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Una silla para Dios

Ante la veracidad y la fábula, no hemos dejado de creer que la literatura, en lugar de anodinas reglas, requiere de musicalidad.

La palabra, así como una nota, no es bella por ser perfecta, por ello sus orquestaciones suenan como las hebras de las tejedoras, como la voz gutural de los primitivos diletantes.

Y esto lo decimos porque ahora nos referiremos a un gran tejedor de ficciones y realidades o como diría Luis Harss de Miguel Ángel Asturias

“a un titiritero infernal que en la pesadilla cotidiana ha sabido encontrar el Amor brujo y la Divina Comedia”

En las novelas de Eliécer Cárdenas son muchos los que abdican, los que se pierden en el fango, pero tras de esos deshechos un enhiesto bastón anuncia un paso, un venir, un tener que aprender de los pobres la moral de su suplicio, su delicadeza, su digno y esperanzado espanto. Esos héroes errantes y empolvados son los que nunca se doblegan. Parece que a todos les hacía decir que tan solo son los que nunca han podido dejar de ser.

Eliécer Cárdenas fue un afortunado descubridor de temas monumentales y al igual que Julio Cortázar construyó grandes historias partiendo de supuestas insignificancias. Los suyos son personajes angustiosos, estrambóticos, sacados a empellones de la vida, de sus buhardillas, de sus cavidades sombrías; y, por supuesto de la norma donde la ética y el ideal los hace batallar para que nadie olvide que son posibles la dignidad, la belleza y la justicia.

Estos personajes rotos y esperanzados que deambulan en sus libros parece que somos nosotros mismos: cada amigo, cada revolucionario frustrado pero firme, cada avergonzado por la corrupción y el desánimo, cada corazón abrigado por el amor o acuchillado por sus derrotas, cada latencia que niega la injusticia, la molicie y la glotonería de los poderosos.

A Cárdenas no hay que solo reconocerle su maestría de narrador que ha sido y es extraordinaria. Él, sin importarle que muro caiga fue uno de los intelectuales insobornables, ahora que, como decía Benedetti, el transfugismo se ha erigido en una de las profesiones más rentables.

Una silla para Dios, su enigmática novela, constituye una prueba de todo aquello: encantadora, en cuanto a que nos apabulla con una trama que solo un cirujano puede diseccionar; y valiente, al tratar un tema pútrido, donde una familia oligárquica hace de un testamento una presa engullida por el poder económico y sus testaferros, y por una ciénega donde los valores perdidos fermentan ignominias y ambiciones.

A esos universos que laceran la verdad y la honra, Cárdenas los sublimizaba con su magia, con sus mundos llenos de criaturas desconcertadas y tristes, criaturas remordidas que lo buscan a Dios, como si hallarlo fuera fácil, como si las dudas se resolvieran con aquella silla, como si las fortunas no requiriesen de beneplácitos.

La búsqueda de Dios, consuelo que por encargo pretende el magnate Gualberto Hidalgo antes de morir, no solo compete a Alfonso Ruíz, empleado ínfimo que por esa delegación prueba las delicias del dinero, del sexo comprable, de quienes fraguan la opinión pública, sino también a Juan y Rafaela, el mimo y la teatrera que con su mochila austera entregaban su arte a los niños, incluidos a los de la calle. La fundación por la búsqueda de Dios, patrocinada por la ingenuidad y el desinterés de Alfonso Ruíz termina deformándolos, incrustándoles una mella que los hace otros, también buscadores de Dios y de riquezas. Alfonso Ruíz que no era feliz de ningún modo, quería por lo menos volver a ser el de antes, ya que como dice la narración central de la novela “su cuerpo, sus costumbres estaban ligados en demasía a los cuartitos y departamentos pobres de alquiler, a los multifamiliares húmedos y sórdidos, con las cañerías averiadas y los manchones de moho como una lepra ineludible que acompaña a toda vida oscura, sin suerte ni aspiraciones”.

En Una silla para Dios, parapetado en un detective privado y un chicle alucinante, el autor, mediante artilugios poéticos creó fantásticos protagonistas.

La ironía, que para algunos puede ser un recurso maledicente, en Eliécer Cárdenas era un pretexto para el humor, para burlarse de los desdoblamientos. Esa ironía sumada a la fertilidad literaria y a una imaginación inagotable, hicieron de Una silla para Dios una novela de encumbrada proyección.

El taladro de Cárdenas, untado de análisis y versación penetró en todos los recodos de la condición humana y en todo lo hurgado jamás dejó de tomar partido, sondeando meollos, túneles donde sus personajes azarados por el vacío y las miserias, perseguían alguna luz, alguna tibieza, alguna salida.

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