Laberinto No. 511

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sábado 30 de marzo de 2013 b07

de portada TIZIANO

ESPECIAL

El testamento de María Colm Tóibín A mbas soñamos que mi hijo volvía a la vida. Ambas soñamos que dormíamos y había un pozo hecho de madera y piedra, un pozo que se usaba mucho porque llegaba a las profundidades de la tierra y daba un agua más dulce, más fresca y clara que otros pozos. Estábamos solas ahí. Era de mañana, pero nadie había venido aún al pozo pues acababa de salir el sol. Ambas dormíamos apoyadas contra la piedra. No había ningún sendero ante nosotras, lo que era extraño, y había algunos olivos en la distancia, pero ninguno cerca, y no había ningún sonido, canto de pájaros o balido de cabras, nada. Nosotras dos dormidas, aún con nuestras batas, y la luz del amanecer. Ninguna señal de que nuestro guardián estuviera cerca por ninguna parte, y el miedo y movimiento frenético de los días del todo ausentes. Y de pronto a ambas nos despertaba el sonido de agua subiendo a borbotones de la tierra como si alguien invisible hubiera venido a sacar agua, y el agua subía como por voluntad propia y luego se derramaba. Estoy segura de que el agua se derramó y de que ahora me había despertado por completo al mojarme la bata. Pero aún así no me levantaba; en lugar de ello metía la mano en el agua para asegurarme de que era real, y lo era. Pero María se ponía de pie para evitar el agua y lo que veía la hacía soltar un grito ahogado. Yo la miraba, pero al principio no veía lo que ella estaba viendo porque me había sorprendido tanto el agua, que ahora parecía salir a raudales del pozo, saltando en surtidores enormes y escurriéndose en dirección a los árboles abajo, formando gradualmente un pequeño arroyo. Y entonces me volvía y lo veía. Había regresado a nosotras, estaba ascendiendo con el agua, su fuerza lo hacía subir desde la tierra. Estaba desnudo y los lugares donde había sido herido, incluyendo las manos, los pies, las piernas donde le habían roto los huesos, la frente donde habían estado las espinas, tenían marcas azules alrededor y estaban abiertos, hendidos. El resto de su cuerpo era blanco. Mientras lo entregaba el agua del pozo, María lo sostenía y lo colocaba en mi regazo. Ambas lo tocábamos. Lo que ambas advertíamos era la blancura, una blancura que resulta difícil describir. Ambas señalábamos su pureza y su belleza tersa y luminosa.

Colm Tóibín The Testament of Mary Viking Inglaterra, 2012 104 pp.

cielo. Entre más tiempo pasaba viendo los cuadros en Venecia, más sentía que la historia de su transformación satisfacía una necesidad pictórica, o una necesidad narrativa, tanto como cualquier otra cosa.” Su cuestionamiento es curioso porque, desde la lógica de los evangelios y los relatos apócrifos, el “cómo” de la transformación es evidente. Si atendemos a la historia de María, desde la Anunciación hasta su sufrimiento atroz al pie de la cruz, su asunción es un hecho de justicia poética impecable, pero para entenderlo hay que admitir en nuestra lectura otros niveles de complejidad. ¿Hace falta ser persona de fe para acceder a esta lectura? No, así como no hace falta creer en Zeus para experimentar la fuerza de la tragedia griega, admitiendo la veracidad de sus imágenes. Coleridge le llamó suspensión de la incredulidad, y es esencial para adentrarnos en el mito. En el caso de El testamento de María, sospecho que Tóibín está tan afectado por la resistencia fóbica del intelectual de nuestros tiempos a admitir relación alguna con lo sagrado, que se negó la libertad interpretativa de una historia que es sin duda humana, pero también algo más.

Al comenzar la lectura del libro, llama nuestra atención el desprecio con que María se refiere a los apóstoles (probablemente Juan y Pablo) que la visitan en su vejez, empecinados en obtener de ella una versión de los hechos que no encuentra reflejo alguno en su memoria. En su recuerdo de los tiempos enardecidos de los últimos años de Jesús, todos sus discípulos eran una caterva lastimosa de perdedores: “Mi hijo reunía inadaptados aunque él, pese a todo, no lo era. [...] si reúnes a dos de ustedes obtendrás no solo insensatez y la crueldad habituales, sino también una necesidad desesperada de algo más” (la sospecha de que Jesús utilizaba a sus seguidores para alcanzar sus propios fines hace eco al Cristo de The Good Man Jesus and the Scoundrel Christ, de Philip Pullman, novela con la que esta tiene no poco en común.) María recuerda el drama desde un dolor sin duda real, amargo y alimentado de rabia. Humano también, y sensato, es su recuento del fenómeno social que empieza a atraer a los jóvenes de talento e inteligencia a la ciudad: Jerusalén, espejismo que trae consigo la idea del “futuro”. Esa es la fuente de las congregaciones en su casa de jóvenes descontentos que hablan vaga pero apasionadamente de una revolución. María se vuelve fiera en esa atmósfera volátil. Su religiosidad es una mezcla de fe, pragmatismo y superstición. Recuerda con nostalgia el Sabbat judío que unía la armonía familiar antes de que la tragedia la tocara (la viudez, luego la muerte violenta de su hijo: en la historia de Tóibín la huida a Egipto nunca tuvo lugar) a un genuino fervor nacido del silencio, en algunos de los pasajes más conmovedores de este libro. Pero le atrae también la imagen pagana de Artemisa, cuya estatuilla conserva oculta en su casa. En cuanto al origen divino de su hijo, su postura es muy clara: “Yo no soy uno de sus seguidores.” Su actitud frente a los milagros es la de una duda controlada, en la que el milagro en sí es lo menos

Periodista y escritor, entre sus obras se encuentra Brooklyn

En nuestro sueño había momentos antes de que despertáramos en los que abría los ojos, en los que movía las manos y luego los brazos, y casi gemía, pero era suave, tanto el movimiento como el sonido. Parecía no tener dolor ni recuerdo alguno de lo que había vivido. Pero las marcas estaban ahí, en su cuerpo. No le hablábamos. Lo abrazábamos simplemente, y parecía estar vivo. Y entonces se quedaba quieto, o estaba muerto, o yo despertaba, o ambas despertábamos. Y no había nada más. Como no podíamos contenernos, nuestro guía oyó cada palabra. Algo cambió en él entonces, empezó a sonreír y dijo que siempre había sabido que sucedería esto, que era parte de lo que había sido predicho. Nos hizo contarlo detalladamente, y cuando lo hubimos hecho varias veces y parecía habérselo aprendido de memoria, dijo que estábamos a salvo, que algo más sucedería que nos guiaría hacia donde quiera que necesitáramos ir. Había entonces en nosotros una ligereza, una ligereza provocada por el hambre y quizá por el miedo. Fuera lo que fuera, nos liberó. Traducción de Adriana Díaz Enciso

relevante. Su mirada está más atenta a lo que sucede alrededor, la debilidad humana manifiesta en las multitudes histéricas pidiendo más. En las bodas de Caná, entre esa enajenación, poco se entera de si las vasijas contenían vino desde el principio. No le importa. Solo sabe que reconoce en su hijo un poder que a él mismo lo intoxica, no falto de arrogancia pero genuino, que a la vez lo vuelve vulnerable. Ese hombre que en nada le recuerda al niño que fue, al que quiere proteger y que ama con devoción absoluta, es radiante como la luz, y tratar de hablar con él “habría sido como hablarle a las estrellas o a la luna llena”. Su admiración va unida a la impotencia, porque él no tiene oídos para ninguna advertencia de peligro. Más allá de la turba enardecida, o la impaciencia de sacerdotes, escribas y romanos, el mayor peligro lo siente María en su entraña ante la resurrección de Lázaro. Casi parece creer en el milagro, pero de nuevo, el prodigio no es lo importante, sino la afrenta: “it would represent a mockery of the sky itself”. De nuevo esta elección interesante de palabras: Tóibín dice sky, que en inglés es el cielo físico, el fenómeno de luz y atmósfera que nos rodea. No dice heaven (el reino celestial.) Si bien su personaje gana en coherencia, nos preguntamos si María de Judea sería a tal grado una hija de la tierra, con tan firme raíz materialista, como para ignorar que son las leyes del cielo como heaven las que Cristo habría desafiado con el acto de magia de la resurrección. Lo único que quiere la María de esta historia es detener la tragedia que se avecina, y su mirada escéptica no deja de ver la histeria creciente, cómo ante la inminente caída de su líder los seguidores de Jesús se niegan a leer derrota y sólo saben hablar del reino por venir, casi exultantes por el sacrificio de un hombre que, parecen pensar, es poco precio por la gloria prometida. La crucifixión vista a través de los ojos de María es de un horror contenido, por intolerable. Entendemos que nunca encontrará perdón para los asesinos, ni para los discípulos que contribuyeron a que las cosas llegaran hasta ahí. Ni para ella misma, espectadora impotente. Y es entonces que ocurre la división entre el mundo de los sueños y el mundo real de que habla Tóibín, la escisión entre el cuento narrado por los evangelistas sedientos de que el mundo sepa su versión/ invención de los hechos, de que el sacrificio no haya sido en vano, y la historia real, humana, descarnada y vergonzosa que María quiere contar para morir en paz.


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