Otro carnaval vendrá

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de la zona sur, barril sin fondo: a las diez y media empiezan a entrar los primeros y durante hora y media hay un desfile de parroquianos interminable (¿ya estamos todos aquí?); a las doce da inicio la música (“viva”, le dicen, en oposición a la música ¿“muerta”? de los discos o cintas grabadas. ¿Recordamos la vieja frase de “hacer una fiesta de negros”, en referencia a los discos hoy extintos de acetato?). ¡Que nadie se quede en su casa! De baladas suaves avanza la multitud durante tres o cuatro horas hacia la música bailable: desfile de éxitos, cada quien junto a su banquito, o arriba de éste, o arriba de la mesa. Nadie permanece inmóvil, no hay pistas de baile pero la música entra en las venas y estremece los cuerpos. El combustible es ligero, el humo es llevado o traído por las corrientes del clima artificial. El domingo, por supuesto, sólo es posible moverse un poco para derrumbarse en una butaca de cine. En cuanto a los Table Dance, su caso requiere tiempo. Para una campaña de ánimo turístico Mar de luces. Visita de cortesía a la capital de la república, o regreso al pasado. Gobernantes vienen, gobernantes van y la ciudad sigue creciendo a la deriva. Desde la carretera, medianoche del viernes, aparece el mar de luces y algunas sombras que son cerros a salvo todavía de la urbanización. La crónica, que parece cuento, puede ubicarse en cualquier fecha, este año o hace diez, o veinte. El personaje principal, Mr. Taxman, el cobrador de impuestos. Viene en una moto, se acerca por la derecha, se asoma y ve a quienes vamos de regreso a la carretera, el lunes a mediodía, en el viaducto, rumbo a la calzada Zaragoza. Subtítulo: ¿es más barato viajar en autobús? El señor cobrador de impuestos trae su caja en la motocicleta, una idea amable de la modernidad. Dice cosas incomprensibles, dice las cuotas que le corresponden a un viajante como yo, hace sumas y ofrece un descuento por pago rápido y espontáneo. Pero antes habla por un intercomunicador a personas que unos momentos después aparecen, malencarados, parecen inspectores del que se presentó como comandante del sector, oyen mi historia, abreviada, les digo que la vida en el puerto de Veracruz me impide entender sus puntos de vista. El cobrador está de buen humor, dice que es de Puebla, dice muchas cosas y tengo que preguntarle varias veces que sea más claro, porque no le entiendo. Estira la mano, saca un libro grueso y me enseña que es el reglamento de tránsito del D.F. Me hace una viñeta de mi futuro y hace tintinear la caja. La abre, mete los billetes que le doy y no me regresa cambio. Los inspectores han dado instrucciones que no sé descifrar y se han ido. Todo parece transcurrir como en un drama que uno ve por primera vez, pero me repito a mí mismo que ya he visto esta obra, clásica de la capital. Me ofrece una clave para poder salir de la ciudad. Al final no me da nada. Y salgo, como siempre, como cualquier vecino del D.F. Pienso que este señor cajero me está comprando votos: las cinco personas que vamos de regreso a Veracruz no votaremos por el Partido que se ha olvidado de imprimir los recibos que nos debería dar el señor cobrador de impuestos. Él se queda con el dinero y nosotros nos quedamos sin votos. No entiendo bien por qué este nuevo cobrador me recuerda a todos los cobradores con los que me he topado a lo largo de los años, desde que aprendí a manejar. Empiezo a dudar de la veracidad de los reportajes sobre el D.F. y la violencia, los asaltos. Mr. Taxman, el Cobrador, es amable, sabemos que es cumplido y trabajador. Le digo que olvidemos lo del recibo, quizás tenga prisa por seguir su ruta, su horario, su deber. Ignoramos si es un nuevo cobrador o si tiene muchos años en el servicio. La verdad, el episodio ya lo había vivido yo varias veces, cuando era otro el Partido que gobernaba la ciudad. La única diferencia es que este señor Cobrador trae su caja en la motocicleta para que los causantes -o sea,


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