Tengo 14 años, y no es una buena noticia C - Jo Witek / Jimena Estíbaliz

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SALIRSE DE LA CARRETERA ASFALTADA

Se ha quedado una tarde luminosa. Hace mucho calor. Llevo las trenzas un poco despeinadas. Tengo catorce años. Voy vestida con el uniforme del colegio y llevo la cartera en bandolera. Sentada en el portaequipajes de la vieja moto azul de mi tío, dejo atrás la ciudad y su barullo. Tengo las vacaciones por delante y una sonrisa inocente, y voy camino de mi casa. Me siento ligera, fuerte y protegida detrás del tío Blabla, que avanza zigzagueando con habilidad por el medio de un tráfico denso.

Para seguirme, hay que salir de la ciudad, apartarse de las carreteras asfaltadas y meterse por pistas de tierra. Kilómetros de polvo. Aquí, el sol, el viento, la lluvia y la brutal alternancia de los cambios meteorológicos acompañan a la vida de la gente y marcan las pieles y los territorios. Sequía, polvo, sed y luego, sin ninguna transición, inundaciones, lodo y enfermedades. Donde vivo yo, a veces arden las casas.

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Otras veces, se tambalean. Ya nos hemos acostumbrado a las situaciones de emergencia y a la incomodidad. Aquí no existen las alertas meteorológicas ni tampoco los números de asistencia ni de prevención de riesgos. Aquí, sin cooperación y sin solidaridad, no pueden sobrevivir los seres humanos. Por eso estamos tan unidas las personas en las aldeas. Por eso perduran nuestras tradiciones. Para lo bueno y para lo malo.

Por suerte, este año nuestra gente no se ha visto afectada por ninguna plaga. Hay una cosecha abundante y se respira buen humor. Eso es lo que me cuenta el tío Blabla, que ha venido a buscarme porque, según me explica, ha vuelto a averiarse la camioneta de mi padre. Desde la parte de atrás de la moto, que no deja de petardear, escucho las novedades que él me relata a su manera, es decir, desordenadas y sin seguir ninguna línea cronológica. A veces, sus carcajadas tapan el ruido del motor. Al tío Blabla le encanta divagar, adornar las historias y bromear, algo que sin duda alguna explica su apodo. Echaba de menos su risa. He echado muchísimo de menos a todo el mundo. Hace seis meses que no voy a casa.

En esta estación, todo es ocre y polvo. Todo aquí sabe a tierra, tanto en verano como en invierno. Hay tierra por todas partes, en nosotros, con nosotros y contra nosotros. Sentada detrás del tío Blabla, aprovecho esos kilómetros de pistas en moto para fantasear con las vacaciones. Dos meses en casa. Dos meses con mis amigas, mis hermanos y hermanas, mi madre y mi padre, mis primas… Estoy deseando reencontrarme con mi aldea y su pequeña comunidad. Estoy deseando tumbarme en la orilla del río con mis amigas:

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Bo, la Cotorra, y Alvina, la Plantas. En la aldea todas tenemos apodo. Yo soy la Niña Bonita. Hubiese preferido ser la Cerebrito, pero soy la Niña Bonita. Por lo visto, mi belleza vale su peso en oro; es lo que siempre me dice la bisa cuando me ve: «Vales tu peso en oro, hija; eres un tesoro para la familia». A mí me parece que exagera un poco, y creo que Bo y Alvina son mucho más guapas que yo. Me pregunto si habrán cambiado. Me pregunto cómo me van a encontrar ellas a mí. Espero que no se hayan muerto el burro viejo ni la cabra que vi nacer durante las últimas vacaciones. Sin mi ayuda, la cabrita y su madre no habrían sobrevivido. Aquel día, mi padre me riñó por no haberlo llamado para el parto y me puso un buen castigo por haberme metido en cosas que, según decía, no iban conmigo. A mí no me importó, pues la sensación de tener a la criatura tan caliente y frágil en brazos fue totalmente increíble. Espero de verdad que aún esté viva la cabrita de pintas negras. Desde hace un tiempo, me acuerdo mucho de esa pequeña cabra; me gustaría adoptarla, que fuese mía, que viviese feliz y contenta, y que nadie la matase. Esa es mi idea: salvarla. Donde vivo yo, los animales no están para recibir mimos. Son una forma de ganarse la vida, nada más. Aprovechamos su leche, su carne y su piel: es una cuestión de supervivencia. Nosotros no tenemos mucho, y un buen animal da dinero en la feria. Soy consciente de todo ello, pero, aun así, me aferro a ese sueño irracional.

Vuelvo a casa con un buen boletín de calificaciones y unas observaciones excelentes. «Un comportamiento moral ejemplar», ha anotado este curso el profesorado. Sé que, para

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mi madre, la actitud cuenta mucho, tanto como los resultados escolares. Por ello, me atrevo a pensar que, a lo mejor, para felicitarme, mis padres me hacen ese regalo: una mascota. Mis pensamientos se dispersan como pollo sin cabeza. ¡Estoy tan emocionada ante la idea de volver a casa! ¡Tengo tantas cosas que contarles, tantas cosas que compartir!

Llevo tres libros en el maletín. Lecturas que me ha prestado mi profesora de Literatura, doña Gaztea. Relatos de viajes y de aventuras que cuidaré de maravilla y que, sin duda, me permitirán vagar por lugares lejanos durante un montón de tiempo. Doña Gaztea siempre me da buenas recomendaciones de lectura: sabe que me gustan los exploradores y esos nombres de países, ríos, desiertos o cadenas montañosas que, sobre un planisferio, bastan para hacerme soñar. Estoy deseando contarles a mis hermanos y hermanas todas esas historias que el resto del año comparto con mi educadora y las compañeras del club de lectura. Está claro que Âta, mi hermano mayor, no va a querer saber nada del asunto. Por mucho que no lo admita, se pondrá celoso de las cosas que sé, como siempre, y se lo comerá la envidia. Me pregunto qué dirá cuando le cuente que este trimestre he podido navegar con total libertad por internet en el colegio. En la aldea, no tenemos conexión al wifi ni a la red eléctrica, y muchas casas ni siquiera cuentan con un grupo electrógeno, así que lo de las tecnologías digitales… Donde yo vivo, está la cosa cruda. Por eso mismo, quiero estudiar para ser ingeniera y transformar la vida de la gente. Ya he leído mucho acerca de esto, precisamente en internet. Sé que se pueden tender cables eléctricos a kilómetros y kilómetros

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de distancia, pero que también se pueden instalar eólicos y paneles solares; además, sé que el Gobierno se ha marcado este objetivo como una prioridad: «Iluminar y conectar el país: ¡nuestro futuro!». Algún día, yo también participaré en ese gran avance nacional, con toda seguridad. Tendremos neveras, tendremos bombas eléctricas para extraer el agua y regar nuestros campos, tendremos wifi en todos los rincones y podremos construir hospitales, colegios, bibliotecas y universidades. Algún día, nuestro país tendrá un futuro que ya no dependerá de los demás. Dejará de inspirar pena y permitirá a la juventud vivir sin tener que pedir ayuda; vivir en su casa, en su tierra, sin soñar con irse lejos.

Mientras tanto, me he metido en el maletín una linterna, porque en casa la corriente solo funciona unas horas al día y se reserva para el trabajo de carpintería de papá. Una linterna de pilas para leer bajo las estrellas, eso es lo que me traigo de la ciudad, un regalo de doña Gaztea.

El camino desde la ciudad es largo. Cuarenta kilómetros en moto. Me duele el culo, pero a mí me da igual. Soy fuerte. Desde niña, estoy acostumbrada a no compadecerme de mi cuerpo. Donde vivo yo, nadie se queja. Trabajamos duro y el cuerpo debe aguantar el ritmo. Si no, no sobrevivimos. Lo sé desde siempre. Así es como viven los hombres y las mujeres. A mis catorce años, todavía no hago ninguna distinción entre las chicas y los chicos. Donde vivo yo, la existencia es dura para todo el mundo y, en el camino que me lleva al sitio donde nací y donde viví antes de ir al colegio, no se me pasaría por la cabeza quejarme. Es más: me considero muy

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afortunada. Supongo que, si mi madre me ha dejado ir a casa de la tía Neila para estudiar en la ciudad, es porque cree que me espera un futuro en algún otro lugar. Un futuro mejor.

Mientras vuelvo del colegio ese día, sentada en la moto del tío Blabla, a pesar de lo que me duele el culo y de que el camino parece interminable bajo el sol, que se tiñe de rojo delante de nosotros, tengo el convencimiento de que el mundo es mío. Todavía no sé que me equivoco y que soy yo quien le pertenece al mundo desde el día en que nací.

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UNA EXTRAÑA VUELTA A CASA

Nuestra llegada en moto no pasa desapercibida. Donde vivo yo, tanto las partidas como las llegadas alteran la vida de la aldea, y la chiquillería siempre se acerca corriendo al final del camino. Así pues, nada más dejar atrás el gran árbol centenario, tras cruzarnos con unos cuantos perros flacuchos, empezamos a oír gritos, risas y chillidos, seguidos de una tropa de crías y críos que vienen a nuestro encuentro. Enseguida reconozco a algunos de ellos. Hacen payasadas y monerías, y, como todos los niños y las niñas del mundo, piden chucherías piando como pajarillos. No tengo caramelos, pero, a pesar de todo, las criaturas se alegran de volver a verme, y yo también. Estaban esperándonos. Todo el mundo me esperaba. Seguro que mis padres han avisado de mi llegada. Me siento como una reina en sus dominios.

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–¡Efi!

Distingo a Solo y a mi hermana Rana, que se desmarcan del grupo para llamar mi atención. Le toco el hombro al tío Blabla para que pare la moto. Quiero seguir el trayecto a pie con ellos, como hago siempre que regreso a la aldea, pero él no se detiene, sino que continúa la ruta y avanza zigzagueando por el medio de la muchachada, las moscas y los perros salvajes.

–Tío Blabla, ¡quiero bajarme! ¡Déjame bajar! –le grito.

Me hace un gesto para decirme que no y, acto seguido, acelera. Dejamos atrás a la chavalería. Mi hermano y mi hermana nos siguen a toda velocidad, pues creen que se trata de un juego, pero el rostro, de repente serio, de mi tío, que se gira para impedirme saltar de la moto en marcha, no deja lugar a dudas. No está de broma. Me va a llevar a casa. Eso es lo que me dice:

–Tengo que llevarte a casa, que tus padres te están esperando.

Efectivamente, cuando llegamos, mis padres están ahí, delante de la última casa de la aldea. Mamá tiene en brazos a mi hermana pequeña, Anna, mientras que Dhevan juega con un coche de plástico a sus pies. En primer plano, mi padre está más tieso que un palo. Solo y Rana, que han cogido varios atajos para alcanzarme, se unen a la estampa sin aliento. El único que falta para recibirme es Âta. Me entristece un poco que no esté ahí, pero ya conozco a mi hermano mayor: es salvaje y siempre se mantiene un poco apartado de la gente; supongo que estará escondido observándonos. Sé que no se perdería mi regreso por nada del mundo.

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