O C - Alejandro Pedregosa

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el umbral, pensó, quizá ya se ha ido al otro lado, donde la abuela. La posibilidad de que hubiera muerto definitivamente rebajó su excitación. Sin vida, aquel cuerpo podía ser ahora cualquier cosa, un jabalí abatido, un gato destripado, una paloma… Decidió entonces mirarle el rostro. El niño había estado ya en bastantes velatorios y en todos ellos el muerto tenía los ojos cerrados. Le animó la posibilidad de que este, por la inmediatez, todavía los tuviera abiertos. Alargó el brazo hasta la barbilla. Le giró la cabeza de un golpe y en ese mismo instante, la mano de moribundo abandonó la herida para atrapar al niño por un brazo. El grito de terror sonó como un disparo. Seco, breve. El niño luchó por liberarse pero el moribundo, en un arranque inesperado de vigor, lo atrajo hacia sí y pegó su cara ensangrentada a la del chaval. –Baja al pueblo… –le susurró. Las palabras iban enlazadas en un finísimo hilo que amenazaba con romperse–, baja al pueblo y dile a la Guardia Civil que ha sido don Anselmo…, los hombres de don Anselmo. Apenas confió su secreto liberó el brazo del chaval y se dejó caer de nuevo contra el espino. El niño cogió la tripa que llevaba llena de agua y se la puso en los labios al moribundo. Advirtió en sus ojos un delicado agradecimiento. –¿Duele? –quiso saber. –Corre, hostias –contestó el hombre–, haz que venga un médico. Y el niño echó a correr ladera abajo como quien huye de un aparecido. El pueblo no quedaba lejos y él tenía unas piernas veloces. No se lo había dicho al moribundo pero él sabía quién era. Era Pedro el forastero. Así lo llamaban, el forastero, 10


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