En Baiona, durante los veraneos, los niños gozábamos de una libertad casi absoluta. Con ocho, nueve años… campábamos por la villa con la casi única obligación de presentarnos a las comidas y a dormir. Luego nos preguntaban qué habíamos hecho a lo largo del día; la tía Carmen, que estaba a nuestro cuidado, nos daba mil recomendaciones… y no existían muchos más requisitos. Para los niños de ciudad era uno de los grandes encantos de la Baiona de los años cincuenta. A veces, mientras cenábamos, a alguien se le ocurría ir al cine, que estaba unas cuantas casas más arriba de la nuestra. Casi a medio cenar, salíamos disparados de la mesa para llegar a la sesión de noche, programada para las diez y media. Los pequeños debían ir acompañados de los mayores, es decir, de los hermanos, primas o demás parientes con tres o cuatro años más. “¿Será una película de niños?”, nos preguntaba la tía. “Sí, sí, es de aventuras”, le contestábamos ya escaleras abajo. Allí vimos a los Hermanos Marx, a Robín de los Bosques, una de piratas… Más de una vez llegamos a las butacas sin saber ni qué película proyectaban. El cine -por entonces sin televisión-, era un espectáculo mágico. Como tantas cosas, el Cine Avenida desapareció. El paso del tiempo entierra costumbres, sitios… y aparecen otras, otros… que ocupan su lugar. En muchas estampas del pasado que vemos en estas páginas, se muestran a las claras los enormes cambios que experimentó la vida de Baiona. Los mayores, que los percibimos de forma diáfana, siempre nos planteamos la misma pregunta: “Los cambios, ¿para mejor o para peor?”. Dejando al margen la nostalgia -la más decisiva e inevitable, la juventud perdida-, debemos pensar que para bien. Se les puede preguntar a los marineros, a las familias de la villa de los años cuarenta, a los viejos futbolistas del Erizana, a las amas de casa en sus labores domésticas…