En el Jardín del Edén. Carlos Martí

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Estos, lentamente unos y más presurosos otros, saltaron y apoyaron los pies desnudos sobre las grandes losas de piedra que cubrían el suelo. Aquellas ruinas emanaban un misterio muy antiguo, juzgó Daril al primer vistazo. Jamás nadie les había hablado de aquel lugar, así que desconocían todo lo referido a la ciudad caída en la desgracia y el olvido. ¿Cuánta distancia habrían recorrido? Era imposible de calcular. Los pegasos se habían revelado como animales rapidísimos, bien podrían estar en otro extremo de aquel Jardín sin límites. La Esfera de Luz permanecía inmóvil, aguardándoles. Tal como habían visto antes, se había posado en el centro de una plaza rectangular, elevada del terreno, rodeada por diez escalones de piedra gastada y vieja en torno al borde. En cualquier otra dirección los querubines no vieron más que aburridas columnas, muchas de ellas en un peligroso equilibrio: restos de mansiones y cicatrices en el suelo, trazadas por donde en su día hubieron muros. Por ahí no se veía nada interesante. Pero en la plaza sí quedaba algo digno de estudiar y observar de cerca: la Esfera de Luz, que esperaba pacientemente. Los querubines, naturalmente, se lanzaron hacia ella. Era muy grande. Debía ser tan alta como Maese André y brillaba sin que la luz fuera cegadora. Además, si se fijaba

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