Eloisa esta debajo de un almendro

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EDGARDO.—¡Qué insensatez! ¡Qué tontería! Cuando eso ocurre, no se escribe en ninguna parte, y aun no escribiéndolo en ninguna parte, debe parecer que está escrito hasta en las paredes. CLOTILDE.—¡Chis! ¡Calla! Micaela... (En efecto, por el primero derecha ha entrado Micae la. Viene andando despacio y trae una sonrisita muy rara en el semblante. Se acerca a Edgardo y a Clotilde y les habla sin dejar de sonreír, en el tono más natural del mundo.) MICAELA.—Ya se la ha llevado... CLOTILDE.—¿Qué? MICAELA.—Que ya se la ha llevado. CLOTILDE.—¿A quién se han llevado? MICAELA.—A Mariana. CLOTILDE y EDGARDO.—¿Cómo? MICAELA.—Un hombre. El de siempre, que ha vuelto. (A Edgardo.) ¿No sabías tú que había vuelto? CLOTILDE.—Se refiere al sobrino de Ojeda. EDGARDO.—¿A Fernando? MICAELA.—Mariana estaba conmigo en el jardín, llegó ese hombre y se la llevó en el coche. CLOTILDE.—¡Virgen del Carmen! (Se va con Edgardo corriendo por el primero derecha.) MICAELA.—¡Sí, sí! Corred... Creeréis que vais a llegar a tiempo... (Se va detrás de ellos. Por el tercero izquierda, Ezequiel, va arreglado de indumentaria y llevando en brazos un gato.) EZEQUIEL.—¡Pchs! ¡Pchsss! ¡Pchsss! Pobrecita, pobrecita... ¡Qué linda es! Si tuviera dónde meterla para... (Mira a su alrededor y ve el equipaje que hay junto a la cama de Edgardo.) ¡Ah! Esto, esto... (Cogiendo una maleta pequeña y metiendo el gato en ella.) Aquí, muy bien. ¡Ajajá! (Cogiendo el abrigo y el sombrero y yéndose por la escalera del fondo.) Y ahora, ¡cualquiera sabe que me la llevo!... Ésta se va a llamar Rosalía. ¡Pchs, pchsss! Rosalía... Pobrecita, pobrecita. (Se va por la escalera. Por el primero derecha, Edgardo, trayendo medio acogotado a Leoncio y preso de gran excitación. Detrás de él, Clotilde, Práxedes, Fermín y, la última, Micaela. Por la escalera, Luisa.) EDGARDO.—¡Venga usted aquí! ¡Explíquese ahora mismo! CLOTILDE.—Edgardo, por Dios... LEONCIO.—Señor... Señor, que yo no sé nada... EDGARDO.—(Derribando a Leoncio en un sillón.) ¡Hable! ¡Hable, o le juro que...! (Todos se agrupan alrededor.) ¡A usted le habían mandado vigilar a la señorita!... LEONCIO.—Sí, señor... Pero Fermín me dijo que tenía orden de sustituirme en la vigilancia... EDGARDO.—(A Fermín.) ¿Eh? FERMÍN.—Perdone el señor. Me lo exigió el señor Ojeda. Y al rato vi que se acercaba a la señorita, y que la señorita se desmayaba. EDGARDO.—¿Que la señorita se desmayaba? FERMÍN.—Sí. Y él la cogió y me dijo que le ayudase a meterla en el coche, que iba a llevarla a la Casa de Socorro. PRÁXEDES.—Todo eso es mentira. ¿Que no? ¡Ah! Bueno, por eso... A la señorita la privó el mismo señorito Fernando. EDGARDO.—¿Fernando? PRÁXEDES.—Con unas adormideras que había en este frasquito, que tiró luego al suelo. (A Fermín.) Y tú le ayudaste en la faena. ¿Qué crees, que soy tonta? ¡Ah! Bueno, por eso... EDGARDO.—(Que ha cogido el frasquito y lo huele.) ¡Cloroformo! CLOTILDE.—¿Cloroformo? Entonces ése es el frasquito que Ezequiel le había dado a Fernando. El que él utilizó para llevar a la finca a la desgraciada Felisa y sabe Dios a cuántas más... ¡A ver! Avisad a don Ezequiel, que está en mi cuarto de baño. LUISA.—Señora... Don Ezequiel se ha ido. CLOTILDE.—¿Que se ha ido? LUISA.—Me lo he cruzado en el vestíbulo. Iba llamándole Rosalía a una maleta. CLOTILDE.—¿Qué dices? ¿Estáis locos todos? FERMÍN.—(Aparte.) ¡Ahora se entera ésta! (A Leoncio.) Usted comprenderá que yo no me quedo aquí ni diez minutos más...


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