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De cómo los sueños de progreso caben en un zoológico

Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com

era lo más adecuado para albergar lo que hoy llamaríamos fauna silvestre. De animales “exóticos”, ni hablar. La verdad es que el Museo Nacional nunca logró integrar a cabalidad la zona del zoológico.

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Como muchas cosas en nuestra historia, la ambición de formar un zoo sorteó muchas dificultades antes de volverse realidad. Fueron y vinieron presidentes y guerras civiles. Pero la fascinación por los animales, y la ambición de prestigio internacional perduraron

Desde muy temprano, en el inicio de su vida independiente, México empezó a soñar con tener un zoológico de verdad. Mirando el contexto en el que el joven país comenzaba su vida, era muy comprensible: existía el anhelo de formar parte de eso que se conocía como “el concierto de las naciones”. Esa integración pasaba por poseer una interesante colección de animales que se exhibieran para conocimiento y regocijo de los habitantes de la capital, donde, necesariamente, se ubicaría aquel lugar sorprendente.

Como tantas cosas en este país, el sueño tardó bastante en convertirse en realidad. Pero México quería un zoológico. En esa primera mitad del siglo XIX, diversas ciudades, las más espléndidas de Europa, se harían con su jardín y colección de animales: sitios pensados, de manera más o menos específica para albergarlos y facilitar su contemplación, sin que veleidades como las de Josefina Bonaparte con los emúes hiciera que aves o mamíferos fueran arrinconados en museos por no tener idea de cómo tratarlos y cómo facilitar su contemplación.

En 1822, el documento conocido como “Resumen de la Estadística del Imperio Mexicano”, planteaba la necesidad de establecer un conjunto de instituciones que darían brillo al nuevo país. Casi nada quería su autor, don Tadeo Ortiz de Ayala: una academia de ciencias, un jardín botánico, un museo y un zoológico. Solamente se haría realidad el Museo Nacional.

¿Qué animales teníamos en aquel recinto? La tónica era formar una “colección” de lo que había más a mano, es decir, las especies mexicanas. Y se sabe que llegaron algunos ejemplares. Pero, como había ocurrido en Francia, fue más o menos claro, muy pronto, que un museo no

La penuria económica que tantas veces se ha invocado para explicar por qué se frenaron muchos proyectos en la primera mitad del siglo XIX fue también la causa de que el zoológico siguiera en calidad de proyecto por décadas enteras. Como muchas otras instituciones, cada tanto salían a relucir los planes de acopiar animales, tal vez, de hacer traer “fieras salvajes”. Pero el asunto no acababa de tener los dos elementos esenciales: dinero y voluntad constante.

Ni siquiera en tiempos de Maximiliano pudo aterrizar el plan. Es sabido que las cosas en el Segundo Imperio no estaban como para proyectos de largo plazo, y, además, los planes de exploración científica que alentaba el emperador, y de los cuales pudo haber brotado la semilla de un zoológico, se entramparon porque Max traía pleito con una comisión científica y botánica que Napoleón III promovió en Francia para que viajara a México, ganándole la iniciativa al archiduque austriaco.

De modo que, si algún “animal exótico” llegó a estas tierras en los primeros dos tercios del siglo XIX, fue asunto individual y poco rastro ha quedado de ello. Ni siquiera el muy famoso circo de Giuseppe Chiarini, que triunfaba en la ciudad de México en tiempos de Maximiliano y Carlota, fue significativo para el conocimiento de animales exóticos o salvajes, por la sencilla razón de que en el Circo Chiarini los grandes números que involucraban animales eran actos ecuestres, los del propio señor Chiarini y los de la encantadora familia Bell, de la cual saldría el famoso payaso Ricardo. Cuando Chiarini se decidió a presentar animales salvajes en su circo —y llegó a hacerlo, mostrando 2 cebras, 1 bisonte, un guanaco y tres tigres con sus crías— nuestro país ya había salido de su ruta de presentaciones internacionales.

Un pequeño zoológico, de pretensiones escolares, funcionó, se sabe, en la Escuela Nacional Preparatoria. No era gran cosa, pero el naturalista Alfonso Herrera, que dirigió la ENP entre 1878 y 1884, estaba convencido de que esa pequeña colección enriquecería el plan de estudios soñado por Gabino Barreda, y que, al paso de los años, con uno que otro jaloneo, se había enriquecido con algunas asignaturas agregadas al modelo original.

Cuando empezó ese largo periodo que hoy llamamos porfiriato, fue cuando, por fin, el zoológico de la ciudad de México se convirtió en realidad.

ANIMALES Y PROGRESO

Fue, nuevamente, la mirada de futuro lo que propició la creación de un zoológico, hacia mediados de 1890, en el Bosque de Chapultepec. No fue sencillo. Otra vez, la colección empezó con fauna y aves locales. Pero una cosa era arrancar el proyecto y otra completarlo y garantizar su funcionamiento. Los primeros tiempos el asunto podría definirse con el mexicanísimo concepto de “relajo”: los espacios estaban a medio terminar y eran pequeños, no siempre estaban limpios, y, de repente, cuando llegaban nuevos ejemplares, como ocurrió en 1891, con un gran envío del gobernador de Yucatán, nadie sabía qué hacer con ellos, dónde acomodarlos y cómo atenderlos.

Como era de esperarse, la prensa se dio cuenta y empezó a presionar: qué ocurría, quién cuidaba a los animales, y si no había quién, para qué se había animado don Porfirio a asignar terrenos y dos gramos de presupuesto para el zoológico. Cuando, por descuido y mala atención, murió un águila, las críticas arreciaron. Entonces, el presidente Díaz le pasó el encargo a su ministro todoterreno: José Yves Limantour.

El poderoso ministro de Hacienda, haya sido por cumplir o porque de verdad le interesaba el asunto del zoológico, le hizo marcaje personal a quienes operaban el proyecto. Llegó a supervisar el traslado de animales y la terminación de las obras para albergarlos. Las cosas mejoraron, pero se mantuvo la tónica de poseer fauna y aves mexicanas, hasta que en 1896 el Circo Orrin, cuyos dueños se llevaban bien con don Porfirio y estaban llamados a participar en la urbanización de los terrenos que luego se volvieron la Colonia Roma, donaron al zoológico ¡Dos, dos leones africanos!, que debieron haber emocionado a toda la ciudad.

Los inventarios demuestran que, durante años, el zoológico de la ciudad de México se sustentó en las especies nacionales. El recuento de 1904 consigna que en ese año, había 400 animales en el lugar: 86 conejos silvestres, 341 palomas, un tapir, dos zorras, dos gatos monteses, tres águilas reales, una guacamaya, cinco coyotes, dos gallinas, 16 antílopes y sólo un león africano, seguramente sobreviviente del regalo de los Orrin. Dos años después, se sumaron al zoo dos avestruces africanas.

El zoológico no acabó de cuajar: haya sido porque no funcionaba del todo bien, o porque el cosmopolita Francisco I. Madero, educado en Europa y Estados Unidos lo vio muy pequeño y sin futuro, lo clausuró en 1912, de las escasas cosas que concretó en sus quince meses de gobierno. La verdad es que, al llegar a la presidencia, Madero se halló un zoo muy disminuido: en los últimos años porfirianos, Limantour, acaso un poco desencantado, regaló a la Escuela de Agricultura las colecciones de aves, los conejos, los venados y las dos avestruces, argumentado que allá serían de mayor provecho. De modo que, buscando soluciones, le entregaron los restos de la colección de animales al Museo de Historia Natural, y ahí se acabó el asunto. Pasaron nueve años antes de que hubiera condiciones para volver a pensar en un zoológico.

MODERNIDAD Y ZOOLÓGICOS

Pasados los peores años de la lucha de facciones, Álvaro Obregón llegó a la presidencia de la República. Su primer año de gobierno, 1921, se caracterizó por la velocidad, por las nuevas ideas, por el inicio de la transformación de la capital, de la ciudad decimonónica-porfiriana, a la ciudad revolucionaria. Si el primer gran recinto público que se construyó en aquella gestión fue el de la Secretaría de Educación Pública, los vientos de modernización se extendieron con constancia. Era, otra vez, el progreso.

Obregón autorizó en diciembre de 1921 la creación de un nuevo zoológico. Era el nuevo aire del nacionalismo, la realización de obras “para el pueblo”, marcando la diferencia con el pasado porfiriano: nada menos que 141 mil 114 metros del Bosque de Chapultepec estaban dispuestos para desarrollarlo.

Esta vez, las cosas se hicieron mejor, con orden y la intervención de gente que sabia del asunto, como Alfonso Luis Herrera, hijo de aquel director de la Nacional Preparatoria que promovió el pequeño zoo escolar.

El asunto se retrasó, pero esta vez hubo persistencia: el 6 de julio de 1923 se colocó la primera piedra del Zoológico, que se inauguró hasta el 27 de octubre de 1924, con 243 animales, y fue uno de los últimos grandes actos del gobierno obregonista. Fue Herrera quien trabajó mucho para fortalecer al zoo, solicitando donaciones -que llegaban en dinero y en animales. Así, llegaron bisontes, chimpancés, leones. Estaba orgulloso Herrera del recinto que había logrado construir para los leones marinos, y la enorme jaula donde alojó a cuatro águilas reales y a una arpía.

Si bien el Zoológico de Chapultepec ha tenido tiempos mejores y peores; momentos donde ha alcanzado fama internacional, como en los días de la “pandamanía”, cuando se hacían filas inmensas para ver a los “pandas mexicanos”, Se trata de un sueño donde la palabra “progreso” ha sido fundamental. Cuando se construyó en los terrenos del zoo la estación del Trenecito de Chapultepec, ahí estaba Federico Sánchez Fogarty para recordarle a los niños usuarios, en la placa empotrada que todavía permanece, que el recinto estaba hecho de “una sola pieza, moldeada en concreto”, como muchas partes del zoológico. Era eso, la modernidad, la esperanza de un nuevo país, que también se expresaba en un enorme jardín, poblado de animales 

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