Ciudad Humana 3: Guerra. Carlos J. Lluch

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© Ciudad Humana. Guerra © Carlos J. Lluch © Portada: Daniel Expósito Corrección: Sergio R. Alarte (www.kharmedia.es) Maquetación y diseño: Kharmedia (www.kharmedia.es) Primera edición: Diciembre 2015 © Kelonia Editorial 2015 Apartado de correos 56. 46133 - Meliana (Valencia) kelonia.editorial@gmail.com www.kelonia-editorial.com ISBN: 978-84-944802-3-2 Depósito legal: V-3117-2015




NOTA DEL AUTOR Hola de nuevo. Me alegro mucho de ver que te has animado a acompañarme en el final de esta historia. Gracias. De corazón. ¿Sabes? Siento vértigo. Han pasado más de cinco años desde que comencé a escribir Ciudad Humana; siete, si cuento el relato que dio pie a todo. Y todo termina con el libro que sostienes en las manos. Lo único que he querido hacer ha sido contar una historia. Si lo he hecho bien o mal, no soy quien para juzgarlo. Lo que sí puedo afirmar es que me lo he pasado en grande. CH (disculpad que la llame así, es la costumbre), me ha cambiado la vida en muchos aspectos. Me ha producido alegrías increíbles, me ha permitido conocer a gente maravillosa con la que he compartido momentos imborrables, he disfrutado de viajes por toda España… Le debo mucho. Y también siento algo de pena. Voy a echar mucho de menos a mis muchachos, ya fueran de los caídos o de los supervivientes, tuvieran más o menos relevancia en la historia, da igual. Porque mientras los escribía, todos ellos eran reales en mi cabeza: sentían, amaban, reían y lloraban. Alguna vez he comentado que aún me queda otra idea en la cabeza para contar sobre CH, pero independiente de ésta que ahora finaliza. No sé cuándo la escribiré, ni tan siquiera si lo llegaré a hacer. Pero estoy divagando, perdón. Supongo que mientras escribo esto, muerto de sueño, me estoy poniendo algo melancólico. Ah, antes de que se me olvide. Un consejo: si hace mucho que leíste “CH” y “Caos”, y tienes memoria de pez como yo, vuelve a leerlas antes de entrar en “Guerra”, lo agradecerás. Yo te espero aquí mismo. ¿Ya? Bien. Pues no te voy a dar mucho más la brasa. Enseguida te voy a dejar con Javier Trescuadras, que creo que quiere comentarte algo sobre los libros. A mí sólo me resta reiterarte mi agradecimiento 5


y desear, desde lo mรกs profundo de mi ser, que el final de este viaje que hemos hecho juntos sea de tu agrado. Bienvenido de nuevo a Ciudad Humana. Gracias por venir.

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Suenos

Javier Trescuadras

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ueños. A menudo los autores hablamos de sueños, quizá con ligereza o con excesiva emoción, pero no podemos negar que nos embargan, nos poseen, nos empujan cada día cuando nos ponemos frente al procesador de textos. El de Carlos empezó hace varios años, cuando tuvo la idea de cercar su ciudad con coches abandonados y poner al frente a un puñado de hombres valientes. No era un sueño fácil, nunca lo son si me permites el consejo. Muchos por entonces tenían sueños similares y las estanterías se abarrotaban de material reciclable. Pocos hubo que merecieran la pena. Carlos soñaba, y conforme lo hacía, Cartagena, la ciudad que ama como si fuera una mujer joven y voluptuosa, mutaba, se convertía en otra cosa, en un lugar podrido por fuera, moribundo por dentro y lleno de personas que respiraban el mismo aire que los muertos que se agolpaban contra sus muros. Era su sueño, y nadie podía pararlo. Mientras el mundo palidecía ante una crisis económica profunda y cruel que no pedimos, Carlos no dejaba de soñar en esa ciudad donde Gonzalo, Alejandro y Nacho intentaban preservar los cimientos de una nueva civilización, de alimentar la esperanza de una urbe que se mantenía pese al azote de una muerte que caminaba. Y ese sueño febril y revolucionario no te llevaría al contagio, a la pandemia y a un apocalipsis que cabalgaba libre como una chispa de fuego sobre un campo de trigo seco, no, Carlos soñó con el futuro, 7


con lo que ocurriría si el tiempo pasara insolente sobre nuestras cabezas como siempre hace, y Cartagena dejara de serlo y pasara a convertirse en Ciudad Humana, y el mundo tal y como se conocía en nuestra época se desvaneciera ante tus ojos. Era una visión beatífica, similar a la que relatan las Sagradas Escrituras en su parte última. El final de una era, el inicio de otra en la que el Hijo del Hombre vendría a juzgar a vivos y a muertos en un reino que no tendría fin. Permíteme parafrasear ese pasaje de la Biblia, porque de algún modo, la ensoñación de Carlos sobrevoló sobre esa idea, y sin dogma alguno, hizo un ejercicio único de lo que podría ocurrir tras el Apocalipsis, no centrándose en él ni en su origen, como mandan los cánones de la cultura de Romero, sino llevándose a la humanidad mucho más allá, a un gueto sitiado, a un punto en el mapa donde la vida seguía su curso, quizá de manera descarada, frente al marasmo pútrido e iracundo que la rodeaba. El sueño de Carlos había cristalizado, pero mientras todos lo devorábamos presas de su contagio, o sobrevivíamos tras los muros de Ciudad Humana, o nos convertíamos en las fuerzas del orden para salvaguardar a los inocentes como z-men, la mente que había tras el gran ojo siguió pergeñando, no satisfecho con lo que había ocurrido en sus calles, con su gente, con la amenaza que había conseguido reanimar; y así un ya experimentado Carlos tuvo otra visión. En ella, Gonzalo había sido derrocado por sus drásticas formas de contener a una población asustada, al borde de la extinción que recorría sus propias calles. No hacía falta ser condenado al exilio y acabar con las puertas de la ciudad a la espalda, con un arma cargada y una horda de no muertos frente a ti para sentir pavor; el sueño de Carlos había llevado el caos al interior de tu casa, al patio donde jugaba tu hijo, o al bar donde comías con tus padres los sábados. Con una premisa tan sencilla e intensa como un buen whisky, cualquiera puede morir en un segundo y pasar de ser el mejor amigo, la persona que amas o tu propio hermano, a un enemigo que burla a la dueña de la guadaña y ansía tu carne. No era necesario ser mordido ni asesinado, porque podías sufrir un infarto o un aneurisma desayunando, y dejar de ser quien eras para lanzarte a devorar al que estuviera a tu lado guiado por un impulso salvaje. En un apasionante giro de acontecimientos, Carlos volvió a sentir el despecho del desamor hacia esa ciudad que le vio nacer, y en la que todos ahora vivíamos, asistiendo en primera instancia 8


a la destrucción del poder absoluto, a la guerra y a la traición más dolorosa, a la venganza por encima de la supervivencia; en resumidas cuentas a todo lo que es capaz de hacer el ser humano desde que el mundo es mundo para en segunda, hacerlo mil pedazos en pos del propio beneficio de unos pocos, ¿te suena? ¿A que no resulta tan alejado de la vida que conoces? Créeme si te digo que he disfrutado con el final de muchos sueños, me refiero a sueños que hojear en papel ahuesado, pero pocos como el que me hizo vivir él cuando el caos llegó a su colapso. Aún recuerdo cuando le llamé por teléfono para acordarme de su familia, a la que adoro, mucho ojo. Fue para mí uno de esos finales que recordaré mientras viva, como cuando se me saltaron las lágrimas leyendo el final de The Road, de McCarthy, en el tranvía de camino al trabajo. De esos finales que te arañan el alma y la retuercen a su antojo. De esos finales en los que dices: ¡Caguen! Y vuelves a releerlo unas cuantas veces. De esos. Él siguió soñando mientras nuestra percepción de la realidad se transformaba para siempre pues, y es lo mismo que te ocurrirá a ti si decides averiguar de qué va el universo Ciudad Humana, una vez que te sumerjas en él ya no volverás a ver Cartagena como fue, sino como un recuerdo superpuesto y efímero, y mucho mejor aún, cada vez que la visites, si tienes ocasión de hacerlo, pensarás en qué momento se irá todo al traste y la visión de Carlos se hará realidad. Ya no habrá vuelta atrás para ti, como no la hubo para mí. Cuando la leas, ya no serás capaz de atravesar la autovía en su dirección y no ver las columnas de coches apuntando al cielo, ni de tener la sensación al pisar sus calles de cruzarte con Gonzalo, o con un z-men en moto con su casco característico, o con sir Conroy y sus cuchillos, o con Jack… Ya nada será igual cuando conozcas a Jack, te lo aseguro. El último sueño de Carlos tuvo lugar hace no mucho. En él estamos ahora mismo. Te enfrentas a un mundo en guerra, a la eclosión final que determinará el futuro para todos, incluso para él mismo, y no por ello ha perdido el enfoque, ni la tensión narrativa, ni las buenas formas. Al contrario. He conocido muchas personas en mi vida, pocas con el optimismo y tesón que él imprime a todo lo que hace, ni a cómo se enfrenta a la adversidad cada día, ni cómo valora los buenos momentos, a los buenos amigos. Por ello me siento afortunado. Pero dejemos los sentimentalismos aparte, es su sueño y como tal, cruel y maquiavélico. Los sueños son así en ocasiones, y 9


consciente de la gran responsabilidad que conlleva haber sobrevivido a una ciudad entera a lo largo de décadas en mitad de un holocausto de no muertos, no le tiembla el pulso ante lo que debe hacer. Lo que quiero que entiendas llegado a este punto es que el sueño de Carlos te llevará donde no pensaste que llegarías, tanto si estás muerto como si debieras estarlo. Si has hecho algo malo a alguien como si, en aras de tu supervivencia, abandonaste a quien no lo merecía. Si traicionaste, si mentiste, si ayudaste a un desconocido en una camioneta abandonada o si guiaste a los tuyos a una muerte segura. Hicieras lo que hicieras en tu vida pasada, vivirás su sueño, y podrás decidir con quién te quedas, a quién eres fiel y qué te importa en la vida. Porque Carlos sueña, y mientras él siga haciéndolo nosotros, los que le seguimos en cada página, soñaremos junto a él, con el privilegio y el peligro que eso supone. Ahora que Ciudad Humana finaliza, sé que Carlos llora por ella, por lo que fue en su cabeza cuando se despertó en mitad de la noche asaltado por su encanto, cuando la escribió sin saber si alguna vez vería la luz, si llegaría a ser leída por persona alguna. Ahora toca despedirse de ese sueño, dejar que otros se embriaguen por su magia, por el dolor que contienen sus páginas, por los detalles de su vida que ha plasmado, por los amigos que hemos tenido el honor de pertenecer para siempre a su sueño, y que cobramos vida en él siendo otras personas, siendo suyos, siendo tuyos si decides soñar con nosotros. Decir adiós es morir un poco, y aunque sea doloroso, es lo que toca. Al igual que Carlos siento una pena inmensa al despedirme de Ciudad Humana, de ese sombrero que seguirá dando vueltas de forma fantasmal sobre una katana clavada en la tierra, de tantas personas que he llegado a conocer al pasear por sus calles. A los z-men que han muerto por la causa, a tantas y tantas escenas de horror, de amor, de traición que he vivido gracias a su anhelo. Ahora toca despedirse, aunque sé que Carlos no lo hará nunca. Llevará consigo el rumor de sus muertos, de los supervivientes, de sus eternos Gonzalo y Nacho, y de todos aquellos que una vez creímos que valía la pena luchar por la vida. A ti te toca ahora decidir si llamas a las puertas de Ciudad Humana o decides seguir ahí fuera. Pero no temas despertar, porque los sueños son solo eso. O no.

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Introducción

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ir Conroy dirige su mirada hacia atrás y, a pesar de la lluvia torrencial y la expresión decidida de cuantos han acudido al llamamiento, no le cuesta adivinar el sentimiento generalizado de cuantos le acompañan. Tienen miedo. Han olvidado lo que hay en el exterior. La vida de la que escaparon. El terror que produce la existencia fuera de los muros de la ciudad. Se han adaptado a vivir en su jaula de cristal y han olvidado lo que es la supervivencia. Los años ocultándose, luchando contra los muertos, agudizando el ingenio y el instinto de supervivencia para ver un nuevo amanecer con los ojos llenos de vida. Tienen miedo y hacen bien en tenerlo. Está flanqueado a ambos lados por dos viejos guerreros que, como él, siempre han sido conscientes de la fragilidad de su refugio, de lo rápido que se puede hundir el paraíso, no importa lo bien cimentado que esté. Alfy, a su derecha, le lanza un rápido vistazo y asiente. Sus manos agarran con firmeza un par de pistolas automáticas. Su chaqueta, camisa y pantalón, tienen los bolsillos llenos de cargadores. Tras el breve gesto que le ha dedicado, vuelve a su posición inicial a esperar que llegue el momento de actuar. Por un instante, y mientras permanece hierático, le parece verlo como era hace años: más joven, con el pelo aún libre de canas, pero con la misma expresión fría y decidida. Charly, por su parte, responde a su mirada con una amplia sonrisa y un guiño de ojo que, pese a lo infantil del gesto, sabe de sobra 11


que esconde nerviosismo y tensión ante lo que se avecina, como evidencian sus manos cuyas venas parecen estar a punto de reventar mientras empuña las armas que él mismo le ha proporcionado para la ocasión: dos puños americanos terminados en sendos punzones de veinte centímetros de largo. El ruido se va haciendo cada vez más intenso. Proviene de todas partes. Los hombres que ha mandado a morir parecen haber cumplido con su propósito. De nuevo mira a su alrededor, deteniéndose en cada una de las cinco calles que comunican con la plaza de España, último punto de resistencia contra ellos. No puede calcular cuántos han acudido al llamamiento. ¿Tres, cuatro mil? El suelo tiembla. Es la vibración generada por los pasos de los reanimados. El olor de los muertos se impone al del elixir con el que se han cubierto para la ocasión. Aquí se decide todo. Se sabe un simple peón del destino. Siempre se ha considerado una ficha más del tablero, alguien que cumple su papel, aunque la mayoría de las veces dicho rol ha sido impuesto, no deseado. Dedica un pensamiento a Alejandro. Sabe que anda por ahí, intentando hacer lo que debería haber realizado mucho antes. No quiere odiarlo, es consciente de todo lo que ha sufrido, y puede entender en parte lo que ha hecho. Pero sólo en parte. En última instancia, considera que tiene la culpa en todo esto. Gritos a su alrededor le advierten de que están apareciendo por los accesos. Abre el morral de cuero y saca un puñado de cuchillas que coloca a su gusto en la mano izquierda, para poder cogerlas y lanzarlas con comodidad. Cree percibir cómo sus espadas vibran inquietas a su espalda, ansiando sangre y acción, pero deberán esperar un poco más. El cuerpo a cuerpo siempre debe ser lo último. Se cuestiona acerca de lo que representan. ¿Qué son? ¿La última esperanza de la humanidad? ¿Los galos de Astérix resistiendo frente a los romanos? Niega con la cabeza. Quizá sean más bien como Robert Neville: dinosaurios que no tienen cabida en el nuevo mundo pero que, a diferencia de ellos, se enfrentan a algo que puede ser combatido, no a un meteorito. Y saben luchar. Y van a luchar. —Es curioso —se dice a sí mismo en voz baja—. Nunca te sientes tan vivo como cuando te enfrentas a la muerte. Los divisa avanzando por el Paseo Alfonso XIII. Es la guerra. 12


En la ciudad de los vivos, el muerto es el rey.



Prólogo Domingo, 3 de agosto del 2042

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stá vivo. Gonzalo está vivo. Y no entiendo nada. Todos le lloramos cuando se nos contó que había muerto en una búsqueda de materiales, pero acabo de hablar con él. Esto es demasiado raro. ¿Por qué nos mintieron? ¿Qué motivo pudo tener para marcharse? ¿Por qué no nos contaron la verdad, si se supone que nos abandonó? No he podido hablar mucho tiempo con él, en cuanto le he contado lo de su prima ha cortado la comunicación, dejándome con la palabra en la boca y la cabeza llena de preguntas. Mi mente es un torbellino de ideas y estoy muy agobiado. He tenido que llevar la ropa y un juguete al palacio de Aguirre para la pobre niña, y cuando he entrado en la casa que ahora ocupa Alejandro, no sabía qué pensar. Todo estaba mal: esa casa ya no era de Gonzalo porque estaba muerto, pero no lo está. La que sí ha muerto es su prima. Y ahí estaban su viudo y su niña huérfana. Y yo tenía ganas de gritar que todo estaba mal, que las cosas no debían ser así, que si no se daban cuenta… Y la ciudad… hemos perdido campos, animales, recursos y gente. Eso, sumado a todo lo que tuvimos que sacrificar para permitir la expedición a Barcelona, nos pone en una situación de mierda. Barcelona. Ni una novedad de los viajeros. Con todo lo que ha pasado se me había ido de la mente. Se suponía que íbamos a recibir noticias buenas, pero hasta este momento no había vuelto a pensar en ello. La cabeza me va a estallar. Me cuesta respirar. 15


He pasado casi veinte minutos viendo dormir a mi peque. Me ha relajado algo, pero de pensar que perdiera a su madre me he puesto malo. Javi, si algún día lees esto, quiero que sepas que eres lo más importante del mundo para tus padres. Te queremos. Mañana se lo contaré todo a Begoña. E intentaré volver a hablar con Gonzalo. Necesito saber más. Lunes, 4 de agosto del 2042 Más de la mitad de las reses de Ciudad Humana han muerto y su carne no es aprovechable. Dos tercios de los campos han ardido. No hay comida suficiente para mantenernos, y pasará mucho tiempo antes de que podamos volver a ser autosuficientes. ¿Los culpables? Nadie lo entiende. Son gente normal y corriente sin nada de especial. Ciudadanos de a pie como cualquier otro. Y eso parece que lo hace más difícil de asimilar. Si se tratara de criminales reincidentes, de recién llegados, de alguien que hubiera dado trazas de ser problemático o algo. Pero no. Y no sé si eso me cabrea, me desconcierta o yo qué sé. Y yo pensando solo en Gonzalo, en saber qué ha ocurrido y lo más importante, dónde está. Begoña sigue sin terminar de creerlo. Normal, yo hablé con él y también me cuesta aceptarlo. Y aún sigo sin saber si la conversación fue real. Hoy he estado cerca de dos horas intentando contactar con él sin suerte. Sé que no lo soñé. Mañana probaré de nuevo. Buenas noches. Martes, 5 de agosto del 2042 Alejandro está desaparecido, por lo menos a ojos de la gente. Los rumores que empezaron a sonar ayer se han revelado como ciertos. Jack ha tomado el control a petición de éste mientras él se recupera de todo lo que ha ocurrido. Es una magnífica elección, la verdad. El padre siempre ha sabido dar sosiego a los que lo necesitan y la ciudad precisa todo el consuelo que se pueda obtener. Y ha sabido dar paz, tranquilidad y confianza. Nos ha llegado un soplo a primera hora de que un grupo de personas iba a marchar 16


a la prisión, donde están retenidos los culpables de los incidentes, con la intención de lincharles, simple y llanamente. Hemos llegado casi a la vez que la turba de gente furiosa y la cosa no tenía buen color. Conroy ha intentado cortar el asunto de raíz sin mucho éxito y durante un rato ha parecido que íbamos a tener una batalla campal. Entonces ha salido él, ha hablado con los que parecían estar al mando y tras unos minutos de charlar, les ha convencido de que acabar con ellos no iba a servir para nada más que quedarnos sin saber quién lo había organizado todo, y si había más gente involucrada. No fue lo que dijo. Fue cómo lo dijo. Y se fueron a sus casas. Con la rabia todavía a flor de piel pero convencidos. Conroy y él pasaron unos minutos charlando y volvimos a nuestras tareas habituales. Y Gonzalo no contesta hoy tampoco. Mierda. Miércoles, 6 de agosto del 2042 Anoche soñé con la conexión frustrada con la expedición. El domingo deberían de haber entrado en los laboratorios. La idea era hablar con ellos en directo desde las instalaciones, dar una noticia de forma espectacular. Animar a todo el mundo. Nunca una fiesta sorpresa se desvirtuó tanto. Hoy me he pasado el día haciendo acopio de madera. Jack no pierde el tiempo: hay escasez de alimentos y tenemos que echar mano de lo que tenemos al alcance, así que toca centrarnos en la pesca. No hay muchos barcos disponibles, así que vamos a construir tantos como podamos para faenar en la bahía. Eso nos proporcionará un extra imprescindible de comida. Y esta tarde se ha encendido el led verde de comunicación en la radio. Sé que Gonzalo estaba al otro lado mientras le hablaba, pero no ha habido respuesta. Jueves, 7 de agosto del 2042 He tenido el día libre. Begoña y Javier han sido lo único que ha ocupado mi mente, a excepción de ese zumbido constante que me 17


hace pensar en el comunicador que guardo bajo la cama. Siendo sincero, no sé lo que rondaba más mis pensamientos. Paseos, comida en el parque de los Juncos, y una buena siesta. Por lo menos para ellos. Yo he estado trasteando con el aparato con la esperanza de que la luz verde se encendiera. No ha habido suerte. Mañana más. Viernes, 8 de agosto del 2042 He cortado y cargado más madera que una manada de castores. Estoy derrengado. Pero me da igual. He vuelto a hablar con Gonzalo. Estaba raro. Le notaba tenso pero a la vez distendido, con una simpatía que no terminaba de cuadrar con la conversación que hemos mantenido. Le he vuelto a contar lo de su prima, esta vez sin escatimar detalles, y le he jurado por mi hijo que no voy a decirle nada a nadie sobre él ni sobre nuestras conversaciones. Me ha costado, la verdad. Me siento extraño. Algo así como engañado, ofendido porque nos hayan mentido sobre él. Y sobre todo, desconcertado. No ha querido responder a ninguna de mis preguntas sobre su paradero, ni sobre el porqué de su marcha. Sólo me dice que ha sido algo necesario. Eso y que está cerca, vigilándonos. Y que si lo necesitamos, volverá. Me muero por saber dónde cojones está. Hasta mañana.

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PARTE I Fragmentos del ayer

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This is the end, beautiful friend This is the end, my only friend, the end Of our elaborate plans, the end Of everything that stands, the end No safety or surprise, the end I’ll never look into your eyes, again. Can you picture what will be, so limitless and free Desperately in need, of some, stranger’s hand In a, desperate land. Lost in a Roman wilderness of pain And all the children are insane, all the children are insane Waiting for the summer rain, yeah There’s danger on the edge of town Ride the King’s highway, baby Weird scenes inside the gold mine Ride the highway west, baby Ride the snake, ride the snake To the lake, the ancient lake, baby The snake is long, seven miles. Ride the snake, he’s old, and his skin is cold The west is the best, the west is the best Get here, and we’ll do the rest The blue bus is callin’ us, the blue bus is callin’ us Driver, where you taken us. The killer awoke before dawn, he put his boots on He took a face from the ancient gallery and he walked on down the hall. He went into the room where his sister lived, and, then he Paid a visit to his brother, and then he 21


He walked on down the hall, and And he came to a door, and he looked inside Father, yes son, I want to kill you Mother, I want to, murder you. C’mon baby, take a chance with us. C’mon baby, take a chance with us. C’mon baby, take a chance with us. And meet me at the back of the blue bus Doin’ a blue rock, on a blue bus Doin’ a blue rock, c’mon, yeah Kill, kill, kill, kill, kill, kill This is the end, beautiful friend. This is the end, my only friend, the end It hurts to set you free But you’ll never follow me The end of laughter and soft lies The end of nights we tried to die This is the end. The Doors – “The end”

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Capítulo 1 07/04/2040 ~ (Hace dos anos y cuatro meses)

G

onzalo llegó a su casa más temprano de lo habitual. Había estado con Nacho de ronda por el muro de coches de la zona norte y habían terminado en la entrada del Paseo, donde charlaron un buen rato con Vladimir y conocieron a un par de nuevos miembros de los z-men. Tras un rato bastante distendido, y gracias a que todo había ido como la seda, habían cortado el turno antes de las cinco. —¿Irene? —preguntó al entrar—. ¿Estás aquí, enana? Al no recibir respuesta, negó con la cabeza y sonrió. Dedujo que estaría llevando sus últimos bártulos al palacio de Aguirre y se dirigió a su habitación para hacer lo mismo. De camino a su dormitorio se detuvo frente al cuarto de sus padres y entró. Observó el colchón desnudo, el enorme cabezal de madera, y se preguntó cuántas veces habría dormido en esa cama. Evitó mirar al punto donde los sesos de su madre habían manchado el suelo por el disparo de su padre. Hacía años que no quedaba ni rastro, claro. Pero él era capaz de distinguir con precisión milimétrica el lugar exacto y hasta el contorno de la mancha que había oscurecido el piso. No, no quería volver otra vez sobre eso. Iban a dejar el que siempre había sido su hogar y quería salir por la puerta acompañado por los recuerdos gratos, no por los que ya poblaban sus pesadillas: los desayunos en la cama de sus padres, jugar con los muñecos en la alfombra de su habitación, Javier haciendo el payaso mientras imitaba… —… a un cantante de ópera —continuó en voz alta sin ser consciente de que había empezado a hablar—, el delicioso sabor de 23


las palomitas de microondas mientras veíamos una película, sobre todo las de mantequilla… Joder. Habían sido muy felices en esa casa. Mucho. Y estaba seguro de que la familia que la fuera a ocupar también lo sería. Él siempre había pensado que las personas dejan su huella en los lugares que habitan, y en el caso de su hogar, esa huella estaba llena de amor. Cerró la puerta con reticencia, murmuró al recuerdo de sus padres agradeciéndoles todo lo que habían hecho por ellos y, tras recordar cuánto les querían, entró a su cuarto. Observó lo poco que le restaba por trasladar: el reloj de cuco, los cuchillos de Liston y el anticuado maletín de cuero de su abuelo, y una bolsa llena de fotos. Tras contemplar las tres antigüedades que atesoraba con tanto cariño, metió la mano entre los papeles impresos con sus recuerdos y extrajo uno al azar. Allí estaban Alejandro y él posando a los lados de la silleta de Irene. Álex sonreía muy formal, su hermana se asomaba con los ojos como platos y una sonrisa desdentada, y él ponía una mueca imposible. Una punzada de nostalgia le atravesó la espalda y decidió que esa foto iría directa al mural que pensaba montar en su mesa de trabajo. Cargó con los bultos y se dirigió al recibidor. Con el pomo en la mano echó una última mirada al interior y su imaginación le mostró al niño que había sido con nueve años, avanzando por el pasillo en dirección a él. Gonzalo le sonrió y su recuerdo le devolvió el gesto. Ambos se despidieron con las manos y cerró, abandonando ese hogar para siempre. En vez de subir directo por la escalera de caracol, decidió pasar por la oficina de los representantes a ver cómo había ido el día. Cuando llegó, solo estaban Agustín el censista, Calíope, la sustituta de Pilar, y Arturo. En cuanto lo vieron interrumpieron la conversación para saludarlo. Gonzalo les preguntó acerca de cómo se había desarrollado la jornada, de si había ocurrido algún incidente, etcétera. A excepción de las habituales quejas y gruñidos de Arturo, el día había sido estupendo y así se lo dijeron. —Bueno, chicos —les dijo al poco rato—. Tengo que subir estos chismes. Si acaso mañana seguimos un rato, que me apetece desconectar. —Muy bien, hijo —aprobó Agustín—. Haces bien en descansar, que no es bueno que el presidente de Ciudad Humana vaya con ojeras. 24


Un coro de risitas acompañó el comentario del hombre y Gonzalo le miró intentando poner una expresión seria, pero sin poder esconder un amago de sonrisa. —Dirigente de Cartagena, Agustín. No empecemos. —Sí, como tú quieras —le respondió el aludido haciendo una mueca. —Pues a mí me gusta mucho más lo que ha dicho Agustín —dijo Caliope. —No creo que este sea un tema para debatir aquí. —Gonzalo volvió a recoger su equipaje, y se dirigió hacia las escaleras para dejar claro que la conversación había terminado. Haciendo caso omiso de los abucheos y bromas que sus amigos le estaban dedicando, abrió la puerta para salir, pero pareció recordar algo y se volvió hacia ellos. —Una pregunta. ¿Habéis visto a Irene? Los presentes bajaron un poco la cabeza y se miraron durante un segundo, como esperando a que fuera otro el que respon‑ diera. —¿Y bien? —Llegó hace un rato —respondió Agustín para alivio de las dos mujeres—. Estaba rara también hoy. —No volváis otra vez con lo mismo, por favor —le dijo Gonzalo torciendo el gesto. —Gonzalo, algo le pasa —intervino Pilar—. Está muy decaída. Ya casi no habla con nadie. Conmigo apenas un par de palabras, y sabes que antes nos podíamos tirar horas de cháchara. —No le ocurre nada que no se pueda curar con un poco de acción. Y ahora, si me disculpáis, subo a mi nuevo hogar. Y salió dando un portazo. Llegó al piso superior donde se iba a instalar y dejó caer sus cosas encima de su cama. La conversación que acababa de mantener le había dejado con mal cuerpo. Sabía que se preocupaban por Irene, pero no tenían por qué. Él la conocía mejor que nadie. Él la había cuidado siempre y no iba a dejar que le ocurriera nada. Escuchó un golpe en el piso de arriba y se relajó un poco. Estaba en su flamante ático del torreón, seguramente moviendo muebles de nuevo. Decidió posponer la colocación de los últimos objetos y subir arriba. La verdad es que estaba deseando verla y comentar cómo había ido la jornada. 25


Comenzó el ascenso por los escalones de mejor humor y enseguida llegó a la planta alta. Abrió la puerta que no tenía echado el cierre y entró. —¡Enana! ¿A que no sabes a quién he conocido hoy? Al tal Cienmil. Parece un tío majo y responsable, hemos estado hablando un rato y… Nada más atravesar el recibidor que daba acceso al dormitorio de Irene, su vista hizo un zoom hacia la figura que yacía en el suelo junto a la cama. No reaccionó. Los siguientes veinte segundos los pasó obligando a su cerebro a comprender y asimilar lo que estaba viendo: a su hermana en el suelo, con la mano sujetando un frasco de pastillas sin etiqueta y con la boca anegada de un vómito color verduzco que le había manchado hasta el pelo. Cuando recuperó la movilidad, se arrojó junto a ella para intentar reanimarla. Lo primero que hizo fue buscarle el pulso sin éxito. Una desesperación como no había sentido desde la muerte de su padre le invadió, pero se negó a rendirse: no había podido hacer nada por Javier, pero pensaba hacer lo imposible por Irene. La colocó de costado y procedió a despejarle las vías respiratorias, introduciendo los dedos en la boca y garganta de su hermana, hasta que consideró que el aire podía volver a fluir con normalidad. Volvió a tumbarla boca arriba y empezó a practicarle la reanimación, combinando el masaje cardíaco con la respiración boca a boca. Los segundos se arrastraban con una lentitud agobiante y nada parecía surtir efecto. Gritó a la estancia mientras una lista de medicamentos que podían haberla hecho reaccionar le desfilaba por la mente. Notó cómo el autocontrol que había conseguido reunir se volatilizaba, y las presiones en el pecho se convirtieron en puñetazos cargados de culpabilidad y dolor. Y los ojos de Irene se abrieron. Gonzalo la miró incrédulo y sintió el escozor de las lágrimas asomar. Las pupilas de su hermana estaban normales. Reprimió un grito y acercó la mano para acariciarle el rostro. La había salvado. No sabía lo que le iba a costar el trauma de haber estado muerta unos minutos, pero al menos respiraba. Por suerte su autoengaño no duró mucho. Un instante antes de que el zombi que acababa de suplantar a su hermana le mordiera en los dedos que se acercaban a su cara, la 26


parte de él que había asumido la misión de cuidar a la ciudad borró las nieblas que le impedían ver la realidad, mostrándole las manchas blancas que empezaban a germinar en el centro de sus ojos. Por reflejo, retiró el brazo y las mandíbulas se cerraron en el aire. —Lo siento. Gonzalo se puso en pie y retrocedió unos pasos mientras contemplaba a Irene levantarse. Se estaba rompiendo por dentro. Se lo habían advertido y no había hecho caso. Podría haber evitado eso si hubiera escuchado. Su mundo se derrumbaba. Buscó por la estancia y encontró la pistola de su hermana. En dos zancadas la cogió y, tras quitar el seguro, le apuntó a la cabeza. La zombi, mientras, seguía todos sus movimientos con esa mirada bovina tan propia de los muertos. —Lo siento, enana. Y empezó a apretar el gatillo mientras se repetía a sí mismo que eso era lo que debía hacer, que era lo correcto, que era lo que ella querría, que al final lo olvidaría y lo superaría… y fue ese último pensamiento el que le detuvo. Porque no podía romper el juramento hecho a su padre. Bajó la pistola y abandonó el torreón cerrando la puerta, tras lo que se dirigió a su apartamento. Una vez allí, cogió una sábana, un trozo de cuerda y el maletín de médico de su abuelo y regresó arriba. Tras abrir con precaución, se encontró con Irene que golpeaba los cristales de su ventana. Haciendo el menor ruido posible, dejó la bolsa de cuero en el suelo y se acercó a ella mientras agarraba con fuerza la tela y la cuerda. Cuando estuvo a pocos metros, observó cómo se agitaba olfateando al aire y apenas tuvo tiempo de maldecirse por no haberse echado elixir, antes de que se girara para morderle mientras lanzaba un gruñido. Consciente de que al estar recién convertida, estaba en pleno uso de sus facultades físicas, Gonzalo saltó hacia atrás para dejar el mayor espacio posible entre ellos, extendiendo la sábana. Durante unos minutos estuvieron andando en círculos como dos adversarios estudiándose antes de un combate. Por fin, en uno de los lances que Irene realizó, Gonzalo vio su oportunidad y la hizo caer de bruces, momento que aprovechó para lanzarse sobre ella y cubrirla con la tela. Cuando la hubo inmovilizado, la ató con la cuerda. Una vez finalizó, se arrastró lejos de ella hasta llegar a la cama, donde se apoyó para intentar calmarse. 27


Y allí permaneció durante una hora, viendo a su hermana muerta revolverse en su prisión de tela, pensando acerca de lo que iba a suceder a partir de ese momento, en qué iba a hacer, cómo iba a explicar su muerte… y llorando como un niño al que hubieran arrebatado de los brazos de su madre. Por fin se levantó y se dirigió hacia el punto donde había depositado el maletín de médico de su abuelo. Tras dejarlo en su cama, lo abrió y examinó su contenido, donde encontró lo que necesitaba. Una vez pertrechado con un bisturí, unas tijeras y unos alicates, se acercó de nuevo a Irene. Tras localizar dónde estaba la cabeza, desgarró la tela hasta liberar el rostro. Su expresión de calma contrastaba con lo violento de sus sacudidas. —Lo siento, enana. Te quiero. Tres cuartos de hora después, un destrozado Gonzalo bajó a su apartamento. Tras rebuscar un trozo de papel, agarró un lápiz y preparó una lista con todas las cosas que iba a necesitar: plástico para envolver, una cadena y grilletes… Cuando estuvo satisfecho, hizo una llamada para comentarle a Nacho que iba a hacer una pequeña salida al exterior con Irene. Esa misma noche, la noticia de que la hija de Javier había muerto durante una salida de inspección llegó a todos los rincones de Cartagena. Durante tres días, Gonzalo no pisó la calle. La gente lo achacó al dolor y, mientras los ciudadanos comentaban su tristeza por la muerte de Irene, Gonzalo adaptaba el torreón y a ella para que no hubiera ningún riesgo por mantenerla. El apoyo recibido había sido muy útil para su ánimo, pero una de las cosas que más le había dotado de ilusión era saber que el recuerdo de su hermana no iba a ser el de una suicida, sino el de una heroína que había hecho lo indecible por el bien de todos.

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Capítulo 2 11/04/2041 ~ (Hace un ano y cuatro meses)

—N

acho, dejadnos solos. El sheriff asintió y se marchó llevándose al z-men de guardia. Gonzalo esperó a que Harry recobrara la compostura y le ayudó a sentarse. —Harry, ¿qué pasó? —Todo esto es por Rose, lo sabes, ¿verdad? —Sí, lo sé, pero necesito que me digas qué pasó exactamente para ver si te puedo ayudar. —Nadie puede, he perdido a Rose, y ahora esto… he matado a un niño, Gonzalo, he perdido a mi vida y he matado a un niño. —¿Qué pasó? ¿Cómo has llegado a esto? —Sólo quería encontrar al que se había llevado a mi vida, porque sé que ya no está, sé que no puede estar viva. Tú lo sabes también, ¿verdad? —No podemos estar seguros de que no siga con vida… —¡No me mientas! —le gritó con el rostro deforme por la ira—. Sabes que no está viva, y quien se la ha llevado sigue con vida. Mi rosa, mi vida… —No te miento —le dijo tras considerar la respuesta—. Yo también creo que la han matado, pero no podemos afirmarlo sin pruebas. Y lo que ahora nos importa es qué pasó aquella noche. Tengo a los padres de un chico de quince años clamando justicia porque un z-men lo ha matado sin motivo alguno, un z-men el cual todo el mundo sabía que iba sin control por la ciudad ejerciendo su vendetta particular y con el que las autoridades estaban haciendo 29


la vista gorda. ¿Qué puedes decirme que pueda usar para ayu‑ darte? —Nada. —Dime qué pasó, por favor. —Estaba haciendo una ronda por la zona del puerto… —Tragó saliva antes de continuar—... y vi unas figuras sospechosas haciendo algo junto a una pared. Me acerqué con disimulo y vi que estaban haciendo un grafiti… Una “T” gigantesca, y pensé que podían ser de los que se habían llevado a mi vida. Me abalancé sobre ellos y dos lograron escapar, pero al otro lo agarré y le grité que hablara, que confesara… que me dijera dónde estaba mi Rose… No podía ver bien su cara, lo zarandeé con fuerza y sin querer golpeé su cabeza contra la pared demasiado fuerte. Aún seguía agitándole cuando sus amigos llegaron con los compañeros que me detuvieron. —Joder, Harry… —Quince años, Gonzalo. Se llamaba Tomás, estaba escribiendo su nombre… —Volvió a enterrar la cara entre sus manos—. Maté a un niño de quince años. Ni puedes hacerlo ni quiero que me ayudes. —Sabes lo que tengo que hacer contigo, ¿verdad? —Sí, pero necesito más tiempo... —Le miró suplicante—. Necesito encontrar a los que han apagado mi vida. —No va a ser posible, pero te doy mi palabra de que yo los encontraré por ti. —Pero, Gonzalo… —No podemos hacer otra cosa, sabes lo que tengo que hacer contigo, pero no quiero que te rindas, siempre habrá algo que podrás hacer por vengar a Rose. —No te entiendo. ¿El qué? —Ahora quiero que me escuches con mucha atención. —Dime. —Tú y yo sabemos lo que significa abandonar la ciudad. No voy a andarme con medias tintas: el destierro definitivo supone una muerte más que probable. Aunque hay una cosa que puedes hacer. No eres el primero al que se lo he dicho, ni serás el último, pero ¿quieres hacer algo enorme por la ciudad? ¿Algo que te ayudará a expiar lo que has hecho? —¿Qué podría hacer para ganarme el perdón por haber matado a un niño? —Ve al hospital de Santa Lucía. 30


Harry le miró desconcertado sin entender lo que pretendía. —¿Al hospital de…? ¿Lo estás diciendo en serio? —Completamente. —¿Pero por qué razón? Ese sitio tiene que ser un nido de zombis. ¿Qué pretendes, que lo limpie yo solo? —De hecho, no es así, te lo aseguro. El Valle de los Muertos es muy empinado, como ya sabes. Más incluso en el lado que da al hospital que en el que mira a la ciudad. Pocos son los muertos que consiguen salir de allí. Harry se sentía cada vez más confuso. La dificultad de los zombis para escalar hasta la más leve cuesta era de dominio público, así como que el estado del acceso al hospital era mucho peor, puesto que el derrumbe del tramo elevado de la autovía había causado muchos más estragos allí. Lo que le había dejado perplejo era la afirmación sobre el nivel de zombis del hospital. —¿Cómo sabes que la zona está vacía? —El hospital no tiene zombis… porque no está vacío. Gonzalo miró fijamente a los ojos de Harry que no sabía qué decir. Un latigazo de dolor le golpeó en la base del cráneo y se llevó la mano a la nuca para frotársela en un fútil intento de frenar el dolor de cabeza que anunciaba su llegada. —¿Qué significa eso? —preguntó el escocés poniéndose en pie—. ¿No está desierto? ¿Hay gente en el hospital? Gonzalo aprovechó que el catre de la celda se había quedado vacío y se sentó mientras se maldecía por no haber cogido ningún calmante al salir de casa. El eco del cubículo, sumado al que la voz de Harry provocaba en su cabeza, empezaba a resultar molesto. —Sí, hay gente. Mucha. —Y ¿por qué no lo habéis dicho? ¿Por qué no lo hemos anexionado a la ciudad? Podríamos habernos hecho con materiales, medicinas, etc… —Harry, no es tan fácil. —No lo entiendo. Estaba convencido de que era imposible llegar. Siempre nos habíais dicho que ir para allá era una misión suicida, una pérdida de vidas que no era aceptable ante la imposibilidad de saber si la recompensa iba a merecer la pena. ¿Cuánta gente lo sabe? —Lo sabíamos mi hermana y yo. Lo descubrimos por casualidad. Poco después de morir mi padre, Irene, un grupo de voluntarios y yo hicimos una incursión al hospital. Ahora sé que fue una estupidez, 31


pero acabábamos de cerrar la ciudad, y supongo que nos habíamos venido un poco arriba. Ahora lo sabemos tú y yo. La mirada de Gonzalo destilaba una seguridad extraña que parecía basada en el conocimiento de lo que le estaba explicando. —¿Lograsteis llegar? —No. Nosotros no. La parte cierta de lo que os hemos contado siempre es que llegar es una misión suicida. Solo regresamos Irene y yo. —¿Qué ocurrió? Gonzalo se frotó el puente de la nariz e intentó ordenar sus recuerdos. Todo lo que había sucedido ese día había sido fruto de una soberana estupidez, motivada en gran parte por la inestabilidad de sus primeros meses al mando, y su imperiosa necesidad de demostrar que estaba capacitado para dirigir Ciudad Humana. Chasqueó los labios y se concentró antes de empezar a hablar. —El plan era atravesar el valle esquivando a los muertos y tratar de subir por el otro lado. Llevábamos cuerdas para que el primero que consiguiera alcanzar la cima ayudara a los demás. Queríamos atar cabos de esas mismas cuerdas a las propias columnas del hospital y a los cimientos del otro lado de la autovía: intentar fabricar una pasarela con las maromas que pudiera servir de base para montar algún tipo de puente. Una idea muy peregrina, lo sé. Pero dio igual. —¿Qué ocurrió? —repitió Harry olvidándose por un momento de Rose. —Con los zombis nada. —Gonzalo dirigió la mirada hacia el exterior de la celda y sus ojos se perdieron mientras la nitidez de sus recuerdos se superponía a su campo de visión—. Íbamos bañados en elixir y los muertos del valle casi no reparaban en nuestra presencia. Hubo que anular a unos cuantos que parecieron notar algo, pero nada preocupante. Cuando llegamos al otro extremo, empezamos la escalada. Con la vista aún perdida en el vacío, el presidente sacó a relucir una sonrisa que evocaba nostalgia y recuerdos felices. —Echamos una carrera, ¿sabes? —le contó—. Nadie dijo nada de hacerla, claro. Los zombis pueden ser engañados por el olfato, pero si te oyen hablar ya puedes haberte cubierto con la piel de uno de los suyos, que te descubren. Sencillamente, salió. Nos miramos entre nosotros, hubo un momento de comprensión y empezamos a trepar por la pared. ¿Tienes agua? 32


Harry asintió y le tendió una botella de la que Gonzalo tomó un buen sorbo. —El primero en llegar fue un z-men. No recuerdo su nombre, y me jode. Recorrió los últimos siete u ocho metros dando saltos como una cabra y, cuando estuvo arriba del todo, se puso a brincar con los brazos levantados. Parecía Rocky tras subir las escaleras, pero con una cuerda rosa en las manos y olor a muerto. Todos nos paramos un momento para aplaudirle en silencio y, antes de alcanzarle, le escuchamos hacer preguntas que no iban dirigidas a nosotros. Apreté el paso y estando a dos metros de la meta, escuché un disparo. Llegué junto al muchacho a tiempo de verle bailar al compás de unas balas que impactaban sobre su cuerpo. Frente a nosotros, media docena de hombres con batas blancas echaron a correr en nuestra dirección mientras los inquilinos del Valle de los Muertos se ponían como motos, deseando que les sirviéramos de alimento. Y todo se fue al garete. No supimos reaccionar: mientras unos z-men completaban el ascenso, otros prefirieron jugársela con los muertos de abajo. Yo por mi parte me dirigí resbalando hasta mi hermana y, una vez junto a ella, corrimos a uno de los pilares del paso elevado, donde nos pusimos a cubierto. Se escucharon nuevos disparos, gritos y luego nada. Solo sobrevivimos nosotros. Gonzalo terminó el relato explicándole que tuvieron que permanecer más de veinticuatro horas en su improvisado refugio hasta que los muertos se calmaron lo bastante como para intentar regresar. —Y por eso juré no volver a mandar más expediciones. Atravesar un río de zombis y que nos ataquen desde una posición elevada son dos obstáculos demasiado grandes para llegar a un lugar que ni siquiera sabemos si cuenta con algo de utilidad. —¿Y me pides a mí que vaya? —Sí — le contestó sin pestañear—. Tú ya lo tienes todo perdido. El rostro de Harry se ensombreció de forma visible. —Siento ser así de directo, pero es lo que hay. Te lo pido a ti como se lo he pedido a tantos antes. ¿Quieres hacer algo por la ciudad? ¿Quieres redimir tu culpa? Ve al hospital, averigua quién vive allí. Y si puedes hacer algo para que podamos acceder a él libremente, hazlo y regresa. La distancia es demasiado grande para que podamos comunicarnos por radio, haría falta un aparato especial de larga distancia y no puedo darte uno, así que estarías solo. Pero 33


tú y todo aquel que ayude a lograrlo seréis bienvenidos. Sean cuales sean sus actos pasados, los crímenes que hayan cometido, o los motivos por los que hayan querido mantenerse lejos de la ciudad, serán perdonados. Recuperar el hospital bien merece una amnistía. Gonzalo se levantó sin esperar respuesta y pasó por su lado hasta salir de la celda. Una vez fuera, cerró la verja dejando al z-men encerrado. —Mientras tanto —le dijo a la espalda de Harry—, yo buscaré a los que se han llevado a Rose. Y te juro por mi hermana que los aplastaré como a insectos. Nacho miró su reloj. Las dos y cuarto de la tarde. Gonzalo llevaba ya casi una hora abajo con Harry. Él también se sentía muy incómodo por la situación que se había provocado, pero entendía que había riesgos en la ciudad y ya no tanto para los z-men, para cualquiera. Además, ¿qué hacían esos críos de noche pintando paredes? Nada bueno, seguro. Sabía que ese comentario no era apropiado para compartirlo con nadie salvo los más allegados a su manera de pensar, pero a su modo de ver, algo de culpa habían tenido los chavales. No obstante, a Gonzalo jamás le diría eso, pues sabía que no le parecería bien en absoluto. Como si le hubiera llamado, la puerta que conducía al sótano se abrió y apareció Gonzalo con el rostro serio. —¿Y bien? —le preguntó. —Destierro. Definitivo. Lo haremos mañana, hoy no tengo el ánimo para hacer nada más. ¿Preparas tú las fotos para las puertas? —Sí, yo lo haré si quieres, pero no es necesario. Es uno de los nuestros y todos lo conocemos. —Sí. Es necesario, Nacho, las normas son necesarias. Y ya no es uno de los nuestros. Por desgracia, ya no lo es.

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Capítulo 3 15/09/2041 (Hace once meses)

J

ack miraba con tranquilidad a través de la ventana. Al vivir en una planta baja, no podía disfrutar de la visión de las llamas que en ese momento estaban acabando con el reino del autoproclamado “príncipe”, pero el resplandor anaranjado que cubría el cielo era lo bastante explicativo. Sonrió excitado ante la solución que Gonzalo había aplicado a su trampa y no pudo menos que admirarle por su manera de zanjar los problemas, cosa que le provocó un gran rechazo puesto que ya lo había catalogado como su némesis. Recordó cuando eligió a esa torre de músculos para que distribuyera la droga. Sabía que no era de fiar, pero pensaba que iba a ocuparse bien de la distribución de la cocaína lo cual podía ser muy beneficioso para sus planes en la ciudad, así que le entregó gran parte de la droga que había localizado. Entonces llegó el descubrimiento de los zombis corredores y le pareció una inequívoca señal de Dios de que iba a colaborar con su sagrada misión. Ese espécimen de reanimado era una maravilla: era una criatura infinitamente más destructiva que su homónimo lento y torpe. Pero no hubo ninguno más. Y cuando llegó a sus oídos (precioso secreto de confesión) que Gonzalo y su en teoría aliado habían llegado a un acuerdo para evitar más casos, una profunda rabia le inundó. Tan pronto como pudo se dirigió al barrio de Las Campanas para averiguar qué había sucedido. Al principio no le dejaban acceder al piso del Príncipe, lo que le enfureció sobremanera, pero tras 35


unos minutos de discutir a voz en grito con el viejo desdentado que le hacía de intermediario, la profunda voz del hombre que venía a visitar habló por el walkie para autorizar que subiera. La conversación había sido mucho peor de lo esperado, ya que no sólo se había negado a romper el trato pactado con Gonzalo, sino que había resultado que poseía una pátina de moralidad con la que no había contado. —Verás, Jack, te estoy muy agradecido por haberme entregado el material y eso. Pero rapaz, yo soy el Príncipe y yo soy el que dirige el negocio. Y el pacto al que he llegado me parece una buena manera de mantenerlo, así que no te entrometas porque, y quiero que te quede muy clarito, esto ya no es asunto tuyo. Intentó provocarle, hacerle ver que su postura podía entenderse como cobardía, pero no hubo manera. Se visualizó a sí mismo asfixiando el tronco de ébano que tenía por cuello y notó cómo su sangre hervía en sus venas, pero supo que todo era inútil. Pronto el Príncipe le invitó a marcharse para no volver más. Pero había regresado muchas veces. No a su lujosa residencia, aunque sí a la cancha de baloncesto donde se había habilitado la zona para colocarse. Fue, observó y esperó hasta que el Señor le mandó la clave que iba a necesitar para vengarse del camello venido a más que le había traicionado y humillado. Isidro, un muchacho joven que entendía de electricidad, de ordenadores y de drogas. Lo había visto repetidas veces metiéndose cocaína, y el día que lo vio acercarse a una de las pseudomisas que ofrecía, supo que ese chico le podría ser útil más tarde. Y lo fue. Sólo tuvo que acercarse a él, convertirse en su confidente, su amigo y consejero. Y llegó el día propicio. Jack había tenido claro que debido a sus habilidades acabaría en algún trabajo de relevancia, no en el campo como había estado hasta la fecha. Y le tocó la central de energía. Lo demás vino rodado. Una bolsa bien llena de polvo blanco puro, sin cortar. Una milonga sobre un feligrés que había decidido dejarlo. Un cura comprensivo y permisivo con ciertos vicios. Un adicto cuya ansia no le hizo pensar acerca del regalo, ni tan siquiera preguntarse cómo había salido esa droga del barrio sin que los matones del Príncipe la detectaran. Y había caído en la trampa. Nunca hubiera imaginado que fuera capaz de hacer algo así, pero el amanecer artificial que el incendio 36


producía era prueba suficiente de que la competición contra el presidente electo no iba a ser un juego de niños. En cierto modo eran muy parecidos: ambos tenían una meta que regía sus caminos de un modo férreo, y ambos estaban dispuestos a hacer lo necesario para cumplirlos. Aunque él tenía una ventaja de la que Gonzalo carecía. Él sí sabía quién era su enemigo y qué velocidad emplear en sus movimientos. Tan solo con una serie de pequeños pasos, concisos pero bien orientados, había logrado llevar a su rival a tomar una decisión que le había mostrado mucho más sobre él de lo que había aprendido en meses de observarle. Y lo más importante, le habían aportado su primera victoria en esa partida de ajedrez que apenas había dado comienzo y se adivinaba duradera. Esa partida contra el que sin duda iba a ser su rival más duro: Gonzalo. Visualizó su rostro y el ramalazo de respeto por el presidente de Ciudad Humana desapareció tan rápido como había venido. En su lugar regresó el profundo odio que sentía por él. Esa aversión tan intensa que llegaba a nublar su juicio, cosa que no podía permitirse. Jack arrastró la cama hasta dejar al descubierto una trampilla en el suelo. Tras abrirla, descendió los escalones a la vez que se desabrochaba la camisa. Una vez en el sótano, dejó ésta junto a las bolsas de tela donde guardaba el resto de la droga y, tras arrodillarse sobre el suelo astillado, se preparó para relajarse como él sabía. Debía permanecer puro para contar con que Dios le fuera a ayudar. Y no había mejor purificador que el dolor.

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Capítulo 4 18/03/2042 (Hace cinco meses)

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onroy le cogió por el cuello de la camiseta con brusquedad sin que Gonzalo se inmutara siquiera. —¡Suéltame! —le ordenó—. Yo te di este puesto. Me debes lealtad a mí y a mi familia. Sin nosotros esta ciudad no existiría. —Sé que el puesto me lo has dado tú, y no sabes cuánto desearía que hubiera sido para otro. Pero por desquiciado que estés ahora mismo, en el fondo tienes que saber que esto es lo correcto. —Esta ciudad me necesita para sobrevivir… —Esta ciudad no tiene sitio para monstruos como los Thanos… o como tú. —Conroy se puso en pie con cautela y se dirigió hacia la puerta sin quitarle la vista de encima—. Enseguida subiré con la decisión. Abandonó el piso dando un portazo y bajó para dirigirse al despacho principal. Gonzalo se puso en pie. Su rostro impertérrito no daba muestra alguna de la tormenta que bullía en su interior. El pensamiento más poderoso, tanto que hubiera podido tildarse de instinto en estado puro, le impelía a coger el fusil automático que tenía escondido, bajar al despacho y volarle la cabeza tanto a Alejandro como a los mal nacidos del resto de representantes, que habían permitido que el muy asesino acabara con la existencia de aquello que había sido Irene. Pero luego estaba el deber, que tan arraigado estaba en la esencia misma de Gonzalo. Esa responsabilidad impuesta le impedía hacer eso, a la vez que lanzaba pequeños arpones de cordura al Moby Dick que representaba su cólera. Por fortuna, a diferencia de lo 39


que ocurría en la novela de Melville, David venció a Goliat, y el raciocinio se impuso a la ira. Obligándose a sí mismo a acelerar, Gonzalo cogió su uniforme de z-men, un petate y una bolsa con una caja ocultos bajo su cama y se dirigió hacia la puerta, donde dio tres golpes. Al instante esta se abrió y el hombre que le custodiaba asintió con la mirada fija en sus ojos. El derrocado presidente le correspondió haciendo el mismo gesto y, tras echar un último vistazo a su hogar, siguió al z-men mientras descendían hacia la planta baja. Una vez allí, con el uniforme de cuero y el casco puesto para no ser reconocido, recogió las armas que le habían preparado en un trastero y salió al exterior. —Habrá que darse prisa, señor —le dijo el hombre que le había ayudado a escapar mientras miraba de reojo a los z-men de guardia del palacio—. No sabemos lo que tardarán en subir de nuevo, y cuando vean que no está… —Hay una cosa que debo hacer primero, Luis. —Pero, señor, no sé si es buena idea, nos están esperando en la puerta principal. —Gonzalo, no señor. Comunica por radio con ellos y diles que nos recojan en la casa de mi prima. Y que estén tranquilos. Lo que tenga que ser será. Enseguida se encontraron los dos en la calle del Carmen. Algo nervioso, Gonzalo se apoyó en la puerta antes de tocar al timbre y esta cedió, permitiéndole el acceso. Carmela salió en silencio de la habitación y, mientras recorría el pasillo, le pareció escuchar que alguien golpeaba la puerta. Se acercó a la entrada y pegó el ojo a la mirilla, aunque en la oscuridad del rellano solo pudo distinguir una silueta. —¿Quién es? —preguntó. —Abre, por favor. La mujer reconoció la voz al instante y abrió la puerta antes de que pudiera decir una sílaba más. Sus ojos brillaron de alegría al ver frente a ella a Gonzalo, que le sonreía con tristeza. —¡Estás aquí! —dijo con un hilo de voz mientras le abrazaba.

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Gonzalo había hecho lo correcto, o eso creía. Aunque lejos de relajarle, el encuentro con Carmela le había dejado muy mal cuerpo. 40


Se preguntaba por qué era él quien sobraba, por qué debía marcharse él… —Gonzalo... —Luis, que le había acompañado desde el palacio, se le acercó con el rostro preocupado. Tras él, otros cuatro z-men le saludaron con gestos—, tenemos que irnos. Ya nos están buscando. Por todas partes. —Me lo imaginaba. —Gonzalo miró a su alrededor con aire distraído—. Igualmente vamos a salir por la puerta del Paseo. Eso sí, yo no puedo dejarme ver. Tú hablarás con Vlad o con quien esté de guardia, no pienso quitarme el casco. —Necesitaremos una autorización o algo para que nos permitan el paso. Esto puede ser un problema. Gonzalo no respondió. En su lugar extrajo de la bota un grueso trozo de papel que le entregó al z-men. —Eso no es demasiado problema. —Con un dedo señaló a la parte del final, donde el reflejo de la tinta de su firma arrancaba destellos al sol—. Va rubricada por el presidente en persona. Luis le miró con cara de desconcierto. Tras unos instantes, una sonrisa de comprensión se formó en su rostro. Gonzalo asintió con la cabeza y emprendieron el camino. El trámite de abandonar la ciudad no supuso ningún problema. Basándose en la cobardía inherente a los escándalos de aquellos que le habían traicionado, Gonzalo había confiado en que al principio su búsqueda se realizara con discreción. Y en efecto así había sido. Cuando llegaron a la puerta tuvieron la suerte añadida de no encontrar a Vladimir que era muy meticuloso, sino a un z-men que no parecía muy contento con suplirle y que, tras apenas echar un vistazo al parte de salida, dio la orden de abrir las puertas y despejar los alrededores. El grupo encabezado por Luis cruzó las rejas y abandonaron Ciudad Humana. Gonzalo, que iba el último, no quiso mirar atrás. En su lugar prefirió observar a los cinco valientes que le precedían. Su paso, sus gestos y el sutil cambio en sus posturas al echar un último vistazo a la muralla de coches, evidenciaron que algo se rompía dentro de ellos al abandonar la ciudad. Los comprendía de sobra. Ellos abandonaban seguridad, un hogar, una vida medio arreglada… Los entendía, sí. Pero lo que ellos estaban sufriendo no era nada comparado con lo que abandonar Ciudad Humana era 41


para él. Gonzalo estaba abandonando su razón de vivir, su misma alma. Se sentía como una madre a la que arrancaran su bebé recién nacido de los brazos sin poder hacer nada por evitarlo. Vacío. Roto. Inútil. Y furioso. La rabia volvía. Y debía contenerla, algo en lo que se estaba convirtiendo en un experto. Notó cómo empezaba a canalizarse hacia los que le acompañaban; cómo la parte más oscura de su alma, aquella que por desgracia no había dejado de recibir alimento en los últimos tiempos, le hacía ver que esos que habían decidido acompañarle no tenían derecho a sufrir por la situación. Que él y solo él podía hacerlo. No en vano él era la ciudad. Él era quien la había mantenido con vida. —Basta —dijo en voz alta. Y todos se detuvieron al escucharle. Confundidos, algunos con la esperanza incluso de que hubiera cambiado de opinión y diera la orden de volver, se giraron hacia él. —¿Ocurre algo? —preguntó Jorge, un hombre que había llegado a la ciudad apenas un año atrás. Gonzalo negó con la cabeza y se adelantó hasta ponerse al frente de la comitiva bajo la atenta mirada de los demás. Una vez en la punta del grupo, les miró directamente a las viseras mientras imaginaba sus miradas, y consiguió que su maltratada cordura se impusiera, recordándole que sufrieran más o menos que él, eran personas que habían decidido acompañarle en un viaje del cual ni siquiera conocían el destino. —Gracias. —Tras echar un rápido vistazo alrededor y asegurarse de que no había zombis a la vista, se retiró el casco. Uno a uno los demás hicieron lo mismo—. Gracias por estar aquí conmigo. Luis, Urko, Pablo, Boris, Jorge, no puedo expresaros mi agradecimiento por lo que estáis haciendo. —Espero que lo hagas con un buen ascenso allá donde vayamos —dijo Boris en un fútil intento de aligerar el ambiente. —¿Piensas fundar otra ciudad o algo? —le preguntó Luis mientras Pablo le daba una colleja. A su pesar, Gonzalo esbozó una sonrisa. Eran buena gente. —Creo que ya es hora de deciros a dónde vamos. 42


—Ah, ¿pero ya tenemos un destino? —inquirió sorprendido Pablo. —Sí, por supuesto. Y se giró sobre sí mismo mientras extendía un dedo en dirección a la mole de hormigón que conformaba el hospital de Santa Lucía. —Vamos a recuperarlo. Media hora después se encontraban junto al Valle de los Muertos, rodeados por los cuerpos de cuatro zombis que se les habían acercado. Mientras los z-men limpiaban las armas con las que los habían anulado, Gonzalo intentaba hacer caso omiso a la cacofonía de gemidos que subían desde la oquedad y supervisaba las herramientas que habían traído: doce útiles de escalada compuestos por barras de hierro con mangos de tela, soldadas a ganchos para remolcar coches, formando unos rudimentarios piolets, usando la parte que se atornillaba a los chasis a modo de pico. Tras asegurarse de que todo estaba en orden, contempló el enorme complejo hospitalario, rodeado por montañas y aislado por el derrumbe del paso elevado, que había dejado como único acceso esa hondonada plagada de cadáveres hambrientos. —Recordad —les explicó mientras les pasaba un juego de dos a cada uno—. Nada de usar armas de fuego, en caso de que sea imprescindible habrá que anularles cuerpo a cuerpo, como hemos hecho con éstos. Las balas no nos salvarían si se nos echan encima, y además anunciaríamos nuestra llegada. —Gonzalo, ¿entonces lo que nos has contado es cierto? —le preguntó Jorge mientras limpiaba sus gafas con un trozo de tela antes de ponerse el casco—. ¿Hay gente allí? —Sí, la hay. Y antes de que me lo preguntéis, no sé quiénes son, ni su actitud hacia nosotros. Pero el hecho de que no hayan intentado volver a la ciudad me ayuda a hacerme una idea. Ahora vamos a echarnos el elixir. —De acuerdo —le interrumpió Boris—. Pero una cosilla. ¿Tu plan es bajar sin armas, atravesar cientos de muertos, escalar esa pendiente que está más escarpada que su puta madre, y luego enfrentarnos a Dios sabe quién en un edificio que llevamos años pensando que era inalcanzable? —Sí, Boris. A grandes rasgos eso es lo que vamos a hacer —le respondió—. Pero yo lo veo más bien como que vamos a recuperar algo que debía haber estado bajo el control de la ciudad desde hace mucho. 43


—Una cosa, Gonzalo —intervino Pablo—. A mí me suena un poco a plan suicida. —A mí también —refrendó Luis—. No lo tengo nada claro con todo esto. Y si no lo fuera, ¿por qué quieres jugarte el cuello de esta manera por la gente que te ha hecho marchar? —Porque hace mucho tiempo juré hacer cualquier cosa por que Ciudad Humana perdurara —les explicó—. Me da igual lo que hayan hecho y quiénes sean: si los que me han echado, si los z-men, si los que barren o los que recogen las verduras, son parte de la ciudad. Y no puedo evitar sentir que le fallo al destino al marcharme. Por eso, quiero hacer lo que pueda antes de desaparecer, y lograr recuperar el Santa Lucía sería una buena despedida. —Gonzalo terminó de impregnarse de elixir y se colocó el casco antes de continuar—. Y respecto a las insinuadas tendencias suicidas, solo tengo que decir que decidimos morir en el momento en el que nos fuimos de la ciudad. Vamos a morir igualmente: ya sea por dormirnos o por falta de alimentos, nuestra posibilidad de ver más de un amanecer fuera de casa es nula. Los z-men se miraron entre ellos mientras terminaban de pertrecharse el equipo. Gonzalo sonreía. —Y a mí no me parecería tan mala idea morir recuperando el hospital, siempre y cuando lo lográramos —concluyó—. Sería un legado épico. Sin nada más que añadir se colocó el fusil a la espalda, agarró con fuerza los artesanales picos de escalada y comenzó el descenso sin darles tiempo a replicar. Bajó despacio por la empinada caída de más de veinte metros, procurando mantener el equilibrio mientras la masa de muertos vivientes se agrandaba frente a él. Una vez en terreno firme, se sintió sobrecogido por la ingente cantidad de zombis que se extendían por la explanada. Un podrido calvo, cuyas cuencas erosionadas habían alcanzado un diámetro de cinco centímetros, se dirigió directo hacia él. Gonzalo no pudo evitar preguntarse cómo sería la existencia de esos seres. No sufrían dolor, de eso estaba seguro. Y sus cerebros no funcionaban más que para hacerles andar y comer. Pero, ¿tendrían recuerdos? El movimiento del muerto le atrapó. El vaivén de sus piernas a cada paso, cómo cada vez que apoyaba el pie izquierdo su cadera cedía, obligándole a dar un quiebro para no derrumbarse. 44


Gonzalo no movió un músculo mientras el muerto se acercaba a él. Cuando estuvo a un par de metros, cerró los ojos y aspiró con fuerza. Debía de llevar tiempo muerto, pues el olor que le invadió las fosas nasales solapó por completo al del elixir. Sintió un impacto en el hombro cuando el muerto tropezó contra él mientras continuaba su camino. Y se sintió de un modo extraño. Como decepcionado. Volvió a abrir los ojos y se giró para mirar hacia atrás justo en el momento en que el cadáver reanimado se desplomaba con uno de los picos de Luis incrustado en su cráneo. Alzó la mano y les indicó que avanzaran. La distancia que debían recorrer para atravesar el valle era de unos quinientos metros, pero el progreso no era precisamente rápido. Avanzaban procurando esquivar en la medida de lo posible a los zombis, cosa harto difícil debido a su número. Los tropiezos con estos eran continuados y se veían obligados a detenerse cada vez que se producía uno, ya que aunque el elixir enmascaraba su olor, los movimientos bruscos y el sonido que les acompañaba aún podían delatarlos. Cada pocos metros Gonzalo, que iba en cabeza, se giraba para comprobar cómo se encontraban sus compañeros. El avance era igual de angustioso para todos, pero Urko parecía estar pasándolo mucho peor que los demás: un grupo muy compacto de zombis se había focalizado en su camino y el hombre intentaba esquivarles de cualquier manera, descuidando las precauciones básicas y moviéndose con una velocidad que hizo voltear algunas cabezas no muertas. Intentó atraer su atención levantando los brazos hacia él, pero o no lo vio o decidió ignorarlo. Cansado de perder el tiempo, reanudó la marcha confiando en que el z-men saliera del atolladero. Cuando tras un tiempo que sería incapaz de cuantificar, Gonzalo llegó al otro lado del valle, lanzó una fugaz mirada a la columna tras la cual se había refugiado con Irene años atrás y negó con la cabeza. Dos palmadas en el hombro llamaron su atención y se giró hacia Jorge que levantó los hombros a modo de pregunta. Gonzalo negó de nuevo y, tras alzar otra vez las piquetas, se preparó para iniciar el ascenso. Y entonces lo oyeron. Fue un sonido violento y reverberante que destruyó el silencio en el valle e hizo que casi un millar de cabezas muertas se alzasen en busca de la fuente del ruido. 45


Con el rostro paralizado, Gonzalo se giró en dirección al punto desde donde se había realizado el disparo y vio con incredulidad a Urko, que corría hacia ellos con el fusil en sus manos. Un tirón en la chaqueta devolvió su atención a lo que le rodeaba y comprendió que estaban en serios problemas: todos los muertos que lo habían oído estaban empezando a dirigirse hacia el lugar en el que se encontraban. Nervioso, miró al z-men que acababa de meterles en el lío y, sin esperar más tiempo, comenzó la escalada. Tres zancadas después, y al mismo tiempo que clavaba el piolet por primera vez, volvió a escuchar otro disparo. Y otro. Bajó la mirada sin dejar de avanzar y observó cómo los otros cuatro z-men cubrían a su compañero. En un principio no entendió la reacción de sus hombres: al fin y al cabo, era él mismo quien se había metido en problemas por no obedecer las normas, lo que le fuera a ocurrir lo tendría merecido… Tras resoplar bajo su casco, soltó el útil de escalada y se deslizó hasta el suelo mientras agarraba su pistola. Con paso decidido avanzó entre sus compañeros hasta llegar a la altura de Urko, que forcejeaba con un muerto enganchado a su chaqueta. Sin decir nada, anuló el estorbo con un disparo en la frente y agarró al z-men, empujándole junto a sus compañeros. Sin esperarles, regresó al lugar por el que había comenzado a escalar y, tras recuperar su piolet, adoptó un ritmo frenético de escalada, alternando cada paso con el impacto de una piqueta para darse impulso. La grava le hacía perder pie constantemente, se llevó más de un golpe en el pecho, pero no se detuvo. El calor de la ropa de cuero y la tensión acumulada desaparecieron, así como el sonido y el ardor en sus brazos. En ese momento no era una persona, era más bien una máquina que ejecutaba su funcionalidad a pleno rendimiento. Casi sin ser consciente de ello, uno de los picos se clavó sobre tierra firme. Había llegado. Con un último esfuerzo, se aupó a la meta y su visión varió de un montón de tierra, roca y matas secas, a un gran número de piernas situadas a unos cincuenta metros de su posición. Sin ni tan siquiera levantar la mirada para ver a quiénes pertenecían, Gonzalo se giró con la intención de ayudar a los compañeros que estaban trepando. El primero en llegar hasta él fue Luis, que se quedó tendido en el suelo resollando. El siguiente fue Boris que, sin perder un segundo, le echó una mano para ayudar a Pablo. Tras él, Jorge, que había perdido uno de los piolets, avanzaba 46


trabajosamente, resbalando un metro por cada dos que ganaba. Tras llamar su atención, Gonzalo le dejó caer uno de los suyos y lo agarró al vuelo, consiguiendo coger velocidad en la escalada. Cuando también éste estuvo a salvo, pudo ver que Urko, el que había originado todos los problemas, se aproximaba a ellos. La voz de Pablo rompió el silencio y comenzó a jalear al único z-men que quedaba, animándole a completar la escalada. Pronto los cinco le animaban para que llegara. Tras unos minutos de tensión, la mano de Gonzalo agarró la del z-men y el grupo volvió a estar reunido. A pesar del disgusto que le había supuesto el error del z-men, se sintió feliz por haberlo logrado, por haber llegado al hospital y con todos sus acompañantes. Era tal la euforia que le inundó, que llegó a olvidarse por completo de los hombres que tenían a su espalda. Un silbido cortando el aire y la aparición de una flecha clavada en la visera del casco de Urko le hizo volver a recordarlos. El cuerpo del z-men quedó inerte en el acto. Gonzalo lo siguió sujetando mientras un reguero de sangre hacía su aparición por la barbilla del hombre, y así permaneció durante un minuto: temblando de rabia y esperando a que otra saeta se clavara en su cuerpo. Pero nada ocurrió. El silencio se mantuvo mientras los demás miembros de su pequeña cuadrilla se levantaban y encaraban a los que les estaban cercando. Antes de imitar a sus compañeros depositó el cuerpo del hombre con delicadeza en el suelo. Sopesó la opción de coger su fusil y vaciarlo sobre todos los presentes. No preguntar ni buscar diálogo, tan solo llevarse por delante a tantos como fuera posible antes de que los eliminaran. Pero les debía una oportunidad a los suyos, así que se enderezó y se volvió hacia sus atacantes. Eran una docena. Sucios, con la ropa remendada hasta niveles en que cabía preguntarse si las prendas conservarían algún pedazo de la tela original con la que se confeccionaron. Los rostros, todos con una poblada barba a excepción de dos mujeres, mostraban la misma expresión de miedo, asombro y desconfianza. Y en sus manos, listos para soltar sus proyectiles, una suerte de arcos toscamente realizados con madera, que se combaban ante la tensión de sus cuerdas estiradas. Dos de ellos tosían con violencia. Percibió el nerviosismo en los suyos y levantó las manos con la esperanza de que los demás le imitaran. Eso hicieron. Y como supo 47


mucho después, había sido el único movimiento aceptable pues, de lo contrario, todos hubieran corrido la misma suerte que Urko. Uno de los hombres bajó su arma y dio unos pasos hacia ellos. Aunque le costó identificarlo por su aspecto demacrado y el color del pelo que se le había oscurecido, enseguida reconoció a Harry. —A ese lo hemos matado porque estaba infectado —dijo el escocés señalando al cadáver de su compañero. —No lo estaba —replicó Boris con rabia—. Había conseguido subir. Estaba bien. A una velocidad bastante respetable, Harry volvió a subir el arco, tensó la cuerda y, tras apuntar menos de un segundo, soltó otra flecha que se clavó en el gemelo izquierdo del cadáver de Urko. —Le habían mordido justo ahí —le respondió—. Ya estaba muerto. —Me cago en… —dijo Luis mientras echaba un vistazo a la pierna y descubría un roto en el pantalón y una marca de mordisco con la sangre ya negra. —Ahora —continuó Harry con su marcado acento extranjero—, la duda es: ¿qué vamos a hacer con vosotros? ¿La ciudad ha decidido tomar por fin el hospital? Uno a uno, los cuatro acompañantes de Gonzalo dirigieron la mirada hacia él. Fue un gesto reflejo, inconsciente, pero lo bastante esclarecedor para Harry, que centró el resto de la conversación en él. —Tú eres el que está al mando, así que habla. —Una nueva flecha apareció entre los dedos de Harry y pronto estuvo colocada en su sitio, con la cuerda bien tensada—. ¿Sois una avanzadilla para ver cómo estamos? Parecéis pocos, pero me suena a plan de Gonzalo. El aludido no respondió. Ahora que se encontraba en esa situación, no tenía idea de qué iba a hacer a continuación. Se suponía que no debían haberles descubierto y así hubiera sido de no ser por los disparos. Tendrían que ser ellos los que hubieran conservado el factor sorpresa, no al revés. —¿Estás mudo? —El arco se levantó y la flecha apuntó directa a la visera de plástico de Gonzalo—. Explícame qué hacéis aquí. Qué está haciendo vuestro presidente. Consciente de que no había tiempo para reformular sus ideas, extendió las manos para pedirle que se tranquilizara y a continuación procedió a soltarse el enganche del casco. 48


—Tranquilo —le dijo al escocés mientras empezaba a retirarse la protección de la cabeza—. Creo que te lo puedo explicar mejor que nadie. Las caras de los presentes al revelar su identidad fueron dignas de ser grabadas en video. Pero si alguna destacó por encima de todas fue la de Harry, que al contrario que las demás perdió toda expresividad. Gonzalo abrió la boca para empezar a explicarse, pero su público no estaba dispuesto a escuchar. Los doce se arrojaron sobre ellos haciendo caso omiso de las flechas y una lluvia de golpes los cubrió antes de que pudieran echar mano de las armas que portaban a la espalda.

T

Llevaban dos días encerrados en un cuarto de mantenimiento con la única compañía de dos motores herrumbrosos, cajas de clavos y tornillos vacías y un saco de ruedas para camilla rotas. No habían probado bocado desde antes de abandonar la ciudad y no les habían suministrado ni alimento ni bebida desde que estaban allí. Por fortuna había llovido al día siguiente de ser apresados y parte del agua se había filtrado por las grietas del desvencijado hospital. Unos cuantos litros recogidos en una garrafa de plástico, cuyo contenido original resultaba un misterio, les servían para aliviar la sed. Apenas habían hablado en el tiempo que llevaban allí. Gonzalo se hacía una idea de lo que deberían de estar pensando y no tenía ninguna duda de que le hacían responsable a él de su situación. Y estaban en lo cierto. Pero él no tenía tiempo de pensar en eso: estaba centrado en buscar una solución. Había repasado docenas de veces el momento en el que les habían traído. A pesar de estar semiinconsciente por la paliza que le habían propinado, recordaba con claridad cuando apareció ante sus ojos el hospital. La cubierta exterior de cristal del edificio apenas mantenía un par de láminas de vidrio, dejando los accesos al interior del hospital casi desprotegidos. Las consultas y salas de espera estaban tapadas con madera y planchas metálicas, y las puertas de seguridad que usaron para acceder al interior estaban cerradas con una cadena y un gran candado. Entraron al primer bloque donde antiguamente había estado urgencias, y recorrieron el laberinto de 49


pasillos hasta llegar al lugar donde les habían dejado tirados como a bolsas de basura tras quitarles cascos, cuchillos, cazadoras y todo aquello que les hubiera podido servir para atacar y defenderse. Le había resultado perturbador el ver el edificio casi vacío, sin el rumor de los trabajadores y los familiares de los pacientes, sin el olor interno a medicamentos y el pitido de los monitores. Las pocas personas con las que se había cruzado, y que apenas habían supuesto fotogramas de un segundo en su retina, le habían resultado muy desagradables. Parecían remedos se seres humanos, delgados y ojerosos, de apariencia similar a la de los presos de los campos de concentración nazi de la Segunda Guerra Mundial, tal y como se les mostraba en las fotografías de los libros de historia, salvo por el pelo y las barbas, en su mayoría largos y desgreñados. Todo era bastante más desalentador de lo que jamás hubiera imaginado. En su mente había fantaseado con una especie de franquicia de su ciudad. Habitada por Dios sabe quién, pero en condiciones similares. Y no era así en absoluto. Todo estaba fuera de su control y no lo soportaba. Necesitaba un plan, una hoja de ruta. Odiaba improvisar y, en esta ocasión, parecía que era lo único que sabía hacer. Reconoció con rabia que se había acostumbrado demasiado a contar con Nacho y Alejandro para todo. Él podía haber plantado el germen de la mayoría de ideas, pero todas se habían llevado a buen término gracias a ellos dos. Ahora uno estaba muerto del todo y el otro como si lo estuviera, por lo menos para él. Y Gonzalo no podía centrarse en realizar un plan sin fisuras puesto que no disponía de la información necesaria para ello. Conocía el hospital por el tiempo que había pasado en él, pero ni por asomo como el Rosell. Y no tenía ni idea de cuánta gente había, de en qué partes del edificio estaban ubicados, cuántas armas tenían… A una hora indeterminada del atardecer, la puerta se abrió y entró Harry flanqueado por dos hombres. Todos iban armados: los desconocidos con lo que parecían ser soportes para goteros intravenosos, cuyas puntas metálicas estaban afiladas a modo de lanzas y el ex z-men con una pistola. A priori, Gonzalo consideró que era un terrible horror táctico presentarse así. Sus carceleros eran menos y más débiles que ellos y solo tenían esas varas para atacar. La pistola de Harry, sin 50


embargo, era otra historia. Prefirió permanecer sentado y esperar una oportunidad. —¿Y bien? —preguntó Harry a Gonzalo—. ¿Estás listo para decir qué haces aquí? —¿Está listo tu jefe para escucharlo? —¿Mi jefe? —¿Acaso estás tú al frente del hospital? No lo creo. Un jefe normal no se ocuparía del trabajo sucio. —Tú siempre lo has hecho —respondió—. Y a tu presencia aquí me remito. ¿Acaso no estás aquí para recuperar el hospital? Imagino que te has cansado de esperar a que alguno de los ansiosos de redención lo logren y has decidido hacerlo por tu cuenta. Qué, ¿se lo has prometido a tus queridos ciudadanos? Pues es otra promesa que no creo que cumplas. —Harry, ¿por qué no me haces la pregunta que deseas hacerme? —Te la estoy haciendo: ¿para qué has venido? —Apareció, Harry. Rose apareció muerta. La cara de Harry permaneció inmutable aunque sus ojos se oscurecieron de forma visible y la pistola comenzó a temblar. Gonzalo se enderezó despacio levantando las manos mientras sus compañeros le decían que se estuviera quieto. —Dime para qué has venido. —La encontramos, Harry, y la lloramos —continuó, haciendo caso omiso a su pregunta mientras daba un dubitativo paso en su dirección—. Y lo más importante, la vengamos. Los adláteres de Harry desviaron la punta de sus armas hacia Gonzalo, que continuó avanzando. —Yo sí he cumplido mi promesa, amigo mío. Lo que no me esperaba era verte a ti así, y mucho menos con esa actitud hacia mí. —¿Sí? —le espetó con furia—. ¿Y cómo sé que es verdad? ¿Que no lo dices solo para manipularme? —No puedo demostrártelo, no tengo más prueba aparte de mi presencia aquí, desterrado por los míos precisamente por haberles ejecutado a sangre fría. Sólo puedo darte mi palabra. Y eso antes tenía algún valor para ti. La pistola del escocés descendió unos milímetros mientras sus ojos revelaban una cierta confusión y todo se precipitó. Gonzalo cubrió la distancia que les separaba de un salto y con un manotazo le arrancó la pistola de las manos, cogiéndole 51


a continuación por el cuello y obligándole a girar para usarlo de escudo. —Soltad las lanzas. —El cañón del arma se apoyó en la frente del rehén—. U os vuelo la cabeza. —Gonzalo… —comenzó a decir Harry. —No os lo voy a repetir —insistió—. No hemos venido con la intención de matar a nadie, pero no me van a temblar las manos si tengo que hacerlo. Lejos de amilanarse, los compañeros del escocés comenzaron a acercarse en dirección a Gonzalo, el cual no pudo disimular su sorpresa. —Escúchame —volvió a decir Harry—, la pistola es solo para aparentar. Hace mucho tiempo que no hay una sola bala en el hospital. Los prisioneros se miraron entre ellos con gesto de decepción mientras el hombre al que ahora veían como aquel que les había llevado a la muerte liberaba a su rehén. O eso parecía, porque en lugar de dejarle ir, empujó al escocés hacia sus aliados que por reflejo desviaron las lanzas para no herirle. Antes de que ninguno de los dos reaccionara, Gonzalo arrojó la pistola al más cercano y se lanzó corriendo hacia el otro. Así, mientras el arma de fuego impactaba en la cara del primero haciendo que su nariz explotara por el golpe, él se arrojó sobre el segundo, al que tumbó en el suelo. Tres puñetazos a toda velocidad bastaron para dejar al hombre inconsciente, pero antes de poder hacer nada más un filo helado se posó en su garganta, paralizándole. —La has cagado, presidente —dijo una voz que no recordaba haber escuchado nunca—. Íbamos a interrogarte, pero eso ya me temo que no va a ser una opción. Hay quien ha sugerido incluso usarte para negociar. Pero muchos preferíamos la opción de matarte. La sugerencia de convertirle en moneda de cambio le resultó hasta divertida por lo irónico que resultaba. Sopesó las opciones que creía tener para liberarse, pero escuchó un fuerte impacto y la mano que sostenía el filo contra su nuez cayó laxa acompañando al cuerpo del hombre. Se giró sobre sí mismo y miró sorprendido al viudo de Rose, que agarraba por el cañón la pistola que había empleado para golpear al que le retenía. —Tenemos que irnos. Todos. —Harry les hizo señas a los z-men para que se levantaran—. Tenemos que irnos de aquí a toda prisa. 52


—¿Entonces me crees? —le preguntó Gonzalo. —¿Me das tu palabra de que vengaste a mi rosa? ¿De que hiciste justicia por mi vida? —Sí. Hice que los zombis les devorasen y luego les arrojé un edificio encima. Harry asintió con la cabeza. —Pues entonces estoy contigo y me disculpo por lo de hace dos días. Estaba seguro de que me habías olvidado. —Pues no, no lo hice. —Te lo agradezco, de verdad. Ahora tenemos que salir corriendo. ¿Vamos? Gonzalo miró a sus compañeros que no habían movido un dedo y les conminó con gestos a que lo siguieran. Todavía estupefactos por lo ocurrido, asintieron distraídos y les siguieron mientras huían por un laberinto de pasillos sin tener ni idea de a dónde se dirigían. Tras veinte minutos llegaron a una sala muy amplia, vacía en su totalidad salvo por un juego de raíles con enganches, de alguno de los cuales colgaban perchas, y un par de mesas de considerable tamaño. —Aquí estaremos a salvo un rato —dijo Harry—. Nadie viene a este sitio desde que sacamos toda la maquinaria. Esta sala estaba ocupada por un enorme robot que servía… —Para preparar las batas y los uniformes y enviarlos a los dispensadores según lo requerían los trabajadores —continuó Gonzalo—. Lo recuerdo. Pero eso ahora no importa. Necesito saber cuánta gente hay, dónde se encuentran y cómo van de armamento. —Calculo que somos sobre unas doscientas cincuenta personas —dijo tras reflexionar un momento—, la inmensa mayoría hombres. Respecto a dónde se encuentra la gente, esa es otra historia. El único que es fácil de localizar es el jefe, que tiene su residencia fijada en el que era el despacho del director del hospital. Y respecto al armamento, ya te lo he dicho antes: armas de fuego cero, pero no están indefensos ni mucho menos. La inmensa mayoría tenemos arcos y los manejamos muy bien. Y por supuesto hay armas de impacto y de filo para escoger. La mayoría son muy llamativas por no decir ridículas, pero todas son mortíferas. —Me vas a permitir que te corrija pero sí hay armas de fuego. Al menos las seis pistolas y los seis fusiles que llevábamos noso‑ tros. 53


—Mierda, es cierto. Y eso es un problema añadido. —Sí, pero no podemos hacer nada, así que luego veremos ese tema. Sigue contándome todo cuanto deba saber. —Lo primero es hacerte comprender dónde te has metido. ¿Quieres saber quién compone la población del hospital? —Creo que no quiero saberlo —respondió Gonzalo—. Pero lo necesito. —Los desterrados, amigo mío. Todos aquellos expulsados para siempre de la ciudad. Los que han cometido crímenes por los que según tu baremo y el de los tuyos, no tenían derecho a la seguridad de Ciudad Humana. En resumen, te has metido en una casa donde viven cientos de personas cuyo único motivo para resistir es la esperanza de poder vengarse de ti algún día. Los siguientes treinta minutos los pasaron escuchando a Harry hablar acerca de la vida de los desterrados en el hospital. Gonzalo, que no había hecho ningún comentario sobre la identidad de los pobladores del Santa Lucía tras enterarse de quiénes eran, se mantenía en silencio absorbiendo cada migaja de información que el escocés les brindaba. Habló acerca de los personajes más conocidos y respetados, los cuales coincidía que solían tener uno o varios crímenes de sangre a sus espaldas; también sobre la dificultad para alimentarse, ya que apenas poseían un pequeño huerto entre el complejo hospitalario y las montañas que lo rodeaban por detrás, y la caza escaseaba mucho. —¿Y cómo lográis sobrevivir? —le preguntó Luis llegado a ese punto de la explicación. —A veces algunos valientes se animan a ir a pescar, pero para llegar al mar hay que subir y bajar la montaña y es bastante peligroso, amén del tiempo que conlleva el trayecto. Tramos intransitables, zonas escarpadas… difícil para escaladores avezados, no te cuento para gente desnutrida y que no son precisamente expertos. Eso por no hablar de los que están cayendo enfermos, que últimamente son muchos. —O sea, que coméis algún conejo que otro que llegue hasta aquí —recapituló Pablo obviando lo de la gripe—, el poco pescado que se logre traer después de una excursión suicida y que además llevará mínimo un día fuera del agua, y los pocos productos de la huerta que logréis cosechar… ¿Tenéis corriente eléctrica? ¿Suministros médicos? 54


—A malas penas. El hospital cuenta con unas pocas placas solares y unos acumuladores que aún funcionan. Pero son para uso particular del jefe y de quien él decida. —Pues no lo entiendo, no comprendo cómo lográis seguir vivos. —Porque el ser humano, cuando quiere vivir, es muy difícil de matar —le respondió Harry—. Que nosotros sigamos aquí en medio de un mundo de muertos es la prueba. —Y también es gracias a cosas que prefieres no contarnos. — Gonzalo se enderezó y formó una sonrisa sardónica mientras le miraba a los ojos—. Pero eso ahora no viene al caso. Hay algo sobre lo que aún no me has hablado y, si no te conociera, diría que es porque te da miedo. ¿Quién está al mando aquí? —Antes quiero saber una cosa —dijo Harry esquivando el tema—. ¿Cuándo va a venir más gente? Porque no creo que quisieras recuperar el edificio sólo con cinco personas, ¿no? Es conveniente saberlo, porque los vigías los verían llegar sin problemas como os ocurrió a vosotros, y ahora que de nuevo tienen balas, se puede montar una muy gorda aquí. —Harry, estamos solos. —Gonzalo negó con la cabeza—. Te lo dije antes: me han expulsado. No va a venir nadie más. Nadie sabe que estamos aquí y, sinceramente, si lo supieran no sé si vendrían a rescatarme. —Pero… ¿cómo que te han expulsado? —Es largo de explicar y no tenemos tiempo —le cortó—. Ahora déjate de rodeos y háblame de ese jefe. Harry miró alrededor, como si temiera que alguien le estuviera espiando, y agachó la cabeza. —Es el demonio, Gonzalo. Se hace llamar Corvo. Según me han contado, no siempre fue así, pero en la actualidad es un sádico, un perturbado absoluto cuyo sobrenombre le viene por su afición a arrancar ojos. Todos le hemos visto cometer verdaderas atrocidades imposibles de imaginar por un hombre cuerdo. Se dice que la mayor parte de los medicamentos que quedaban en el hospital se los metió y se quedó así. —Os domina por el miedo, entonces —dijo Boris. —No es solo por el miedo. También ha tenido algunas ideas buenas, como la del huerto y las mulas. —¿Qué es eso de las mulas…? 55


—A Corvo le gusta reciclar, por decirlo de alguna manera. —¿Puedes ser un poco más explícito? Harry suspiró y desvió la vista hacia una pared desnuda a excepción de una pintada de un cuervo, en cuyas alas se podían leer dos nombres escritos: Lorena y Yera. —Hace unos meses, Corvo buscó una solución para la falta de alimentos. —No me jodas. —Gonzalo se echó las manos a la cabeza—. ¿Intentó…? —Canibalismo, sí. —Un momento, un momento. Vamos a ver, todo el mundo sabe que la carne humana no es como la animal. No hay prueba de sangre que valga, cada fibra de nuestro cuerpo está infectada con el virus Z. ¡Comernos equivale a un suicidio! —Lo sabíamos. Todos. Pero él insistió en probar. Nos dijo que todo era mentira, que éramos comestibles… Le cortó el brazo a un muchacho y lo asó en una hoguera. Una expresión de horror se instauró en los rostros de Gonzalo y sus hombres. —Dios mío —dijo Luis con un hilo de voz—. ¿Se lo comió? —No, no es estúpido. Obligó a cuatro personas a que lo probaran. Ellos fueron las primeras mulas. El resultado fue el que todos imaginábamos, solo que en vez de anularlos, decidió aprovecharlos —les explicó—. Había quedado claro que esa no era una solución, así que decidió ampliar el huerto que tenemos y para ahorrar trabajo, empezó a usar a los zombis como animales que tiraran del arado. —Pero es solo un hombre, ¿no? —preguntó Gonzalo asombrado. —Sí, pero más peligroso de lo que puedas creer. Le he visto hacer llorar de dolor a hombres el doble de grandes que él, antes de arrancarles la nuez de un mordisco. —¿Tiene guardaespaldas? ¿Alguna cadena de mando? Es que no puedo concebir que un hombre solo… —No lo entiendes, ¿verdad? —le cortó Harry—. Todos los que estamos aquí nos sentimos rotos, desesperados. Los que viste al llegar y los que me acompañaban son de los que se encuentran en mejor forma del hospital. Corvo es el único que se mantiene entero: come lo que quiere, se folla a quien quiere… 56


—Pero es solo un hombre, joder —insistió Gonzalo—. Vosotros cientos y estáis armados. ¿Por qué no habéis hecho nada para acabar con él? —Dime una cosa. ¿Tú tendrías valor para enfrentarte al mismísimo diablo cara a cara? Un golpeteo metálico que parecía salir de todas partes a la vez inundó la sala donde se encontraban. El sonido, con un ritmo que le resultó familiar, aumentaba en volumen a cada segundo que pasaba, como si se fueran añadiendo percusionistas sin parar. —¿Qué es eso? —preguntó Jorge mientras se tapaba los oídos. —Otro de los inventos de Corvo. Aquí no hay radios, y solemos comunicarlo todo boca a boca o en las reuniones diarias para comer. Esto es otra cosa. Cuando hay alguna alarma o emergencia, o bien cuando el jefe quiere comunicarnos algo importante, usamos este sistema para que el mensaje llegue a todo el mundo rápidamente. —Es código morse —susurró asombrado Gonzalo—. Golpean zonas metálicas para que el sonido resuene y conforme más gente lo oye, más personas lo repiten hasta que todo el mundo en el complejo lo ha escuchado. ¿Me equivoco? —Harry se lo confirmó con la cabeza—. ¿Y qué dice? —Yo lo controlo, esperad. —Pablo cerró los ojos—. Es una repetición cíclica. Un segundo. El hombre levantó los párpados y se giró hacia él con el semblante crispado. —Tres palabras: “Quiero sus ojos”. Su primer pensamiento había sido preguntarse qué hubiera hecho su padre. Pero desechó esa idea. A continuación quiso imaginar cuáles hubieran sido las opciones que le habrían aconsejado Nacho y Alejandro. Y también desechó esa línea de pensamiento. En esa ocasión, y por primera vez en mucho tiempo, iba a tomar una decisión enteramente por sí mismo. —¿Tú también podrías dar un mensaje? —le preguntó a Pa‑ blo. —Gonzalo. —Harry se acercó a él y le agarró el brazo—. Sea lo que sea piénsalo muy bien. No es una persona a la que le vaya conversar. ¿Sabes por qué todos los refugiados saben morse? Porque el que no lo aprendía era ejecutado por Corvo, no admitía ninguna clase de diálogo. 57


—Yo tampoco quiero dialogar con él. —Gonzalo se soltó del agarre de Harry y le dio la espalda—. Pablo, comienza. Lo reduciré al mínimo posible de palabras: “Te desafío. Zona de consultas”. —¡No! —gritó el escocés—. ¿Tú eres idiota? Si no te ha matado ya es porque quería jugar contigo. Ahora que te has escapado, estará deseando destrozarte. Gonzalo le miró a los ojos y le señaló con el dedo. —Aquí el único idiota eres tú por no ser capaz de comprender cómo están las cosas —le dijo en un tono gélido—. Ya estamos muertos por el hecho de estar en este edificio, y la única opción de sobrevivir es que yo tome el mando. ¿Lo entiendes? Y eso solo puede suceder de una manera, y es derrotando a su jefe y demostrando que yo soy peor que él. Dándoles más miedo que él. Esa es la única forma de que me respeten y me sigan a mí. —¿Y qué vas a hacer? —insistió un cohibido Harry. —Provocarlo. Ahora, Pablo, empieza: “Te desafío. Zona de consultas”. Y el z-men agarró una de las perchas y comenzó a golpear la puerta metálica por donde habían entrado a la sala. - . / -.. . … .- ..-. .. --- .-.-.- / --.. --- -. .- / -.. . / -.-. --- -. … ..- .-.. - .- … .-.-.

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El mensaje de Gonzalo había tardado muy poco en comenzar a destacar. Dentro de la cacofonía de ritmos iguales realizados con una sincronía asombrosa el suyo se hacía notar de sobra, provocando que poco a poco la gente fuera perdiendo el compás y solapando su mensaje al que el tal Corvo había pronunciado en primer lugar. Llegado un momento, todos los habitantes habían entendido ya el desafío de Gonzalo y lo transmitían como respuesta. A los diez minutos de que el nuevo ritmo se hubiera impuesto como única letanía, le pidió a Pablo que esperara. Casi al momento, recibió la respuesta. --- -.“OK”. Todos le miraron sin saber muy bien qué pensar. Él no dijo nada. Abrió la puerta que Pablo había usado como instrumento de percusión y salió preparado para realizar su gambito. En 58


cuanto abandonaron los pasillos de mantenimiento y accedió a los corredores que unían los edificios del complejo, se encontró con que los desterrados habían realizado un pasillo humano que le indicaba el camino hacia el último bloque, donde en la otra vida se había encontrado la zona de consultas externas. Mirándolos de hito en hito, encontró que algunas de las miradas que se clavaban en él no reflejaban el odio que había esperado, sino curiosidad, incredulidad, y en algunos casos hubiera jurado que hasta esperanza. Aun así hubo gritos, muchos. Y algunos insultos que hubieran ruborizado incluso al mismo Nacho de haber estado ahí con él. Y habría estado de no ser por Gonzalo. Porque al final, él no le hubiera abandonado ni mucho menos traicionado. No como había hecho Alejandro. Y Gonzalo no había estado a la altura. Y notó la rabia que volvía, solo que esta vez no trató de mitigarla, algo le decía que le podía venir bien. Así llegó a la zona designada y se detuvo en el centro del amplio espacio donde, treinta años atrás, miles de ciudadanos de Cartagena revoloteaban como moscas en busca del lugar donde debían coger la cita, donde tenían que pedir información y decenas de trámites varios. Al quedarse mirando al pasillo, pronto comprobó cómo toda la gente que le había flanqueado entraba, formando en esta ocasión un círculo. Notaba su corazón acelerado. Agradeció que sus migrañas se hubieran tomado el día libre y esperó. El silencio se extendió desde el pasillo hasta el punto donde él se hallaba y la gente se fue apartando para dejar un camino libre que Corvo recorría con calma. Lo estudió: era más bajo que él, moreno con el pelo corto y rizado, y el hecho de ir sin camiseta le confirmaba que estaba en mucha mejor forma. Músculos y venas de todas las formas y tamaños recorrían su cuerpo. Y luego estaba su cara, un rostro normal que podía ser el de cualquiera hasta el momento en el que te fijabas en sus ojos y descubrías que estaban muertos. Eran capaces de ver, pero ni reflejaban ni emitían ningún tipo de brillo o luz. Eran opacos, como los de un cadáver. Y su sonrisa, fría y desagradable, no era mucho mejor. Sonó un estornudo. Gonzalo parpadeó y, cuando abrió los ojos, Corvo estaba saltando hacia él con su puño derecho preparado para impactar. Levantó el brazo izquierdo para intentar pararlo pero había reaccionado demasiado tarde. El golpe le dio en la sien con la 59


fuerza de un martillo y lo tumbó de costado. Al mismo tiempo que tocaba el suelo, una patada en los testículos le hizo ver las estrellas. Lejos de concederle un descanso, el poco aire que conservaba en los pulmones salió disparado cuando Corvo se dejó caer de rodillas sobre su costado. El impacto fue tal que temió que le hubiera roto alguna costilla. Se preguntó si no habría mordido más de lo que podía tragar. ¿Es que no te he enseñado nada, endeble putita de mierda? Abrió los ojos. Su pecho, su cabeza y su rostro se resentían ante una lluvia de puñetazos que parecía no tener fin. Gilipollas, ¿qué estás haciendo? El único que tenía derecho a darte una paliza era yo, y nunca lo hice. ¿Qué tiene este de especial? ¿Un rabo más gordo? ¿Es eso? ¿Quieres ser su perra? —Déjame. Los golpes se detuvieron un instante y ante sus ojos apareció el rostro de Corvo, manchado con su sangre. Le vio mover los labios, pero no percibió sonido alguno. Y los golpes se reanudaron. Entonces es verdad. Te has rendido. Me cago en tu puta calavera, malnacido. Has abandonado. —Yo no quería. Pero estoy cansado. A lo mejor es hora de dejarlo. De morir y volver con Irene y mis padres. Tonto de la mierda. ¿Quieres llegar a su lado como un fracasado? ¿Es que hemos muerto en vano? —No puedo con él. Es un animal. ¿Y tú no? La cara de Corvo volvió a ocupar su campo de visión. Le gritaba, pero solo captaba ecos, sonidos indescifrables. Sin pensar, lanzó las manos en dirección a la boca del loco, agarró ambas mandíbulas y, haciendo uso de todas las fuerzas que le quedaban, tiró de la inferior hacia abajo, desencajado el hueso y rasgando piel y músculo hasta que ésta quedó separada de su alojamiento, colgando como carne muerta. Un surtidor de sangre brotó de la zona inferior del rostro de Corvo, ahora transformado en una criatura de pesadilla. La lengua, sesgada en parte, se removía como una víbora dando sus últimos coletazos. Y pese a todo ello, la enturbiada mirada de Gonzalo estaba centrada en la zona que acababa de destrozar. Las líneas de la carne rasgada le recordaban en cierta manera a las marionetas de su infancia, cuyas bocas estaban delimitadas a los lados por 60


unas franjas que servían para moverlas. Observó cómo el hombre intentaba recolocarse la mandíbula, como si con ello fuera a arreglar el destrozo. Y le resultó muy grato comprobar cómo la locura y la arrogancia que había visto en sus ojos eran sustituidas por miedo. Intentó ponerse en pie, pero se sintió muy mareado y cayó de boca al suelo. Venga, despojo de mierda. Acaba con ese montón de diarrea de búfalo. Fóllatelo ya o no habrá servido de nada. Te comerán, harán un bukkake sobre tus restos y luego usarán tus huesos como consoladores. Sé un puto hombre, haz lo que debes. Lo intentó de nuevo y, aunque con una enorme dificultad, logró ponerse medianamente erguido. Se acercó a Corvo, que jadeaba arrodillado. Su piel había adoptado un tono pálido como el de un albino y lloriqueaba. Avanzó a trompicones los tres pasos que les separaban y, cuando estuvo a su lado, también se dejó caer junto a él. Se miraron y Gonzalo intentó esbozar una sonrisa, aunque habida cuenta de las sensaciones que le transmitían sus músculos faciales, bien podría parecer más una mueca de terror. Los ojos del líder del hospital le miraban llenos de asombro. Las manos de Gonzalo se posaron en las sienes de Corvo y le obligó a acercar el rostro mientras una risa capaz de erizar el vello al más pintado emanaba de su garganta. Deslizó los pulgares hacia los ojos y los clavó con parsimonia, evidenciando con sus cada vez más escandalosas risas que estaba disfrutando. Que se sentía feliz. Que quizá había monstruos peores que Corvo. Para cuando hubo terminado de transformar los globos oculares en mermelada de fresa, no había manera de saber si su rival seguía con vida o no. Antes de levantarse, y solo para estar seguro de que ya había pasado todo, Gonzalo le propinó un puñetazo con los pocos restos de fuerza que le quedaban, acertándole en la nuez aunque sin que el cuerpo diera señales visibles de reacción. Había ganado. Echó un vistazo a su alrededor. Si las estimaciones de Harry habían sido correctas, no tenía ninguna duda de que todos los habitantes del hospital estaban allí congregados. Se puso en pie reuniendo sus últimas fuerzas y se dirigió a un hombre que sostenía uno de los fusiles que habían traído consigo. Avanzó hacia él y le extendió la mano para que se lo entregara. 61


Hubo un momento de tensión en el que los dos se miraron a los ojos sin que ninguno se moviera un milímetro, pero al final el arma pasó a manos de Gonzalo. Este buscó a sus compañeros entre el gentío y los localizó junto a otros dos desterrados que también iban armados. —Coged vuestros fusiles —les ordenó—. Y vamos al despacho del director. A partir de ahora yo viviré allí. Y por favor, que alguien se ocupe de este despojo antes de que vuelva. Sin esperar respuesta, se dirigió al acceso que comunicaba todos los bloques mientras la gente se apartaba a su paso. Poco después avanzaba solo por el pasillo, agarrándose el costado y preguntándose por los daños que habría sufrido en la pelea. Se preguntó qué hora sería. Le había dejado una nota a Carmela donde le decía que todos los días estaría localizable por radio de ocho a nueve y, conociéndola, estaría preocupada por… Creo que me debes una. Gonzalo miró a su derecha y sonrió al ver a Nacho caminando a su lado. Era un sheriff King en plena forma, sano, con su aura de arrogancia en apogeo. Nada que ver con el hombre débil y enfermizo en el que la gripe le había convertido. —Te echaba de menos, ¿sabes? ¿Dónde te habías metido? Estaba esperando a que me necesitaras. Ambos se guiñaron un ojo y, a pesar del dolor tanto físico como anímico que padecía, se sintió bien.

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