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Arte
El canto de Rimbaud a Ofelia nos revela, eso que ahogó sus palabras: “Hace ya miles de años… en las aguas profundas que acunan las estrellas, Ofelia flota como un gran lirio… recostada en sus velos. […] ¡Oh, tristísima Ofelia… Te fundías… como nieve en el fuego, tus visiones, enormes, ahogaban tu palabra. –Y el terrible infinito espantó tu ojo azul”.
John Everett Millais, seducido por la obra de Shakespeare, crea una obra que recrea y exalta el acontecimiento, allí el sauce y ortigas indicarían dolor, llanto y tristeza; las margaritas, inocencia y fidelidad; el
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Ofelia, has viajado entre la literatura, la pintura y la poesía, presa de las aguas del tiempo aún vives perdida en ti misma, reencarnado la eternidad. ¡Oh, Ofelia!, solo en ti, morir es… tal vez soñar.
—Esta casa no es mía —sus sombras se despegaban del mármol y, a nuestras espaldas, mi madre lloraba con un moretón ensangrentado, muy cerca de la boca—, siempre fue suyo, de ustedes. No tengo por qué volver a repetírselos. Los estimo mucho, los quiero, los aprecio, pero aquí hay un algo que no puede ser, y que no termina. No quiero pedir disculpas, me voy. Espero verlos pronto.
¿A qué animal de ese dios corresponde nuestra agonía? Si la pregunta fue: ¿por qué decirnos adiós cuando llueve el puño de sus manos? ¿Si al abrir el hocico evité observarme en él? Las luces, sus palabras, el dedo índice hacia arriba, sus canas alborotadas por el viento, su poca ropa empapada. Esa sería la única señal antes de azotar la puerta de vidrio. Y cuando en sus cristales zumbaron la cerrazón y grietas, en sus rupturas, sobre la superficie, también crecieron pequeños relámpagos.
Nadie nos creería, ni el más ingenuo vecino en todo el Oriente al romperse lo nublado, al estrecharse los destellos rojos de la tarde y el vapor que surgía desde el piso.