Datrebil 7 cuentos y 1 espejo C - Miquel Obiols / Miguel Calatayud

Page 1



Perro ladrando a la luna Mi perro blanco, pequeño, de piel fina y casi sin pelo, era el peor perro que jamás ha existido. Pero yo lo quería a pesar de sus extravagancias, que me daban muchos quebraderos de cabeza. Por ejemplo, cuando empezaba a oscurecer, quería que lo encerrara en el balcón de mi dormitorio. Primero meneaba el rabo, después me lamía los zapatos y, luego, echaba a correr por el piso como un loco, hasta que se subía por las paredes. ¡Qué manía más tonta la de querer pasar la noche en el balcón! Pero, como se ponía tan pesado, ¿qué podía hacer yo? En verano comprendo que se encontrara a gusto en el balcón. En primavera y en otoño, casi también. Pero en invierno me daba lástima dejarlo allí. No me gustaba verlo pasar la noche a la intemperie. Eso no podía ser saludable para nadie, y menos para mi perro. Un día lo encerré en una jaula, dentro del piso. ¡Fue mucho peor! Aquella noche me despertó un ruido tremendo y vi, al pie de mi cama, la jaula destrozada. Sin darme cuenta, mi perro me arrebató las sábanas y la colcha. Con sus patas me hurgaba las orejas, la

11


nariz, la barbilla. Su lengua me lamía la cara y pringaba de saliva mis cabellos. Incluso destrozó mi pijama, y yo, completamente desnudo, fui el blanco de sus lametazos y mordiscos. ¡Me costó bastante dominarlo! Después de una batalla campal, a base de carreras, arañazos y patadas, cuando la habitación parecía una nube irrespirable de plumas de almohada, conseguí reducirlo. Y lo encerré nuevamente en el balcón. Otra de sus obsesiones era lamer. Lamía todo lo que se ponía al alcance de su hocico. No sé qué gusto encontraba lamiendo muebles, paredes, ropas, personas, animales o vegetales; pero lo hacía glotonamente. Por culpa de tan estúpida costumbre, la lengua le creció con desmesura. Y siempre llevaba la lengua colgando en la boca abierta. Todo eso, naturalmente, no son razones suficientes para afirmar que mi perro era el peor perro que jamás ha existido. Pero, si os digo que no sabía ladrar, y os cuento lo que descubrí a lo largo de aquellas noches, viéndolo encerrado en el balcón, creo que me daréis la razón. Mi perro se pasaba las noches levantando la cabeza, estirando furiosamente el cuello y con un palmo de lengua fuera. Parecía a punto de hablar, aunque sabemos que los perros no hablan, solo ladran. Pero ya os he dicho que él tampoco sabía ladrar. No vayáis a pensar que su defecto le avergonzaba (porque no saber ladrar, para un perro, es realmente un

12



defecto), y que por ese motivo se pasaba las noches en el balcón. No. Mi perro no tenía escrúpulos. La única razón era la luna. Sí, la causa de aquella extravagancia era la luna. Casi no sé cómo decirlo. Al principio, ni me di cuenta. Era difícil adivinar que mi perro se había encaprichado de la luna. Pero la cosa pasó a mayores. Cuando lo comprendí, vi claramente que mi perro y la desvergonzada luna estaban enamorados. Todas las noches las pasaban juntos, contemplándose, cara a cara. Él, desde el balcón; ella, desde la pizarra inmensa. Y yo sufriendo como un tonto, por miedo a que mi perro se resfriara… ¡Menudo pillo estaba hecho mi perro! Todo aquello no me hacía ninguna gracia: mi perro suspirando por la luna. ¡Qué locura! Pero las cosas, a veces, hay que aceptarlas como son. De acuerdo, las aceptaba. Pero los problemas empezaron ahí. Fue cuando descubrí que mi perro quería ladrar como un perro normal y no podía. Esa era la auténtica razón de aquellos tirones de cuello con los que intentaba emitir algún ladrido y la causa de la desazón o los nervios que arrastraba desde hacía días. Pero ¿por qué mi perro se empeñaba en ladrar si no sabía o no podía hacerlo? ¿Tal vez era la loca luna que se lo exigía? No lo sé. Lo cierto era que mi pobre perro se consumía noche tras noche. Desde aquel momento, me pasé las noches en blanco pendiente de mi perro y vigilándolo constantemente.

14


Pero ni un solo ladrido. Apenas algún alarido extraño o una especie de tos enfermiza que medio lo asfixiaba. ¡Qué desgracia verlo impotente para ladrar, humillado y casi vencido, y con la lengua fuera! Podéis creerme si os digo que empecé a odiar a la luna. Si la llego a tener a mano, no sé ni qué le habría hecho. Debe de doler hasta lo inimaginable querer demostrar que eres un perro de verdad y no poder hacerlo. Todos los perros, seguro, tienen su orgullo y su amor propio. Me planteé la situación muy seriamente. Tenía la obligación de ayudar a mi perro: yo le enseñaría a ladrar. A partir de aquel día, mi perro y yo nos pasamos las noches en el balcón, juntos: yo, a cuatro patas, ladrando como un verdadero perro; y él, haciendo esfuerzos de perro para conseguir imitarme. Sin embargo, las lecciones no daban resultado. Era inútil que yo me desgañitara, porque a él no le salía nada que se asemejara a un ladrido; ni un triste gañido. Nada. Yo tomaba pastillas de menta y de eucalipto a todas horas para que mi garganta no se estropeara. Y aprovechaba cualquier ocasión, en el trabajo, en la calle o en el autobús, para ensayar ladridos de perro normal. Y, aunque la gente me mirara con desprecio o incredulidad, me daba igual. Ellos no conocían la gravedad del problema de mi perro, porque, de haberlo sabido, seguro que se habrían apuntado a ladrar conmigo por solidaridad.

15


Me obsesionaban los perros que ladraban, que eran casi todos, claro. Los estudiaba con atención. Me sentaba cerca de ellos para intentar adivinar los mecanismos guturales que originaban sus ladridos. Los olfateaba y me entrenaba ante ellos para comprobar si me aceptaban. Quería estar seguro de si yo ladraba bien o no. Algunas veces, incluso levanté una pierna junto a un árbol para mear. Y por lo visto, yo lo hacía todo tan correctamente que podía pasar por un perro de verdad. Algo imposible todavía para mi perro. Y aunque yo no me desanimara, él sufría constantes depresiones. Por suerte, su amor por la loca luna le devolvía una cierta tranquilidad. Pasé muchísimas noches sin dormir, adelgacé diez kilos y acabé con la garganta destrozada; pero una noche mi perro ladró. O lanzó el primer gemido. Fue una noche en la que la luna lucía, radiante, coqueta y redonda, con todo su esplendor. Fuese lo que fuese, aquello significaba que, con unas pocas lecciones más, mi perro pronto aprendería a ladrar. Y así fue. Después de aquel débil gañido, vinieron otros más enérgicos. Y algún ladrido. Mi perro saltaba de alegría y la loca luna engordaba cada vez más. Llegó la noche tan largamente esperada, y los ladridos de mi perro le salieron de una forma natural: vivos, fuertes y perrunos. Ladraba con el rabo tieso y dando saltos.

16


Entre los dos armábamos tanto barullo que parecíamos una jauría. Mientras, la loca luna, oronda, iba engordando más y más. Me sentía satisfecho de mi alumno perro; y él estaba tan agradecido que no dejaba de lamerme sin parar. Tuve que bañarme tantas veces que ni recuerdo cuántas. ¡Qué noche! Al día siguiente, la gente hizo muchos comentarios: –¿No habéis oído esta noche? Unos ladridos monstruosos resonaban por toda la ciudad… como si nos hubiera invadido una jauría desatada… –¡Qué miedo he pasado! Había tanta luz que no he podido pegar ojo en toda la noche… –Pues yo no he visto ni oído nada, porque tengo el sueño muy profundo; pero me han dicho que una luna gigantesca mordía el cielo… Seguramente exageraban un poco, pero todos tenían razón. La loca luna había crecido tanto que ocupaba más de la mitad del negro cielo. Y, si eso había ocurrido la primera noche, ¿qué ocurriría la segunda, y la tercera, y las que vendrían después? Empecé a preocuparme de verdad. Tenía miedo de que nos descubrieran. Y temía por la suerte de los dos. Aquella misma tarde me puse manos a la obra: no podía perder ni un segundo. Mi obsesión fue encontrar escaleras, muchas escaleras.

17



Compré todas las escaleras que pude. Algunas las construí yo mismo con las maderas que iba recogiendo por los descampados. Cuando tuve las que necesitaba –¡miles y miles!–, empecé a unirlas: clavándolas, atándolas, empotrándolas, empalmándolas. Supongo que os lo imaginaréis: para poder llegar hasta el cielo, había que fabricar una escalerísima de infinidad de kilómetros. Pero lo conseguí. Y entonces ocurrió todo lo que ocurrió. Aquella misma noche mi perro ladró como jamás un perro normal podría hacerlo. Y la loca luna se hizo tan enorme que todo el cielo era una inmensa mancha de leche. Era un cielo-luna. La luz era tan intensa que me deslumbraba y mis ojos apenas podían mirar. Pero vi a mi perro por última vez subido en los primeros peldaños de la larguísima escalera, sacando su lengua descomunal. Y ya no volví a verlo más, porque no me era posible soportar tanta luz cegadora. Pero, durante unos instantes, todavía noté el contacto de su saliva caliente: eran los últimos lametazos de agradecimiento que mi perro me acababa de dar. Después, nada más. La visión de mi perro ladrando a la luna, subiendo por aquella escalera, y el regusto a saliva perruna, me acompañarán siempre que pienso en mi perro, blanco, pequeño, de piel fina y casi sin pelo; el peor perro que jamás ha existido.

19



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.