Álvaro Morales Collazo - El otro Montevideo

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El otro Montevideo Ă lvaro Morales

ColecciĂłn Emergencias


El otro Montevideo Álvaro Morales Primera edición Esta obra resultó ganadora en la 2a Concovatoria de Narrativa Emergencias. El jurado estuvo conformado por Sylvia Agilar Zéleny, Pepe Rojo y Jesús Montalvo. (CC) Álvaro Morales (CC) Kodama Cartonera, 2016 Tijuana, B.C., México Blog: kodamacartonera.tumblr.com Facebook: /kodama.cartonera Twitter: @KodamaCartonera Edición: Aurelio Meza y Jhonnatan Curiel Diseño e ilustración de Portada: Ariel Leviel Logo Kodama: Careli Rojo, a partir de un personaje de Mononoke Hime (Dir. Hayao Miyazaki, Studio Ghibli, 1997). Los kodama son espíritus del bosque en la mitología japonesa. Su nombre puede significar “eco”, “espíritu de árbol”, “bola pequeña” o “pequeño espíritu”. En la película de Miyazaki, los kodama sólo se manifiestan cuando el bosque es puro y, al ser contaminado por el hombre, mueren y caen de los árboles como hojas fantasmas. Esta obra está bajo una licencia Creative Commons Attribution - NonCommercial - ShareAlike 4.0 International. Algunos derechos reservados. Hecho en Tijuana y Québec / Fabriqué en TJ puis au Québec là !


Yo no soy lo que soy. William Shakespeare, Othello



Viernes 22 de agosto Todo comenzó una tarde como la de hoy, en el brillo de sus ojos y con el candor de sus labios, con el tiempo detenido en un momento exacto; de lo que sólo permanece el recuerdo, y la agonía de no saberse indestructible, de estar condenado al fracaso. Deambulé como un extraviado hasta que, al final, el húmedo y tumultuoso ardor de los besos me cautivó y caí por una pendiente temeraria de la que únicamente el actual lapso de reflexión me ha logrado sacar. Ahora analizo los hechos con la mente fría y descubro que todo tiene que ver con todo y que por eso es justo decir que comenzó con una mirada, que el acto que desencadenaría lo que vino después no sería un hecho grosero, sino uno sutil, de una gracia imposible de descifrar y que contradice las más optimistas apreciaciones. Así como es justo decir cómo comenzó, también debo acotar que sólo de la misma forma podía terminar. Una historia que empieza con una mirada y acaba con otra; y en el medio una ciudad entera, escondida, durmiendo un sueño ajeno que nunca termina. ¿Podría ser que eso también tuviera que ver con todo? Que los murmullos detrás de las puertas y de las paredes, susurraran en realidad las frases que la convocarían. Que su agudo mirar y la deliciosa humedad de sus ojos no lo es tal, sino una máscara, una farsa para ocultar el rostro de la otra, la que no habita esta ciudad, la que busca con desespero escapar de la oscuridad y de la fría mortaja citadina, de los faroles con olor a gas pero con luz de mercurio, de las calles de adoquines angostas y de la gente susurrando. Ella que es un eco, un duplicado grotesco y mal logrado. Busca un lugar ajeno, un sitio bullicioso. Desata sin descaro su mejor imitación de vida como imitación que es y nada parece apremiarla, excepto que todo lo hace; el tiempo y su acobardado desliz le tienden una tremenda emboscada. Está cayendo. Cada vez más, cada vez más profundo. 5


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Jueves 24 de julio El otro día, el descaro pudo más que la vergüenza y le pregunté cómo se llamaba. Lourdes, dijo. Y yo me remonté al nombre de santa, a su antigüedad que me llevaba a Andalucía y hasta por qué no una a raíz musulmana. Consideré que si fuera la primera mujer en recibir ese nombre yo no sería un ingenuo en imaginar que significaba “estrella matutina” o “arroyo que atraviesa el desierto”. Su fragilidad parecía eterna. Su mirada transportaba a una exacerbada quietud, a una paz inquietante procedente de otro tiempo y de otro lugar, embrujando los sentidos. Sentí que ya la amaba, que nada del pasado podía importar para ese momento por siempre presente, para esa seguridad ciega, irracional y absurda. ¡Qué momento tan maravilloso parece a la distancia! Sin embargo, el embotamiento de mis sentidos se perdió en un tiempo más amplio que lo sobrepasaba. Ella se había bajado del ómnibus a la altura de la Intendencia y yo no le había dicho más nada. Tan sólo sabía el nombre, el cual atesoraba como si fuera un conjuro mágico que pudiera provocar su presencia con sólo pronunciarlo. Esa misma noche, alrededor de las once, escuché el primer griterío desde el edificio de enfrente. Intentaba concentrarme en la lectura, sentado en el rellano de la ventana de la cocina, pegado a las rejas que dan al patio interior que separa mi edificio de otros tres prácticamente idénticos, cuando llegó hasta mí un leve murmullo procedente del otro lado del patio. En ese momento me di cuenta de que en realidad estaba percibiendo el sonido desde mucho antes y que recién en ese momento había llegado a la conciencia de ello. Algo así como cuando en la noche silenciosa se escucha un grillo y al instante se comprende que hace rato que se los está escuchando, desde el momento en que el sol se ocultó en el horizonte, siempre han estado.

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Viernes 25 de julio Quise aprovechar la buena temperatura del inesperado veranillo y salí a caminar. Las personas que de niños vivimos en barrios abiertos y que ahora lo hacemos en la mole de cemento, necesitamos cada tanto un poco de aire limpio, y contemplar verdor se vuelve una necesidad imperiosa. Caminé calle abajo, añorando el mar y la rambla, con los pensamientos dirigidos por completo hacia ella. Con el olor del mar vino el recuerdo de un día muy luminoso. Mi padre me señala el mar que se adivina como siempre suplicante. Su eterna masa parece pesar en mis recuerdos. Yo no logro sacar la vista de la montaña rusa y de la rueda gigante del Parque Rodó que miro como si los estuvieran proyectando en una pantalla enorme y no estuvieran ahí, tal magnificencia adquirían a mis ojos de niño. En el fondo de los ojos de ella, yo había creído vislumbrar ese mar del pasado. La había vuelto a ver en el ómnibus. Y esta vez había sido distinto. –¿Todo bien, Lourdes? Ella responde y al rato estamos conversando. Estudia en Bellas Artes y se baja a la altura de la Intendencia porque trabaja medio horario en el quiosco de una tía en la avenida 18 de Julio. Vive con los padres y se ríe todo el tiempo. Yo pienso que me gusta muchísimo y que parece interesada, que no existe lógica en los efectos del enamoramiento. Que tal vez sea un poco más joven que yo y que eso realmente no importa. En eso pensaba cuando me perdí, o en realidad cuando me percaté de mi extravío. Leí un cartel: Renacimiento. ¿Qué calle era esa? Yo esperaría encontrar Requena o Salterain, calles previsibles a esa altura de la ciudad, no un nombre desconocido. Me sentí un poco preocupado. ¿Hacia dónde había estado caminando absorto en mis pensamientos? Razoné que de cualquier manera no podía estar lejos de algún lugar conocido. La rambla siempre estaría en dirección de la brisa. 7


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Miré calle abajo. La calzada de adoquines se perdía en una curva a dos cuadras, del otro lado las copas de los sauces impedía ver mucho más lejos. Había un olor extraño en el aire, un olor a pantano. Las fachadas de las casas se veían oscuras, enmohecidas por la humedad de la vereda y por los efectos de mucho tiempo sin una buena mano de pintura. El silencio parecía sepulcral y de golpe escuché un murmullo en el aire, el ulular del viento entre las ramas, y las voces en extraños tonos viniendo del otro lado de la curva. Me asusté. Temí por mí y apresuré el paso en sentido contrario, perdiéndome entre los árboles de la vereda, buscando la primera esquina en la que zambullir mi acobardada existencia, para huir de esa calle desconocida y de los desconocidos que la habitaban, esos extraños sin rostro que liberaban impunemente al viento los más atroces rumores y proclamas. No sé cuánto tiempo vagué sin sentido, extenuado por el omnipresente batir del viento y los sonidos que traía. Los murmullos parecían surgir de detrás de las paredes, de las rendijas de las ventanas y las celosías. Nada más extraño había vivido hasta entonces. En un momento percibí que el sol se alzaba sobre el oscuro horizonte y al instante me sentí sobrecogido. Leí el cartel en la esquina: Salterain. ¡Y esa era la calle! No más sauces, ni susurros, ni olor a pantano. De una forma u otra había estado errando en círculos durante toda la madrugada. La gran alegría de sentirme otra vez a salvo hizo que menospreciara el carácter de mi aventura. Una perdida, un extravío. A cualquiera le puede pasar. Por otro lado el cerebro no siempre funciona bien y a veces puede confundir lo pensado y lo percibido. Eso tampoco sería tan grave ni tan poco común al fin y al cabo. Hoy he entrado un sobre blanco sin darme cuenta. Se mezcló con los recibos y no me percaté de él hasta que lo vi sobre la mesa de la sala junto con las otras cosas que había traído desde el buzón del correo. En su interior había previsiblemente una nota con una dirección y un mensaje: Calle Paraguay 6431. Miércoles a las seis.

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Martes 29 de julio Es imposible captar con claridad los gritos del edificio de enfrente, sobre todo desde la incómoda posición que se puede tomar en el metro de ancho del rellano de la ventana. Sin embargo mi atención se ha visto recompensada y algo he podido sacar en limpio de todo eso. Son dos personas las que conversan aunque no sé si este sea el término más adecuado para definir lo que logra escucharse. Más correcto que conversación sería decir discurso, pues se parece mucho más a eso que a lo primero. Una de ellas habla enérgicamente, profiriendo graves gritos que sobrepasan el silbar del viento entre los vértices de los edificios. La otra parece asentir con un murmullo apenas audible del que no he podido deducir nada. Lourdes me ha dicho que pasa muy bien el tiempo conmigo y que me extraña todas las noches cuando no nos vemos. Hemos acostumbrado tener una conversación telefónica después de la cena y la noche de ayer ha interrumpido mis escuchas en la ventana y se lo he contado. Me ha dicho que no es bueno estar escuchando las conversaciones ajenas y menos si son de carácter personal. Yo he reconocido el acierto de sus palabras pero también he tenido que admitir sentir un tremendo impulso en averiguar qué es lo que gritan. Esta noche he intentado no escuchar y me fui a leer el diario a la cama. Internacionales, nacionales, económicas, obituarios, crucigrama, deportiva. Unos minutos para cada sección, y entre hoja y hoja, que con dificultad se dobla sobre su par, el sentimiento de la incertidumbre intentando ahogarse en palabras, aunque éstas no pudieran llegar a cobrar sentido nunca. La presencia de los gritos se siente opresiva contra el vidrio de la ventana de la cocina, inaudible en su propensión idílica hacia la locura. Percatado de esto me he deshecho de algunas ideas. Son tan sólo gritos. Dos personas (o una) gritan desde el segundo o tercer piso del edificio de enfrente. No hay nada raro en eso y si me siento terriblemente atraído por la curiosidad (tan sólo de eso se trata), es que me he vuelto un fisgón. 9


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Sábado 2 de agosto He logrado llevarla al cine hoy sábado. La película era malísima y el efecto que fue tomando todo me hizo maldecir el apoyabrazos que hacía que el beso no fuera completo, que no se pudiera convertir en caricia y luego en más besos. Salimos los dos riéndonos y abrazados y la acompañé a la parada del ómnibus entre continuas e infructuosas peticiones de que se quedara conmigo. De regreso al apartamento he pensado que por alguna razón ha intentado evitar que conozca a sus personas cercanas durante todo este tiempo. Nunca una reunión con sus compañeros de facultad, una salida o una invitación a su casa a hacer cualquier pavada, nada de eso. Las personas normales se parecen a sus pares por la similitud de sus acciones. Así, nada de esta relación parece normal. Ni la ciega euforia del encuentro apasionado, ni lo poco que logro dilucidar en su ausencia, alejado del magnetismo eclipsante de su mirada. Entré al edificio y se me ocurrió una idea. Subí y cené temprano. Después, con un café bien cargado y unos tabacos de coñac que casi sabían a exceso, ojeé el diario bastante tranquilo, logrando concentrarme en la lectura como no tenía recuerdos de noches anteriores.

Domingo 3 de agosto Ayer volví a salir a las once menos cuarto. Abrí el candado de la puerta que da al patio interior y la traspasé sintiéndome divertido por la pequeña travesura que estaba a punto de cometer. En el fondo, debajo de las ramas de un duraznero medio podrido por la indiferencia había unas cajas viejas de madera que me iban a servir. Haciendo el menor ruido posible las fui colocando una arriba de la otra hasta hacer un buen bulto al cual poder treparme. Una vez encima, mi cabeza quedó a la altura de la primera de las ventanas por lo que me agazapé hacia un costado. Miré la hora: las once y tres. Con suerte, en cualquier momento comenzaría en el 10


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piso de arriba el griterío de todas las noches. Me pegué bien al muro y escuché con total claridad: –¿No sabías que no había forma de salir? ¿Y a dónde es que querías ir? Te verían; sos demasiado estúpido para confundirte –y sonó a un bramido, a una voz gutural y profunda. Del otro lado tan sólo se escuchaba un murmullo, un siseo que me llevaba a imaginar a alguien todo el tiempo afirmando. Había un aire de respeto exagerado en la diferencia de tonos de las voces, un aire de temor y de urgencia. Pensé que si la naturaleza del discurso era siempre la misma durante todas las noches, el tormento para ambos individuos debía ser insufrible. En un momento el que hablaba con el tono autoritario se calló y el murmullo que le respondía lo imitó. Me acomodé mejor y estuve a punto de caer por lo que me agarré con fuerza de una hendidura de la pared. Las cajas debajo de mí crujieron y me quedé en silencio, procurando adivinar hasta qué punto había sido escuchado. –¿Humberto Fernández? –volvió a rugir. –También... –respondió la otra voz apenas audible. –¿Ana María Cano? –También... –¿Susana Andrioni? –También... Y siguió con toda una lista de nombres. Muchos me resultaron conocidos. Tuve la siempre desagradable sensación de ya haber vivido una situación idéntica, y en el caótico intento de organizar mis pensamientos me raspé el codo contra el borde del entrepiso. El movimiento de tomarme la articulación con la otra mano fue instintivo y me vi desprendido de la pared. Manoteé en vano el aire y caí pesadamente hacia atrás sobre el escaso pasto junto al árbol. La caída no fue del todo fuerte pero el ruido que produjeron las cajas al rodar contra el muro hasta la base del duraznero puso sobre alerta al perro del patio vecino el cual comenzó a ladrar en forma copiosa, retumbando el eco contra las tremendas paredes verticales. Me levanté sobresaltado ante 11


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la posibilidad bastante cierta de ser descubierto ya no por los habitantes de los edificios linderos, sino por algún vecino de mi propio apartamento. Nada se escuchaba desde el piso de arriba, tal vez por el ladrido del perro, o por el ruido de las cajas. Lo cierto es que giré sobre mis talones y me apresuré a entrar al edificio. Cerré con candado la puerta del patio y subí hasta mi apartamento por la escalera, intentando parecer lo más normal posible dadas las circunstancias.

Lunes 4 de agosto Humberto Fernández, Susana Andrioni. ¿De dónde me suenan esos nombres que parezco reconocer pero no recordar del todo? Anoche he intentado estar lo más inactivo posible. Después de cenar llamé a Lourdes y me dejé invadir por su dulzura. Esto me distrajo lo suficiente como para que las once de la noche me pasaran inadvertidas. Acordamos que mañana venga a cenar y esto me ha vuelto a poner de buen humor. Hace un rato bajé a comprar cigarros pues me harté del sabor del tabaco. Al salir capté de inmediato la fría noche; el veranillo ya ha terminado y vuelve a ser invierno. Esas cosas siempre parecen funcionar igual. Unos perros habían deshecho las bolsas de los cestos de basura y ésta se encontraba desparramada por la vereda y por parte de la calle. Cáscaras de naranja y de huevos, sobrecitos de té, yerba y bolsas de todos los colores y tamaños, treinta colillas de cigarros, los restos del suplemento de modas que viene con el periódico, el envase vacío de un paquete de caféaspirina, una afeitabic herrumbrada y una tapicera rota. Uno por la basura podría decir cómo viven las personas. El bar de la esquina estaba cerrado por lo que seguí calle abajo. Extraviado en mis pensamientos pasé de largo la esquina que buscaba y volví hacia atrás hablando en voz alta. Pero en ese momento algo pareció salirse por completo de contexto. Un aire frío me llegó a la nuca y de inmediato percibí el olor a agua podrida; una pestilente ráfaga me alcanzó de 12


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lleno y apenas pude girar la cabeza para ver la calle que se abría a mitad de cuadra. Sus faroles de mercurio, los sauces abatidos, la serpenteante y brillante superficie de adoquines que se perdía a las dos cuadras entre las copas de los árboles. Por un instante me vi tentado a tomarla, a seguir sus extraños caminos, pero el llamado de la realidad fue mucho más fuerte: yo había salido a comprar cigarros. No existía razón alguna para que me fuera a recorrer los sectores de la ciudad que no conocía. De esta forma seguí mi camino, contrariado por esa especie de pensamiento místico que tan caprichosamente se había despertado en mí. Compré los cigarros y volví a casa para percatarme de que en mi ausencia alguien había recogido la basura desparramada en la vereda. Al cerrar la puerta observé que un sobre blanco asomaba de la boca del buzón en la planta baja pero lo ignoré y subí a mi apartamento. Hace tiempo llegan estos sobres, todos similares, con direcciones y fechas en su interior, e ignoro tanto su procedencia como su cometido. La primera ocasión consideré que se podía tratar de una oferta de trabajo y acudí, llevándome el fiasco de descubrir la inexistencia de la dirección en cuestión. Más adelante descubrí que todas las direcciones son falsas y desde entonces no he tomado más sobres, los dejo acumular hasta que el encargado del edificio decida arrojarlos a la basura.

Martes 5 de agosto Hoy ha tenido lugar un suceso que me desvela en esta madrugada de insomnio. Lourdes vino a las ocho. Me abrazó y me reconfortó. El calor debajo de su piel, la voluptuosidad de sus labios, las sonrisas y la concordancia casi mágica de las caricias lo fue embelesando todo, trastocó mi amargura en franca alegría y logré despegarme de las preocupaciones que me embargaban. Abrí el vino que tenía guardado y bebimos un par de copas y todo pareció tomar un buen camino. En un momento se acercó y me dijo: 13


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–¿No tenés papel secante? Yo la miré y me reí. –¿Papel secante? No, qué es eso, por qué... –Se me cayó un poco de vino al lado de la heladera y no encuentro papel por ningún lado. –Ah –me levanté–. No, no hay... Dejá que yo me encargo. Por supuesto que en la cocina no había papel secante. No había siquiera un trapo por lo que atravesé velozmente el departamento hasta mi dormitorio. Tomé un diario que aún descansaba en la mesita de luz esperando su inevitable destino esparcido en la vereda y volví presuroso a la cocina. Desplegué una de las hojas dobles encima del charco y entonces, cuando me puse de rodillas para aplanar los pliegues que se habían hecho, entonces, en ese preciso momento lo vi: “Humberto Fernández”. Me quedé helado, incapacitado de leer una frase más pues había identificado al instante la sección del diario a la que pertenecía la hoja que yo había extraído por azar, y no necesitaba ni un dato más para entender lo que había ocurrido. El impacto visual fue tremendo. Las líneas negras bien oscuras separando los pequeños mensajes con aspecto de receptáculo, como pequeños ataúdes hechos de letras, de la sección de obituarios; la pasmosa posición de mi mandíbula inferior a punto de derramar saliva; el insistente llamado de Lourdes desde la salita; dos o tres minutos de sopor somnoliento y una respuesta entrecortada silenciada por el torpe temblequeo de mis labios y el alto repiqueteo del corazón en el pecho. Le grité que estaba todo bien y asomó la cabeza por el dintel de la puerta como una niña asustada. –Es que... –tartamudeé. “Humberto Fernández. Querido padre y amado esposo, fallecido trágicamente a la joven edad de 52 años. Recordado por la familia, se brindarán los servicios fúnebres hacia la tarde del...” –Nada. Es que... Ella me miraba confundida. –Me parece que encontré en el diario el nombre de 14


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alguien que conozco. –¿En el diario? Bajé la vista simulando consternación. –En los obituarios... Y el fuego de su hermoso espíritu se volvió a precipitar sobre mí hasta el punto que me tentó rechazarla, alejarla un segundo, hablarle, decirle que no sabía muy bien lo que estaba pasando pero que no le quería mentir. Decirle la verdad, idílica pretensión inalcanzable. La miré a los ojos y desistí. Me volví a perder en sus brazos y dejé que la noche tomara los matices que nunca debió haber perdido.

Jueves 7 de agosto Ayer llegué empapado a casa. Llovía desde temprano y yo había contemplado llevar un paraguas, no que aquel ómnibus no frenara en la esquina y me empapara íntegramente al desplazar el agua acumulada junto al cordón. El agua estaba sucia y cuando me salpicó la cara sentí que hasta tierra tenía. Así, media contemplación no llega a una entera y no sirve; habría sido lo mismo no llevar el paraguas. Para hacer las cosas hay que hacerlas bien, sería el lema. Y el resto del tiempo uno hace todo mal por el simple hecho de que hay que hacer algo. ¿Qué sería el “no hacer”? Uno siempre está haciendo algo. Mojado y contrariado subí al apartamento y de inmediato puse a calentar la cena. Mientras esperaba pensaba en la lluvia de mierda, en el del ómnibus y en no haberme percatado que no iba a frenar, en que uno no puede estar en todo y que en realidad son pocas las cosas que podemos abarcar al mismo tiempo y que casi siempre hacemos todo mal. Sentí el olor a podrido en la campera y me la saqué asqueado. Era el agua de la calle. De inmediato desnudé y puse toda la ropa en un cesto en el baño. Mientras me tomaba una ducha capté sobresaltado el olor de la pizza que se quemaba en el horno y tuve que salir del baño como un relámpago. Empapé el piso de madera, apagué la cocina y regresé al baño insultando, todo a través de tres o cuatro grandes resbalones. No se puede hacer 15


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todo al mismo tiempo. En este caso el pensar había chocado con mi intención de comer y con la imperiosa necesidad de sacarme de encima el olor del agua podrida, asociación que me remontaba de una forma u otra a la calle de los sauces y a Humberto Fernández, el muerto del diario, el que habían nombrado desde el edificio de enfrente. Intenté sosegarme mientras me secaba. Puse mis pensamientos en orden y decidí prestar atención y hacer todo de una vez, no dejar nada por la mitad. De modo que lo primero que hice fue secar el baño y el piso de madera del corredor. Saqué la pizza chamuscada y le corté las partes quemadas. Mientras comía lo poco que había logrado rescatar pensé en Humberto y en toda la situación que se había creado en torno a mis actividades nocturnas. La intriga me inflaba el pecho. Su obituario había aparecido en el diario del sábado. Había escuchado como gritaban su nombre esa misma noche de modo que perfectamente podía tratarse tan sólo de alguien leyéndolo del periódico. Lo había estado ojeando un tanto distraído antes de irme con Lourdes para el cine. No había nada extraño en todo eso. Por otro lado me inquietaba el hecho de no poder encontrar la calle Renacimiento en todo Montevideo. La había visto en dos ocasiones, era innegable. En una de ellas me había perdido y había caminado durante varias horas, perseguido por rumores y atormentado por mi necedad de entender y de detenerme a pensar. En ese momento consideré que lo que más me extrañaba había sido mi actitud de solapada complicidad con la ignorancia, intentando no cuestionarme las curiosas características que había tomado la noche, dejándolas pasar, ignorándolas. El hecho de perderme en una ciudad de la que confieso no conocer demasiado no era algo en sí extraño. Las calles en las que me había perdido parecían curiosas, eso sí, pero desde mi ignorancia. Toda calle que conozca por primera vez causará en mí esa impresión, es algo natural y no debería darle al asunto ninguna trascendencia, aunque repito que lo que más me extraña es la actitud que tomé al saberme perdido, el 16


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infantilismo escondido tras mi apresurada huida. Hoy, apenas despierto, tuve una idea y me levanté casi desnudo. Dando largas zancadas para escaparle al frío de la mañana me dirigí hacia la cocina. La hoja del diario aún estaba en el piso, la había olvidado por completo. Pero la mala fortuna seguía de mi lado. La sección de obituarios que yo buscaba llevarme a la cama para leer con mayor detenimiento se había empapado no sólo con el vino que Lourdes había derramado, sino también con el agua que dejé la noche anterior al salir de la ducha para apagar el horno. La tinta se había difuminado en casi toda la carilla por lo que de nada me servía. De nuevo acurrucado bajo las tres frazadas concebí un plan para realizar en la noche; un plan que no lograría disipar mis dudas, pero que se me ofrecía como el único paso a seguir para conseguirlo.

Viernes 8 de agosto Ayer, a la noche, volví apresurado al apartamento. No había tenido en cuenta que no quedaran periódicos en el kiosco a una hora tan tardía. Nunca quise comprarme un ordenador y los cibercafés debían estar todos cerrados. Sólo me quedaba una posibilidad para poder seguir con mis investigaciones. Había conocido a la señora Ramírez a través del molesto golpeteo de un palo de escoba en el piso de mi apartamento hacía ya casi un año. En efecto, la vecina de abajo, avanzada en edad, no había perdido su capacidad auditiva, muy por el contrario ésta se había acrecentado hasta límites insoportables. Escuchaba todo, con impúdica impaciencia. El crujir de una cama se transformaba a la mañana siguiente en un: “¿Tuvo de jodita anoche?” “No, tengo un cólico que me está matando, Nené”. Así le gustaba que le dijeran: Nené. Vaya uno a saber por qué, algo del hijo, no sé. Era el único familiar que se había dado a conocer; un gordito pelado con cara de pocos amigos reales. Incomunicativo, se fumaba un faso en la terraza, le daba unos mangos a la vieja y se iba casi 17


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sin saludar. Por suerte la señora aún se sabía manejar. Oído agudo, nuestra relación durante los primeros tres meses no había podido ser peor. Por ella fue que tuve que interrumpir el pedido del periódico al edificio. La mujer comenzó al principio a destruirlos o simplemente a hacerlos desaparecer, pero luego su ingenio se resolvió brillante en una tremenda estratagema para confundirme o hasta para volverme loco. A principios de enero los periódicos volvieron a aparecer lo cual me tranquilizó a pesar de que sus quejas eran continuas. ¿Pero qué era lo que tramaba la brillante septuagenaria del piso de abajo? Con una pericia sorprendente cambió los suplementos. Por ejemplo, se robó el del 3 y lo devolvió el 13. Así yo leí de noche la noticia de que el estado bestia se había devorado a otro cordero por medio de una guerra repudiada por el mundo entero y otras noticias por el estilo. ¡El mundo entero! Pudo haberme hecho perder en una realidad paralela, el pasado inmediato entrelazándose con el presente, como un reloj que continuamente retrasa obedecido por el tiempo que lo acata sumiso alterando el orden. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo la mujer no pudo menos que caerme simpática. Así, un día que el hijo se negó a arreglarle la cañería de la cocina yo me ofrecí para la tarea y a partir de entonces la relación tomó tonos más soportables hasta que finalmente fue buena. En la actualidad me trae zapallitos rellenos los jueves por la noche y morrones dulces también rellenos algunos fines de semana, gentileza que yo intento devolver con desmedidos elogios sobre sus cualidades culinarias. Subí los cuatro pisos por la escalera y cuando estaba a punto de golpear la puerta ella la abrió. –Nené, cómo anda –le dije agitado– ¡El diario! –¿El diario? Yo no tengo ningún diario, a mí no me... –No doña, no el mío... ¿Usted no compró el diario? –No –respondió tomando un gesto defensivo detrás de la escoba que sostenía en las manos. En ese momento temí la posibilidad de ser golpeado por esa mujer inatacable, no sería la primera vez ni la última. 18


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–No la estoy acusando de nada Nené. Le estoy pidiendo que me preste el diario un ratito... Lo que pasa es que vengo agitado, no esperé el ascensor y usted vio... Las escaleras... –No, sí, sí... pero yo no tengo ningún diario ni nada... –dijo un poco más suelta. No supe bien qué decirle, me quedé en blanco. Se habían reducido dramáticamente mis planes. –¿Tiene que ver con lo del edificio del fondo? –preguntó mirándome seria, con un gesto casi que de reproche. Yo la miré también, pero sorprendido. –¿Cómo? Escuchó algo... –tuve una idea–. Acaso... ¿Usted también escuchó los griteríos? Ella había abandonado la postura en extremo defensiva pero nada la movería del dintel de la puerta, el cual parecía custodiar como un guardia pretoriano, con la escoba a modo de lanza en la mano derecha. –¿Qué griterío? Nada de griterío, yo le digo del barullo que hizo el otro día trepado a la pared espiando a los vecinos. Eso no es ni de inteligente ni de bien educado. Eso es de guarango, Oscarcito. –Pero, entonces no... –Yo escuché un ruido bárbaro y me asome a la ventana. Miré para abajo y ahí te vi, trepado todo estirado contra la pared del fondo, haciendo... Vaya uno a saber lo que estaría haciendo... Examinando los poros, escuchando a través de las paredes, buscando nuevas excusas para hacer más barullo con menor gasto de energía, yo qué sé. No le basta con la joda que hace de vez en cuando. Yo la miré desafiado pero bajé la vista de inmediato. No retomaría la eterna discusión sobre el ruido, el sonido y la música con la que ella tanto parecía disfrutar. –Y a ver si te dejas de joda y ruido con la botija esa con la que andás. Yo la miré extrañado. –¿Cuál, Lourdes? Afirmó con la cabeza. –Sí, esa morochita. El otro día anduvo por acá y parecía 19


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que te buscaba o que quería entrar en el apartamento, andaba con cara de extraviada. Nené no deliraba. Eso era lo mejor de discutir con ella. –¿El otro día? Eso es imposible, Lourdes trabaja. Se rio y amagó meterse en el apartamento. –Yo la vi –y mantuvo la sonrisa irónica en el rostro. Yo me harté de la conversación. –Deje, deje Nené. No se preocupe. Y comencé a subir por la escalera. –¿Qué querés, el diario de hoy? Me detuve. –Sí... –afirmé sin darme vuelta. Fuera el juego que jugara, esa mujer siempre saldría ganando. Permaneció unos segundos en silencio. –Esperáme acá que veo a ver si lo tengo –dijo, y cerró la puerta con un fuerte golpe. Yo no supe si dejarme invadir por la ansiedad o desconfiar de la ingeniosa mujer. Podía tratarse de una de sus jugarretas y yo pasarme una hora esperando mientras ella se divertía espiando por la mirilla o tan sólo escuchando a través de la puerta mi nervioso andar en círculos por el rellano de la escalera.

Sábado 9 de agosto Anoche encontré una noticia sobre Susana Andrioni en el diario. Sentí el mismo desasosiego que al encontrar a Humberto. El vacío en el pecho y la sequedad en la garganta, la sensación indescriptible de intrascendencia, de impotencia, la seguridad de no poder hacer nada, de ser un esclavo, un testigo estúpido de los acontecimientos. Hoy, más tranquilo, ojeé otra vez la noticia en el diario de ayer. Luego de un buen rato y ya de nuevo perturbado, busqué lo que había quedado del diario del sábado 2 de agosto. Nada decía de ella. Ni un solo dato encontré a pesar de buscar durante varias horas. He razonado que esto es bastante lógico. Si una persona desaparece, los medios de 20


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prensa no difunden este hecho de forma automática, la noticia no surge espontáneamente el mismo día. La noticia requiere tiempo. Seis días parece un lapso razonable, más teniendo en cuenta que el artículo del diario de ayer dice sobre Susana que “no se ha dado todavía con su paradero”, por lo que deduzco que entre semana debió haber salido la noticia original de la desaparición, no siendo esta segunda más que una recopilación de los avances de su búsqueda. Cuando conecté lo que sabía de Susana por los diarios y tuve una perspectiva ordenada, sentí como si fuera a desmayarme y tuve que apoyarme en una silla para no caer. Yo había leído su nombre junto al de Humberto en el diario de hace una semana, el del sábado 2 de agosto, y esa misma noche había escuchado a los desconocidos del edificio de enfrente gritar sus nombres en medio de una gran procesión. Tan sólo que en el momento de escucharlos no los recordé con claridad. Al leer el obituario de Humberto todo se volvió un poco más claro, aunque tal vez esta apreciación no sea la más correcta. No era el caso de Susana. De ella no había leído ningún obituario, o tal vez (y es lo más probable) tan sólo no lo recordaba. El hecho es que Humberto podría haber muerto el 2 de agosto y no habría nada fuera de lo común en que dos extraños leyeran el pequeño mensaje de su muerte en el diario de la misma noche. Pero repito, este no era el caso de Susana. ¿Cómo podían estos dos desconocidos saber de su muerte cuando la noticia de que “aún” no se la encontraba no aparecería hasta una semana después? Podían haber leído su obituario en el diario igual que yo, lo cual explicaría el recuerdo latente de los nombres al escucharlos en el muro, pero esto generaría un nuevo problema. El diario no publicaría el obituario de una mujer que desapareció varias horas después de cerradas las editoriales del periódico y de la cual se publicaría una o dos noticias la semana siguiente referidas a su ausencia de las tramas de la rutina y de la ciudad. Esto ocurrió el sábado cerca de la Caja de Jubilaciones. Las últimas referencias que se tienen de ella giran en torno 21


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a que el sábado 2 se subió a un ómnibus número 149 en la esquina de la calle Libertad y Bulevar España, con intenciones de visitar primero una librería en las cercanías de la Intendencia y luego una casa para alquilar a la altura de Eduardo Acevedo y La Paz. Un comerciante de las cercanías, de Fernández Crespo y Uruguay, dice haberla visto alrededor de las seis y media. Vestía un pantalón marrón de tela y un buzo amarillo descolorido o crema. Después de eso, nada.

Domingo 10 de agosto Desperté temprano y pensé en aprovechar el domingo, por lo que antes del mediodía estaba saliendo para Eduardo Acevedo. Vi los sobres desbordando el buzón pero igual seguí. Varias razones me llevaron a emprender el matutino paseo. La primera fue que al reloj de pulsera bañado en oro, obsequio de mi madre poco antes de pasar a mejor vida, se le ha averiado algo y hace dos años que no da la hora bien. En la esquina de Mercedes y Tristán Narvaja podría encontrar más de un relojero para arreglarlo de una vez por todas. La segunda razón fue que ayer, antes de acostarme, hablé con Lourdes y acordamos que la pasaría a buscar a la casa de una compañera de estudios cerca de la Facultad de Humanidades. El último y más fuerte de los motivos fue por supuesto (y lo confesaré de una vez) la intriga que me han provocado todas las circunstancias en torno a la desaparición de Susana. Podría ir directo hasta Eduardo Acevedo, a la vuelta pasar por el relojero y más tarde buscar a Lourdes, todo sin desviarme demasiado como podrá comprobar cualquier buen conocedor de la ciudad. La urgencia de la resolución de mis dilemas se volvió a partir de este momento algo imperante, oculto bajo un velo de irracionalidad, de impetuosidad irreflexiva. De pronto ya no sabía bien lo que hacía o por qué. No pensaba en eso. Tan sólo me dejaba guiar, como si algo o alguien quisiera enseñarme alguna imagen reveladora como, por ejemplo, cuán lejos me he apartado de la mayoría. 22


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Así de extraviado caminé por 18 de Julio como un autómata, mirando vidrieras, puestitos de discos piratas y de bombones rellenos; casas de telas, librerías, expos y lo más interesante, alguno que otro bar aún abierto aunque adaptado al nuevo mundo, a la nueva ciudad. En un momento dado, mi vista se perdió al fondo de la vidriera de una farmacia en el reflejo de varios espejos enfrentados en diferentes ángulos, tal vez de forma premeditada, tal vez no. Me sentí durante un segundo transportado y temí desmayarme. Lo que en realidad me afectó, más allá de los productos repetidos hasta el infinito, fue el reflejo de fondo, el de la vereda y su millón de habitantes, sus esencias delirantes, sus intenciones elevadas hasta lo improbable. Caminantes perdidos, como en una tragedia griega, el destino gobernándolo todo, el ser reducido al hacer y el hacer reducido a la nada. Vanas intenciones, tan sólo eso. En el medio una mirada, tan sólo una, y un hombre que se acerca a la vidriera. Su imagen se agiganta y yo me aterro pues sé que no está ahí. Giro y no está, y miro y escruto en la vereda y no lo veo; sin embargo ahí está, en el reflejo de la vidriera, eludiendo a los espejos. Cada vez más cerca ha abierto la boca y muestra señales de querer hablarme. Pero vuelvo a mirar y no está, o el efecto de los espejos enfrentados lo convierte en un elaborado truco de ilusionismo el cual ha llevado como un verdadero experto; tal vez se encuentre en un lugar desde el que no puedo verlo pegado a la vidriera. –Óscar –me dice. –Sí, Óscar –afirmo sin saber qué decir y sintiéndome presa de una terrible alucinación. El otro me palpa el hombro. Siento su mano. En ese momento está ahí. –¿Cómo andás, che? Tanto tiempo... Le ofrezco algo así como un gesto interrogante. –¿No me digas que no te acordás de mí? Carlos, Carlitos... Del iaba, del liceo. Te acordás. Un vago recuerdo, tal vez, sólo tal vez. ¿Lito? 23


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–Sí, puede ser –digo fingiendo recordar con claridad, sonriendo y afirmando con la cabeza. –¿En qué andás, che; tus cosas? –Bien... Todo bien –respondo distraído. –¿Qué hiciste? ¿Tu vieja? En ese momento se me hizo un nudo en la garganta. La conversación dejó de parecerme interesante. Si no hubiera sido por el efecto visual de su llegada en los espejos de la farmacia ya todo se habría terminado. –Yo... Te vi en la vidriera... No entiendo... Él pareció dudar. –La vidriera... –y la miró–. Los reflejos a veces... Parecen otras cosas. –Sí –me sentí estúpido. Ambos respetamos el silencio. –En fin, estoy bien –dije al cabo de unos segundos. –¿Todo bien? –preguntó sin sacar la vista del piso. –Sí. Viste como es, laburando. –Claro –respondió por completo apagado. Otra vez un tenso silencio. –Bueno, yo tengo unas cosas que hacer acá en la vuelta. –¿Vas a comprar algún remedio? –preguntó de golpe. Yo me sentí incomodo por el tono de la pregunta. –No, sólo estaba mirando. Tengo que dar una vuelta. –¿Una vuelta? Marqué mi incomodidad con un nuevo silencio. –Sí. Te voy dejando... Un gusto verte, eh –le tendí una mano. –Claro, claro –dijo aferrándola y sonriendo, como si se hubiera dado cuenta de su actitud incorrecta. –Nos vemos, Ramírez. Saludos a tu vieja –se dio vuelta y comenzó a alejarse por la vereda en sentido contrario. Yo me detuve unos segundos pensativo. ¿Sería que realmente desconocía por completo al hombre con el que me acababa de cruzar? Me había llamado Ramírez, equivocándose groseramente en mi apellido. Tal vez ni siquiera él me conocía a mí. Tal vez sólo se había tratado de una burda confusión. 24


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Por otro lado los apellidos del liceo no son un recuerdo que sobreviva al tiempo más que el de la cara, el aspecto físico, o algún rasgo particular. A mí en el liceo poca gente me llamaba por mi apellido. La mayoría me decía Oqui y si esa otra persona era quien yo pensaba, había sido llamado durante cuatro años Lito, aunque con el tiempo algunos modificamos jocosamente el apodo, agregándole una erre a causa de sus recurrentes excesos con la bebida. No le concedí mucho tiempo a la duda. Me di vuelta y comencé a caminar de inmediato intentando olvidar el curioso incidente que me acababa de ocurrir. Doblé antes de Eduardo Acevedo, en Tristán Narvaja. Caminé dos cuadras hasta Mercedes y fingí lucir despreocupado ante la vidriera de la relojería que guardaba en mi memoria. Roldós Joyas. El hombre en el mostrador me miró casi con agonía en el rostro. En su mirada había un llamado secreto a que pase a su humilde local, ya no que le dé algo para comer, sino que le dé algo para hacer, para deshacer su hastío de ciudadano modernizado, de imbécil aturdido por el cauce tecnológico. Nadie arregla un reloj en estos tiempos, es más barato comprar otro nuevo; nadie compra una joya real pudiendo adquirir una bagatela taiwanesa a una vigésima parte del precio. Seguí de largo de inmediato. Me había molestado esa mirada que revolvía mis dudas, que amenazaba mi interminable soliloquio, mi soledad, el continuo martilleo de mi omnipresente conciencia. Doblé en Eduardo Acevedo por detrás de la Caja de Jubilaciones y me detuve paralizado. La calle terminaba ahí, en la esquina siguiente. Pensé: “Eduardo Acevedo termina en Uruguay, no llega a La Paz; nunca existió un Eduardo Acevedo y La Paz”. En un primer momento sentí el pequeño calorcito en las entrañas que se despierta con la alegría, no cualquier alegría sino esa de un carácter casi morboso que de inmediato es modificada por no ser correcta. Eso tenía que ser así. La desaparición de Susana no podía dejar de ser un suceso fuera de lo normal. En un segundo momento pensé que no, que lo más lógico era que el periódico, más allá del tono ceremonial 25


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que le dieran a la noticia, había errado y feo en la dirección. Podía tratarse de la primera paralela, Arenal Grande, en lugar de Eduardo Acevedo. La confusión es válida, todas esas calles que cruzan 18 de Julio a esa altura se parecen para el peatón desinteresado. La confusión de La Paz con Uruguay fue algo que no consideré en ningún momento. Analizar la calle fue fácil. Una vereda, tres negocios a principio de cuadra, sólo dos viviendas habitables, ningún letrero de se vende o se alquila. Ahí no era; había ocurrido un error. Caminé hasta el final de la cuadra escrutando desconfiado las casas que dejaba atrás como si desde cada una de las descoloridas y ausentes ventanas un par de ojos me siguieran con la mirada intentando ver si había visto, si mi oscuridad permanecía. Giré apresurado en Uruguay, caminé dos cuadras hasta Arenal Grande y di vuelta a la esquina sin pensar demasiado. Mantuve mi rumbo absorto en no pensar en nada, porque uno puede estar muy concentrado en ese objetivo aunque parezca descabellado. Se puede pensar mucho en no pensar en nada. Es un método efectivo contra las recurrentes confusiones a la que nos somete nuestra mente. Porque no se puede dudar de uno mismo. Eso es algo que he aprendido. Se puede dudar de todo, sólo la muerte y uno mismo son cosas certeras. Sin embargo lo veo todo el tiempo, personas huyendo de sí mismas como de la muerte. Pero la similitud es asombrosa; tarde o temprano, ese otro yo, que no es más que el yo original, el verdadero, nos encuentra. La confrontación inevitable y crucial destroza a la mayoría. Así, no podía dudar de mis sentidos; algo fuera de lo normal estaba ocurriendo a mí alrededor. Llegué a la calle La Paz. En una esquina un bar naturalmente cerrado, enfrente una tabaquería oscura, sumergida en su fachada como si la culpa de quinientos años de cáncer pulmonar le hubiera caído encima. De los diez locales posibles (dos pegados al bar, dos a la tabaquería, y tres a cada lado de la esquina en la vereda de enfrente) ocho eran de dos plantas por lo que tenía mucho para mirar. Me ubiqué debajo de la parada de ómnibus tranquilamente y comencé 26


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observando los segundos pisos para luego pasar a las fachadas. Nada, ni un cartel de “se alquila”. Me sentí confundido. Pensé que toda mi tarea detectivesca había sido una estupidez, un papelón digno de perderse en los recovecos de mi memoria. Di la vuelta un tanto decepcionado y me dirigí con aplomo hasta mi apartamento.

Martes 12 de agosto Mi carácter obsesivo me ha llevado a extremos delirantes en más de una ocasión. Así, ayer he comenzado una especie de investigación con el escaso material que tengo al alcance. Esto fue precipitado por la decisión del portero del edificio de meter todos los sobres de mi buzón en una caja y dejarla en la puerta de mi apartamento, hecho que ha tenido consecuencias lamentables que pasaré a detallar a continuación. Buscando en una cantidad considerable de diarios de las últimas semanas fui encontrando una serie de casos, fortuitamente al principio, pero luego de un rato y al establecer un patrón en común, de forma premeditada. Todos ellos sobre desapariciones, pero ni uno sólo anunciando una aparición. Grandes titulares ocupando hojas y hojas sobre las niñas desparecidas en el balneario Marindia o los borrachines que nunca llegaron al bar. Nadie perdido ha aparecido de nuevo en por lo menos dos meses, aunque también consideré que los medios no difunden la noticia de la aparición de un perdido porque a nadie le interesa y porque no vende diarios. Teniendo en cuenta esta salvedad establecí un patrón de casos de desaparición, algunos de los cuales ocupan un lugar en la mitología urbana montevideana. Como la calle fantasma (que no es otra que Paraguay), que se prolonga idéntica a la real, con el mismo estilo de fachadas y los mismos árboles, salvo que no muere en Agraciada, sigue bordeando la bahía y cruza el arroyo Miguelete por un puente de piedra de la época colonial que en nuestra ciudad nunca ha existido. La avenida que aparece en Melilla entre Senda de Paso y Camino Aymará, y que es evitada por los habitantes de la zona como 27


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si de una cosa del diablo se tratara. Son numerosos los casos del hombre que sale en short y chancletas a comprar cigarros y nunca regresa a ningún lado, o las madres de familia que van a la pollería o a la verdulería y nunca vuelven, dejando una familia abrumada y desconcertada. Observé que ciertas zonas de la ciudad son más propensas para este tipo de acontecimientos. El barrio bajo y húmedo que hay entre el Parque Rodó y Bulevar Artigas por un lado y 18 de Julio por el otro, hasta Manuel Blanes o incluso Jackson. La zona en la que yo mismo me he perdido. Las ocho o diez manzanas detrás de la Caja de Jubilaciones; la zona de la Aguada más cercana a la Ciudad Vieja, hasta el Palacio de la luz o hasta Paraguay y Agraciada. También conocí un nombre prohibido, Juan Lesterla, un peatón que acudió en ayuda de una mujer en un incendio y nunca más se supo de él en este lado del espejo. La mujer en cuestión se salvó, pero dijo no haber visto a ningún individuo, a pesar de que la esposa de Lesterla había observado desde la vereda con ojos espantados cómo su marido tiraba abajo la puerta y se metía en el incendio. El caso muy difundido del hombre que llama a un programa sensacionalista en la radio cuando hablan de ovnis y nombra un tal “Plan Avispa” que los extraterrestres llevan en forma conjunta con los norteamericanos en esta región tan abundante en agua subterránea. Habla de los monjes tibetanos de la ciudad de Minas y de la energía geoestática de la región de Piriápolis, y en medio de tanto dato inexacto hay uno que me deja pasmado. –Enrique –le dice el locutor a otro que acaba de llamar–, en Costa Azul usted vio que la rambla termina en el club. Bueno, si usted sigue como para Guazubirá sale a la ruta a un ángulo recto que hace la carretera. Bueno, aléjese de ese lugar, no vaya solo, pues han ocurrido terribles desapariciones de las que cualquiera se puede informar porque se remontan a los tiempos de la Conquista. Este comentario, como he dicho, me hace mella. En efecto, Guazubirá, saliendo de Costa Azul, kilómetro 85 de la Ruta Interbalnearia, la carretera hace casi un ángulo recto 28


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para evitar una lomita que nunca pudieron dinamitar y ese sitio, tan alejado de cualquier paraje civilizado, es uno de los lugares con mayor número de desapariciones en mayor lapso de tiempo, empezando por Adolfo Pérez del Castillo y toda su compañía que consistía en 34 soldados y 67 indios arachanes capturados en una batalla en el arroyo Yaguarí en agosto de 1837. Esta historia macabra se prolonga en los dos siglos siguientes de una forma no siempre bien documentada por la asociación un tanto supersticiosa de estos sucesos con el fenómeno ovni que por otro lado se encuentra extrañamente bien documentado en nuestro país por la Fuerza Aérea y por la torre del Aeropuerto de Carrasco. El ala entera del cementerio que varios vecinos de El Buceo dicen que aparece en diversas noches sin luna y las historias de la muerta enamorada, etc. La quinceañera ahogada en el laguito del Parque Rivera y que ha pasado a la posteridad como “La Llorona” pues en ocasiones se aparece y su lamento se escucha desde Avenida Bolivia. Los callejones que aparecen y desaparecen como los tallos de una rama en la calle Yaro y que varias personalidades de los bares de Constituyente evitan como un vaso de leche o una partida de truco argentino por plata, pues aseguran que el que se pierde ahí o no vuelve o vuelve raro. La investigación no se redujo al área de Montevideo, en donde los casos de desapariciones son miles pero todos similares, sino que he intentado ser más amplio y he ido hoy de tarde a la Biblioteca Nacional en busca de datos más curiosos. No entraré en detalles ahora, pero debo admitir que he encontrado cosas que parecen de ciencia ficción. A modo de ejemplo, el ejercito de 14,000 hombres que debía acudir en ayuda de uno de los nietos de Gengis Kan, Batu Kan, en la defensa del sitio de una ciudadela moldava. El emperador mongol tuvo que retirarse y nunca jamás volvería a tener control más al oeste del Mar Caspio. Esto ocurrió en el año 1255 mientras Hulagu, otro hijo de Gengis, planeaba el incendio de Bagdad, la ciudad más antigua del mundo y poseedora de una biblioteca con 150,000 volúmenes. Uno puede concebir el extravío de 14 personas. ¿Pero 14,000? ¿Cómo se extravía 29


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tanta gente? Pues nunca llegaron a ningún lado, ni sus cabalgaduras, ni nada de sus pertenencias. El suceso del Mary Celeste, el barco lleno de colonos que apreció en las islas Azores, pero vacío. El pueblo maya de Xultlocan del que se conservan registros exactos referentes a la desaparición de todos los habitantes una tarde de mayo 1508. A igual que en el Mary Celeste, se encontraron los platos sobre la mesa y en el fuego la comida lista. Todo preparado para la rutina cotidiana pero de golpe no hay nadie. Observé que otras tres personas se habían perdido en las últimas seis semanas en la misma zona que Susana Andrioni. El mismo error en todos los artículos: Eduardo Acevedo y La Paz, como la repetición del acto de un imbécil. Es difícil imaginarse a Eduardo Acevedo cortando La Paz, aún sin conocer demasiado la ciudad. Con respecto a esto agregaré que las direcciones se repiten exactamente en los sobres, sobre todo en los casos de error. También me interesó un segundo patrón de acontecimientos, los duplicados. Estos no ocurren tan a menudo como las desapariciones pero de todas formas están asociados a sucesos cercanos a la muerte y suscitan las más descabelladas especulaciones. Muchas veces los familiares de alguien muerto dicen ver un doble de su ser querido actuando como su copia en los días venideros al deceso. Esto es bastante común y está oculto bajo el velo moral y cristiano del misterio disfrazado de respeto que hay hacia la muerte y hacia los muertos. Pero aún más morboso es cuando el familiar vivo desconoce la muerte de quien le hace compañía y mantiene la convivencia como si nada. De estos peculiares acontecimientos surgen conclusiones asombrosas. Todos los duplicados son identificables con facilidad, no tan sólo por la demasiado evidente exactitud física, sino por la falta de concordancia en todos los demás rasgos que no fueran la apariencia y sus dependencias. Un comportamiento extremadamente introvertido, respuestas monosilábicas cuando no gemidos y falta de coordinación general de varios movimientos simples como caminar o manejar cubiertos durante una cena. Este 30


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tipo de hechos son más comunes de lo que se podría pensar. Cuentos de fantasmas se narran en todas las casas, sobre todo en las antiguas, pero muchos de estos cuentos no son tales y la entidad sobrenatural no está hecha de humo ni flota, es una réplica exterior exacta de aquella persona que una vez ha estado viva, y opera imitándola. También he observado que en algunas ocasiones el doble aparece antes de la muerte, como anunciándola. Este punto en particular de la investigación me interesó en forma particular y comencé a averiguar los datos más relevantes movido por una sola razón: la desconfianza que despiertan en mí ciertas personas cercanas. Los ejemplos más evidentes son por supuesto la señora Ramírez y Lourdes, las dos mujeres que de alguna forma manipulan mi conciencia. Esto no ocurrió por casualidad. Se debió a que, al volver a casa el otro día, frente a mi puerta encontré una caja de cartón con el contenido del buzón. Estaban todos los sobres en orden, acomodándose a medida que iban llegando. Por la cantidad y por el tiempo que llevaba sin recogerlos adiviné que deberían de llegar como mínimo una vez por semana y en algunas ocasiones dos o hasta tres. No les hubiera prestado atención de no ser por el que abrí la otra noche. De alguna forma que desconozco estoy en la seguridad de afirmar que la dirección ficticia que venía en el sobre correspondía a la de Humberto Fernández, aquel hombre que había dejado este mundo de una forma que nadie notificaba, ni cuándo, ni cómo, ni dónde. Guardé el último sobre en mi bolsillo en donde aún permanece cerrado y comencé a abrir los otros empezando por el más viejo. Así, repito lo que he dicho antes, en todos los casos constatables de direcciones erradas en el diario, como el caso de Susana, Eduardo Acevedo y La Paz, un sobre ha llegado por el correo a mi buzón. De esta forma, el penúltimo sobre permaneció en mi mano un par de minutos mientras lo escrutaba con la vista como si poseyera el detonante de una bomba que fuera a activar al abrirlo. La dirección y el mensaje no me sorprendió de inmediato: Eduardo Acevedo 5666, esquina La Paz. Sábado antes de las siete. 31


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Ayer de noche ha tenido lugar un acontecimiento que me ha llevado a obrar de una manera extrema. A eso de las 10:20 (recuerdo haber mirado el reloj de pared camino a la cocina) escuché un ruido del otro lado de la puerta del apartamento. Aunque no fue exactamente un ruido, tenía el convencimiento de que alguien esperaba del otro lado de la puerta. Me arrimé y temí mirar por la mirilla por lo que me quedé ahí parado un instante. Tomé el pomo de la puerta; tuve la certeza inexplicable y aterradora de que alguien lo sostenía del otro lado y estaba a punto de girarlo cuando yo puse mi mano sobre él. Ese otro había captado mi presencia de igual modo que yo había captado la suya, de una forma absolutamente extrasensorial. No lo había visto, ni oído, tan sólo sabía que estaba ahí. Levanté la vista bastante asustado y saqué la mano del pomo sólo para ver como giraba ante la presión del intruso. Fui alzándome poco a poco con la cara pegada a la puerta en un irrepetible silencio hasta que mi frente dio con el frío metal de la mirilla. Temí la responsabilidad que implicaría mirar a través de ella y me detuve un segundo. Al mirar, dubitativo y temeroso, lo que veo es un ojo. Se me cierra la garganta y durante un momento me quedo paralizado y ni respiro. El iris alterado por un anormal temblequeo, y al instante una figura blanca que refleja la luz del descanso de la escalera se aparta con rapidez y desaparece de mi reducido campo visual. Me aparto contrariado de la puerta; ¡realmente hay alguien! Vuelvo a mirar movido por la curiosidad y veo todo oscuro. ¿Han apagado la luz del descanso o han obstruido la mirilla con algo? La primera posibilidad parece más adecuada pues tampoco pasa luz por debajo de la puerta o por el hueco de la cerradura. Me siento impotente, como si viendo a través de la puerta pudiera controlar los acontecimientos, pero no lo hiciera. Comienzo a gritarle. Le grito que no puede estar donde está, que no puede apagar la luz, que es un intruso y que voy a llamar a la policía. Entonces ocurre un destello de luz (yo no observaba por la mirilla en ese momento) y el ascensor que se activa. ¡Se está yendo! ¡Va a salir por la puerta 32


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del edificio! Corro dificultosamente hasta el cuarto chico y luego de un instante logro abrir la ventana que da a la calle. ¡El ascensor se ha detenido! Abro la persiana y miro hacia el exterior. No sé bien qué fue lo que vi (tan fugaz fue la imagen), pero seguro que se trataba de una persona. Salió del edificio y cruzó la calle apresurada en lo que duró un instante. Miró hacia atrás para comprobar si alguien la seguía y se perdió a la vuelta de la esquina. En ese instante en el que pude mirarla capté que se trataba de una mujer morocha y que llevaba puesta una bata blanca que reflejaba la luz en forma exagerada. En un momento de lucidez he pensado: “Se parece a Lourdes”. Si no fuera por la inusual vestimenta y por su extraño comportamiento, bien podía tratarse de ella. He intentado apartar este pensamiento de mi cabeza pero luego he recordado los comentarios de la señora Ramírez acerca de las visitas fuera de horario de Lourdes y su aparente actitud en extremo esquiva. Esto es lo que me ha llevado a averiguar acerca de los duplicados. Porque, si esa era ella, ¿por qué no tocó a mi puerta en busca de mis besos? ¿Por qué apagó la luz sino para que no la viera, para no ser reconocida?

Viernes 15 de agosto Me hubiera gustado haber preparado algo, como llevar unos tirantes para sostener las cajas o conseguir una escalera, pero no. La idea de que Lourdes se ha ofendido por no pasarla a buscar el otro día me tenía distraído. Así que ahí estaba yo, frente a las mismas cajas una noche similar. Transcurrió como un calco de la pasada. Puse una caja sobre la otra, me trepé y esperé junto al muro. Las voces aparecieron sin ningún preámbulo, rompieron el silencio como si de un fino cristal se tratara. La combinación de la voz gutural de un lado y el leve susurro del otro le daba un aire de irrealidad. El mismo proceder de la otra noche. –Arturo Fernández... 33


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–También. –Sebastián Eira... –También. La simetría del comportamiento de los dos individuos del edificio de al lado y los razonamientos que fui haciendo mientras se desenvolvían me hizo pensar que no eran humanos, que no seguían un patrón de conducta similar al que hubiera seguido una persona normal. Me puse de espaldas al muro y entonces casi me caigo de las cajas. Porque no todo había salido como lo había planeado. En la planta baja de mi edificio la familia Pérez me observaba atónita a través de los ventanales del vestíbulo. Los quedé mirando serio pues no atinaba a nada más, tan embarazosa era la situación. Intenté pensar en que no me vieran, convencerlos telepáticamente, camuflarme con el muro pero nada funcionó. La señora Ramírez había fallado. O no había escuchado (lo cual parece muy poco probable), o había sido incompetente, o me había querido dar alguna lección o gastarme una broma. Me imaginé a la oscura vieja riéndose del otro lado de la ventana del cuarto piso mientras yo pasaba una vergüenza indescriptible ahí abajo en el patio y lamenté no poder transformarme en un Charles Bronson vengador y salir a matar a todos los jodedores, empezando por la diabólica septuagenaria. Pasado el bochorno subí rabioso y golpeé a su puerta. En este momento debería aclarar que he tenido una conversación con la vieja; le he contado todo y ella me ha sugerido que indague más acerca del griterío del edificio de enfrente. Hemos planeado juntos la estratagema lo cual explica el sentimiento de haber sido traicionado que me invadió apenas logré eludir las fútiles explicaciones a Ramón Pérez, el padre de familia del apartamento del segundo piso.

Sábado 16 de agosto Durante unos instantes me he sentido vacío. Es una sensación indescriptible, como si uno estuviera hueco, vaciado de 34


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repente; sólo el pensamiento, constante, eterno. No es que estuviera dudando de mis percepciones o de mi razón, tan sólo era uno de esos estados de ánimo excepcionales: el recuerdo vago de una fiebre de cuarenta grados en la infancia, una sensación de ahogo en la garganta y de presión en la cabeza, como si el cerebro se quisiera salir, y el cuerpo no ausente, vacío, como una cáscara, una herrumbrada carrocería inmóvil. Pero fue sólo un instante. No estoy enfermo, sólo necesito un poco de sol. Todos los domingos han sido lluviosos y grises. La percepción sutil de que afuera de la oficina es de día y el sol reina sobre la ciudad me llega en el aire que entra cada vez que abren la lejana puerta del edificio, en la sonrisa de los que recién entran, en las miradas tibias, los comentarios de los titulares en los diarios sobre el partido de ayer. Observar a las personas y ver en ellas lo que no se ve me permite evocar cosas de mi vida que en realidad tal vez no estén ahí; eso es algo que por lo menos tengo claro. Todo fue muy repentino. –A mí no me vas a tomar el pelo –dijo la vieja. No recuerdo qué dije yo, sólo su respuesta. –Arenal Grande no cruza La Paz. Casi me desmayo. No por el impacto de su consabida revancha, sino por la certeza de su afirmación. Por supuesto que no la cruzaba, no necesitaba acudir a un mapa. –Ya lo sabía –dije en un susurro. –Si ya sabías me estás tomando el pelo. –No, Nené. No le tomo el pelo. –¿Entonces? –Entonces... Me parece que me estoy volviendo loco. –No, no te estás volviendo loco, ya estabas loco desde antes, esto es de hace años. ¿Y el pibe ese que te encontraste, también es un invento? La calle Renacimiento no existe Oscarcito, ni acá ni en San José, tampoco en Canelones o en la Costa de Oro; yo llamé al conocido mío en el diario, ése del que te di el teléfono. Menos mal que no llamaste. ¿Estabas drogado ese día? Yo te iba a dar una mano porque me pareció intrigante, pero ahora ya no hay ningún misterio, vos te volviste loco. 35


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No le respondí. Giré sobre mí mismo y subí la escalera hasta el apartamento con el peso de varios mundos sobre los hombros. Al entrar sonó el teléfono y yo lo miré como si fuera la caja que encierra a la cobra de los encantadores orientales. Cuando dejó de sonar lo desconecté, cerré las cortinas de todas las ventanas y me acosté a dormir de inmediato. Mi mente me traicionó también dormido, no había refugio, ni siquiera debajo de las sabanas y los acolchados. Soñé con la calle de los sauces llorones, eternamente en penumbra y con ese silencio tenso que insinúa sonidos inaudibles. ¿Cómo podría escapar a la amenaza de esos susurros irrepetibles? Sólo la misma casualidad que me llevaba a ella me lograría sacar, ninguna causalidad. No había forma de descubrir sus misterios, ni de adueñarse del control de la situación. Esta tarde he abierto el último sobre. Dice en letra imprenta clara: Renacimiento 486. De noche, antes del Miércoles.

Domingo 17 de agosto Apenas despierto tuve un presentimiento. Me levanté y conecté el teléfono el cual sonó al instante, dejándome aturdido. A veces un teléfono parece animado y representa una amenaza casi sobrenatural. Desafía con su sonido persistente y autoritario. Es Lourdes, atendé. No quiero atender, no quiero hablar con nadie. No fue una pregunta, fue una orden. Atendé. No quiero. Nadie te preguntó, atendé. ¿Y si no atiendo? No hay respuesta. Es Lourdes. –¿Cómo andás? –Más o menos, yo qué sé, bien. –¿Más o menos? ¿Qué te pasó? –Nada, muchas cosas... Nada, no, nada... –No te entiendo. ¿Qué pasa que no me llamás? –Yo qué sé –y la conversación ya me hastía. –El otro día no me fuiste a buscar. ¿Qué te pasó? –No sé muy bien. Me perdí. –¿En dónde? –típico tono irónico. Hago una pausa pero no lo pienso demasiado. 36


El otro Montevideo

–En la otra ciudad. –¿Cómo? –En la otra ciudad –repetí cansadísimo–. En la de los sauces llorones, en la que hay una calle que se llama Renacimiento y otra que se llama Juan Lesterla en conmemoración a un murmullo entre las copas de los árboles. En la ciudad en la que Eduardo Acevedo llega hasta La Paz y la cruza, pero no la misma Eduardo Acevedo y tampoco la misma La Paz; en la ciudad en la que los días son desconocidos de las noches; la que descansa sobre un manto de agua podrida y pantanosa, el agua que se filtra entre los adoquines y a través de las paredes. ¿Entendés? Esa otra ciudad. –Óscar, ¿qué te pasa? –dice luego de unos segundos en los que siento que del auricular han salido unas garras que me aprisionan el oído. –Nada me pasa. Que un día voy a escuchar cómo dicen mi nombre desde los altos del edificio de enfrente. Que después voy a pasar a ser un murmullo húmedo, una vana y desagradable intención; un cúmulo de intenciones que ya no busca un sentido, sino destruir todos los sentidos. –No te entiendo, estás rarísimo –fingido o no, tono nervioso. Yo pienso un segundo. Ella no tiene por qué saber nada de eso. A menos que... –Decime Lourdes –ella escucha–, ¿cómo entraste el otro día al edificio? ¿Quién te abrió? –¿Cuándo? –El otro día. La mujer de abajo me dijo que te vio como intentando entrar al apartamento. –¿Qué mujer, Óscar? –tono de reproche. –La vieja de abajo, ¿te acordás? La que me robaba los diarios. Dice que te vio y yo le creo. –¿Qué diarios, Óscar? No te estoy entendiendo nada. –La que me presta el diario ahora porque hace un año arruinó la confianza con el del quiosco que me los traía todos los días. Yo te conté. –No, Óscar, no me contaste nada. Me dijiste que el piso 37


Álvaro Morales

de abajo está desocupado desde que murió tu madre hace un año y hasta me jodiste diciéndome que me fuera a vivir ahí. Yo te respondí que ni en pedo podía pagar lo que valía. Por otro lado, tenés un cuarto entero lleno de diarios, los compras todos los días, hasta a veces diferentes ediciones del mismo día. Yo te pregunté si los coleccionabas y vos no me respondiste. Yo te jorobé que tenías un cuarto lleno de papel secante la vez que se me derramó el vino en la cocina. ¿Te acordás? Dios mío. De golpe estoy rodeado de papel y tinta. Sobre el escritorio, desbordándose por el dintel de la puerta que alguna vez sería ocupada por alguien antes de la muerte de mi madre, en la repisa, pedazos del suplemento dominical y del libro de clasificados por el piso de la salita, sobre el bidet y en la repisa del baño, en la misma mesa donde está puesto el teléfono que brama pues el auricular cuelga en agonizante movimiento circular a escasos centímetros del piso. Lunes 18 de agosto De noche otro llamado. –¿Ramírez? Hago un silencio. –¿Quién habla? –Sergio, el del quiosco –dice apresurado–. Le llamo para ver si quiere que le reanudemos el envío del diario. –¿Cómo? –Verá, he observado que todas las noches usted se desvía por San José una cuadra para comprar el periódico, esto me ha hecho pensar que tal vez usted quiera reanudar el envío que se suspendió con la muerte de la señora Nené. –Sí, entiendo. Sería muy conveniente. –¿Entonces lo pongo en la lista? –Anóteme, por supuesto. –Perfecto, pero sabe que tiene que venir a firmar a la oficina en los próximos tres días. –¿A la oficina? –Sí, ¿anota? 38


El otro Montevideo

Tomo la lapicera junto al teléfono pero no encuentro nada sobre qué escribir. –Espere un momento. Voy a la cocina por una servilita. –Lo escucho. –Usted sabe que el otro día me llegó una queja de un vecino de su manzana y me parece que le van a hacer una denuncia. –¿Cómo? –Por invasión de privacidad, el gordito pelado que vive en el edificio de atrás del suyo. Me quedo en silencio. –Pero mire que no creo que sea nada serio. Yo sólo le aviso para que esté prevenido. Dicen que usted todas las noches los espía por la ventana que da al patio interior de su edificio. –Sí –respondo un poco avergonzado–. ¿Todas las noches? –Sí, todas las noches. Los que le han visto dicen que actúa de una forma desconcertante, como si no fuera usted. –He ido sólo dos veces y mis razones no son espiar sino otras muy diferentes. –Fue ayer y otro día más, eso dice usted. –No, ayer no. –Anoche yo mismo lo vi, detrás del limonero. –Es un duraznero. Pero ayer no, ayer no fui. Un silencio. –Sería alguien muy parecido entonces. –Puede ser –digo rechinando los dientes. Otro silencio, como si no se animara a decirme algo. –Yo sólo para avisarle, no. –Muchas gracias –apenas atino decir. –Bueno... ¿Anota? Salgo de mi letargo. –Sí, diga. –Anote... Renacimiento...

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Esta obra se terminรณ de diagramar en la otra Montreal, que comparte frontera con la otra Tijuana, en agosto de 2016. Los kodama la cruzaron para dar cuenta de ello.




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