La corbata y otros signos de infamia

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versa. Comencé por analizar, con ayuda de mis rudimentos de anatomía, qué sería preciso hacer para unir a dos personas en un solo cuerpo. Primero, cada uno tomó una tijera con la mano derecha y la blandió para proceder al primer corte. El problema es que no recordaba que, como estábamos de frente, su derecha era mi izquierda; así lo único que conseguimos fue golpear las hojas de las tijeras. Una danza de cangrejos. Fue algo bastante estúpido; al poco rato la situación se volvió insoluble y comencé a perder la paciencia: para arrancarnos los dedos y luego intercambiarlos debía haber otro modo (ya ni hablar de las complicaciones que sería intercambiar una pierna o la cabeza). Un espejo con un idiota en cada lado. Luego de pensarlo y abortar el primer plan, decidí que Qu debía dejar de moverse. Lo llevé a dar un paseo la siguiente tarde. La entrada del edificio es angosta, sólo cabe una persona, y está flanqueada por paredes calizas con bastantes protuberancias. Estuvimos caminando una media hora, observando en gestos gemelos las buganvilias y atiborrándonos de aire cálido y sol quemante. Luego eché, echamos, a correr a través del patio, saltando sobre los charcos y tratando de no mover las manos. Yo viré hacia la puerta de entrada. Qu hizo lo mismo. Llevábamos el mismo paso. Tosimos en el mismo instante. Pero yo entré por la puerta estrecha tan rápido como pude. Qu iba a mi lado. No logró atravesar. Debió estrellarse contra la pared. Se oyó un ruido sordo y acuoso. Listo, pensé. Luego me desvanecí. Desperté mientras era llevado por un tipo forzudo. Grité. Tenía un dolor punzante en la cabeza que se prolongaba desde la frente hasta la nuca; me toqué la 74


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