De nombre Mateo. Varón. Completito, sí; diez dedos en las manos y diez dedos en los pies. Ojos grises, apenas treinta centímetros pero fuerte y sano. ¿Que cuánto pesó? Tres kilos doscientos gramos, ¡y es que el papel es muy pesado!
El teléfono repiqueteó durante semanas una vez que se difundió la noticia. Unos, preguntando con alegría sincera en la punta de la lengua, los más, con ojos desbordados al otro lado de la línea, con sorpresa, incredulidad y ese morbo absurdo que despierta todo lo que cuestiona nuestra normalidad cotidiana. «Un hermoso niño de papel. De papel… papel-papel», repetía paciente la madre ante la misma pregunta formulada una y otra vez, mientras miraba al pequeño que dormía entre sus brazos. Mateo, a través de la delgada capa de papel arroz de sus párpados, comenzaba a escribir su historia. Un niño como cualquier otro, un bultito llorón cuando tenía hambre, sueño o necesitaba un abrazo.