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LA ASCENSIÓN
Arriba. Era el mandato. Y subimos, entonces. Y era noche. Y era noche otra aurora y era un esfuerzo alzándonos, remontando el centeno de las penas, las astillas, los préstamos, los lunes, el rancio plato de ayunar, la rabia con su lágrima inútil: un levísimo azul enceguecido.
Arriba. Era el mandato de la necesidad: soltar el lastre, soplar en los rescoldos merecientes.
Algún engaño hubo. Solo desde la altura se ve claro: los rezos masticados en el miedo, los coros de condena para los mismos siempre.
Acostado en la hierba (el tiempo ya a la espalda), dormir es el deseo.
Prohibici N
Prohibido cantar entre ruinas.
Prohibido enredar lirio y penuria.
Prohibida la risa más roja que el geranio.
Que siempre sea un Sáhara la deriva del necio, calderilla la usura. Que estornude Manhattan.
Sea un error el libro burocrático.
Que nos dé muerte el himno de un otoño.
Que nos gobierne el aire y nos eternice en su albedrío.
Que amanezca en la frente de los que van llegando.
Pequemos por los sueños y seamos, por ello, condenados. Y volvamos a hacerlo.
Es Juan que alguien vería cualquier tarde haciendo un solitario, ganándole otra ronda a la impaciencia. Es Juan, lector de nadie y sentenciando, empadronado en su rincón de sombra prestado a los amantes por un tiempo cuando cae la noche...
Es Juan bebiendo a morro y eructando. Juan oyendo en francés una disputa de dos que pasan cerca;
Juan que no tiene perro que le ladre.
Juan el desvalijado mucho antes de su muerte.
Juan el que habla a solas con medido entusiasmo.
Juan el novio imposible de las tres Beatrices de la calle con tienda abierta, escandalosamente: chacinería, fruta, panes varios.
Juan con su esguince, con su contractura, con su barba terrible y sus greñas de Cristo; fracaso de banderas y evangelios.
Juan a punto de nada y resistiendo.
Juan a más no poder y a todo trapo, con un jersey de muerto tan sobrado en los hombros. Sencillamente Juan, como Dios manda.