Monolito XXII

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Autoría apócrifa. Bee-Luther-Hatchee, una obra de teatro de Thomas Gibbons, cuenta la siguiente historia. Shelita Burns es una editora de Nueva York que está publicando una serie de autobiografías de personas de raza negra. La última y más exitosa y que ha ganado elogios, viene de una autora que está recluida y se ha mantenido en contacto solamente por correo. Cuando la editora va al Sur para darle a la autora un premio literario, comienza a desentrañar el misterio y se encuentra atrapada en un dilema moral: porque la autora no es negra sino blanca. Y no es autora sino autor. Y es que Libby, la supuesta autora y protagonista de la autobiografía, era hermana del padre de quien realmente escribió el libro. Pero un día Libby desapareció y fue tan decisiva su presencia en la mente del autor que éste terminó escribiendo no sólo la vida de Libby sino imponiéndole al libro una autoría apócrifa, de la que Libby ni siquiera tiene idea. Carverish. Existencias comunes transcurriendo entre la insatisfacción, la violencia soterrada y la monotonía. Esa era la forma en la que Raymond Carver observaba el mundo a través de sus cuentos, antes de que llegara Gordon Lish para cortar con su escalpelo la carne de los relatos. ¿A quién le correspondía el gesto? ¿A Carver por como su ojo discernía la vida, o a Lish por dejar fuera la paja y desnudar con ello el universo observado para hacerlo más brutal? El grito al borde. Antes de encender el horno para suicidarse, Sylvia Plath dejó leche y pan con manteca en el cuarto donde dormían sus hijos. Después de encender el motor de su auto en un garaje cerrado para suicidarse, Anne Sexton se puso a tomar vodka mientras esperaba. No hay verso final. Pero el gesto ya se había inscrito en el borde de todos sus poemas. En todos estos casos existe ilegibilidad. Pero hay algo en lugar de nada. O el autor permanece incumplido y dicho. O está ausente y de ese vacío procede la fuerza del discurso. O es una presencia deforme con dos cabezas asomándose en el umbral de las páginas y entre cuyos miembros comparten el inconfesable secreto de la obra. El gesto invisible es el lenguaje que, como espacio, permite una posición desde donde las cosas no sólo se confrontan, se desenfocan, se relativizan, se abandonan, desatándose así una serie de relaciones con lo enunciado, de vinculación, de acto que nos incorpora y hace posible la lectura, esté ahí el autor solo o en coro o haya huido o tenga cuatro manos o sea enteramente falso o se haya tomado un trago antes de callarse para siempre y saltar.


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