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De compras en un mercado de la Nueva España
from jalisco240423
Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com
¿Comemos los mexicanos del siglo XXI lo mismo que se comía en estas tierras hace 300 o 40 años? No, ciertamente. Cambian los hábitos, las costumbres, las condiciones de vida en las ciudades. Era natural que todos esos factores influyeran en la forma de alimentarnos. ¿Cómo era ir al mercado n los días virreinales?
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Era cosa de ver el mercado que, en el siglo XVIII, hará cosa de 250 años, funcionaba en la ciudad de México. Por diversas rutas entraban carnes, granos, frutas y verduras. No era para menos. Hacia 1790, en la capital del reino de la Nueva España vivían algo así como cien mil personas, aficionadas muchas de ellas a comer y beber lo mejor que pudieran, en función de sus recursos. Y no había que ser rico para degustar alimentos buenos, a veces un poco insólitos y que, al paso de los siglos, se han ido difuminando de los hábitos alimenticios de quienes habitamos aquí.
Pero hubo otros tiempos en que la convivencia con el lago, la memoria de las costumbres indígenas y la lenta configuración de una identidad que ya no era completamente mesoamericana, pero que tampoco era absolutamente española, daban características peculiares a lo que en la transformada ciudad de México se comía y se bebía.
Desde mediados del siglo XVIII, propios y extraños tenían muy bien ubicados cuáles eran los productos que más se demandaban en esta ciudad: el pulque, el maíz en grano, la harina de trigo, eran de los principales. En materia de carnes, era el carnero uno de los campeones del mercado, y le seguían gallinas, pollos, guajolotes. Se comía también mucho cerdo, terneras, huevo y manteca de cerdo. El queso y el azúcar también entraban en esa lista de los productos preferidos de los habitantes de la ciudad de México, que tenían la costumbre de preparar platillos que hoy le parecerían, al habitante de la ciudad del siglo XXI, cosas desconcertantes, cuando no horrorosas, como el manjar blanco, guisado de pollo que se aderezaba con azúcar, clavo y canela. De hecho, la afición de los capi- talinos a lo dulce está bien documentado desde hace mucho. En el último tercio del siglo XVIII, la ciudad de México se zampaba cada año, nada menos que 2.5 millones de kilogramos, entre guisados, postres y bebidas. Inseparable compañero del azúcar era el grano de cacao, para preparar el chocolate que los novohispanos bebían a mañana, tarde y noche y que era la bebida dulce más demandada en toda la Nueva España. Solamente de granos de cacao se consumían cada año 400 mil kilogramos en la capital del reino.
Pero la bebida “reina”, la más demandada, la más consumida, era el pulque. Se trataba de una clientela muy específica la que bebía el pulque por carretadas: indios, mestizos y los integrantes de las numerosas castas. No solía dársele pulque a los niños, y la población española jamás logró aficionarse a la bebida. Basta un dato para darse idea: en 1791, la ciudad de México bebió nada menos que 23 millones de litros de pulque. Una bebida muy consumida, que fue ilegal hasta 1796, fue el chinguirito, que no era otra cosa que el aguardiente de caña, y que era todavía más barato que el pulque. Los más pobres de la ciudad, léperos y mecapaleros, no se desayunaban el opulento y espumoso chocolate, sino un fuerte “farolazo” de chinguirito. Se bebía con abundancia, y se comía en proporción igual. Estaban las carnes y las aves, y una de las costumbres alimenticias que se ha ido perdiendo es el consumo de las llamadas piezas de caza. Hay que recordar que, durante siglos, la ciudad de México estuvo rodeada de lagunas, y que el gran lago que había albergado a la gran Tenochtitlan también había sido proveedor de muchos alimentos que se cazaban o recolectaban. A fines del siglo XVIII llegaban a los mercados perdices y pichones capturados por los indígenas. Había un personaje de las mesas mexicanas que merece mención aparte: el pato. Ahora, que consumir pato en la capital mexicana es asunto costoso y un tanto laborioso, porque no en todos lugares se consigue, puede ser un reto a la imaginación histórica evocar una ciudad que gustaba, y mucho, de comer pato.
La memoria oral de la cocina tradicional mexicana asegura que al pato no hay que cazarlo, sino “recolectarlo”, porque el estrés de la persecución afecta el sabor del ave. Los indígenas solían atraparlo metiéndose en el agua del lago con una enorme calabaza encajada en la cabeza. Ingenuo, el pato se acercaba a la calabaza para picotearla y comerse las sabrosas pepitas. Entonces, ¡zas! Casi sin darse cuenta, iba a dar a manos de su captor, y de ahí, directo a una mesa en la ciudad. El barón de Humboldt, que puso atención a las maneras de comer de los novohispanos, en los albores del siglo XIX, calculaba que cada año se comían en la capital unos 250 mil patos. La marquesa Fanny Calderón de la
Barca, que vivió en la capital del México recién independizado, dejó, en su colección de pregones de vendedores ambulantes, el de las pateras, que se dedicaban solamente a vender pato guisado: “¡Pato, mi alma! ¡Pato enchilado con sus tortillas!”
Se guisaba, mayoritariamente, con manteca de cerdo, y en menor proporción, con aceite de oliva. ¡se consumían unos 4 millones de kilos de manteca cada año! Pero no debe creerse que la ciudad había olvidado por completo su pasado lacustre. También se comía mucho pescado, fresco o seco, que se obtenía de los diversos lagos que rodeaban a la ciudad: Chalco, Texcoco, Zumpango, Xochimilco y Xaltocan, y hay datos de bueno y abundante pescado traído del Golfo, concretamente del pueblo de Tamiahua.
SEGÚN GANAS, SEGÚN COMES
En una sociedad donde la estratificación social era tan evidente en cuestiones de color de piel y de origen, ¿había diferencias en los hábitos alimenticios? Desde luego que los había. Los novohispanos pudientes comían carnero y la res se quedaba para los menos afortunados. La res se consumía en abundancia, y el sector criollo de la población nos heredó la costumbre del puchero, o cocido. En el siglo XVIII se preparaba lo que se llamaba “olla buena”, con res, trozos de jamón, piezas de ave, garbanzos y verduras, y era una variación de la monumental e impresionante “olla podrida” de origen español. Ese puchero de res era un alimento frecuente en las cocinas conventuales y de los colegios de la ciudad.
El carnero, en las mesas ricas, funcionaba como plato principal, y entre los bocados secundarios bien podía haber res o ternera. El carnero, además, tenía fama de ser alimento sano y reconstituyente: a los convalecientes, en los hospitales, se les prescribía carnero con su caldo, para que recuperaran las fuerzas. El cerdo era gustado por todos los novohispanos, fuera en buenos trozos o en las mil chácharas que, con las diversas partes del animal, ya se preparaban desde entonces: patitas en escabeche, queso de puerco, rellenas, morcillas o chorizos.
Los mercados de la Nueva España eran peculiares mosaicos donde se conjugaban las identidades española e indígena. El resultado fue una cultura culinaria vasta, llena de rasgos contundentes articulados con curiosidades o rarezas de origen indígena, que con el tiempo se amalgamaron en lo que es nuestra gastronomía actual.
No importaba en ese sentido la clase social: todos en la Nueva España comían carne. Lo mismo ocurría con el pan, del que había muchas variedades, desde las piezas hechas con harina flor hasta los elaborados con harinas de tercera o de quinta.
NADA SE DESPERDICIA Y TODO LLEVA GRASA
Los recetarios novohispanos reflejan la idea de aprovechar cuanto hubiera en la alacena: es frecuente que el pan duro se reutilice en sopas y guisados. Todo se aprovecha: hay recetas de tortas de papa que se aderezan con los tuétanos que sobran del cocido; hay sopas a las que, para “mejorar el sabor”, se les agrega un buen puñado de tocino picado. A ciertos guisados se les adereza con las muchas frutas que tiene el reino, y la receta básica del ante, una especie de panqué esponjoso, se le agrega la fruta, y hay antes de mamey, de piña, de manzana, de membrillo, de tejocote.
Comen los novohispanos como bárbaros, es cierto, comparados con las mil recomendaciones que hoy nos llevan a la dieta mediterránea, a la moderación y a escapar de la manteca de cerdo como quien huye del diablo. Pero basta asomarse a un recetario de otros siglos para darse cuenta de que en la Nueva España hubo productos y guisos imaginados por los mismísimos Gargantúa y Pantagruel