Soledades de interior (maqueta final)

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Lo siento, pero perdimos el derecho a irnos en paz iba a ir. Por lo visto, esa misma mañana, se fue al banco para tomar las disposiciones pertinentes en relación a todas sus cuentas corrientes —insinuó ella, dejando milagrosamente de llorar y evidenciando, sutilmente, la luz del fisgoneo en sus ojos. Era y soy consciente de las debilidades de la naturaleza humana y presentía, con la más absoluta certeza, de que iba a escuchar miles de comentarios y preguntas, saciados de morbo y curiosidad malsana, envueltos y disfrazados en teorías justificativas y supuestamente humanitarias, para apuntalar algunas quejas que pudieran escaparse de la engañosa moralidad de quienes los formulaban, a la vez que asignar un hipócrita toque de racionalidad a un dolor que arrastró a un hombre a un callejón sin salida. No quería, ni estaba dispuesto a entrar en ese juego sucio, entre otras cosas porque yo sufrí, y padezco aún, los efectos del mismo. Pero sin darme tiempo a advertir su aparición, se nos agregó, inesperadamente, una señora de muy buen ver, de cabello rubio y bastante coqueta, con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca de amplio escote, que sugerían, sin recato, un cuerpo donde todo era posible. —Mi hijo me acaba de llamar y me lo ha contado todo… ¿Qué ha pasado, Yolanda? —interpeló la mujer, sentándose a su lado, a la vez que me observaba con minuciosidad, de arriba a abajo, sin perder ningún detalle. —¡Una desgracia muy grande, amiga mía! —respondió Yolanda, recomponiendo con prisas la congoja adecuada a la situación y acercando, visiblemente, un pañuelo a sus ojos.

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