Soledades de interior (maqueta final)

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La apuesta de las venganzas del amor Cuando alcanzó que Alfonso se evaporara de su entendimiento, Sonia se percató de que el reloj del automóvil señalaba las ocho de la mañana. Tenía tiempo de sobra para coger el barco a Algeciras de las nueve. Así que giró la llave de contacto, arrancó el motor, puso algo de música a todo volumen y salió del garaje en dirección a la zona de embarque de coches del puerto. Deseaba y necesitaba huir, ahuyentar sus fantasmas, apartarse de las escenas y los decorados que tanto dolor le producían, aunque fuese solamente por unos pocos días. Pero al iniciar el recorrido de la avenida de acceso a la estación marítima, en el carril derecho y muy cerca de la acera, observó, repentinamente, una moto volcada en el suelo, con las luces encendidas, y a lado de esta, el cuerpo de un hombre, que estaba tumbado en el asfalto, sin moverse, llevando un casco negro. Instintivamente, frenó bruscamente y se bajó del auto, corriendo desesperadamente hacia donde yacía el motorista. Y la sorpresa y la estupefacción al reconocer a aquel rostro, impulsaron a Sonia, sin contemplaciones ni compasión, de nuevo al abismo: —¡No puede ser! ¡Esto no es posible! —pellizcándose y dándose golpes a sí misma, como queriendo despertar de una horrible pesadilla—. ¡Alfonso!, ¡Alfonso!, ¡Alfonso! —gritó a continuación, sin obtener respuesta alguna. Como una autómata, en un estado dominado por puros actos reflejos, miró a su alrededor buscando ayuda: no había nadie, estaba completamente sola. Inmediatamente regresó al vehículo para localizar su móvil y solicitar el auxilio de los servicios de urgencia. Después de contactar con estos, volvió al 130


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