Laberinto No. 495

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04 b sábado 8 de diciembre de 2012

MILENIO

literatura

Odio

Por cortesía de la editorial LunArena, presentamos un adelanto de la tercera y más reciente novela de Adriana Díaz Enciso. Con una voz lírica, narra el enfrentamiento entre el espíritu artístico y los convencionalismos sociales y se planta frente a los obstáculos a los que se enfrenta el anhelo de conocimiento

NARRATIVA Adriana Díaz Enciso

Q

uién soy. Quién soy yo, digo en voz alta, la voz un eco que se pierde en el pasillo, sin fuerza para llegar al otro lado. Veo la fotografía que cuelga del muro, un rostro infantil que fue mío. Es un retrato en blanco y negro, mi rostro redondo en primer plano, abierto por una risa franca, espontánea, donde no parece haber conciencia alguna de mí. Resalta, entre los diversos matices del gris, mi ropa blanca, como una fuente de luz. Estoy en un jardín que recuerdo. Es una fiesta de cumpleaños. Detrás de mí, borrosos, se alcanzan a distinguir los rostros de otros niños, unos que también ríen, otros con una mirada oblicua de timidez, miedo quizá, ¿quién puede saber? Los rostros me son familiares; en una visión paralela puedo tocarlos, oír su risa, oler su aliento. No logro recordar sus nombres. Me asombra ese rostro mío con su risa llana, esa criatura que no se cubre la boca con la mano para reír, que se ofrece así a la cámara, a la vida, sin reservas ni ocultamientos ni trampas. Yo que siempre creí de mí ser, antes que nada, conciencia, y que no tengo recuerdos que no sean primero articulación, discurso, historia, y solo entonces recuerdos, me sorprendo de ver un rostro que sin embargo fue mío libre de toda sombra, emancipado en un instante feliz del pensamiento. La fotografía no miente, no puede mentir. Debe ser mi recuerdo el que miente, mi historia la que es mentira. Junto al marco delgado de la fotografía, el papel tapiz empieza a desprenderse del muro. Es lo mismo por toda la casa. Primero la humedad lo hincha, levanta una colina suave que descubre las junturas de los pliegos, y al poco tiempo empiezan a despegarse las esquinas, dejando asomar restos de pintura vieja, el alma rugosa del muro. Con la mano lo regreso cuidadosamente a su lugar; siento el frío del muro húmedo contra la palma de mi mano y la sostengo ahí durante unos minutos, como un silencioso mandato de orden. Observo mis dedos delgados y pienso, son mis dedos, ésta es mi mano. Al retirar la mano lentamente el tapiz se desprende de nuevo, también con lentitud, reintegrándose en silencio a esa otra forma del orden: el abandono, los signos del deterioro y del olvido que no suelen tener testigos. Lo dejo así. De pronto me doy cuenta de que es no solo inútil, sino sacrílego, intentar oponerme a ese equilibrio. Me asomo por la ventana. En la calle todavía hay algo de luz; una luz dorada pero opaca, mate, delineando las siluetas de las cosas que, en el ocaso, se han quedado sin color. Son solo formas negras, pero aún queda un último destello del día iluminando los parques, las aceras. Aquí dentro, en cambio, la oscuridad es casi absoluta, y todo es sombra, sombra densa fundida con la sombra. Me siento junto a la ventana. La silla cruje; es una silla vieja y frágil, un esqueleto amarillento. Desde esta posición, el último resplandor de la calle me permite ver con claridad la espesa nube de polvo que me rodea. Me envuelve el fracaso; es como si

me hubiera echado una pesada capa de lana encima, o una cobija vieja, algo sofocante que huele a polvo y a humedad. Afuera, un hombre quiere matarme. No tengo la menor duda. No recuerdo ni la historia ni el rostro ni el nombre, así que en la imaginación le cubro el rostro con el ala de su sombrero. Los hombres no suelen llevar sombrero en estos días, pero al hombre que quiere matarme yo lo visto con un traje claro y le pongo un sombrero elegante que le cubre el rostro; lo calzo con zapatos finos, recién lustrados. Lo convierto en una sombra clásica, lo imagino caminando incansable por las calles de una ciudad que no sé si es ésta o una ciudad de la que algo leí algún día, una ciudad desierta y hueca como una escenografía, siempre de noche o en el ocaso, el hombre caminando bajo farolas de luz amarillenta, y entonces me doy cuenta de que estoy leyendo, acercándome cada vez más a la ventana, haciendo un esfuerzo enorme por seguir el hilo oscuro de palabras que empiezan a fundirse con la página. La luz es cada vez más débil. Me duele la cabeza, no puedo leer más y me llevo al rostro el libro abierto, aspiro con placer el olor del papel viejo, y algo que es sutil e instantáneo como un destello o un eco me devuelve un recuerdo verdadero, reconocible, de la infancia. ◆◆◆ No recuerdo mi edad. No recuerdo mi nombre ni mi rostro. De mí, sé que me duele el cuerpo. Se queja como madera podrida al levantarme. Camino por toda la casa con pasos lentos, cansinos, sin voluntad, y a veces un muro me devuelve la triste silueta de mi figura encorvada. A veces pienso que camino pero después me doy cuenta de que me he quedado de pie, inmóvil, en cualquier sitio, hasta que afuera las luces se apagan por completo. Otras veces me quedo en la cama todo el día, casi sin respirar, y me concentro solamente en los cambios de la luz, la forma en que va desplazando las sombras. Pero llevo, con palabras, un registro del tiempo. Si después me confundo es por el desorden de las palabras, por las hojas sueltas, los cuadernos abiertos por todas partes, las páginas arrancadas que el viento enreda en los árboles desnudos del patio. Mi relación no está marcada con fechas. Intento más bien registrar las formas de los objetos, su consistencia, la naturaleza y el ritmo que persiguen las siluetas de las cosas, el peso de su silencio. Eso es lo único que me puede traer de vuelta los recuerdos, lo único que puede a su vez convertirse en recuerdo, desencadenar la ilación del pensamiento y devolverme a mí, con un nombre, con alguna seña de identidad que me diga un día quién soy, y qué lugar ocupo exactamente en todo esto. Afuera hay gente que ha perdido el rostro. Gente despedazada, gente muerta. Por las noches los oigo llorar. A veces quisiera hablar con ellos pero no sé cómo. Son fantasmas. Esta misma mañana decidí contar la historia de algunos; gente de mi barrio que un día simplemente dejó de pasar frente a mi ventana, que dejó de tomar el autobús en la parada al otro lado de la acera. Gente que desapareció, a pesar de haber tenido un nombre, una identidad, una

Adriana Diaz Enciso Odio LunArena México, 2012

familia, una historia, un trabajo. Me puse a escribir en un cuaderno rayado y me fui muy lejos, hasta años atrás, antes, mucho antes de que esa gente naciera; me fui a otros pueblos y quise ver el rostro de sus abuelos, oír sus voces, su acento, ver qué brillo tenían en la mirada, las arrugas que surcaban su rostro. Me quedé oyendo a los niños gritando y riendo en una plaza entre el olor de los naranjos. Incongruentemente, vi a mi madre salir de una iglesia de paredes desnudas y encaladas. Llevaba una pañoleta en la cabeza, y era muy joven y hermosa. No me reconoció. Quizás aún no me conocía, o yo no estaba ahí, en esa banca de hierro pintada de verde de la plaza, mirándolo todo en silencio, tomando nota por dentro, delineando las formas en una pizarra que tengo en la cabeza. La imagen se disolvió como pinceladas blancas temblando en un sol intenso. He pasado todo el día queriendo darle forma a esa historia, pero se me ha ido de las manos. Entre más líneas escribo, con letra cada vez más ilegible, más desesperada, es como si quisiera atrapar una jauría de perros que corren persiguiendo a su vez otra cosa, la historia misma quizás, esa historia que van a despedazar con los dientes antes de que yo logre alcanzarla. No tiene sentido. La mía es una carrera inútil, perdida de antemano. Cierro el cuaderno. Voy a dejar este cuaderno aquí, debajo de la silla. Ya casi es de noche y confío en que la oscuridad termine de ocultarlo. Así me olvido de él, de este nuevo fracaso. Me quedo inmóvil de nuevo, intento sentir lo que es no estar, pero mis esfuerzos no se


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