Una vuelta al mundo C - Joseba Sarrionandia / Ares

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Una historia verdadera

–¡Quiero una historia de verdad, abuela!

–¿Una de Las mil y una noches?

–No, esos cuentos ya me los has contado mil veces. ¿Tú qué eres, una profesora de Historia o Sherezade?

–Sabes bien lo que soy, una profesora de universidad esperando su jubilación.

–Vale, a tus alumnos les cuentas historias verdaderas y, cuando vienes a casa, ¿a mí me quieres contar cuentos?

–¿Acaso no son bonitos mis cuentos?

–¡Me aburren de lo bonitos que son! Y tengo la sensación de que me miras con el rabillo del ojo y de que, por la voz que pones, me tratas como a una tontita.

–¡Niña!

–Ya no soy tan niña. Quiero saber todo lo que ha pasado en el mundo antes de que yo naciera. Quiero aprender Historia con h mayúscula.

–Pero las historias verdaderas se mezclan siempre con historias más o menos inventadas…

–¿Quieres decir que los historiadores también son unos mentirosos?

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–Queriendo o sin querer, al intentar contar lo que realmente ha pasado, es difícil evitar las opiniones, los datos erróneos o las mistificaciones. Se despliega una visión, la verdad objetiva es imposible de recoger.

–O sea que los libros están llenos de mentiras…

–Puede que haya muchas, sí. La persona que escribe libros es como cualquier otra, sabia e ignorante a la vez. Por mucho que quiera saber y por muy bien que los explique, sus libros reflejan lo que sabe y lo que no.

–¿De qué trata ese que tienes ahí?

–Es un libro ilustrado. Tiene dibujos que se inspiran en la primera vuelta al mundo en barco.

–¿La primera vuelta al mundo la hicieron en ese barco que parece una cáscara de nuez?

–Sí, es una nao, un tipo de embarcación de aquellos tiempos. De casco redondo, con timón de codaste en la popa y castillo en la proa.

–¡Y qué velas más grandes!

–Las naos tenían tres mástiles: el de trinquete y el mástil principal con velas cuadradas, y el mástil de mesana con velas latinas. Hacían falta telas grandes y fuertes para que el viento empujara la nave.

–¿Quiénes iban en ese barco que dio la vuelta al mundo?

–Verás, fue un viaje largo y muy complicado. Partieron cinco naves, con doscientos y pico tripulantes, y volvió solo una nao, con una veintena de personas a bordo. Victoria se llamaba el barco que dio la vuelta al mundo. En realidad, no había partido para eso.

De los pocos que regresaron, uno se llamaba Juan Sebastián Elcano y era de aquí, de Guetaria.

–¿Tú lo llegaste a conocer?

–No soy tan vieja, niña. Eso sucedió en la antigüedad, hace cinco siglos. Hace muchísimo tiempo.

–¿Por qué las historias hablan siempre del pasado?

–¿De cuándo quieres que hablen?

–Pues de lo que pasa ahora.

–Desde el punto de vista de la física del tiempo, no existe

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el presente. Incluso lo que estamos viendo en este momento ya es pasado: esa antena del tejado que ves desde la ventana la estás viendo un instante después, pasado el tiempo que ha tardado la imagen en llegar a tu retina. Cuanto más lejos se encuentre el objeto, más tarde recibirás la imagen de lo ocurrido. Por ejemplo, cuando ves una estrella por la noche, ese rayo que ella ha emitido ha llegado a tus ojos miles de años después.

–Quieres decir que todo es pasado.

–No, vamos hacia el futuro, pero vivimos con el pasado, hemos sido formados por el pasado. Vamos hacia delante, pero mirando hacia atrás.

–¡Abuela, no estoy conforme con lo que dices!

–¿En qué no estás de acuerdo?

–Yo sí vivo en el presente, no vivo ni en el ayer ni en el mañana. Solo vivo ahora mismo: este año, este mes, esta semana, este día, esta hora y este segundo…

–Voy a tener que explicarte las cosas con más cuidado, veo que no te conformas con la respuesta cuando algo no te convence. La literatura se basa en un pacto de credibilidad entre quien narra y quien lee. A la hora de hacer historia, en cambio, no tiene por qué haber esa confianza, y son inevitables los peros…

–¿Los peros?

–Sí, esas conjunciones adversativas que expresan cierta oposición o duda en relación con lo dicho anteriormente. Pero no significan incompatibilidad, y sirven para construir un diálogo. En las doctrinas, el pero se consideraba palabra maldita. Se creía en una única verdad y no se admitían los peros.

–Pero a mí sí me gustan los peros.

–Ya lo veo.

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El marinero que perdió su barco

–Había astilleros en estas costas, donde no faltaban la madera, ni los clavos, ni los carpinteros. Se construían naves para lanzarlas al mar. Parece que Juan Sebastián Elcano fue dueño de una nao de doscientas toneladas. Era un tiempo en que quien tenía barco buscaba estelas.

–¿Estelas?

–Estela de barco en el mar, agua removida y espuma que deja una embarcación en la superficie del agua. Quien tuviera barco buscaba caminos en el mar. Cuando yo tenía tu edad, cantábamos una canción que hablaba de eso, de hacer caminos en el mar…

–¿A qué se dedicaba Elcano, a la compraventa de mercancías?

–Quizá se consideraba mercader, pero hay que aclarar que ese término abarcaba una serie de quehaceres diferentes: comerciante, transportista, negociante, contrabandista, marinero enriquecido, corsario, pirata…

–Abuela, ¡empiezas diciéndole comerciante y acabas llamándolo ladrón!

–El marino mercante de entonces en el océano Atlántico y en el mar Mediterráneo se movía en un contexto de conquistas y pillajes. El comercio se hacía armado, las armas eran necesarias tanto para defenderse como para atacar.

–¿Aunque no estuvieran en guerra?

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–El propio barco ya era un instrumento de guerra y navegaban como si siempre estuviesen en conflicto. Algo tendrá que ver con ello el que a la persona que se encarga de que un barco esté en buenas condiciones para navegar se la llamase y aún se la llame armador.

–Quieres decir que seguimos en guerra…

–Yo no quiero decir nada, pero ¿ves mucha gente armada por la calle?

–¿Y por dónde navegó Elcano con su barco?

–Dicen que trabajó en las costas de Italia al servicio del rey de Castilla y este no lo pagó, de manera que él se quedó sin dinero para dar el sueldo a la tripulación. Los marineros se enfadaron esperando su salario, y estuvieron a punto de amotinarse.

–Entonces ¿hicieron una huelga?

–No se llamaría así en aquel tiempo, pues aún no había sindicatos, pero quizá fue algo parecido.

–¿Y qué hizo Elcano?

–Pues, para salir del apuro, no se le ocurrió otra cosa más que vender la nao a unos banqueros saboyanos.

–Supongo que con ese dinero pagaría los sueldos que debía y compraría un barco más pequeño. Y luego, con lo que ganase con ese barco, compraría otro más grande.

–La cosa no fue tan sencilla. Vender un barco a los banqueros saboyanos era un delito grave, porque estos pertenecían al bando opuesto al rey de Castilla. Así que Juan Sebastián Elcano se convirtió, a sabiendas o sin darse cuenta del todo, en un traidor.

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–¿Y qué pasó?

–Pues se le complicó la vida por colaborar con el enemigo. Seguro que tuvo que desaparecer de las costas italianas. Y no sé, ¿qué harías tú en esas circunstancias?

–Yo, si fuese él, volvería a casa.

–Bueno, motivos para volver no le faltaban. En Guetaria vivía su madre, también un hijo pequeño.

–Entonces volvió a casa…

–Pues no sabemos. A veces, no es fácil volver a casa.

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–¿Cómo te imaginas esta costa del Cantábrico en aquella época?

–La imagino como un paisaje parecido al actual, con casas antiguas, pero sin coches ni teléfonos móviles. Y seguro que se verían ballenas pasando por el mar.

–Era un territorio pobre, de pocas huertas y escaso ganado en las laderas de la montaña. Difícilmente se producían aquí trigo, o uva, o aceituna. Lo que sí había eran árboles y minas de hierro. O sea que había oficios más provechosos que la labranza y el pastoreo.

–¿Qué oficios, abuela?

–Por ejemplo, el oficio de carpintero y el de herrero. Se construían barcos. La madera y el hierro eran los materiales básicos para su construcción.

–Ya sé para qué se usaba el hierro: para hacer clavos con los que unir las tablas, porque el casco de un barco es un montón de tablas clavadas, ¿no? Y para hacer anclas. Y el armador necesitaría artillería y municiones, que se hacían también con hierro.

–Y en los astilleros, además, se necesitaban calafateadores. Estos cerraban con estopa y brea las junturas entre las tablas para que no entrase el agua.

Hubo astilleros en las riberas de todos los puertos del litoral. Construían carabelas, naos u otro tipo de embarcaciones. Y mucha gente se echaba al mar en esos barcos. Unos se iban lejos, otros se quedaban a navegar cerca de la costa. Me imagino que muchos se dedicarían sobre todo a la pesca.

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¿Sabes cuál era entonces el pez más grande y más estimado?

–¿La ballena?

–Exactamente. El de ballenero era un oficio habitual, hasta que desaparecieron las ballenas del golfo de Vizcaya. Después tuvieron que buscarlas muy lejos. Sea como fuere, la gente de aquí entonces vivía mirando al mar.

–Yo también vivo mirando al mar, abuela.

–Claro que sí, pero no de la misma manera.

–Ayer paseamos por la playa contemplando las olas, y mañana, si hace buen tiempo, tendremos clase de surf.

–Para ti el mar es un sitio donde jugar. Pero en aquella época había mucha escasez. Y la necesidad empujaba a la gente al mar y la obligaba a ir muy lejos.

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La Casa de Contratación

–El Guadalquivir pasaba por el centro de Sevilla, e, igual que el río, pasaban por Sevilla todas las cuentas del reino de Castilla. Allí estaba la Casa de Contratación, centro de los negocios relacionados con la carrera de Indias. Allí se juntaban todos y todo: era cámara de comercio marítimo, delegación de aduanas, almacén de salida y entrada de mercancías, academia de geografía, escuela naval, oficina de correos, tribunal de almirantazgo…

–Y cuando llegó a Sevilla, ¿qué hizo Elcano?

–Buscó alojamiento y lo encontró enseguida, quizás en casa de Juan Arrieta, que por la cama y la comida del día cobraba ciento tres maravedíes.

–¿Qué valor tenía un maravedí?

–El maravedí costaba una moneda de cobre, doce maravedíes valían un real de plata, y dieciséis reales de plata equivalían a un escudo de oro.

–Elcano, en Sevilla, ¿no tenía posibilidad de reclamar el dinero que le debía el rey?

–No era muy prudente reclamar unos cuartos mientras se lo buscaba por traición.

–Me parece que lo van a coger, y ya estoy nerviosa.

–Su casa era el peor lugar donde quedarse para alguien a quien lo perseguía la Justicia real. Se presentarían a detenerlo, le confiscarían los bienes y, de paso, se llevarían los de toda su familia.

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