Historias del Camino - Mariela González

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cualquier momento al fin y al cabo. Mucho más que el recuerdo del tipejo corpulento, quien ya hacía tiempo que se había marchado. Las monedas tintinearon sobre el mostrador, arrojadas por el crío en su frenesí por coger el pastelillo que le tendía. Una de ellas cayó y rodó entre las cajas. Keith gruñó de nuevo y se agachó a recogerla. El espacio era estrecho e incómodo. Mientras andaba por los suelos, escuchó a Saru. —Vaya, te has retrasado. Aunque no es que me queje, ha sido muy útil. —Me alegro. Era lo que esperaba. Tales palabras y lo que parecían significar levantaron a Keith de un respingo. Casi se dejó la cabeza contra la madera. La persona a la que había hablado era otra mujer, a simple vista de edad similar a la suya. Nada más verla se fijó en sus cabellos, que llevaba recogidos en una trenza hasta la mitad de la espalda; parecían del mismo color que el atardecer, aunque podía ser por la luz. En todo caso le resultó fascinante. Ella le miró directamente, con unos grandes y atentos ojos oscuros. —Keith Breda —dijo. Era la segunda vez que escuchaba su apellido en un día, y eso que hacía meses que no se oía. —Keith el Cojo —replicó. —Si te gusta más eso… —La recién llegada se encogió de hombros—. Ya has terminado tu labor aquí. Ven conmigo, por favor. —¿Otro emisario? —El hombre resopló, contrariado—. El jefe del Milano quiere hablar conmigo, y yo con él. ¿Por qué son precisos tantos prolegómenos? Saru abrió los ojos como platos, le miró con una expresión que iba a caballo entre la diversión y el escándalo. La otra mujer no pestañeó, aunque en sus labios se dibujó la sombra de una lenta sonrisa. Bastaron unos segundos para que Keith tuviera el terrible presentimiento de que había metido la pata. —Eh… Bueno, tal vez esté cometiendo un error —vaciló, y al momento supo que sus sospechas eran acertadas—. Es posible que… que no seáis vos un emisario. —Supongo que esperabas hablar con otra clase de persona —confirmó ella—. Debo de parecerte poco… hombre para liderar nada, ¿no? —En absoluto. Os pido disculpas en nombre de mi bocaza. —Keith trató de salir del atolladero. Su interlocutora sonrió, esta vez del todo, aunque le resultó imposible discernir qué quería decir con aquel gesto. —Acompáñame, Keith el Cojo. Hablemos. 40

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