La Voz de Medina 131116

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LA VOZ DE MEDINA Y COMARCA / 31

SABADO - 16 DE NOVIEMBRE DE 2013

TEXTOS

Publicación por entregas

Mi amigo, el señor Juan (Cuarta parte) Quinta entrega (V)

Me organicé con mis obligaciones, y Luis con las suyas, y al día siguiente, sobre medio día, estábamos en la casa del señor Juan, que, vestido con su elegante traje, esperaba noticias de los hijos sobre la hora en que don Julián aparecería por la casa, porque aunque yo tenía todo el día libre, no así mi amigo el capellán que tenía que cumplir unos horarios inalterables con las monjas.

A las nueve de la mañana, don Luisillo fue a buscar al señor Juan para llevarle al hospital en su coche, porque don Julián iba a explicar a los doctores la operación que había llevado a cabo con aquella rodilla, así como enseñarles los nuevos medicamentos que traía para el paciente. Y una vez explicado todo el proceso, don Luisillo le volvió a bajar de nuevo a casa. Sobre las doce de la mañana, poco más o menos, llegaron los cuñados del señor Juan con dos paquetes en las manos, y a continuación lo hicieron sus hijos, indicando que don Julián no vendría a comer; pero que lo haría sobre las cinco para pasar la tarde con ellos; luego dormiría en un hotel para salir, al día siguiente para Barcelona en compañía de los hermanos de la señora María, como estaba previsto.

Visto el tiempo que faltaba, me quedé a comer con mis tías. Por cierto que se pusieron más contentas que unas castañuelas, y Luis se fue al convento, más que nada para explicar a las monjas todo el tejemaneje que nos traíamos. Y dando las cinco de la tarde, como si de una corrida de toros se tratara, llegamos al unísono a casa del señor Juan, Luis y yo, al mismo tiempo que lo hacían dos coches, el de don Luisillo y el de don Julián. No hizo falta que nadie nos presentara; a mi me sacó aquel doctor, por deducción, y porque el galeno del pueblo me llamó por mi nombre, y además porque mi acompañante vestía hábito religioso.

Le saludamos muy afectuosamente, empleando la misma exquisitez en el saludo que él hizo con nosotros, pero con dos diferencias: la primera, porque se apreciaba en él un don de gente especial; y la segunda porque se le notaba a la legua que pertenecía a un estatus social totalmente ignorado por nosotros, pero que a pesar de ello era delicadamente afectuoso no solo con los suyos, como la señora María y su hermana política, sino con el resto de las personas que estábamos presentes en esos momentos en casa del señor Juan, con el que no dejaba de gastar bromas; “Ese envuelto son los bollos de aceite que le indiqué en Barcelona; y esa otra caja no es de vino, es aguardiente de pasas, como el que bebió aquella tarde que le llevó ésta”, y señalaba don el dedo

índice a la cuñada de la señora María. “y esa..”; pero no terminó de decir la frase, porque a una señal de don Julián, el chofer ya sacaba los dos primeros encargos al coche, y al volver a entrar en casa le dijo a su jefe que ya no cabía más. El señor Juan miró con extrañeza la maniobra de a aquel conductor, pero enseguida se percató que obedecería a una orden que le había dado su jefe. En un momento de confraternidad, digamos familiar, el joven ‘confesor de monjas’ pidió al eminente doctor tener un aparte con él y, como dentro de la casa hacia calor, ambos salieron al corral, que en realidad era el único sitio en el que podían hablar a solas, regresando al poco rato con el brazo del doctor echado sobre el hombro del religioso, mientras el señor Juan, que no tenía ni idea de nuestros planes, me miraba extrañado, indicando con la vista aquella extraña maniobra.

Apenas se había encendió la bombilla de la esquina de la Martina, salía don Julián de casa del señor Juan hacia el hotel; el capellán, camino del convento; y yo, por la vereda de todos los días, camino de mi cas, iba impresionado de haber conocido a un médico de la categoría de don Julián, pero sobre todo del exquisito trato que tuvo con nosotros y con los vecinos, con los cuales no se cortaba de hablar, y del éxito que tuvo en el hospital, según don Luisillo, que había quedado al cargo del señor Juan para curarle la rodilla.

No sabía nada de la conversación que tuvo con el religioso, porque no habíamos tenido tiempo para hablar; ya hablaremos mañana más tranquilos y me contará, pensaba yo; ¡ojala hayan sido buenos los resultados del análisis de Alemania y no sea nada de cuidado, porque sino este hombre se nos va ha volver majara. Caminaba despacio hacia casa, cuando me encontré con un alguacil del Ayuntamiento que iba a llevar un papel al señor Juan, y aprovechó encontrarse conmigo para contarme algo que al señor alcalde no se atrevía, por la gran amistad que tenía con él.

“¡Mira! - me dijo- viene algunas mañanas al Ayuntamiento y se sienta en las gorgueras a contemplar la Plaza Mayor; dice que, aunque no es la planta principal, es la primera más alta desde el suelo, y que desde allí se ve todo de otra manera; porque la plaza se ve ‘más mayor’; y se pasa muchos ratos hablando con unos y con otros, porque todos los vecinos del pueblo sabemos quiénes somos cada uno, sobre todo por los apodos; y si ve aproximarse un grupo con intenciones de exteriorizar sus quejas en forma de protesta, se baja a la puerta principal y habla con ellos como habla con el alcalde o con algún otro concejal, porque, como dice él, cualquiera de ellos son del pueblo y se conocen de toda la

Por Francisco Gavilán Sánchez

vida, y procuran evitar altercados, como el sucedido en el año 1918, donde un numeroso grupo de mujeres protestaba a la puerta del municipio, porque ese día habían subido un céntimo el kilo de pan; y desde allí se fueron hasta el comercio del Alcalde, le saquearon y las piezas de paño salían volando por toda la calle abajo, hasta llegar al río”. Y diciendo esto se agarró la cabeza con las dos manos y me dijo: “¿Tú sabes lo que son tantas mujeres juntas, pidiendo pan para sus hijos?”. “¿Qué dice la gente?”, le pregunté intrigado.

“La gente no se ha percatado todavía me contestó - porque solamente lleva tres días haciéndolo, pero eso es señal de que se está empezando a pasar”.

Me quedé sorprendido por la noticia y lo debió de notar aquel alguacil, porque mirándome con extrañeza, me preguntó si me encontraba bien. “¡Si! ¡bien! - le contesté - muchas gracias por su información que ha sido muy valiosa”; y alargándole la mano, estreché la suya, al tiempo que le decía: “¡Muchas gracias!”. Apenas nos separamos comenzó mi cabeza a ponerse en funcionamiento; no sabía si volver a casa del señor Juan para informar a casi toda la familia, puesto que en esos días estaban juntos, o esperar al día siguiente para que don Julián estuviera presente y, como doctor, pudiera dar alguna solución; ¿quién mejor que él?; y después de mucho titubear decidí esperar al día siguiente. A las ocho de la mañana del día siguiente estábamos, Luis y yo, a la puerta del hotel donde se hospedaba don Julián; no habíamos querido esperarle en casa del señor Juan para que no pudiera enterarse de este nuevo contratiempo. Quedó sorprendido al vernos; pero, al explicarle la misión que llevábamos, nos lo agradeció y, lejos de sorprenderse, con una sonrisa en los labios, nos explicó que cuando un paciente como el señor Juan tiene alteraciones tan fuertes es natural que tenga estas reacciones tan dispares, y que casi siempre se inclinan por lo que en esos momentos más le pueda preocupar; generalmente desaparecen, pero “tenéis que tener paciencia - nos dijo - y contárselo a su médico de cabecera, para que le recete esto”. Y sacando una libreta, nos entregó una hoja donde iba reflejado el nombre del medicamento que debía de tomar. “De todas las maneras, decís a don Luisillo que si tiene alguna duda que me llame por teléfono al número que le he dejado escrito, porque en él me encontrará a la hora que me llame”.

Como aquel hotel estaba ubicado en el centro del pueblo, yo me quedé en esa zona, y a Luis le llevó don Julián en el coche hasta la puerta del convento; desde allí se fue a despedir de su enfermo y su señora; recogió a los cuñados de ésta y, enfilando la carretera, se pusieron de

camino hacia Barcelona.

Cuando por la tarde volví al barrio, allí estaba el capellán esperándome para hablar conmigo y con los hijos del señor Juan, a los que, para disimular, invitó a visitar a una monja que todos los días les mandaba recuerdos a través de él. De modo que los cuatro juntos nos encaminamos al convento y una vez en él, Luis nos informó de la conversación mantenida con don Julián, por la que estaba al corriente del resultado de los análisis que enviaron al laboratorio de Alemania. Nos dijo que, según los informes, el señor Juan tenía un problema de corazón bastante agudo y que si no llevaba un régimen que él enviaría por correo, podría tener un serio problema; pero nos consoló diciendo que como él había mucha gente y que, llevando una vida sana, sin cabreos ni alteraciones, podría vivir muchos años más; claro que para decirnos esto estuvo más de media hora hablando con nosotros, dándonos un montón de detalles para que lo pudiéramos entender mejor. Los hijos fueron de la opinión de contárselo a la madre, tal y como se lo contó el doctor al frailillo, porque la señora María no es tonta y, además, sabe sobreponerse a las circunstancias; al fin y al cabo es la única que le puede ayudar a ese león y tranquilizarle para que viva muchos años más.

Quedamos de acuerdo los cuatro en que los hijos se lo explicarán a su madre, aprovechando el momento que el señor Juan no estuviera presente. Y aquella misma noche, cuando el abuelo se fue a descansar, los hijos aprovecharon para contar a su madre con todo detalle el resultado que esperaba don Julián y el que a ella la traía mosca Al día siguiente, sabiendo que ya estaría enterada de todo el tema, la pregunté por el señor Juan; enseguida me dijo que él no sabe nada de nada. “Se supone algo - dijo - pero no llega ni a la milésima parte, de modo que no se os ocurra preguntarle por ello”. Y me advirtió muy seria: “Lo mismo le he dicho a Luis esta mañana que estuvo a verme”.

A la conversación se agregó la hija, que viendo a su madre con la cara muy pálida y haciendo algún hipo que otro, la dijo: “Haga el favor de no hacer bobadas, que usted es una mujer muy entera”; y agarrándola cariñosamente por los hombros, trató de convencerla: “¿Quién la ha dicho a usted que padre se va a morir hoy?; ¡nadie!, ¡nooo!, pues entonces vamos a dejar que pase el tiempo y, luego, Dios dirá; lo peor será que, como le tendremos que dar a este hombre todos los caprichos, ¡vera!; ¡vera usted donde vamos a llegar!; ya podemos tener paciencia”; y dirigiéndose a mi, me espetó: “¡Ya verás a ti la que te espera!, porque te tiene todo el día en la boca”.


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