A mĂ lo que me gusta son las ciudades. Las grandes y pequeĂąas ciudades. Las ciudades del alma, invisibles. Las ciudades del cuerpo, dolorosas. Las ciudades de los mapas, siempre a mano. Las ciudades que he visitado, tan eternamente. Las ciudades en las que he vivido, permaneciendo. Las ciudades que no conozco, misteriosas. Ciudades invisibles, dolorosas, siempre a mano, tan eternamente, permaneciendo misteriosas. Ciudades, en fin, del corazĂłn.
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Hay ciudades que tienen dos vidas. Una, la más larga, es silenciosa, íntima y llena de secretos que guarda pudorosamente para ella. Otra, tan breve que solo dura el verano. está llena de voces, de luces y de canciones alegres que olvidan la vida que dejó atrás.
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Esta urbe mía tiene muchos defectos. Entre sus mil ruidos, suena una sirena. Y sé que faltan árboles. Y no hay parques largos, como el tren. Y las gentes son extrañas entre sí. Los pájaros se marchan porque no hay silencios apagados y los edificios les derriten el vuelo. Pero yo la quiero, porque es la ciudad donde nací.
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Mi ciudad posa sus labios sobre el mar. En el invierno, el mar es bravo, peligroso, enredante o traidor y la sal abre heridas en las encĂas de la ciudad. En el verano, el mar silba canciones de amor que los marineros repiten en las tabernas y la sal pica caliente y juguetona. El mar lame con su lengua las calles de la ciudad en un cansado y eterno beso de algas.
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