En México la agroecología ha sido esencialmente política porque además de proponer e implementar alternativas científicas y técnicas al modelo agroindustrial, reivindica el papel de las culturas originarias y sus organizaciones, reconoce la importancia de los saberes ancestrales (memoria biocultural), y pugna por mercados orgánicos, sociales y justos (Toledo y Barrera-Bassols, 2016). Ejemplo de lo anterior ha sido la heroica defensa del maíz nativo y de las semillas en general en contraposición a los intentos de los monopolios corporativos por introducir los cultivos transgénicos y de suprimir el libre intercambio de semillas. Todo ello repercutió sin duda en el nuevo régimen surgido en 2018, pues se pasó de una política dirigida a los agronegocios, la exportación y el apoyo a los grandes propietarios agrícolas y ganaderos durante los regímenes neoliberales, a una política por la soberanía alimentaria, la agroecología y un vuelco hacia los pequeños productores campesinos.