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Oda a la glotonería: las golosinas de la Nueva España

Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com

rasgos distintivos de la vida cotidiana en lo que sería el reino de la Nueva España.

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Ya se sabe que la cocina mexicana tiene raíces variadas y complejas. En ese universo enorme, cargado de sabores y registros asombrosos, los dulces, los postres, las golosinas, alcanzaron niveles de presunción barroca sorprendentes, que siempre hallaron en las mesas virreinales espacio suficiente para lucir, y comensales con la gula suficiente para mantenerlos en el gusto colectivo a través de los siglos.

Panes, pasteles, buñuelos y frituras, jaleas, compotas y postrecillos: el universo de los manjares dulces fue amplio y deslumbrante en la vida de la Nueva España, y se dejó en herencia a los mexicanos. Todavía hoy, en el siglo XXI, en algunas tiendas especializadas se consiguen los dulces llamados tradicionales, o recetas de cierta complejidad, como los “huevos reales”, que son producto de la laboriosa construcción de nuestra identidad culinaria. Y, aunque hay recetas que harían levantar las cejas a nuestros modernos nutriólogos, todas las recetas que la tradición y el sentido del patrimonio han logrado salvar, nos habla de un reino de golosos incurables y empedernidos, decididos a engullir todos los manjares que les pusieran delante.

Ya se sabe que la gastronomía española del siglo XVI ya tenía grandes recetarios y buen diente: no era ningún secreto que el señor de las nuevas tierras ganadas para España, Carlos V, era glotón hasta el exceso, y disfrutaba, mucho y bien, los nuevos sabores que poco a poco fueron llegando desde los lejanos reinos conquistados.

En ese nuevo mundo de sabores, lo dulce empezó, muy pronto, a ganar terreno en las mesas y cocinas. Bernal Díaz del Castillo cuenta que en aquellos primeros encuentros, Moctezuma obsequió a Hernán Cortés con una bebida peculiar, a la que llamaban xocolatl: tenía el grano de cacao molido, se engordaba con maíz y se perfumaba con vainilla y miel. Al español, aquello le fascinó al instante. Se enteró de que aquella delicada mezcla era privilegio de los señores; el pueblo también bebía xocolatl, pero lo aderezaba con flores o con chile. Acaso, con ese primer tragos de líquido amargo y al mismo tiempo dulce, confortante y al mismo tiempo refrescante, Cortés no imaginó que su consumo se volvería uno de los

Pero era tan solo el principio. Los pueblos prehispánicos conocían endulzantes, como las mieles de abeja, de maíz o de maguey. Pero Cortés introdujo el cultivo de la caña de azúcar, y ya nada volvió a ser igual: el gusto por lo dulce creció y se ramificó, como el árbol que crece en buena tierra, dando interesantes resultados: algunos platos fuertes, como el guiso de pollo llamado “manjar blanco”, eran bocados dulces, y las frutas de estas tierras, que solían se consideradas las golosinas de los pueblos naturales, se transformaron en ates, cristalizaciones y compotas que sabían a maravilla, pero que también tenían sabor a nuevo, a una novedosa identidad culinaria.

Aquel grano sorprendente, el cacao, dio para mucha historia: se empezó a experimentar con él, agregándole mieles, rosas, granos de anís, vainilla, nueces o cacahuates molidos, hasta que se dio con la mezcla que haría furor en la Nueva España: poner al chocolate canela y azúcar fue tan exitoso, que se volvió la receta básica y esencial en todas las cocinas de los que ya se llamaban orgullosamente novohispanos.

Y todavía faltaba mucho por cocinar, porque la cultura culinaria española había cruzado el mar con una buena carga de recetarios en los que estaban incluidos muchas de las preparaciones que habían dado fama a los conventos del otro lado del mar. Todo ese saber estaba destinado a establecerse en la América española, y robustecerse y diversificarse con todo lo que acá ya era tenido por bueno, sabroso y tentador.

LAS COCINAS CONVENTUALES

La dulcería de la Nueva España no puede pensarse sin los trajines y las ocurrencias que caracterizaban las cocinas de los conventos que se establecieron aquí. Cada uno de esos conventos, grandes y pequeños, más o menos poderosos, desarrollaron sus especialidad y generaron sus propios recetarios, donde los sabores y los ingredientes de la tierra se amalgamaron con los procedimientos españoles y con los ingredientes que llegaban de oriente y occidente, porque la gastronomía novohispana fue una de las grandes beneficiarias de las rutas comerciales marítimas, que lo mismo proporcionaban licores y vinos de España que especias acarreadas desde las lejanas islas Filipinas, donde se concentraban las mercaderías de aquellas latitudes para cruzar los mares y llegar a las mesas de la Nueva España.

Hay quien asegura que esa lenta forja es la suma de saberes femeninos: por un lado, las habilidades de monjas españolas, armadas de recetarios¸ por otro, los saberes orales de las mujeres indígenas, conocedoras de los productos de la tierra, y la intervención de las esclavas africanas, generaron una peculiar maquinaria de sabores que no se daría en otras partes del orbe. En la Nueva España, las monjas andaluzas traían su granito de saberes peculiares, y los mazapanes, los turrones de almendra, de yema, de miel y de huevo eran también señal de que la cultura árabe también llegaba a este reino.

Cada convento desarrolló sus especialidades, dulces y saladas, donde ya se reflejaban las mezclas culturales. Es fama que en el recetario que se conserva, del muy poderoso convento de Regina, se tiene la receta de un buen salpicón de pato: el salpicón, preparado frío de carne cocida de res o carnero, aderezada con vinagre y algunas verduras, es uno de los platos populares en la España de los siglos XVI y XVII. Es mencionado hasta en el Quijote. Pero el de las monjas de Regina ya es un salpicón novohispano, preparado con carne de pato, ave muy gustada y muy consumida en la ciudad de México en los siglos virreinales, y cocinada en vino. Era la misma preparación, con el toque de la Nueva España.

En los conventos novohispanos se comía bien, salvo que la regla de las diversas órdenes limitara los hábitos de alimentación.

En Santa Teresa, las religiosas hacían voto de no beber chocolate, pero las de Regina sí lo hacían, en tales cantidades, que les llegaron a apodar “monjas chocolateras”. Una de las primeras golosinas que salen de las cocinas conventuales son las conservas de las frutas americanas: en almíbar se hacían tejocotes, capulines, guayabas, xoconoxtles. El surtido se amplía cuando se empiezan a cultivar peras, manzanas, duraznos. El uso de las frutas, propias y “nacionalizadas” se traslada a los antes, pasteles preparados a partir de salsas y mermeladas de frutas que rellenan enormes rebanadas de mamones —panqués esponjosos—.

La tecnología culinaria también influye en el quehacer de las cocinas de los conventos: las mujeres indígenas muestran las ventajas de los metates y de los molcajetes; sin esas piezas las monjas europeas no habrían entendido los procedimientos que dieron lugar a la untuosa textura de los moles.

Los muchos platillos conventuales eran también fuente de ingresos. Las huertas de los conventos no eran suficientes para alimentar adecuadamente a las comunida- des. De manera que muchas de las preparaciones, que iban desde platillos principales hasta tablillas de chocolate con receta especial, se vendían a los particulares que deseaban regalarse el paladar.

Las recetas de postres y golosinas llegados de España adquirieron nuevos registros al adaptarse a los productos de la Nueva España. Los antes, especie de panes esponjosos, se beneficiaron de las frutas que se conseguían en los mercados novohispanos, y la adición del chocolate al repertorio, enriqueció los recetarios.

SÍ, SÍ, PERO, ¿Y LOS DULCES?

Los conventos tenían sus especialidades que acababan extendiéndose por todas las cocinas novohispanas: Las monjas de La Concepción hacían empanadas dulces; las de San Bernardo, dulces y conservas. Las monjas de La Encarnación hacían sabrosas chichas, refrescos de fruta fermentada. En San Jerónimo se hacían famosos calabazates y en San Lorenzo dulces y caramelos. En el convento de Balvanera eran las golosinas estrellas sus mermeladas, y en San José de Gracia se hacían buñuelos maravillosos. Si un glotón hubiera querido darse un atracón de puros dulces, no tenía más que hacer que tocar a las puertas de todos los conventos para comprar golosinas.

Se sabe que las tablillas del mejor chocolate eran preparadas por las monjas capuchinas de Nuestra Señora de Guadalupe. Las monjas poblanas eran famosas por sus tortitas de Santa Clara y por sus turrones amarillos. De allá son las famosas frutas de mazapán de almendra que todavía hoy se venden.

Tanto saber culinario no podía quedarse encerrado en los conventos. Naturalmente, se volvió patrimonio de todas las cocinas de la Nueva España. Los recetarios antiguos que conservamos siempre tienen su sección de postres, y no faltan los muy sencillos, como las “yemas”, mezcla de yema de huevo, montones de azúcar, canela y clavo y a veces un poco de pan desmoronado, que hacían las delicias de una tarde cualquiera en una casa cualquiera de Puebla, de Guanajuato o de la ciudad de México. Pero el dulce siempre es objeto de contento, una pequeña fiesta que cabe en el bolsillo. Esos mismos recetarios antiguos recomiendan envolver los dulces “en sus papeles de colores”, pequeños trozos de papel de China. Y cómo no iba a serlo, si engullir una de estas pequeñas maravillas siempre era, sigue siendo, una ocasión de alegría 

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