DRÁCULA

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Gentileza de El Trauko

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Correré el riesgo. Lo peor que me puede suceder es la muerte; pero la muerte de un hombre no es la muerte de un ternero, y el tenebroso "más allá" todavía puede ofrecerme oportunidades. ¡Que Dios me ayude en mi empresa! Adiós, Mina, si fracaso; adiós, mi fiel amigo y segundo padre; adiós, todo, y como última cosa, ¡adiós Mina! Mismo día, más tarde. He hecho el esfuerzo, y con ayuda de Dios he regresado a salvo a este cuarto. Debo escribir en orden cada detalle. Fui, mientras todavía mi valor estaba fresco, directamente a la ventana del lado sur, y salí fuera de este lado. Las piedras son grandes y están cortadas toscamente, y por el proceso del tiempo el mortero se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré como un desesperado. Miré una vez hacia abajo, como para asegurarme de que una repentina mirada de la horripilante profundidad no me sobrecogería, pero después de ello mantuve los ojos viendo hacia adelante. Conozco bastante bien la ventana del conde, y me dirigí hacia ella lo mejor que pude, atendiendo a las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que estaba demasiado nervioso, y el tiempo que tardé en llegar hasta el antepecho de la ventana me pareció ridículamente corto. En un santiamén me encontré tratando de levantar la guillotina. Sin embargo, cuando me deslicé con los pies primero a través de la ventana, era presa de una terrible agitación. Luego busqué por todos lados al conde, pero, con sorpresa y alegría, hice un descubrimiento: ¡el cuarto estaba vacío! Apenas estaba amueblado con cosas raras, que parecían no haber sido usadas nunca; los muebles eran de un estilo algo parecido a los que había en los cuartos situados al sur, y estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave, pero no estaba en la cerradura, y no la pude encontrar por ningún lado. Lo único que encontré fue un gran montón de oro en una esquina, oro de todas clases, en monedas romanas y británicas, austriacas y húngaras, griegas y turcas. Las monedas estaban cubiertas de una película de pol vo, como si hubiesen yacido durante largo tiempo en el suelo. Ninguna de las que noté tenía menos de trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos enjoyados, pero todos viejos y descoloridos. En una esquina del cuarto había una pesada puerta. La empujé, pues, ya que no podía encontrar la llave del cuarto o la llave de la puerta de afuera, lo cual era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía que hacer otras investigaciones, o todos mis esfuerzos serían vanos. La puerta que empujé estaba abierta, y me condujo a través de un pasadizo de piedra hacia una escalera de caracol, que bajaba muy empinada. Descendí, poniendo mucho cuidado en donde pisaba, pues las gradas estaban oscuras, siendo alumbradas solamente por las troneras de la pesada mampostería. En el fondo había un pasadizo oscuro, semejante a un túnel, a través del cual se percibía un mortal y enfermizo olor: el olor de la tierra recién volteada. A medida que avancé por el pasadizo, el olor se hizo más intenso y más cercano. Finalmente, abrí una pesada puerta que estaba entornada y me encontré en una vieja y arruinada capilla, que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, y en los lugares había gradas que conducían a bóvedas, pero el suelo había sido recientemente excavado y la tierra había sido puesta en grandes cajas de madera, manifiestamente las que transportaran los eslovacos. No había nadie en los alrededores, y yo hice un minucioso registro de cada pulgada de terreno. Bajé incluso a las bóvedas, donde la tenue luz luchaba con las sombras, aunque al hacerlo mi alma se llenó del más terrible horror. Fui a dos de éstas, pero no vi nada sino fragmentos de viejos féretros y montones de polvo; sin embargo, en la tercera, hice un descubrimiento. ¡Allí, en una de las grandes cajas, de las cuales en total había cincuenta, sobre un montón de tierra recién excavada, yacía el conde! Estaba o muerto o dormido; no pude saberlo a ciencia cierta, pues sus ojos estaban abiertos y fijos, pero con la vidriosidad de la muert e, y sus mejillas tenían el calor de la vida a pesar de su palidez; además, sus labios estaban rojos como nunca. Pero no había ninguna señal de movimiento, ni pulso, ni respiración, ni el latido del corazón. Me incliné sobre él y traté de encontrar algún signo de vida, pero en vano. No podía haber yacido allí desde hacía mucho tiempo, pues el olor a tierra se habría disipado en pocas horas. Al lado de la caja estaba su tapa, atravesada por hoyos aquí y allá. Pensé que podía tener las llaves con él, pero cuando iba a registrarlo vi sus ojos muertos, y en ellos, a pesar de estar muertos, una mirada de tal odio, aunque inconsciente de mí o de mi presencia, que huí del lugar, y abandonando el cuarto del conde por la ventana me deslicé otra vez por la pared del castillo. Al llegar otra vez a mi cuarto me tiré jadeante sobre la cama y traté de pensar...

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