Apologia para el estudio del oficio o la historia del historiador

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Marc Bloch

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locarme entre ellas— a quienes la debilidad de su inteligencia o de su educación impiden seguir, salvo de muy lejos y en cierta manera por reflejo, esta gran metamorfosis. Así pues, de aquí en adelante, estamos mucho mejor preparados para admitir que un conocimiento puede pretender el nombre de científico aunque no se revele capaz de hacer demostraciones euclidianas o leyes de repetición inmutables. Aceptamos con mucha mayor facilidad hacer de la certidumbre y del universalismo una cuestión de grados. Ya no sentimos la obligación de tratar de imponer a todos los objetos del saber un modelo intelectual uniforme, tomado prestado de las ciencias de la naturaleza física, porque incluso en ellas mismas ese modelo ya no se aplica por completo. Todavía no sabemos muy bien qué será un día de las ciencias del hombre. Sabemos muy bien que para ser —por supuesto, siempre obedeciendo a las reglas fundamentales de la razón— no tendrán necesidad de renunciar a su originalidad, ni de avergonzarse de ella.] Me gustaría que los historiadores de profesión, particularmente los jóvenes, se acostumbraran a reflexionar sobre estas vacilaciones, estos perpetuos "arrepentimientos" de nuestro oficio. Esa será para ellos la mejor manera de prepararse, gracias a una elección deliberada, para conducir razonablemente sus esfuerzos. Sobre todo me gustaría verlos acercarse, cada ocasión en mayor número, a esta historia ampliada y profundizada a la vez, cuyo diseño concebimos varios —cada día quienes lo hacemos somos más—. Si mi libro puede servirles para ello, sentiré que no ha sido [absolutamente] inútil. Confieso que hay en él una parte programática. Pero yo no escribo únicamente, ni sobre todo, para el uso interno del taller. Tampoco pienso que sea necesario ocultar a los simples curiosos las irresoluciones de nuestra ciencia. Ellas son nuestra excusa; más aún: la causa de la frescura de nuestros estudios. No sólo tenemos el derecho de reclamar en favor de la historia la indulgencia que todos los comienzos merecen. Lo inacabado, si tiende constantemente a superarse, ejerce sobre cualquier mente apasionada una seducción que bien vale del logro perfecto. Al buen labrador le gustan tanto las labores y la siembra como la cosecha, ha dicho más o menos Péguy. Conviene que estas palabras introductorias terminen con una confesión personal. Cada ciencia, tomada de manera aislada, no representa sino un fragmento del movimiento universal hacia el


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