Cuentos para leer sin chistar

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Imagen de tapa: “Las vecinas de Daniel Gimeno” cuadro de la artista plástica Mónica Castro. Para contactarse con la autora; guiller48mina@yahoo.com.ar Face: María Guillermina Sánchez Magariños ISBN en trámite


Cuentos para leer sin chistar

María Guillermina Sánchez Magariños

2016


Chistidos ¿No me prestás tu mano en esta noche de fìn de año de lechuzas roncas? Julio Cortázar

Las lechuzas tienen hábitos nocturnos. Son aves agoreras, tenebrosas, escondidas en bosques o campanarios. Emprenden su vuelo al caer el crepúsculo y como ánimas en pena, sorprenden al caminante que osa meditar en solitario. Por eso me veo en la obligación de advertirle al lector desvelado que haga silencio al leer estas páginas. No sea cosa que amanezca con ojos de lechuza y vea luces donde el resto de los humanos están ciegos.


María Guillermina Sánchez Magariños

Búsqueda filosófica

“Hay más cosas entre el cielo y la tierra Horacio, que las que sueña tu filosofía” HAMLET - SHAKESPEARE

La gente no sabe por qué a tus 55 años aparentás tener más edad, por qué tus ojos claros se enmarcan detrás de profundas ojeras o por qué jamás una sonrisa aflora en tus labios. Ellos sólo saben que Franco Donatti se fue un día buscando nuevos horizontes, fuera de ese pueblo que también tiene un poco de la amargura de tu rostro. Vos, viuda temprana, casi no salís de esa casa antes llena de luz con macetones floridos. Ya no levantás las persianas, la tierra del jardín se resquebraja bajo el sol y hasta el ciruelo de la vereda ha dejado de dar frutos. Esperás, escuchando la radio o mateando en la cocina, alguna carta con noticias de tu hijo. Todavía escuchás cuando te prometió, hace cinco años, escribirte y mandarte dinero para engrosar la magra pensión que te dejara la muerte repentina del Juan. Todas las noches cumplís el mismo rito: releés la escritura de cada uno de los sobres. “Sra. María Luisa Ferrantino - Posadas 1592 - Ranchos - Pcia de Buenos Aires - Argentina”. Y al dorso “Franco - Piedras 75 - Barrio Las Condes - Santiago de Chile - Chile”. Son apenas tres, correspondientes a los tres primeros cumpleaños tuyos que pasaste en soledad. Adentro, volantes de propaganda de un tal Círculo Hermético Chileno: “¿Quieres crecer como ser humano? ¿Te gustaría vivir en un mundo sin caos? Aprende las leyes de la naturaleza eternas por las cuales se rige la vida. Te ofrecemos un sistema técnico de desarrollo personal que te permitirá actuar con éxito dentro de tu propia realidad. Este aprendizaje se basa en la Filosofía Operativa , una herramienta para alcanzar la paz y la felicidad. Acercate ¡Y experimentá el Hermetismo!” Para vos estos papeles no significan nada, son palabras sin sentido. Lo importante son las hojas, arrancadas de cuadernos y con varios dobleces, donde el Franco te informa que encontró su lugar en el mundo, que el trabajo es duro pero a cambio le dan techo y comida y que muy pronto te hará

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llegar un giro. Nunca te llegó y las cartas tampoco llegaron más. Como es habitual, volvés a guardarlas en el cajón de la mesita de luz y caminás hasta la cocina a matear otro poco. La radio da la señal de las 21 hs. y, mientras masticás distraída una galletita, escuchás el noticiero. Ciertas palabras te suenan familiares, subís el volumen y prestás atención. Sí, están hablando de ese círculo chileno. Parece que hubo una denuncia anónima y la policía allanó el lugar. Te enterás, entre sorbo y sorbo, que se trata de una comunidad, “secta” repite el locutor, donde sus miembros están privados de libertad y obligados a cometer actos depravados y consumir droga. Bajo sus efectos realizan ceremonias de iniciación de carácter sexual, al mando de una persona que, según pudo constatarse, padece un delirio mesiánico. Tardás unos minutos en procesar la información y al fin se te cae el mate de las manos y la saliva, en tu boca, toma un camino equivocado. Escupís, tosés, levantás los brazos, seguís tosiendo hasta que te saltan las lágrimas. Arrugás el repasador sobre tu cara porque el llanto desconsolado te sube desde las entrañas. ¡El Franco, tu Franco, está ahí! Lo imaginás flaco, demacrado, trabajando la tierra de sol a sol, las manos llagadas, embrutecido el cerebro por las drogas para que ¡el Franco, tu Franco! sea capaz de realizar actos infames, indignos, perversos sin poder escapar a esa promesa mentirosa de paz y felicidad. Te nace la urgencia de correr a buscarlo, la desesperación de rescatarlo, de abrazarlo y traértelo de vuelta a casa. A tus sopas, tus mates y tus pucheros de gallina. Te sonás la nariz con el repasador, te restregás los ojos y secás apurada los rastros de yerba del piso embaldosado. No hay tiempo que perder. Te subís a la banqueta y bajás del modular la urna con las cenizas del Juan. Abrís la tapa y de un solo manotazo agarrás los billetes que con tanto sacrificio venís ahorrando. ¿Te alcanzarán para llegar a Chile? No lo sabés, pero sos capaz de irte a pie si fuese necesario. La Plata - Mendoza y allí trasbordo a Santiago. Treinta y seis horas de viaje. Por la ventanilla del micro ves pasar los campos de la pampa húmeda, la vegetación agreste de Santa Fé, las serranías de San Luis, y, por último, los extensos viñedos de Mendoza. Pero no ves lo que ves. Por tus ojos pasan las imágenes del Franco dando sus primeros pasos, las caídas en bicicleta, los cuadernos escolares borroneados, las zapatillas negras de jugar a la pelota en el potrero y sus varias novias, ésas que no supieron aferrarlo

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y satisfacer sus sueños de una familia menos humilde que la mayoría del pueblo. Sus pantalones manchados de cal y pintura, gastados de tanto ladrillo apilado, tantos baldes de arena. El Franco no queriéndose levantar, mateando todo el día en la cama, hablando de irse a buscar la vida a otra parte. La cadena montañosa te distrae de tus ensoñaciones. La presencia insoslayable del Aconcagua te deja la mente en blanco. Y por un instante, brevísimo, deseás quedarte mirándolo eternamente. Apartás la vista, avergonzada de haber olvidado por un momento tu amor de madre que derretiría toda esa nieve perenne. Santiago de Chile aparece detrás de la bruma de la madrugada, entre los primeros rayos de sol que se te adhieren a las pupilas. Rezongan tus huesos ante el cansancio pero sacás fuerzas y te encontrás, de golpe, de pie frente a una multitud de gente que pulula por las calles. La tozudez guía tus pasos hasta una oficina de informes turísticos. Revolvés el bolso y sacás esos papeles de colores con la propaganda del Círculo Hermético y bla, bla, bla. Te indican un colectivo para llegar al Barrio Las Condes, después de un montón de preguntas de que para qué querés ir a a ese centro si la policía lo ha clausurado. ¡Qué les importa a ellos de tu Franco! ¡Qué saben del dolor de ese silencio de dos años, de esa necesidad de tenerlo de nuevo entre los brazos! El traqueteo del ómnibus te sacude en el asiento. Vueltas y más vueltas por calles donde resuenan bocinazos, frenadas en las esquinas y voces que hablan con esa tonada a radio mal sintonizada. —¿Quién va a Las Condes? —grita el chofer y te levantás como un resorte para bajar a los tropezones. El barrio parece la portada de una de esas revistas caras que promocionan casas de gente famosa, y que vos hojeás en la peluquería de la Norma. ¿Y ahora? ¿Para dónde ir? La cuadra está vacía. Los chalets son suntuosos con jardines bien prolijos, rejas altísimas y farolas en los portones amplios. Caminás sin rumbo, el sol del mediodía dora las tejas de esos castillos mudos. En la tercera cuadra, el sonido del agua de un regador rompe el silencio. Te parás tímidamente frente al hombre que riega los canteros de pensamientos amarillos y rojos. Preguntás por la calle Piedras Nº 75. Notás la desconfianza con que te mira, pareciera que no entiende tu idioma. Decidís alabar las flores y al menos, una mueca conseguís arrancarle de su rostro de piedra. El hombre estira el brazo y señala la vereda opuesta. Ni te molestás en darle las gracias, sabés que no te escucharía. Cruzás la calle con el corazón en la boca.

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El caserón apenas se ve entre el muro de ladrillos huecos. Una placa de bronce reluce con las letras “CÍRCULO HERMÉTICO CHILENO - REFUGIO FILOSÓFICO”. Espiás a través de los agujeros de la pared. Descubrís un paraíso verde, con caminos de pedreguscos que se pierden entre pinares y alamedas. Hay bancos de madera y hierro forjado ideales para tomarte los mates de la siesta. Y también, una gran fuente blanca con la figura de una mujer hermosa pero sin brazos emergiendo de las aguas. Es el edén. ¿Cómo es posible que tanta belleza sea escenario de las atroces calamidades que mantienen cautivo al Franco? Tus latidos acelerados son mazazos en el pecho. Pulsás el botón del portero eléctrico con dedos temblorosos. Dos, tres veces tal es tu ansiedad. —¿Quién llama? —te responde una voz dulce y pausada. Jadeás, no podés articular palabra, el corazón en la garganta. —¿Quién llama? —preguntan nuevamente con la misma dulzura. —¿Podría hablar con Franco Donatti? —susurrás apenas. Silencio. —Soy su madre, vengo de Argentina —hacés un esfuerzo por elevar la voz. —Lo lamentamos, señora. No podemos dejar entrar a nadie hasta que nuestro líder, el gran maestro Franco, el amado guía espiritual, sea liberado por los jueces. Tus oídos no dan crédito a lo que acabás de escuchar. Se te aflojan las piernas, tus ojos claros se hunden hasta el fondo de las ojeras y te sentís realmente veinte años más vieja. Las sombras de la tarde santiaguina se posan como buitres sobre tu espalda encorvada. Ya no te importa en qué punto del planeta estás parada. Todos saben que el viaje ha terminado.

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Hallazgo

Hacía seis meses que estaba preparando su tesis sobre misticismo occidental. Había leído numerosos libros sobre budismo, el tao y la filosofía zen, sobre todo la vasta literatura del monje trapense Thomas Merton. Pero no estaba conforme, necesitaba ahondar en su investigación. Tanto acopio de conocimientos y faltaba una pieza clave que redondeara esa búsqueda del método conductor a los más elevados niveles del discernimiento metafísico. Se dirigió a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires para rever los textos del Dr Daisetz T. Suzuki, un maestro de la revolución espiritual del siglo XX. A esa hora temprana, el lugar estaba poco concurrido y, pasando delante de la empleada, fue directo hacia el sector “Filosofía”. Comenzó a mirar los lomos de aquellos que se encontraban a la altura de sus ojos. Muchos ya los conocía. Sabía cuáles tenían anotaciones en sus márgenes y a cuáles les faltaban algunas hojas. Lentamente, llegó al final de la larga hilera de libros y giró por el pasillo transversal. Allí ya no llegaba la luz de los ventanales del edificio sino que los títulos se desdibujaban bajo la tonalidad amarillenta de los artefactos eléctricos. Continuó dando vueltas y vueltas, internándose cada vez más en ese laberinto de expedientes teológicos. Estaba seguro de que en alguna parte encontraría lo que buscaba, algo superior a las enseñanzas del Dr Suzuki. Bajó a los pisos inferiores donde la falta de ventilación enrarecía el aire y el polvo se acumulaba sobre las estanterías. Notó que las ediciones presentaban etiquetas ilegibles y encuadernaciones de cuero ajado ó directamente, carecían de tapas. Sí, ya había recorrido en otra oportunidad esa sección. Debía inspeccionar más allá de la altura de sus ojos. En el último subsuelo se topó con una escalera de rieles. Con esfuerzo la hizo rodar hacia el foco central. Subió diez peldaños hasta casi rozar con su cabeza el techo y con la punta de los dedos descorrió las telarañas en forma de túneles arquitectónicos. Descubrió que cuatro libros estaban puestos horizontalmente, uno encima del otro. Inclinó la cabeza para leer las letras doradas que parecían absorber la escasa luz reinante. Entre dientes pronunció: “ne - cro - no - mi - cón” y el corazón se le aceleró como un buitre a la vista de su presa. Con mano temblorosa tomó el tomo IV y sopló el polvo que velaba la tapa. Leyó “Libro del Destino” y al pie, Abdul Al - Hazred. Impaciente, lo abrió en la página 33: en letras góticas y bajo el

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título “Almas atrapadas” estaba escrita una larga lista de fechas y nombres. Mientras pasaba las hojas comenzó a sentir una brisa cálida que lo envolvía y que cada vez se arremolinaba más alrededor de su cuerpo, sofocándolo. Sus pies se elevaron de la escalera y un reguero de letras, semejante a una cuerda de eslabones de acero, lo jaló con fuerza hacia el techo que inmediatamente se abrió en un agujero negro candente. Las hojas del libro se dieron vuelta con rapidez y, antes de soltarlo, vio su nombre escrito al final de la lista. La fecha inmediata anterior era 1937 junto a los datos de su autor preferido: Howard Phillips Lovecraff. A las 20 hs, la empleada accionó el botón del tablero eléctrico y la biblioteca subsistió, como todas las noches, en mortal soledad.

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El cabeceo

Desde la esquina se oyen los acordes empalagosos del bandoneón. A mitad de cuadra, una copa roja de neón se adueña de la noche. El Tuerto Gutiérrez entra a la milonga con la luna envenenada en los ojos. La orquesta de “señoritas” suda alcohol sobre el escenario. A los costados se apretujan mesas y sombras de hombres y mujeres. En la barra está la Turca Zoraida con las tetas sobando el mostrador. Sus labios violáceos se quedan pegados al borde del trago cuando lo ve ingresar. Desvía la mirada hacia el centro de la pista donde zapatos abotinados de charol y piernas con raya al medio se entreveran. Sabe que viene en busca de su escote y de su pollera tajeada. El ojo único la relame, provocándola. Ella separa las rodillas cortando en seco el humo denso del tabaco aferrado al taburete. El sombrero del Tuerto Gutiérrez se ladea hacia la derecha invitando al baile. La Turca Zoraida no se hace rogar. Avanza la seda eléctrica de su blusa desabrochada y se planta airosa bajo la luz alcahueta del reflector. Un brazo firme le rodea la cintura y siente en su mano el envoltorio de unos dedos febriles. Obediente, se abandona a los compases y a la marca del varón sobre la espalda. Ya es más de medianoche. Por la puerta entreabierta del boliche entrará, de un momento a otro, el Flaco Peralta con iguales intenciones. Sonríe pensando en que el Tuerto se envalentonará primero para arrugar después. Como noches anteriores, quedará en claro que ella es hembra de un solo macho. Entre cortes y quebradas relojea la entrada. El Flaco no aparece y la milonga sigue hasta que el sol despunta. El Tuerto Gutiérrez desmolda su brazo del talle de la mujer, no le ha dado ni un respiro. Durante el baile se ha calzado sus tetas y le ha metido su bufoso entre las piernas. La suelta de golpe a la Turca Zoraida, que trastabilla, y se va nomás, con la misión cumplida. En un zanjón del suburbio, el sol abraza el cuerpo baleado del Flaco Peralta y le saca las últimas ganas de milonguear de los ojos.

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La jubilación

El cajero automático movió sus engranajes y vomitó los 1200$ de la jubilación. José dobló los billetes y los colocó dentro de un sobre de plástico pequeño. Antes de salir del espacio vidriado, miró hacia derecha e izquierda. Contra la pared se acercaba un muchacho con capucha. José dio media vuelta y, de cara a la máquina, esperó angustiado que los pasos se alejaran. Pero no, escuchó el timbre de la puerta y la voz del muchacho: “¿Te falta mucho viejito?”. José, entre carraspeos, le contestó: “No, ya terminé. Esta maldita no tiene plata, no pude sacar nada…” y apretó la mano con el dinero dentro del bolsillo. “A ver si me ayudás a bajar del escalón pibe”. Se alejó lo más rápido que sus piernas le permitieron, nada era seguro en esa época. Sintió una leve presión en la vejiga. Al llegar al cruce de las calles el semáforo peatonal marcaba luz verde. ¿Cruzaría? No, los autos rugían impacientes. Por fortuna no había ninguna moto. Siempre estaba el peligro del arrebato y de resultar con algún hueso roto en la caída. Se apoyó en el tronco del árbol hasta que el semáforo volvió a dar luz verde. Enfiló derecho hacia el mercadito ¿Qué podía comprar para la cena? 600$ tenía que reservarlos para los remedios ¿Y si ya no le hacían el descuento? Apretó los dientes postizos, Dora necesitaba la pastilla bajo la lengua con el desayuno. “Dios que el corazón no le falle”. ¿Qué haría sola y metida siempre en la cama? Otra puntada en la vejiga. Respiró hondo. El kilo de tomates se vendía a 38$. Una locura total, tendrían que conformarse con los fideos moñito. ¿Cómo llegar a fin de mes con el resto de la jubilación? No usarían la garrafa con pantalla a pesar del frío. La molestia en el bajo vientre se hizo insoportable. Pasó de largo delante de los cajones de verdura. “Dos cuadras, tan solo dos cuadras”, trató de consolarse. Apuró el paso pero eso le provocaba una inminente sensación de desagote. Se detuvo para recuperar el aliento. Un hombre de traje y maletín venía con la mirada fija en él. Nuevamente la angustia, la impresión de fragilidad, de estar a merced del más fuerte. Sacó las llaves simulando que entraba en el próximo edificio. El hombre pasó y sintió el desprecio en los ojos. El peso de los años acentuó la curva de su espalda. Una cuadra solamente. ¿Llegaría? El rostro empapado en sudor y el corazón escapándose del pecho. Otra vez esperar el semáforo, fijarse si no circulaba una moto, ver quién se detenía a su lado. Y no soltar el manojo de billetes de la mano clavada en el pantalón. Cruzó tambaleándose, la vejiga a punto de estallar. La pana-

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dería, el baldío, la vivienda de Luisa y su casa, su baño. El líquido caliente comenzó a bajarle por las piernas “¡No, qué vergüenza, Lucía barriendo la vereda!”. Como un rayo se metió en el baldío, apartó los pastos altos y se escondió detrás de un limonero. Con el temblor de sus manos no atinaba a bajar el cierre de la bragueta. La tarde se desvanecía en sombras. Por eso no los vio llegar. El cascotazo le dio en la sien y lo tiró al piso. Liberó totalmente la vejiga y se sintió mejor. Varias manos le arrancaron las ropas. Pensó en la jubilación, los remedios, los fideos moñito. Cuando al fin pudo incorporarse la sangre de la herida estaba seca. Una gran mancha ácida le llegaba hasta las rodillas. Revisó los bolsillos, no encontró nada. Recogió del suelo las llaves y salió del baldío arrastrando su miseria. Al entrar a su casa, Dora le pegó el gritó: “¡Viejo, tengo hambre!” “Ahora te alcanzo la cena…” le aseguró. Prendió las luces de la cocina, puso la olla con agua a calentar, picó una zanahoria y un tronquito de apio que dormían en la heladera y los echó en la sopa. No había sal ni condimentos. Pero igual buscó en la alacena. Sonrió. Allí estaba el paquete. Lo abrió y olió su contenido. Un dulce aroma a naranjas se desprendió de esos finos palitos grises. Vació la bolsa en el agua caliente y revolvió distraído. Se fue a cambiar, a ponerse el piyama. Mañana sería otro día. Otro día en que las hormigas serían las únicas dueñas de la casa.

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Muerte, sirena y sombra

Cerró despacio la puerta del chalet. Los gritos de Ligeia se perdieron mientras cruzaba el jardín. Oyó el golpe del objeto contra la madera y el estallido de los cristales. No se dio vuelta. Era necesario responder los interrogantes que desbordaban su cerebro, encontrar una salida en ese futuro hostil que se le venía encima. Caminó hacia la playa distante unos pocos metros, e igual que las hojas marchitas, se sintió escobado por el viento de otoño. A su paso fueron cayendo caricias ajenas, besos prestados, excusas piadosas. Dejó un reguero de amores ficticios, camas vacías, miradas dolientes de espera. Al llegar al mar, el sol le mordió la nuca y la vio: flaca, desafiante, altiva. Se sentaron en la orilla, como si las olas pudiesen lavarles las manchas. Ella rompió el silencio. —Vamos ahora —le dijo cortante. —No estoy seguro. Ligea no se lo merece —contestó pensativo. —¡Ja! ¿Y ahora vas a tenerle consideración? Esa sólo quería hijos y como no se los diste, engendró una obsesión por la limpieza ¿Hasta cuándo pensás aguantar? Ya van… —Treinta y cinco años. Pero no todos fueron malos. Está enferma y creo que algo contribuí con mis infidelidades. —¡Vamos! No te echés la culpa si fue la primera en darte la espalda en la cama. Dejala, vení conmigo y que se las arregle sola, que reviente. Te aseguro que a mi lado encontrarás la paz que tanto andás buscando por ahí… Una gaviota planeaba en el horizonte. La siguió con la mirada envidiando su libertad. Hundió los pies hasta que la arena húmeda los tapó y se imaginó así, totalmente cubierto, protegido por la oscuridad y el silencio. Ella se había movido unos centímetros a su costado y de reojo, espió su perfil. Muy ancha la frente y demasiada nariz para su gusto. Además, el sol empezaba a esconderse detrás de la hilera de edificios, alargándole el cuello extremadamente. Se levantó, ella también. Fue a lavarse en el agua fría y ella no tuvo reparo en meterse hasta la cintura. Le hacía señas para que la siguiera, lo llamaba por su nombre tan dulcemente que estuvo tentado en acompañarla. Permaneció hipnotizado sin darse cuenta del tiempo y el último rayo de luz abandonó la playa. Entonces, ella desapareció por completo debajo de las olas.

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El viento había amainado y el cielo era un espejo naranja. Mientras se ponía el calzado pensó en volver a hablar con Ligeia. Tal vez ya no estuviera tan enojada. Cruzó la costanera vacía y, antes de llegar a destino, sintió la urgencia de pisar cada montoncito de hojas desparramadas sobre la vereda, como si de esta forma venciera desgarros, angustias, indiferencias. El llanto se unió a los crujidos de su alma y, al fin, recobró la serenidad ante la puerta de su casa. En el jardín no había un solo vidrio. Desde la cocina le llegó el aroma reconfortante del café maduro.

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La mancha

Tenía la piel tan fina y blanca que creyó que era una geisha. Los labios dibujaban una sonrisa roja desafiante. Parada sobre el escalón del borde de una vidriera, le pareció altísima. Llevaba un tapado negro hasta los pies. —¿Es ella? —preguntó. —Sí —le contestó él. Volvió a su casa y comenzó a separar las pertenencias. Las hijas ayudaban. —¿La llave inglesa de quién es? —De papá. —¿El cuchillo con mango de plata? —Dejalo, era del abuelo. Así fueron clasificados libros, mates, frascos con tuercas y tornillos, pipas y envoltorios de tabaco, algunas piezas de vajilla, los discos, cuadros y también postales, aquellas que señalaban dónde habían sido felices. Por último, su ropa. Cuando él regresó encontró las cajas apiladas en un rincón. Se llevó todo sin una protesta, las hijas no le dijeron nada. Ella, bien entrada la noche, abrió la parte superior del placard y sacó un par de frazadas que estaban en primera línea. Atrás, escondida y hecha un bollo, apareció la camisa con la mancha en el cuello. Recién entonces pudo llorar.

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Aprendizaje

Esta mañana de primavera, mientras desayunaba, una paloma se posó en el roble frente a mi balcón. La observé largo rato. Cortaba las ramitas secas que el viento del invierno había olvidado llevarse. Ella ponía todo su empeño y, sin embargo, las ramitas caían una tras otra de su pico. Recordé mi primer parto y adiviné al instante que ella también sería primeriza.

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Modorra

La siesta derrama su gordura de verano sobre la casa y una brisa desaliñada mece la copa de los árboles. Retazos de sol se filtran por las persianas entornadas dibujando sombras inquietas en las paredes. La mujer, dispersa sobre la cama, se abanica en un intento vano por beberse el aire apenas fresco. El calor se desprende dulzón de las sábanas estrujadas a sus pies. Las sombras acechan, se enroscan, se besan. Una y otra vez, en una danza alocada de tules negros. La mujer siente las gotas de sudor en la cañada ondulante de sus senos que se precipitan como fuego en la desembocadura del ombligo. Arrogante, el abanico otorga un pobre consuelo debajo del camisón empapado. Las piernas, vehementes por enlazarse con las figuras etéreas, se abren y arquean en un cortejo de sensualidad. La mujer restaña la transpiración con su mano ociosa pero todo permanece húmedo y caliente. Los dedos libres husmean al descuido la espesura de la entrepierna y no regresan. Un ramillete de luces reverbera en sus pupilas y el ansia se espesa a orillas de la boca. De la perla carnal el gozo emerge en espirales, lenguas de placer calcinan las sombras y el desvelo. Persistente, la siesta derrama su gordura veraniega sobre la casa mientras el abanico, en un aleteo de pájaro herido, anida su orgullo entre cenizas.

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Cerdos y cabras

Nahuela esperaba en calma acostada sobre el catre. Bajo el quillango su vientre abultado se movía de a ratos en forma lenta. Respiraba pausadamente el aire humedecido que surgía del caldero hirviente sobre los leños, con agua y hojas de eucaliptos. Faltaba una hora para que saliera la novena luna y llegara Eulogio de los maizales. Confiaba en que todo sucedería a su debido tiempo. El sol aún teñía de naranja la mitad del techo de la tapera y sabía que el nacimiento se produciría sólo cuando sobre su cabeza viera la negrura del tizne. Todavía podía dormitar unos momentos pero el crío se hacía notar. Empujaba las paredes y ella sentía las puntas sobresalientes en su piel estirada como cuero de oveja. Se acomodó de costado sobre el colchón donde la paja se ofrecía mullida. Era su primer alumbramiento pero no tenía miedo. Conocía como era el proceso, había visto nacer muchas veces cerdos y cabras en el establo. Ella haría lo mismo que sus ojos habían contemplado con tanta ternura. De afuera le llegaban los graznidos de los cuervos rumbo a las plantaciones, anunciando que la noche no tardaría en desplazar la tarde. Sobre el ángulo derecho de la ventana se descolgó el lucero vespertino, desperezándose en tenues luces celestes. Sobre el alambre tejido se posaron varios cocuyos con sus vientres luminosos como estrellas. El friso naranja era apenas un hilo dorado adornando el adobe. Empezó a respirar con dificultad, el eucalipto ya no expandía sus pulmones. Sentía la opresión en la boca del estómago y un dolor sordo le relampagueó en las entrañas. Las sombras se le vinieron encima aplastándola contra el pajonal. Con mano firme se arrancó la manta del cuerpo y vio su vientre agitarse en espasmos regulares. Acomodó la respiración al ritmo acompasado de la criatura. Entre quietud y quietud logró colocarse en cuatro patas como los cerdos y las cabras. Abrió cuanto pudo las piernas e hizo fuerza largando todo el aire acumulado en su pecho. Un agua tibia le corrió por los muslos y por un largo instante recuperó la tranquilidad. Se puso en cuclillas, aferrándose de los bordes de madera del camastro. Apretó los puños, el ardor en la entrepierna era insoportable. Tenía la impresión que iba a estallar bajo el peso de ese ser que pujaba por escapar de su encierro. Tomó una segunda bocanada de esa mezcla de sudor vegetal y con un grito salvaje apretujó su vientre con las rodillas. El hijo salió expelido como carozo de mamey maduro.

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Largó un llanto profundo de balido de hembra ante la llegada de su cría. Con los dientes cortó el cordón e hizo un nudo en la punta de la tripa. Cuando lo alzó y comenzó a lamerle el rostro, el niño gimió suavemente y movió los brazos. Eulogio la encontró poco tiempo después, sonriente y tapada bajo los cueros. A su lado, el hijo dormía plácidamente en la callana de barro a la luz de la luna llena.

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Confesiones

Ingrid abrió de par en par las puertas de su vestidor. Las prendas compradas en Europa y más de cien pares de zapatos descansaban allí en perfecto orden. Le encantaba ese lugar de la mansión, cada una de sus prendas escondía entre sus pliegues cócteles, aniversarios y tantos momentos de felicidad vividos. Se miró en el espejo de tres hojas que reflejaba su figura esbelta, de medidas envidiables y con largos cabellos dorados. Se sintió conforme con el trabajo del Dr. Granillo, una eminencia en cirugía estética. Era una mujer realmente afortunada, ser la esposa del embajador cumplía sus fantasías de transformarse en princesa. Conoció a Peter Hawins en Río Gallegos durante un congreso mundial de turismo. Ella, nacida en ese pueblo y descendiente de británicos que habían ingresado al país a trabajar en los ferrocarriles, dominaba el inglés con excelencia. La emplearon como traductora y su vida cambió de un día para otro. Peter se enamoró no solo de su persona sino también de los lugareños y sus paisajes. Durante el evento no se separaron ni un instante, hicieron lentas caminatas por la playa, disfrutaron los asados que su padre organizaba y el té con brownies de la abuela, servido a las cinco en punto de la tarde. Se casaron un mes después en Nueva York y vivieron en varias ciudades del mundo, de acuerdo a los destinos otorgados por la diplomacia. No podía quejarse, su esposo le daba todos los gustos, salvo cierto recato protocolar durante el sexo. Una condición fue necesaria cumplir para mantener sus sueños de adolescente: no concebir hijos. Sacudió las extensiones rubias para espantar los malos pensamientos y preguntó aniñada: —Espejo, espejito ¿Quién es la más bonita de Londres? El teléfono sonó en la sala de estar. Escuchó la voz de la mucama y luego el intercomunicador. —Mrs Ingrid, su madre por línea tres. —¡Hola mami! ¡Qué sorpresa! Pero ¿qué te pasa? Pará de llorar, calmate y hablame claro ¿Cómo que está grave? ¿Qué dicen los médicos? Mamá… Mamá… escuchame, esta noche tomo el avión a Buenos Aires. Por favor, tranquilizate, tomá algo para dormir. Te quiero mucho mami, no te voy a dejar sola. En cuanto llegue al aeropuerto te llamo. Ya le avisaré a Peter. Un beso mamá y no llorés, te lo suplico, me ponés peor de lo que estoy. Se dejó caer sobre el puf. No sabía qué hacer. Estaba acostumbrada a

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seguir normas rigurosas como señora de un embajador, las decisiones las tomaba siempre Peter. …papá es un hombre fuerte sano nunca sufrió de nada si se la pasa hachando la leña no es posible los médicos de una pavada te hacen una montaña shit esto no me está pasando a mí necesito un whisky qué mareo la presión eso las rodillas la cabeza no no aire fresco un baño caliente Peter Peter dónde estás viste tendríamos que haberle dado un nieto al menos carajo y Londres tan lejos sentirá dolor estará inconsciente puta la uña rota viajaré sola claro el pelotudo no va a dejar sus cosas al canciller nadie las haría mejor que él ja egoísta “arreglátelas si son tus padres” sola sola como un perro… Doce horas de viaje, ya estaba en Jorge Newbery. El vuelo a Santa Cruz salía en media hora. Divisó el mostrador de embarque y apuró el paso. Despacharía la valija e iría a comprar agua mineral. De pronto, una mole humana se le atravesó en el camino y el ticket, los anteojos y la cartera fueron a parar al suelo. La bronca le apuñaló la garganta y no pudo articular palabra. El hombre de traje se deshacía en disculpas mientras levantaba sus cosas. Tantas excusas y pedidos de perdón la reblandecieron. Cuando lo miró a los ojos, algo vibró en su pecho. Amablemente le llevó la valija y la acompañó hasta el stand de la aerolínea. Se sorprendió aceptando un café como reparación a lo sucedido. Él iba a Tucumán por trámites de su empresa. Era simple, hablaba sin rodeos y sin el acartonamiento de Peter. Le infundió las esperanzas que había perdido, hablaron mucho sobre la fe y el amor a la vida. Descubrió una persona sabia, culta. No le pasó desapercibido que llevaba un libro, ella era reacia a la lectura. Se dio cuenta de la pobreza de su propio espíritu, de la vanidad que cargaba y el vacío interior que esto le producía. Le escuchó decir una frase que quedó tatuada en su mente: —La crisálida sufre al perder el pellejo, pero es el precio para que se abran las alas de la mariposa* Probablemente se quedaría en Río Gallegos más días de lo estipulado. Debía replantear su futuro, ampliar sus metas. Hubiera querido detener el reloj. El anuncio del vuelo indicó que la media hora había llegado a su fin y también ese tiempo de confesiones. * “Decálogo para vivir bien”. René J. Trosero . Ed Bonum - 2007

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María Guillermina Sánchez Magariños

La despedida

—Esta noche me caso —dijo sin expresar ninguna emoción. Continuó revolviendo con el índice los cubitos de hielo en la copa de vino. De pie frente a la chimenea, le daba la espalda a propósito, para que le mirara el culo. En el silencio del living, sólo se oía el crepitar de los leños y el tic tac del antiguo reloj de pared. Dejó que el segundero siguiera su marcha y se dio vuelta despacio. Encontró sus ojos enrojecidos por el reproche mudo. No esperaba respuesta, se conocían demasiado. Luego de tres años de encuentros furtivos sabían que, en cierta forma, llegaría ese momento. Se acercó al diván y acarició lentamente esa piel hermana, amiga y que tantos placeres le diera, sin pedir nada a cambio. Sus hormonas se excitaron. La despedida era una espada candente de doble filo: le partía el corazón y a la vez, despertaba su deseo sexual volcánico. Se deslizó entre las mantas, enredó sus piernas sobre el cuerpo solícito e introdujo la lengua en esa boca resignada y eternamente suya. El vestido de novia mostraba un profundo escote velado por el encaje. Se colocó los guantes de raso hasta los codos. La modista cosía el corsé, mientras hablaba de cosas que para ella no tenían la más mínima importancia. Su mente aún permanecía anclada es esa despedida de soltera tan particular de la mañana. Le pidió a la sirvienta una copa de vino torrontés. —Sin hielo, por favor. “La seda del baby doll resbalando por sus muslos. Sus pechos firmes imantados de besos” Ya estaba casi lista. La bocina anunció que había llegado la hora. Empinó la copa hasta el fondo. Sonrió, los cubitos de hielo sobre los pezones eran afrodisíacos. La maquilladora retocó sus mejillas con polvo volátil y le puso una leve capa de brillo labial. Tomó el bouquet de rosas blancas y salió al porche. El chofer aguardaba con la puerta trasera abierta del flamante Ford 35. Las últimas luces de la tarde se estrangulaban en las cortinas. Así sentía su garganta, con el dolor anudado en el cuello. No había almorzado, rehusaba salir de la ternura de las frazadas que retenían el perfume de ella. La pensó en los brazos del otro y las lágrimas le suplicaron salir. No lo permitió, se había jurado no llorar. Volvería sin atormentarse a su antigua vida

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solitaria. Bueno, en realidad, le quedaba la compañía de su gato fiel. Desde la cocina le llegó el insistente maullido del animal, pidiendo el tazón de leche acostumbrado. Sabía lo doloroso que era tener una necesidad insatisfecha. Se levantó, recurriendo a todas sus fuerzas, se vistió con el baby doll y desapareció tras la puerta.

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María Guillermina Sánchez Magariños

La señal

Tarde de verano en el country. Cerca de la pileta, la mujer sin ropas se embadurna con aceite bronceador. Su piel reluce como licor de avellanas y sus curvas se adhieren a la lona de la reposera. El zumbido del celular espanta un mirlo que picotea el césped planchado. —Hola cariño ¿Todo está bien por la oficina? Acá no hay novedades, disfruto del agua y el sol. Bueno, nos vemos el fin de semana. Un besito amor. Detrás de la ligustrina, el hombre semibarbudo espía mientras se masturba. El sol le taladra la cabeza. La visión nublada de esa diosa con pezones chocolate lo excita tanto que apura el trámite. Pero no le resulta fácil, el vino trae sus consecuencias. Con la garganta reseca, se muerde la boca arrugada para que no se le escapen los jadeos. La mano va y viene en rápidos movimientos hasta que, al fin, echa fuera ese líquido que le amotina las venas. A la mañana siguiente, la rubia bronceada sale al parque con la taza de café. Sobre las cerámicas del piso ve un montículo de pinocha firme. Se agacha y lo toca con la punta del dedo. Está duro como si el pino viejo hubiera sudado resina post mortem. Quizás un pájaro esté haciendo nido. Busca en el zócalo algún rastro de hormigas. Todo está limpio. Pasea la mirada por los arbustos y se detiene en la copa cargada de piñas del vecino. No ha sido una noche de viento, además la montañita tiene una cierta estructura. Pensativa, se toma el café. Ya se lo comentará al gordo cuando llegue el sábado. Por la ventana superior, el hombre se asoma apenas. El pino le tapa la visión de la pileta. Sabe que tendrá que bajar después de la hora del almuerzo. La pieza es un desorden. En un rincón, las cajas de pizzas hace días que perdieron el equilibrio. Sobre la mesa de luz se apretujan vasos sucios y botellas de alcohol a medio terminar. Desde que se separó y le prestaron el chalet, no sale de la pieza. Salvo para desahogarse junto a la ligustrina. Se recuesta en la cama revuelta con el vaso de whisky y prende un pucho. Ella hace tres días que encuentra la misma señal. Alguien está haciendo un trabajo de magia negra. “Me tendrán envidia en el barrio porque, a mis cincuenta, parezco una piba de veinte”. Otra vez barrer y amontonar la pi-

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nocha en bloque para que el gordo investigue. Esta tarde vendrá y resolverá el misterio. Ni una nube en el cielo vidriado, ideal para sus baños de sol rejuvenecedores. El hueco entre las plantas no es muy grande pero alcanza a ver a la pareja. La rubia está tendida de espalda sobre el pasto. La mole de grasa le extiende el aceite mimoso por las piernas y se queda, obsesivamente, en el trasero. —¡Putas, son todas putas! En la mente se sublevan las caricias negadas de su ex. Los ojos, inyectados en bronca. Sin erección, siente el odio contenido en cada uno de sus poros. Se manosea el miembro marchito. El alcohol le burbujea en la sangre y trastabilla. Da con todo el peso de su cuerpo sobre el ligustro y arrastra consigo hojas y ramas. De pronto, ve una sombra traspasar el cerco que le grita: —¡Mirón de mierda! ¡Qué carajo estás espiando! ¡Ah! ¿Te gusta toquetearte la tripita? ¡Maricón! El puño le da en pleno rostro. Los golpes en las costillas, en el estómago, son un tren a toda marcha. El corazón acusa el knock aut. —¿Quién sos, pedazo de boludo? ¡Te voy a hacer comer el muñeco! ¡Hablá o te mato! Dos manos tenazas le aprietan el cuello. Con un hilo de voz responde: —El… junta… pinocha… Y cierra los ojos con la risa burlona que la muerte concede a la mayoría de los estúpidos.

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Donde menos se piensa salta la liebre

En San Martín de los Andes, la nieve era una leve pelusa que caía como en esas esferas de cristal donde, al darlas vuelta, el paisaje encerrado se transforma en una postal blanca. El cielo permanecía en reposo y, entre las araucarias, la chimenea dibujaba arabescos de humo. La cabaña era reducida pero confortable. Álvaro, su único dueño, no se acostumbraba a los rigores del clima. Llegado desde Buenos Aires, huyendo de la vorágine laboral y del peso de un matrimonio mal avenido, había encontrado en la pueblo la tranquilidad necesaria. Por fin podía disfrutar del tiempo, tantas veces relegado, para dedicarse a su vocación: la pintura. En un solo ambiente tenía todo: el rincón de la cocina, con ollas y sartenes apiladas, un sofá, en el cual se acomodaba como podía para dormir y una mesa rústica repleta de óleos, pinceles y lienzos. Le gustaba el desorden, las manchas en el piso, el hollín en las paredes. Se sentía en total libertad acompañado de sí mismo. Esa tarde, el sol empezaba a derretirse tras las agujas montañosas. Álvaro dejó a un lado la mezcla de acrílicos y se limpió las manos en los costados del pantalón. Atizó las brasas y comprobó que le quedaban pocos leños de reserva. Se puso el gamulán, el gorro y sus guantes. Luego buscó, debajo de la pileta, un hacha respetable. Al salir, el frío le sopapeó la cara. Caminó hacia la parte trasera de la cabaña y tomó dos troncos, resguardados de la humedad bajo el alero. Los acomodó sobre la tierra buscando que quedaran fijos, afirmó el pie izquierdo y comenzó a hachar. Desgajó las ramas secas y asestó varios golpes hasta dividir en tres al primer tronco. La madera ofrecía resistencia y, en cada hachazo, crujía su protesta hecha astillas. “Bueno, esto es energizante” Se secó el sudor de la frente con la punta de la manga y tomó el otro pedazo de lenga. Las sombras de la noche devoraron de un solo bocado la escasa luz natural. Guillotinó con fuerza un tercio del leño. En la siguiente sección la corteza presentaba un nudo abultado. Lo adivinó al tacto, apenas si veía sus pies. Se agachó queriendo descubrir algún punto débil y encontró una rasgadura. Sostuvo el tronco con una mano y, calculando mentalmente, descargó el hachazo. El grito le subió a la garganta y le salió por los ojos. Se apretó la herida contra el pecho y corrió adentro de la cabaña. La sangre salía a borbotones por el agujero del guante. Se lo arrancó y lanzó un improperio. Le faltaban el índice y el pulgar. Puso la mano mutilada bajo el chorro de la canilla y los platos sucios se tiñeron de rojo. Sintió arcadas y

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los platos se cubrieron de vómito. En la pileta, el agua amenazaba rebalsar y cerró la canilla. Con las piernas temblorosas tomó un trapo descolorido por la trementina y se envolvió el muñón. El frío interno le barnizó la mirada y trató de acercarse al hogar. Trastabilló con la mesa y cayó redondo al piso, dejando tras sí una pincelada oscura. La cabaña empequeñeció y desde su posición, solo logró ver el atril con su último trabajo: una liebre patagónica colgando por las orejas de la mano del cazador.

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Último viaje

Elisa aceleró en el cruce de Hipólito Irigoyen y San Martín, justo cuando el semáforo pasaba de amarillo a rojo. Después disminuyó la marcha frente al Teatro Colón. Era la hora de salida de los espectadores y podía levantar algún pasajero. —¿Qué hacés, atorrante? —le gritó a Beto, el pibe del trapito. —A ver si algún día me alcanzás hasta las vías, flaca. Mirá que te pago y hasta te invito a un feca, te invito… —¡Qué vas a tener plata vos, seco! ¡Andá a lavar la franela! El coche de adelante paró en seco y Elisa clavó los frenos. Viejos de mierda, pensó, se creen que la calle es para ellos solos. Miró por el espejo retrovisor, tenía otro taxi pisándole los talones. La gente salía del teatro a borbotones y se quedaba en la vereda comentando la función entre risas ó poniéndose de acuerdo en cómo terminar la noche. De pronto, la vio. Abriéndose paso entre la multitud. Joven, ropa de cuero, botas hasta las rodillas y el pelo crespo, abultado, hecho un nudo sobre la nuca. Sobresalía del resto del público, la mayoría jubilados de entradas a mitad de precio. Elisa vio cómo giraba la cabeza e instintivamente le hizo señas con las luces, no fuera cosa que el coso de atrás le ganara de mano. La maraña de pelo enfiló hacia la puerta trasera y tironeó de la manija. ¡La puta! Elisa manoteó el pistillo de seguridad, no era común que el pasaje subiera por la izquierda. Detrás del cuero lustroso aparecieron tres bolsas y un maletín. La muchacha acomodó los bártulos y se sentó. El taxista que le seguía tocó bocina. —¡Hambriento, ojalá te toque un viaje de tres cuadras! —gritó por la ventanilla abierta. Igual no podía avanzar, el viejo de mierda de adelante seguía acomodando gordas, de esas que primero ponen el culo y después suben las piernas. Aprovechó para decirle a su pasajera: —Buenas noches, muñeca. ¿Hacia dónde nos dirigimos? Sintió los ojos como fuego quemándole la espalda. Acomodó el espejo retrovisor para poder observarla más fácilmente. —Tomá por Luro hacia Champagnat y te aviso… —le contestó una voz nebulosa. Elisa puso el reloj en marcha, por fin el jovato movió el coche de lugar y ella hizo un leve giro a la derecha y lo pasó como bala.

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—¿Qué tal la función? —dijo como para romper el hielo. —Estoy recansada, los sábados son dos funciones, hay que rebancárselas y no tuve tiempo ni de sacarme la ropa, así que voy a aprovechar el viaje para cambiarme ¿No te jode, verdad? —Como quieras, flacucha. ¿Hace mucho que estás en el rubro? Debe ser bomba esto de transformarse en otra persona. Yo soy tachera de alma ¿viste? —Y, desde los quince, hace diez años, pero este es mi primer papel en una obra importante… Elisa vio cómo agachaba la cabeza y se sacaba la peluca rulienta para dejar al descubierto un pelo rubio engominado peinado totalmente hacia atrás. —¡A la flauta! Resultaste un pimpollito —se rió Elisa y puso el cd de Perales como música de fondo. Por el espejito, la campera de cuero desapareció y aparecieron un par de lolas envueltas en un top de encaje blanco. Elisa hizo un rebaje, puso punto muerto y despacito, el coche se detuvo apenas pisando la senda peatonal. Sabía de sobra que el semáforo de esa esquina era lerdo porque daba paso a varias manos. —¿Y ahora te vas a la cucha rubia? ¿Tenés pareja? —preguntó de un saque. La piba ya se había puesto una remera y luchaba con las botas, levantando los pies sobre el respaldo del asiento delantero. —Si precisás ayuda avisame nomás —le tiró. —Gracias, puedo sola, me gustaría ir a casa, pero ahora trabajo en la esquina de Champagnat hasta las cinco de la madrugada y no, no tengo pareja, los hombres son todos unos pelotudos. —Lo mismo digo yo, linda. El semáforo había cambiado pero Elisa no tenía ganas de llegar a destino y dejó pasar otro semáforo más. A esa altura de Luro y de la noche no andaban ni los perros. La pasajera revolvió un par de bolsas y sacó una mini pollera de jeans que se colocó en un segundo, después siguió con zoquetes blancos de algodón y zapatillas plateadas. —¿Y vos, estás manejando desde temprano? —le pregunto la nebulosa mentolada mientras se ataba los cordones. —No recién salgo, este es mi segundo viaje… —mentira, hacía doce horas que tenía el culo pegado a las bolitas de madera del asiento. Le gustaba la prosti, era como ella, otra sobreviviente de la jungla de cemento.

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El reloj marcaba el importe acumulado, sólo quedaban dos semáforos hasta Champagnat. Tenía que pensar en algo rápido. El piojoso de Alberto la estaría esperando con la tortilla de papas de siempre ¡Que se la morfe solo! Después le diría que pinchó una goma. O no le diría nada a ese vago hijo de puta. —¿Cómo te llamás, preciosa? —le mandó a través del espejo. —Para vos, Lara —le dijo la rubia que en ese momento se repasaba el brillo de los labios. —¿No querés que sigamos viaje y demos algunas vueltitas más? Vení, pasate adelante que no te cobro el viaje. Conozco un lugar donde podemos chamuyar tranquilas y la cana no jode… —Gracias, primor, pero los clientes esperan. Tal vez otro día…— sugirió apoyando las tetas sobre sus hombros. Elisa sintió una humedad pegajosa donde justo una bolita de madera se le había incrustado. La pasajera salió por la izquierda, dio la vuelta al taxi y por la puerta derecha sacó las bolsas y el maletín. Le hizo un guiño como luz de faro y le dijo: —Fue un placer conocerte, cariño. Y ahí se quedó Elisa, un tiempito, haciendo ronronear el motor. Apagó el reloj y volteó la mirada sobre el asiento trasero. Había un papelito color rosa. Lo tomó, prendió la luz interior y leyó: “Las descendientes de Lesbos” Teatro Colón - Sábado 22 hs. Del otro lado, con lápiz de cejas: “Tacheras, gratis”

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La respuesta “Los besos” - Juan Carlos Onetti

Todavía estaba shokeada. No podía creer que se hubiera muerto así, tan de golpe. Un hombre aparentemente fuerte y atlético. Llevaba 35 años de casada y le había dado dos hijos espléndidos. Juan Cruz, de 20, lloraba sin pudor al costado del ataúd. Ana, de 15, sentada a su lado y tan parecida a ella, miraba sin ver el desfile de deudos. —¿Qué pensás Ana? —le susurró tomándole la mano. — En los besos mamá, en los pocos besos que me dio — respondió su hija sin un atisbo de emoción. Era cierto. Ese había sido todo un tema durante su vida matrimonial. Cuando conoció a su marido le llamó la atención sus dos besos en las mejillas. Dos leves roces que la hicieron ruborizar. Aún nadie la había besado en la boca y él ya tenía fama de mujeriego y besador. Era el comentario obligado en rueda de amigas. Se contaban tantas cosas que todas querían noviar con él. Las más osadas del grupo hablaban de sus labios carnosos y de su lengua penetrante, de su saliva empalagosa y de sus mandíbulas elásticas. Por eso se sorprendió mucho cuando le propuso compromiso, si sólo se habían dado uno o dos piquitos a escondidas. Sus amigas la felicitaron y ante la pregunta de cómo había sido ese momento tuvo que mentir, relatar un episodio digno de Romeo y Julieta, con abrazos de pulpos, besos de película y cataratas de sensaciones. Esa fantasía la mantuvo durante todos estos años, porque él nunca pasó de esos besos suaves como alas de mariposas. Aunque no los escatimaba y no había parte de su cuerpo donde no los hubiera recibido. Dejó a un lado sus pensamientos, en la sala algo había hecho acallar las murmuraciones. Por la puerta ingresó una mujer alta, altísima, de cabello rubio, largo y lacio. Llevaba un atuendo negro muy ajustado, una chalina roja atada alrededor de su cuello, era la única prenda llamativa. Pasó delante de ella dejando un rastro de perfume barato y pudo ver su rostro maquillado en forma exagerada. Una gruesa capa de base marrón no lograba disimular las imperfecciones de su piel, el rimel pegoteado en las pestañas postizas y la boca de un carmín desvergonzado. Daba largos pasos hacia el féretro, con botas que le parecieron más grandes que las zapatillas de básquet de Juan Cruz. Ante el estupor de los presentes estampó un beso sonoro en la frente de su marido. La reacción de Juan Cruz no se hizo esperar. El puño

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calzó justo en el pómulo de la desconocida, que cayó con todo su escultural cuerpo sobre el piso. Juan Cruz gritó: —¡A mi viejo no lo tocás, puto de mierda! La mujer se levantó impávida, se arregló el cabello y desapareció del lugar con pasos aún más largos que los de su ingreso. Nadie se había movido como si la muerte le hubiera llegado a cada uno. Sólo Ana se levantó y con el pañuelo seco en lágrimas, limpió la mancha de lápiz labial de las arrugas frontales de su padre. Al regresar a su asiento lo tiró en el cesto de residuos y, en ese instante, las murmuraciones cobraron vida como si nunca hubiese existido el silencio.

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La bolsa del castigo

Horacio Franco miró a su alrededor hastiado del ambiente denso de la oficina. Los escritorios rebalsaban de canastos de papeles, biblioratos y teléfonos. Algunos de sus compañeros escribían en las computadoras y otros parecían detenidos en el tiempo con la punta de la lapicera entre los labios. Dentro de su despacho Mario Moscardi, el jefe, hablaba fuerte para que se escucharan sus directivas y sostener así su imagen de hombre seguro y competente. En realidad era un energúmeno petiso y pelado con gruesos lentes que delataban un par de ojos incisivos. Franco miró su escritorio: la taza de café frío en la esquina superior derecha, en la otra punta la canasta repleta de sobres blancos tamaño oficio y en el centro, un alto indefinible de documentación para ensobrar. Del primer cajón, que se atascó a mitad de camino, sacó un cigarrillo. Tenía que aprovechar que Moscardi estaba ocupado para refugiarse unos minutos en el baño y fumar, cansado de la rutina y de que lo trataran como un cadete primerizo luego de casi diez años de pertenecer a la empresa. Siempre igual, era el único que no tenía computadora y que seguía en el mismo puesto y con la misma tarea. Se sentía el che pibe del jefe: “Franco hágame veinte juegos de fotocopias”, “Franco, tráigame el cheque de tesorería y rápido que cierra el banco” ¿Para qué tenía una secretaria? ¿Sólo para servirle café y pasarle las comunicaciones telefónicas? No aguantaba más. Terminó el cigarrillo y lo tiró al inodoro. Se acercó al espejo y se arregló el nudo de la corbata reglamentaria. Hacía tres meses que había solicitado una nueva y no se la entregaban. Volvió a su escritorio. La voz del jefe llegaba clara y contundente: —¡No, de ninguna manera Velasco! El pedido debe despacharse a las 12 y 30 en punto, tal como habíamos pactado. ¿Y yo qué tengo que ver con la huelga de las aerolíneas? Alquile un jet privado o lo que sea, pero lleve la mercadería en tiempo y forma sino veré que lo envíen a pegar correspondencia por el resto de su vida. Colgó el auricular mientras le clavaba con malicia la vista a Franco. ¡Cómo odiaba esa mirada con aires de superioridad detrás del vidrio del despacho! Sobre todo cuando llegaba tarde, claro, el pelado venía en auto con chofer, no tenía que lidiar con las colas en la boletería del subte ni esperar el colectivo bajo la lluvia. Con resentimiento tomó la primera hoja de la pila y la dobló en tres. Luego la introdujo dentro de uno de los sobres, pasó la lengua por la solapa

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engomada, lo cerró y lo colocó en la canasta de la izquierda. Pensar que aún restaban varias horas para descolgar el saco del perchero que tenía a sus espaldas y salir de esas cuatro paredes que lo asfixiaban. Moscardi seguía vociferando dentro de su habitáculo de vidrio. Tenía aire acondicionado, un sillón mullido y un escritorio de puro cedro. En la pared posterior había hecho colocar una pecera de gran tamaño con ejemplares de peces tropicales que eran su debilidad. Todos los días, a las 18 horas debían recibir su alimento ¿Y quién era el estúpido encargado de tal menester? Él, Franco, quién otro. Más de una vez había sentido la tentación de cerrar la manguera de oxígeno y que Moscardi los encontrara duros en el fondo de la pecera. Quizás en algún momento se atreviera... —¡Franco! —gritó el jefe— hoy tendrá que retirarse más tarde. Tiene que recibir el memorandum de los envíos de Velasco ¿entendió? No se retire hasta que hayan llegado. Y ahí se quedó Franco, solo, ensobrando papeles. De tanto en tanto se perdía, mascullando su bronca, con la lentitud de los peces nadando entre burbujas en las aguas iluminadas del acuario. El memorandum llegó dos horas después de su horario de salida. Al menos había terminado con la documentación aunque al otro día la montaña sería descomunal. Resolvió tener paciencia, pronto vendrían sus quince días de vacaciones tomadas, por supuesto, en el mes de marzo ya que era el último en la oficina en disfrutarlas. Hasta entonces, aguantó cada jornada con estoicismo. En su cabeza fue madurando una idea para castigar la soberbia de Moscardi. La mañana previa a su licencia Franco traía una rara bolsa negra inflada que dejó en el perchero, debajo de su saco. Estuvo más torpe que nunca. La documentación, mal doblada, no entraba en el sobre y respondió con lentitud a todos los “¡Franco!” que el jefe vomitó desde su sillón. Hasta que a las 17 y 30 Moscardi pasó por delante de su escritorio y, antes de retirarse, le espetó un seco: —Hasta la vuelta pibe. Cargá las pilas que no hay quien te suplante y, ah, no te olvides de darle de comer a los peces. Detrás la secretaria apagó la luz del despacho y se despidió con sorna: —¿Todavía ensobrando? Aprovechá los quince días en descansar la

lengua...

Trabajó con denuedo hasta terminar la tarea. Colocó una cubierta de plástico sobre la canasta de sobres y se dirigió al baño a enjuagar la taza de café.

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Volvió tranquilo, no había nadie. Se puso el saco y descolgó la bolsa negra. Con paso firme caminó hacia el despacho. Tiró el alimento para peces en el cesto de papeles y levantó con cuidado la tapa de vidrio. Después desató el nudo de la bolsa y volcó su contenido dentro de la pecera que cayó salpicándole la camisa. El enorme pez, libre de su encierro nadó como un rayo de una punta a la otra y se escondió, al acecho, entre las algas ondulantes. Franco cerró la tapa y de reojo vio como se alborotaban los peces tropicales tratando de escapar de las mordidas. Fue a su escritorio, puso la taza dentro de la bolsa y dejó la oficina con la satisfacción absoluta del deber cumplido.

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La burbuja I

Las contracciones llegaron suaves y espaciadas. Morena me estaba diciendo que quería salir de mí y enfrentar el mundo. Durante nueve meses ansié este momento y hoy, daría lo que fuese para que no sucediera. Cuando me confirmaron que estaba embarazada me sentí la más feliz de las mujeres, todo pasó a un segundo plano, lo único importante era mi bebé, tanto que no me interesó que su papá desapareciera a los pocos meses de recibir la noticia. Yo vivía en otro planeta ó en una burbuja… como decía mi mamá. Pero hace una semana, la burbuja se rompió. Mi hija no llegaría a este mundo con el privilegio de unas sábanas limpias, no llegaría a un lugar cálido, no estaría rodeada de sonrisas ni de regalos, no habría enfermeras dulces para cuidarla, no podría usar el conjuntito que su abuela le había tejido con tanto amor y dedicación. Los dolores eran cada vez más intensos y cada nueva contracción era un paso más que me alejaba de mi bebé, no podía evitar gritar. Un médico y una enfermera llegaron, traían un balde con agua, gasas, alcohol, algunos elementos quirúrgicos y una pequeña manta color rosa, no hablaban, sólo daban órdenes. Me asusté, rompí bolsa, le pedí a Dios, si es que Dios estaba en un lugar como éste, un milagro mayor que el que estaba por ocurrir, no podía evitar llorar mientras sentía cómo Morena empezaba a empujar. Recostada y resignada a que el milagro no llegaría me dispuse a hacer lo posible para que mi bebé naciera. Cerré los ojos, creyendo que al abrirlos nada de esto estaría sucediendo, me dolía el cuerpo y el alma. Sabía que cuando naciera la perdería pero no podía hacer nada para retenerla. Pujé una vez más y su primer llanto me hizo abrir los ojos. Mi hija había nacido en el sucio y frío piso de una celda, en las peores condiciones, en un lugar que olía a muerte. Miré sus ojos, la abracé, me llené el corazón con su olor y se la llevaron…

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II

¿Morena? Ese nombre no me significaba nada. Yo era Fernanda ó Ferchu, como me decían mis amigos. El Juez hablaba pero yo no escuchaba, estaba bastante molesta por tener que viajar desde Concepción del Paraguay, a esta Buenos Aires ruidosa y mal oliente, en cambio mi ciudad era hermosa, llena de luz y árboles floridos, donde todos se conocían y pocas cosas cambiaban con el tiempo. Las fotografías que me enseñaban no me producían ninguna emoción. En una se veía una mujer muy jovencita, embarazada y sonriente. Supuestamente, en esa panza debería estar yo pero la foto estaba ajada y borrosa. Me sentía ajena a esa chica, a ese ambiente que me rodeaba, lujoso y adornado con una bandera celeste y blanca que para mí era un trozo de paño. Buscaba, asustada, indicios en mi memoria que apoyaran la historia que me estaban contando. Sólo encontraba las manos cálidas de mamá refregándome la espalda durante el baño y el posterior olor a colonia de lavanda, su mirada tierna, fija, al darme la mamadera y la suavidad de las sábanas recién planchadas de mi cuna. La otra foto mostraba un muchacho flaco, de ojos hundidos, mitad de la cara en sombras sobre ese papel en blanco y negro del periódico. Decían que era mi padre. Mentira. Mi mente me traía los recuerdos de papá leyéndome cuentos a la hora de dormir, su voz pausada deseándome las buenas noches y su beso lleno de amor en mi frente. De una caja, el Juez sacó un conjuntito de lana, que en su época debió haber sido blanco, pero que ahora estaba amarillento y que había sido tejido por una tal abuela Cristina, mamá de la joven embarazada. Ni punto de comparación con la tibieza que mi cuerpo había sentido bajo los pulóveres y medias que mis dos abuelas, Trinidad y Mecha, me obsequiaban en cada cumpleaños. A mis treinta y dos años, no podía quejarme de la vida, repleta de sonrisas y regalos, que me había dado un buen esposo y dos hijos varones con los cuales me sentía la más feliz de las mujeres. En un momento recordé que mi hijo mayor tenía los ojos hundidos… Deseché ese pensamiento de mi cabeza. Dios siempre me había acompañado y no permitiría que mi mundo rosa se derrumbara. Esto no me estaba sucediendo. El Juez acercó unos papeles para que firmara. Era la autorización para hacerme un estudio de ADN. Volví a mirar las fotos, que parecían venir de

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otro planeta no de la burbuja de amor que siempre me había recubierto. Le devolví los papeles en blanco y me levanté para irme. No deseaba por nada del mundo que la burbuja se rompiera. Detrás de la puerta de cedro del Juzgado me esperaba mi verdadera familia.

I — autora: Marcela Ledesma II — autora: María Guillermina Sánchez Magariños

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Desconsuelo

Cerró el libro de Pancho. Las lágrimas le rodaban por el rostro. Metió la mano en uno de los bolsillos y sacó un pañuelo arrugado. Se sonó la nariz y se secó los ojos. Los lentes cayeron sobre el libro, apoyado en su falda. Era la tercera vez que lo leía y siempre terminaba llorando. Es decir, se la pasaba llorando todo el día. A la siesta, mientras miraba la novela en la tele. A la tarde, cuando se sentaba en el banco de la plaza y veía sonreír a las parejas. A la noche, escondiendo bajo las sábanas la cabeza. Añoraba los besos de película, las caricias en la espalda, un “te quiero” que le calentara las orejas. Se sentía inmensamente sola, recluida entre cuatro paredes. Temprano, se dedicaba a la limpieza, tender la cama, barrer los pisos y pasar la franela a los mismos adornos de hace años. A veces le parecía limpiar lo limpio, si nadie había tocado nada. ¿Almorzar? Hasta el hambre estaba ausente en esa casa. Un yogur era bastante. Después mate y mate. Dulzón, caliente la bombilla entre los labios, sorbos lentos, la mirada fija en la espuma de la yerba. Una y otra vez, la excitaba ese intercambio de saliva y agua. Las manos sosteniendo la calabaza tibia y el ruido final de satisfacción. Usar el trapo rejilla para secar el mármol y sus lágrimas. Miró el reloj, las diez y media. Se levantó y arregló los almohadones del sofá. Puso el libro en la biblioteca hasta el próximo invierno y los anteojos en el estuche. Fue a la cocina y apagó el horno. Ni se preocupó por el pollo recalentado de la noche anterior. Pasó al costado de la mesa y acomodó la copa. Brillante, pura como siempre. En el cuarto, se sacó la ropa y la guardó en el sitio izquierdo del ropero. Se acostó desnuda, las sábanas frías hasta la cabeza. Y lloró. Lloró cuando sintió las llaves en la puerta, lloró con la caída de los zapatos en el suelo, lloró ante el movimiento leve del colchón. Y lloró de memoria cada palabra: “Un micro arrancaba y el él te alejabas. Me miraste, agitando la mano del adiós. No volveré a verte. No sabré quién eres. Pero estarás en mí, porque en una noche triste hiciste ilusionar y estremecer mi corazón” “En el café” Pancho Aquino

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Rush Facial

En el baño de su oficina Martín desenchufó la afeitadora y se miró en el espejo. Su rostro mostraba ese tinte rojizo que tanto le disgustaba. “Si pudiera dejarme la barba…” Pero no, el gerente no se lo permitía. Su imagen tenía que ser la de un joven seguro de sí mismo, impecablemente vestido. Abrió el botiquín repleto de cremas cosméticas y eligió una de aloe vera. Se la aplicó con leves palmadas en las mejillas. El rubor, terco, continuaba allí. Resignado, ajustó el nudo de la corbata de seda y se colocó el saco. “¿No sería mejor el traje azul en lugar de este gris que me avejenta?” Se dirigió a su escritorio y llamó por el intercomunicador: —Susana ¿podés venir un segundo? —Enseguida Sr. Echegoyen —le respondió la voz suave de la secretaria. Susana ingresó al despacho haciendo sonar los diez centímetros de taco de sus zapatos negros. Era una mujer madura, delgada y con buenas curvas producto de varias cirugías. Apenas llevaba maquillaje. —¿Qué sucede Martín? —inquirió mientras tomaba asiento en la butaca frente al ventanal. Martín vio como cruzaba sus largas piernas enmarcadas en una brevísima pollera. Sintió una erección e inmediatamente un intenso calor le subió a nivel de la cara. La vergüenza lo obligó a darle la espalda. —No sé qué me pasa, los nervios por el discurso me provocaron dolor de estómago desde que me levanté. ¿Qué traje debería usar hoy? Abrió de par en par las puertas del vestidor donde un ejército de trajes, enfundados en bolsas transparentes, esperaba. —Como siempre Martín, el que llevás puesto. ¿Por qué tantas dudas? Como si fuera la primera vez que te enfrentás a un grupo de empresarios. El discurso lo repasamos varias veces y sabrás convencer a los japoneses de que compren la publicidad. ¿Querés un té para aliviarte? Destrabó sus piernas y, sobre el taconeo de sus zapatos, elevó la voz antes de cerrar la puerta: —Creo que estás abusando de la cama solar. A Martín el corazón le latió desaforadamente. Odiaba su trabajo. No, en realidad odiaba hablar frente a un grupo de personas. Se sentía observado y temía qué pensaran los demás. Para colmo, la reunión se había adelantado y sólo le restaba una media hora miserable antes del cadalso. Volvió a pulsar

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el botón: —Susana ¿el aire acondicionado funciona? Estoy sofocado. Nadie respondió, su secretaria estaría en el buffet. Supuso que tardaría algunos minutos más. Se sentó frente a la computadora y cliqueó “Eritrofobia”. Leyó: “Trastorno de la ansiedad que consiste en la aparición brusca y repentina de rubor en la cara frente a situaciones sociales, al grado de producir bloqueos en el desempeño laboral”. Tic, toc, tac. Susana se acercaba. Hizo aparecer el logo de la empresa como fondo de pantalla. La secretaria entró portando una bandeja con la taza de té humeante. Realmente, Martín le despertaba cierta ternura maternal. Ella, demasiado exigente con su porvenir, se había quedado sin traer hijos al mundo. Ningún hombre la había satisfecho. Y eso que había tenido unos cuantos detrás suyo pero los pocos elegidos terminaron siendo un escollo. En su mente apareció el recuerdo de Álvaro, la última conquista seria, cinco años atrás. Diplomático y adinerado, un fiasco en la cama. En el instante de apoyar la bandeja sobre el escritorio, borró la imagen de ese cuerpo entre las sábanas frío como un pescado. —Relajate, disfrutá del té mientras te hago unos masajes. Martín cerró los ojos y se entregó a esas manos suaves que, por arte de magia, le quitaron el saco. “Señores, nuestra empresa lleva treinta años en el rubro publicitario y nuestros productos han recibido varios premios de la Cámara Argentina de Marketing…” Los dedos mágicos hicieron desaparecer la incómoda presión de la corbata y los botones de la camisa también se aflojaron. “Ojalá lograran desatar el nudo en mi estómago. ¿Cómo seguía? La experiencia nos indica que debemos tener en cuenta la franja de consumidores que queremos atrapar…” Las manos recorrían ahora la geografía de sus pectorales distendiendo cada músculo. El cabello de Susana le cosquilleaba los hombros “¿Dónde habría ido a parar la camisa?” Comenzó a experimentar un intenso deseo de desaparecer, como cada vez que debía enfrentar una situación donde era protagonista. “Es necesario que la publicidad resalte la libertad de elección de la mujer en la conquista de sus derechos sexuales por el uso del producto, al estilo Marilyn Monroe, quien sólo necesitaba una gota de perfume para estar vestida…” El cinturón dejó de presionarle la zona abdominal. El nudo se estaba

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deshaciendo. —¿Me tenés miedo? —le susurró alguien en el oído. Movió la cabeza negativamente. Mentira, estaba aterrado, el sudor le caía desde la frente. La cara era una caldera, estaba seguro de que si abría la boca le saldrían lenguas de fuego. —¿Cómo se le ocurre una idea tan estúpida Echegoyen? ¡Emular a la competencia! —le gritaron en el otro oído. Estaba paralizado, sus puños apretaban al máximo el estrés, la ansiedad, la angustia, la maldita vida. La erección primaria pasó a ser una formidable dureza entre sus piernas. —Eh… yo no quise… no era mi intención —no sabía qué responder. Dentro de un túnel oscuro sentía la presencia de millones de sombras que lo juzgaban. La pantalla de la computadora se encendió en un rincón de su memoria y leyó: “Dr. José Manuel Castro Navarro, especialista en fobias sociales” De golpe, se apagó en una raya horizontal esfumándose en un punto. —¡Susana, elevá el aire acondicionado de mierda! Su voz retumbó reverberando ecos en cámara lenta. Sentía que, contra su voluntad, en cualquier momento eyacularía un río de lava buscando el orificio de salida, quemándole las entrañas, ametrallando inútilmente las sombras grotescas. Y no aguantó más. Lanzó un alarido, se estremeció en convulsiones, en un llanto de fuego, babeando espuma. Su corazón loco rodaba por el piso inyectado en sangre hirviendo… Todo su cuerpo se incendiaba y con él, el túnel, el vestidor, el salón con los empresarios, Marilyn Monroe y los zapatos de Susana. Despertó empapado, tirado entre el inodoro y el lavabo. Se incorporó como pudo, trastabilló, se tomó del toallero y se vio en el espejo con la nariz sangrante y el pantalón gris manchado. Se arrancó la ropa y la arrojó al cesto de la basura. Tomó una ducha rápida. Se dirigió al vestidor y se puso una camisa nueva con el traje azul. Volvió al baño y abrió el botiquín. Esta vez eligió la crema de caléndula. Lejos, era la más eficiente.

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Tren a las nubes

Andén de partida Cacho acomodó por enésima vez la pila demasiado prolija de periódicos. Era el quinto año que tenía el kiosco en la estación del Ferrocarril Belgrano Norte. Todas las mañanas desfilaban miles de viajeros; algunos, en el apuro por no perder el tren, sacudían el exhibidor y él, a cada rato, debía poner las revistas en su lugar. Ya se había acostumbrado a los llantos de despedida, la euforia en las llegadas o la apatía de ciertos pasajeros solitarios. Sin embargo, esa madrugada del mes de marzo, Cacho estaba nervioso e impaciente. Iba y venía como un autómata, de una punta a la otra del kiosco, mientras acariciaba con la punta de los dedos las caras de los famosos que sonreían desde el papel. Todavía resonaba en su cabeza el chorro generoso de palabras de la jovencita: ―Vos debés ser Cacho vengo de la costa y traigo un mensaje de la Negra no sé si te acordás una que vive cerca de las vías con mamá le alquilamos quince días la casita y ella me dijo que la llamés acá está el número de celular no te imaginás qué copada está la playa ahora ya no hay tantos turistas y quiere que vayas unos días con tu mujer cuánto cuesta la revista de los tatuajes esperá mami que apuro tenés gracias ahí voy ... El tren salía en dos horas de Constitución y Hernán, su hijo, aún no había llegado. Por primera vez iba a ausentarse del puesto sin que le correspondiera franco. Recordó que ni siquiera lo había hecho durante la enfermedad de su mujer, su dulce Peti… Le quedaba Hernán, honesto y trabajador, que seguía sus pasos. La vida continuaba pero las noches sin la Peti eran oscuros espacios de pasividad e insomnio. Se detuvo delante de las revistas de juegos, tomó un ejemplar y lo metió dentro del bolso. Los crucigramas calmarían la ansiedad de su joven corazón durante el viaje. Tres cuartos de hora después, Cacho se perdía entre la gente que abordaba el tren a la costa.

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Andén de llegada

La Negra acomodó por enésima vez la pila de carbón en la parrilla. Era temprano para encender el fuego, el tren no arribaría antes de las dos de la tarde. Nerviosa e impaciente, decidió ocuparse de las plantas. Como una autómata, comenzó a sacar los yuyos que crecían entre los malvones del cantero. Era una experta en el jardín: derramaba lágrimas cuando las hormigas atacaban los brotes y se ponía eufórica con el primer higo de la temporada. En cambio, las tareas de la casa le causaban cierta apatía. Se había sorprendido con el llamado de la noche anterior aunque, en realidad, su joven corazón lo presentía. Ya no más insomnio e inercia. “Pide y se te concederá” decía siempre su madre. Hacía dos años que no veía a Cacho y recordó la forma fugaz en que se habían conocido. Ella viajaba todos los inviernos a su Salta natal para el cumpleaños de su madre. En Retiro debía esperar varias horas hasta la salida del tren. Una vez necesitó dejar el equipaje en resguardo y tuvo la osadía de pedirle al diarero de la estación ese pequeño favor. Cacho no sólo le cuidó los bolsos sino que hasta tuvo la amabilidad de convidarle mate y regalarle una revista para amenizar el viaje. Ese fue el comienzo de una rara amistad, con diálogos de dos o tres horas frente a una pila de diarios viejos. Así supo el primer año que Cacho era nuevo en la zona; otro año que era casado con una mujer y que tenía un hijo y, por último, que la Peti se había enfermado. Después, no supo más. La pobreza del bolsillo le impidió regresar a la casa paterna. ¡Qué lejos sentía hoy el abrazo de los cerros salteños! Del fondo le llegó el ladrido ronco de la perra que reclamaba agua fresca. En ese mediodía de marzo el sol aún ardía sobre las baldosas. Tomó la palangana y la puso bajo el chorro generoso de la canilla. Una hormiga flotó en la superficie y, nuevamente, escuchó la voz de su madre ante cada despedida: ―Negrita, la mujer que está sola es como una palangana, cualquier roñoso quiere lavarse las manos. ¡Como si no lo supiera! Desde que la abandonara Aníbal había tenido que echarle flít a más de un moscardón. Volvió a la parrilla y agregó más papel y ramitas secas. Bueno, todo estaba listo. Entró a la casa y pasó la punta de sus dedos por la imagen de San Antonio. Sonrió, estaba segura de que el tren le traería un hombre con las manos limpias. Un cachito de amor. Su Cacho.

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Andén de trasbordo

―Viste mamá el canal de las noticias qué desastre chocó el tren que iba a la costa menos mal que nosotras volvimos en micro para mí que la culpa es del maquinista síííí cómo no vio el otro tren que estaba parado también a quién se le ocurrió hacer en Chascomús una estación con una sola vía y vos me hablás de progreso si los trenes son de la época de los próceres o acaso este no lo puso Belgrano ah pará volvé para atrás mamá mirá mirá el sábado tocan reggae en Velez voy con Flor aguante Bob …

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Noche de zoo

Cuando Juan Carlos abrió la puerta vio que la habitación era suntuosa, con lámparas de bronce y cortinados de seda. En la mesa ratona esperaban dos copas y un balde de hielo con una botella de champagne. “Suegrito, te amo” pensó y entró en diagonal porque durante la fiesta se había tomado hasta el agua de los floreros. —Bichi ¿No pensás llevarme alzada a la camuchi? —reclamó Susana desde el umbral. Juan Carlos se sostuvo del borde del sillón y la miró de arriba abajo: una morsa blanca con el vestido hecho un acordeón y los pelos revueltos. —¿Quién? ¿Yo? ¡No sabés los callos que me sacaron los zapatos de tu hermano! Vamos gorda, no te pongás romanticona… —¡De aquí no me muevo! —amenazó ella. —Bue, ahí voy a buscarte —y del sillón se arrimó de espaldas a la pared para embocarle más seguro a la entrada. Susana le tiró un beso y se sacó los tacos altos. —¿Por qué no te sacás también ese armatoste de envoltorio que llevás para facilitarme la tarea? —protestó él —De ninguna manera Bichi, quiero entrar como lo vi en las pelis —susurró Susana. —¡Ja! ¡Y yo necesito un doble de riesgo! —sentenció Juan Carlos aferrado con uñas y dientes al marco de madera. Inspiró hondo y se abalanzó sobre Susana. El impulso hizo que ambos retrocedieran varios pasos hacia el pasillo. —¡No te alejés! ¡No te alejés! ¿No ves que sino el recorrido es más largo? A ver, agarrate fuerte de mi cuello que yo trato de pasarte el brazo por la cintura ¿tenés cintura? y el otro brazo por debajo de las rodillas. ¿tenés rodillas? ¡Cómo joden estas enaguas! —Ay Bichi… estuve tres meses a dieta ¿te acordás? de la docena de facturas solo comía dos medias lunitas y todo por vos. ¡Sos juguetón eh! Sacá la nariz de mi escote que dentro de la pieza te tengo preparada una sorpresita… Juan Carlos se agachó y creyó estar levantando un freezer familiar. Logró enderezarse a medias, las piernas como gelatinas, pensó en Hércules, en Superman, en la Hormiga Atómica y dio tres zancadas. Soltó el bloque de

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cemento sobre la mesa ratona que giró patas arriba. Las copas se estrellaron en la alfombra junto con la botella que escupió el corcho e hizo un río de espuma y hielos. —Bichi ¡qué torpe sos! Ahora no podremos hacer la cascadita que vimos en Venus… —¡En cambio yo necesito mear una catarata! —respondió Juan Carlos arrastrándose hacia el baño. Se obligó a salir después de un rato largo y dos aspirinas. La orca estaba revestida con un encaje negro ocupando tres cuartos de la cama. Los pechos, dos bolas de bowling y el ombligo, un cráter en el centro de esa morcilla. Con los brazos como orugas empetroladas lo llamaba: —Vení bomboncito, soy tu virgen de ébano, la pantera de mataderos ¡chiribí chiribí uh uh! A Juan Carlos le sobrevino una arcada pero la contuvo. Pensó en la vida de ricachón que le esperaba al lado de la hija del dueño de la cadena de hoteles más famosa del mundo. La imaginó como un baúl repleto de dólares. Necesitaba más tiempo antes de aparearse con la ballena. Descubrió un panel sobre la pared. —Mirá gorda ¿para qué serán estos botones? —y bajó una perilla. La música electrónica inundó la habitación y el elefante marino empezó a hacer tijeras con los pies elevados. Juan Carlos recordó a Titanes en el ring y la Momia Negra. Se sentó en la cama y una aleta de tiburón le rozó la nuca. “Luna de miel en Jamaica, sol, playa y ¡un tiburón se la podría comer!” pensó. —¿Te hago unos masajitos? Empiezo por aquí arriba y termino en tu gusanito. Dale sacate la ropita bebé… —y el colchón rechinó cuando Susana se arrodilló detrás. Dos tentáculos le arrebataron la ropa como Kin Kong pelaría una banana. Quedó transpirado ante el horror de tener que explorar la selva amazónica y la caverna de esa osa en celo. Cuando un par de manos tarántulas le pellizcaron el muslo gritó: —¡El ciático gorda! ¡Me quedé doblado! ¡Llamá al conserje, la ambulancia, los bomberos! —Pero Bichi, justo ahora que me siento una fierita. No te preocupes, mejor lo llamo a papi. Juan Carlos se dejó caer al piso y cerró los ojos. Arriba de la camilla se relajó. “Safé del Mundo Marino” pensó, “mañana arreglo todo con una caja de bombones y después inventaré alergias, un kilo de helado, fobias, dos

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docenas de pastelitos o amnesias espontáneas y tenedor libre”. Camino al hospital se durmió sereno y sin culpa. Por el momento, había cerrado la jaula.

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Magia araucana

El colu mahuida no tenía más de cinco km. de alto. Era mitad tierra rojiza, mitad roca, mitad pangue. Se ascendía por un sendero angosto, cruzado de a ratos por un thuyinco. Tenía tantas curvas que uno sospechaba que había caminado el doble de su altura. Sólo para una cosa era necesario subir: para consultar al calcu Achao. A Cirilo le dolían los pies, no llevaba calzado y algunas piedras poseían bordes filosos. El cahuin empezaba a calentarle la espalda. Debía apurarse, una vez que los rayos cayeran perpendiculares Achao quedaba en silencio hasta la mañana siguiente. Al fin divisó el hueco en la ladera, tapada la entrada con pieles de huemules. Se acercó, golpeó las manos y esperó. —¡Quime quipán! —le contestó una voz gangosa desde el interior. —¡Quime quipán! —respondió Cirilo y entró con los ojos semicerrados para acostumbrarse a la penumbra. Achao estaba en cuclillas, alimentando el fuego con ramitas secas. El humo se perdía hacia el fondo sombrío de la cueva. En las pupilas acuosas del viejo se reflejaba el movimiento ondulante de las llamas. A su alrededor, todo era caos. Latas viejas, alambres de púas, huesos de varios tamaños, algunos a medio despellejar, montículos de tierra vivientes, en donde se veían aparecer hormigas y lombrices. Cirilo se fijó bien donde ponía cada pie. No sabía si empezar a hablar. Quizás, debía pedir permiso o esperar que Achao hablara primero. Como nada sucedía, salvo el metálico crepitar de las ramas en la hoguera, Cirilo se embaló diciendo: —Carmelita quimei malen y yo estoy solo pero ella está comprometida con Nazario aunque no lo quiere me quiere a mí me lo confesó en pun chiqueco la luna pasada quiero que sea mi mujer ¿cómo puedo competir con Nazario quime lancó? Ayúdeme calcu necesito una magia que rompa ese compromiso ¡que Nazario abandone el poblado y no regrese! ¡que se ahogue en el riyunco o un ñancu le arranque los ojos! Se calló por falta de aire. Le ardía la garganta como si hubiera tragado el tizne de las paredes. El viejo se levantó de un salto y Cirilo, asustado, pateó las latas que rodaron esparciendo tierra y bichos. Achao, a viva voz, pronunciaba frases ininteligibles y escupía hacia los cuatro puntos cardinales. Sin pensarlo, Cirilo salió corriendo monte abajo, cortando camino entre los pangue de hojas espinosas. No paró hasta llegar a su cabaña y

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envolverse los pies ensangrentados con pañil. Pasaron cuatro soles con sus lunas y las heridas fueron cicatrizando. Cirilo, tambaleante, fue a buscar agua y comida. Ahí se enteró lo sucedido durante su convalecencia: asediada por Nazario, Carmelita había huido de la aldea a caballo, el animal regresó solo y manso dos días después. Como si se la hubiera tragado mapu misteriosamente, no pudieron encontrarla. En su desesperación, Nazario se había internado en el riyunco y su cuerpo apareció en la orilla, devorado por los lagartos. A Cirilo, a medida que escuchaba las noticias, le crecía por dentro una mezcla de discordia y decepción hacia el viejo calcu. Hecho un anca ñarqui, subió al colu mahuida lo más rápido que sus pies hinchados le permitieron. Enajenado, repetía: —¡Coyag, Achao, coyag! —como una maldición. Esta vez no golpeó las manos, entró sin anunciarse en la cueva, buscando al viejo en cuclillas alimentando el fuego. El rincón estaba vacío, las ramas eran cenizas frías en el piso. —¡Achao! ¡Achao! —gritó amenazante. Su voz fue devorada por la garganta insondable de la caverna. Se internó en la penumbra, cada paso más anochecida. Tanteando las paredes avanzó con la angustia taladrándole el pecho. Un avinagrado olor a azufre le impregnó la ropa, los cabellos. No se veía absolutamente nada pero el miedo no conseguía amedrentarlo. Era capaz de penetrar hasta el mismísimo infierno para conseguir una respuesta, si es que había alguna, o descargar su furia contra el cuerpo escuálido del viejo. El silencio se quebró por un leve batir de alas. “Murciélagos” pensó Cirilo. Sin embargo, esas alas producían un movimiento del aire maloliente en remolinos, que solo era posible con el vuelo de cientos de murciélagos. Pero no, todo estaba relativamente tranquilo a pesar de la oscuridad y el viento enrarecido. Se detuvo un momento para aclarar sus ideas, para recuperar fuerzas y arañó, impotente, la pared rocosa. Debió sentarse, los pies eran calabazas de cosecha tardía. Sobre su cabeza, algo fantasmagórico pasó produciendo ráfagas. Se desabrochó la camisa e intentó reconocer el lugar. A lo lejos, la entrada era un punto resplandeciente como la cabeza de un fósforo. Otra vez las ráfagas y el aleteo cercano huyendo hacia la izquierda. La próxima pasada levantaría los brazos, atraparía al calcu y le rompería los huesos. Se sentía un saihueque, con sangre joven y guerrera. Su oído le anunció que el bulto se acercaba. Levantó los brazos a la espera del choque. Dos poderosas garras lo tomaron de las muñecas y lo sacudieron como un felpudo contra los cuchillos de piedra. Un tajo le cuarteó los ojos y sus huesos tronaron. El ñancu llevó su

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presa hacia la entrada de la cueva y la dejó frente a la hoguera encendida. Achao acercó ramitas y, de una lata, esparció polvos sobre el fuego. Una hilera de hormigas emprendió el ascenso por la espalda molida del cadáver. —¡Quime quipán! —pronunció el anciano y regresó a sus meditaciones.

Acepciones extraídas del libro “Bariloche ¡cuando era ayer!” del ing. Julio A. Riesgo - Ed. Melipal - 1991 - pág 191/195 Colu mahuida: cerro colorado Pangue: planta sin tallo Thuyinco: arroyo de agua turbia Calcu: brujo Cahuin: sol naciente Quime quipán: bienvenido Quimei malen: niña linda Pun chiqueco: arroyo de la lechuza Quime lancó: cabeza inteligente Riyunco: arroyo del lagarto Ñancu: águila Pañil: planta medicinal Anca ñarqui: gato salvaje Coyag: parlamento para tratar asuntos de paz o guerra Saihueque: jabalí joven

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Índice Búsqueda filosófica …....................................……..........… 5 Hallazgo…………………............……………….....………9 El cabeceo……………......…………………..….........……11 La jubilación………….......……………..…...…………….12 Muerte, sirena y sombra………...……………….....……….14 La mancha………………......………….……....…………..16 Aprendizaje……………….......………………….......……17 Modorra……………………........…………...........……….18 Cerdos y cabras……….........……………..………......……19 Confesiones……………....….....………………….....……21 La despedida…………..........……………………......…….23 La señal…………….….............…………………......…….25 Donde menos se piensa salta la liebre….............…..........…..27 Último viaje………………..........……………….....………29 La respuesta……………….....………....…………....…….32 La bolsa del castigo…………..………………………......…34 La burbuja………………….....…………………......……..37 Desconsuelo………............…..........………………...........40 Rush facial…………..............……………………......……41 Tren a las nubes………..........…………………......………44 Noche de zoo…………..........…………………….....…….47 Magia araucana…….........….……………………….....…..50





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