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THE VI “LAS DALIAS” INTERNATIONAL SHORT STORY AWARD

At first, he didn’t quite understand about the pandemic, but the news about his daughter left him dumbfounded. Julita walked slowly toward him and touched his shoulder; he smelt of drugs and she discovered that the eyes of her father were grey. Looking at his photos, she had always thought they were green. Both women smiled, terrifies by what was impossible. The mother cried and the daughter took a few steps back to look at him.

Now, with some effort, the man is beginning to walk around. Still clumsy, he leans on the walls of the house as he touches, unstable and shaking, any flat surface: he is hungry for textures. He recognizes his collection of vinyl records at one end of the room. A small altar, perhaps, to memory. He stares again at the records and decides that they will do as a replacement for the lack of photos of him on the shelves, he decides they are a powerful image of himself. Everything else seems foreign: the furniture, the smell, the light, even his own flesh and bone, staring at him from a corner of the room. During Julita’s whole life, he had just been the man sleeping in the room next door. «He’s in a coma, nobody goes in there», she would tell her friends when she invited them over to play. Before the turned nine she had tried to wake him with a kiss more than once, secretly, and always dressed as a princess. After a few years, disenchantment reaped her childhood.

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The father walks over to the mother, as if his long tour should have to end there. What the hell has happened with his life, he asks. The portraits on the walls explain that his wife had remarried. A guy who looks like a good guy, easy going and easy to forget, stands by her in many of the pictures. She seems calm by his side. In one of the pictures, a girl with braided hair is standing between them. The photo must be at least ten years old. The three of them smile at the camera. To anyone’s eyes, they look like a family, there is something invisible joining them together, like glue, even if they are far apart.

Time creaks in the dense air of the room. It’s the soundless music that plays in his head. From behind the walls the neighbours’ reggaeton is thumping away. He doesn’t know her. The music is new to that building, he doesn’t approve (he is still, after all, a melomaniac).

The person that used to be his wife points to the portrait he had been looking at, his biological daughter lowers her eyes to the floor. Behind them, the sound of a lock turning comes from the main door. The man of the house suddenly comes in.

VI PREMIO INTERNACIONAL DE CUENTO “LAS DALIAS”

THE VI “LAS DALIAS” INTERNATIONAL SHORT STORY AWARD

Acordonadas Hasta El Cielo

José Ramón Lapuerta C I

Diego Vasquez Rivero

GANADOR

Con la sangre que corría por su dedo índice, dibujó sobre la nieve. Le dio bronca notar que los trazos salían irregulares debido al temblor incontrolable de su mano. Solapado por el incesante silbido del viento vagamente antártico, escuchó el rechinar de unas botas.

«Ya se acerca», pensó, y continuó hiriendo con surcos rubíes aquella blancura inmaculada, trazando líneas rectas y meandros que rápidamente se convertían en aquel entrañable personaje de sus fantasías: el señor Torcaza, el hombre con cara de paloma que había creado cuando apenas tenía ocho años. En realidad, lo importante no era el aspecto del dibujo o el detallismo, sino el hecho en sí de hacer lo que más amaba en el momento que más odiaba: dibujar en medio de una guerra.

Suspiró. El aliento se le filtró por la fina bufanda, se zambulló en la ventisca azotadora y escapó asustado de su pecho para no volver jamás. Ningún aliento vuelve. Ahora que estaba herido de un balazo en el hombro, boca abajo sobre hielo en polvo, lo comprendía. Su dedo se detuvo. El señor Torcaza estaba terminado. Sonrió.

—¿Cómo me quedó, ma? —dijo al aire. Le pareció escuchar a su madre diciendo: «Te quedó lindo, mijito».

—¡Voy a ser el próximo Quino! ¡El próximo Fontanarrosa!

—Vas a ser quien quieras ser, mi amor.

Sus ojos, escozor vítreo, volvieron a mirar por ese caleidoscopio nostálgico que forma una lágrima cuando se interpone entre la realidad y la retina. Se vio a sí mismo en su Colón natal, siendo un gurisito y entrando por aquel pasillo de la Casa de los Jazmines, hasta llegar al taller de arte. Vio el temor y la desconfianza en su cara infantil al toparse con un profesor alto y escuálido, cuyos rulos se revolvían en una batalla craneal.

Se vio titubear, soltar las hojas blancas y la cartuchera al suelo, dar media vuelta y retroceder corriendo a la seguridad ofrecida por el abrazo de su madre. Recordó vívidamente el miedo inesperado de aquella vez, el ácido de la vergüenza royéndole las tripas. Por ahí es muy chiquito todavía, ¿no cree usted, Román? Por ahí sí, Cristina. Tráigalo en julio y vemos si se anima. Voy a traerlo, sí... Muchas gracias y mil disculpas. No hay de qué, son cosas que pasan, ¿vio?

Recién ahora, a los dieciocho, entendía su temor a quedarse solo con extraños. Y eso era, paradójicamente, lo que estaba a punto de suceder en los últimos instantes de su estancia terrenal.

—Can you see him?

—Yes, Sir! He’s right here!

VI PREMIO INTERNACIONAL DE CUENTO “LAS DALIAS”

THE VI “LAS DALIAS” INTERNATIONAL SHORT STORY AWARD

Las voces y el tintineo del metal lo sacaron de su ensimismamiento. Era el campaneo de la muerte, el chocar de una ristra de balas contra las armas que las dispararían. Un tiro y chau, flaco. Un tiro y a la lona. ¿Qué preferís? ¿La hipotermia o la ejecución? Ninguna de las dos si es posible. Tenés que elegir. No puedo, tengo mucho miedo.

Imaginar ese diálogo le provocó náuseas. Siempre había sido un cagón, un flojito, un mamengo. ¿Cuántas veces había escuchado a su viejo decir «nuestro hijo es un maricón»? «Esto le va a venir bien para hacerse hombre, carajo». «En la colimba va a aprender a defenderse, Cristina». Cristina... su madre. Después de todo, ¿qué era ser un hombre? ¿Qué era ser un soldado? Sabía bien que ni siquiera algo tan atroz y alienante como el Servicio Militar Obligatorio lo iba a inocular frente a esas dos enfermedades congénitas: la soledad y el miedo.

El viento en la isla arreciaba como no lo había hecho en días, picándole los párpados con su sábana de agujas blancas. No podía sentir las piernas, entumecidas bajo el peso inamovible de la nieve. Su estómago gruñía de hambre y no pudo evitar pensar en los alimentos que tanto les habían prometido traer del Granero del mundo. También tenía sed, se relamía los labios partidos de tanto pasparse y, para completarla, su nariz no paraba de moquear. La isla que había venido a defender lo estaba atacando, como un lobo salvaje al que no había sabido domesticar.

De repente, vio las botas. De un cuero blanco embetunado, acordonadas hasta el cielo y con la botamanga del pantalón metida en ellas. Esos pies debían estar calientes y cómodos entre medias acolchonadas de algodón, no como los de él. Tuvo envidia del enemigo.

Seguía temblando, más de nervios que de frío. Sintió el aroma triste del betún, la humedad de la tierra que manaba por debajo de las suelas que se habían hundido alrededor de su cuerpo tirado. Notó que los olores penetraban sus orificios nasales con una intensidad escandalosa: la pólvora del fusil que había caído junto a su cara, la orina rancia que le había entibiado la entrepierna, la sangre dulzona que anticipaba su destino.

Se acomodó sobre el brazo que no estaba herido, mojó el dedo otra vez y dibujó un globo de diálogo enorme al que rellenó con un “FUCK YOU”. Esa resultaba ser la única frase en inglés que le habían enseñado sus compañeros tras su llegada a las Malvinas. Listo. Era tiempo ya. Ahora sí podría irse tranquilo, lejos de aquel inhóspito ambiente en el que pareciera que una ventana gigantesca había zafado de su marco hasta caer y hacerse mil pedazos contra la tierra.

—Qué desastre —murmuró—. Nadie va a venir a levantar esto con una pala. Ni a la nieve sucia, ni a los muertos.

Sacó un Marlboro a medio terminar del bolsillo de su casaca y, enterrándolo un poco, lo ubicó justo en la boca del señor Torcaza.

—Uno de estos nunca viene mal.

Una sombra comenzó a crecer frente a él: era la nieve negra que ya habían visto sus camaradas, los que yacían esparcidos a la intemperie como tiesas bolsas de basura.

Escuchó el click del Fal.

«Qué desastre —repitió con el último esfuerzo— nadie va a venir a juntar esto con una pala», segundos antes de que el soldado británico, fantasma camuflado, hiciera fuego.