VI
arde sin fuego la montaña alavesa. Se incendia despacio, pacientemente, a medida que amarillean las hojas de las hayas, los quejigos y los robles, ya en plena otoñada. La lluvia ha hecho crecer la hierba, devolviendo el verdor y la humedad al bosque, y ha aumentado el caudal del riachuelo que discurre entre las lomas, cerca del pueblo. Desde que salió de prisión, hace algo más de un año, Elena ha aprendido a valorar los pequeños momentos: un abrazo, un paseo, una conversación o el simple hecho de admirar el paisaje de la sierra. Los meses de verano han sido tensos, cargados de actividad política —elecciones, movilizaciones obreras, rumores de amnistía total—, y se alegra de haber podido desconectar de todo eso durante unos cuantos días para reencontrarse con la naturaleza y con su propio interior. Apura el cigarrillo y lo apaga en el poso de la taza de café. Después, se levanta y se aleja del mirador en dirección a la casa. En la cocina, los platos del día anterior y las tazas del desayuno están fregados y colocados en el escurridero, la mesa recogida, los quemadores del fogón limpios y relucientes. Consuelo termina de secarse las manos y extiende el paño sobre la encimera.
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