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Hermann Bellinghausen

Mi hermano Guillermo, mismo apellidos, más que a otra cosa en la vida se ha dedicado a tomar, construir, procesar y recapturar fotografías de su varia invención. Afecto al bajo perfil, casi invisible, ha sido y es fotógrafo callejero y de estudio, que captura la arquitectura, la naturaleza urbana y los juegos de la luz, lo mismo que ha hecho carpetas promocionales para candidatos, intérpretes y modelos. Paisajista sinfónico y retratista de gabinete. Publica poco fuera de las redes; en Facebook e Instagram es muy activo (https://www.instagram.com/ bellinghausenzinser/?hl=es-la). Por la naturaleza de sus trabajos utilitarios (lo que él llama su trabajo profesional), supongo que sus placas no siempre llevan crédito o firma.

El menor de cinco hermanos, desde chico fue fantasioso y a la vez con una vivaz curiosidad si no científica, técnica. Le hacía al inventor. Mis amigos le decían el Curios, por “curiosito”. Tenía ocho años cuando mi padre le regaló su primera cámara, un cajoncito negro que dice conservar. Estudió ingeniería electrónica hace mucho en la UAM Azcapotzalco. A estas alturas debería considerarse artista. No sé si lo haga. Una vez lo invitaron a exponer en San Petersburgo, pero no amarró.

No teme lo digital, el computer art, ni la manipulación llegado el caso, pero su trabajo de estudio, en particular los dinámicos desnudos femeninos, tienen un toque superreal, casi pone una lupa sobre la piel, los ojos y las cabelleras. Logra retratos muy expresivos. Juega con el tiempo de exposición y con el tiempo propiamente dicho, atrapa los secretos de la luz y crea efectos espontáneos.

En una época se dedicó a la imaginería fantástica, creacionista, en los bordes de la ciencia ficción. Confieso que el suyo ha sido un tipo de fotografía al que no estoy acostumbrado. Rara vez “documental”, su obra aparece cargada de intenciones, incluso cuando brota del azar.

Trabajó varios años para una gran empresa tecnológica enseñando técnica fotográfica. En su faceta de paseante, de camarista flanêur, desde un siglo después y una modernidad desencantada explora con el ojo de Dziga Vertov, el del Perro andaluz, y también el de Guillermo Kahlo.

Resulta curioso que sin antecedentes intelectuales o artísticos en mi vasta familia directa, con seis decenas de primos hermanos por el lado Zinser, algunos muy brillantes y exitosos en lo que hacen, sólo mis dos hermanos varones salieron artistas. Y con reticencias para asumirlo. Por el lado paterno tampoco ubico antecedentes, salvo una tía monja que vivía en Suiza y pintaba vírgenes y santos.

Karl fue reconocido musicólogo, maestro, dirigió coros y el Conservatorio Nacional de Música, desenterró óperas y músicos importantes del siglo XIX mexicano. Como compositor fue tímido, secreto; prefería admirar sin fisuras a sus colegas compositores. Me pregunto si era humilde o inseguro, pero vivió la música a plenitud.

Guillermo, un auténtico artista con la cámara, pródigo en trucos de mago pero riguroso en sus ideas visuales y sus procedimientos creativos, mantiene bajo perfil, como ya dije, en una situación económica no diría que holgada. Más que paisajista urbano o fotógrafo de arquitectura, retrata la piedra, el cristal, el acero y el cielo como si fueran gente; sean las pirámides de Xochicalco o el tramposo a la vista Museo Soumaya no lejos de su vecindario en la colonia Irrigación; sean las fachas antiguas del Centro o las calles esponjosas de la ciudad. O los detalles microscópicos, las sombras, las ventanas indiscretas de los edificios.

En las antípodas del fotorreportero, personas y acontecimientos le son secundarios cuando va por la calle. Encuentra multitudes difusas contra edificios impávidos y el cielo de la noche y el día. El distanciamiento no le impide captar ingeniosamente tipos y oficios, personajes urbanos, instantes detenidos.

Avezado en las técnicas gráficas y fotográficas de última generación, logra collages y montajes provocadores, bromistas o chocantes, en una suerte de barroquismo crítico, como el nacimiento de su Venus boticelliana sobre un mar de basura.

Nunca he visto una exposición suya. Tal vez no la ha hecho. Debería. O un libro. Se comporta como si la cámara fuera su ostra y lo veo muy a gusto en las pantallas y las plataformas. Le da por presentar sus imágenes como “ejercicios”, juguetes visuales, travesuras, advirtiéndonos que esto no es la verdad.

Siempre me ha intrigado su relación con la realidad, a la cual cuestiona constantemente, pero en su obra asoma una lúcida lectura del mundo a través de las imágenes. Es consciente y bien informado de la profusión y la masificación ad nauseam de lo que dimos en llamar “fotografía”, y peor, “artística”. En la cresta de la abrumadora ola de celulares y de cámaras que casi funcionan solas convirtiendo en fotógrafo a cualquiera, a las puertas de la inminente inteligencia artificial, Guillermo opone una persistente ironía.

Es de los que explican muchas cosas, pero sus fotos hablan por sí mismas. Como el payaso enseña a su hijo en el poema de Eliseo Diego, sabe que hay que hacer bien el trabajo que consume las horas que son la vida l