañado antes. ¿Pero nadar en un río que atraviesa una capital? Nunca. Con la función de

verdaderos vertederos que usualmente han tenido los ríos alrededor del mundo, esto era como un verdadero milagro o un verdadero sueño. Más tarde le sucedió que hojas de color naranja, rojo y amarillo cayeron de los árboles cubriendo todo su cuerpo. Una lluvia de hojas coloridas había roto la inercia de un verde ya establecido. Cuando nació su segundo hijo recibió un girasol enorme y unos meses después llegó de nuevo la nieve. Frío, gris, silencio, recogimiento. Seis veces había pasado por allí el invierno desde que se había metido en su bolso y en la estampilla aquella. Matilda no quería despertarse. Allí estaba conociendo a mucha gente e idiomas nuevos. Esto la tenía muy ocupada, tal vez distraída. Desprevenida de todas formas. Y con el paso del tiempo redescubrirse y reinventarse fue algo inevitable y necesario. Aquí en realidad no era muy diferente a su país, pensaba a veces, y de cualquier modo no peor. Pero otras veces todo le parecía tan ajeno: la forma de no reír a carcajadas, de hablar sin importunar, de no tocarse, de ser tan discreto. La vida no es discreta. Lo que expresa vida está en movimiento, algarabía, tiene color y fuerza. El día de la nostalgia no se hizo esperar y sintió unas ganas inmensas de correr por los prados de su país. Prados inmensos de ese verde establecido que entraban en contraste cuando una mariposa azul o aves coloridas cruzaban el paisaje. Sintió ganas de hablar fuerte y gritar y reír a carcajadas y recoger mangos y guayabas ya muy maduras llenas de gusanitos que tanto la divertían en su infancia. Pero no estaba triste. Así cayó en un segundo y profundo sueño. Esta vez para nadie se detuvo el tiempo. Empezó a soñar que regresaba a su barrio, a su familia y a su ciudad pero que cuando los saludaba a todos, nadie la reconocía. Era como caminar sin rostro por las calles anchas de la ciudad. De

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