Ponle nombre a la culpa

Page 1

Ponle Nombre A La Culpa

1


1 Ponle Nombre A La Culpa Debo, antes de empezar, aclarar que esta historia me fue revelada por un extranjero al que conocí en un viaje en autobús y al que llamaré Dr. Bernstein. El viaje duró dos días con parada en París para cenar y dormir, y terminó en Berlín, y no puedo, de ninguna manera, asegurar que todo lo que aquí dejo escrito pueda ser verdad, ni siquiera parecido. O, tal vez, no desee comprometerme en intentar probar aspectos de algo de lo que nunca formé parte, a lo que nunca pertenecí, ni exploré debidamente y lo que no compartí más que como un mero mediador. A decir verdad, la profundidad y la elocuencia con la que aquel individuo se molestaba en llenar tantas horas de tedioso viaje, terminó de convencerme para dar el paso de escribir acerca de Mirna More y el café “El Submarino” -donde cada noche de sábado, Mirna exhibía su belleza inusual y cantaba viejas canciones con voz penetrante y de gravedad cautivadora-. La constancia y la terquedad con la que el Dr. Bernstein iba formando el reflejo de Mirna y el carácter de otros personajes abrió sin pausa los caminos de la imaginación en mi y se dirigió al formato que que la historia tomaba en mi cabeza. No obstante, intentaré no caer en el estilo del exceso o en las formas sinuosas de una exageración sin control, lo que podría llevarme a intentar convertir un personaje que, probablemente, ni siquiera fue de carne y hueso -más cerca lo considero de una fantasía- a un Dios, o, en este caso, si hablamos de Mirna More, en una Diosa. Eso podría llevar a algún lector a creer que yo la conocí y me siento aún turbado por su esplendor de diva y que creyéndome incapaz de hacerle justicia, me dejara llevar por un recurso que habitualmente no utilizo cuando escribo. Tampoco puedo negar, que tal y como me fue descrita, no hubiese generado en mi la fantasía del que cree en la memoria haber asistido en realidad al lugar donde todo sucedió, haber extraído de allí las sensaciones y emociones que lo guían y confundir realidad y ficción en el recuerdo. “Hubo un tiempo en que la fulgurante carrera de Mirna More como vocalista pareció llegar a su fin. La artista se encontraba fracasada, incapaz de avanzar y de calcular hasta dónde no había podido llegar. La ansiedad hacía efectos devastadores en ella y creía que estaba perdiendo la voz y que nunca podría recuperarla. Reprimía la emoción que en otro tiempo liberaba en sus shows y eso la llevaba a estallar en llanto de vuelta al camerino, liberando así todo aquel sentimiento del que fuera incapaz minutos antes delante de su público”. Así comenzó su relato el desconocido mientras la imagen de, El Submarino, acudía a mi imaginación como una ruina que se resistía a desaparecer. Y aún, al cabo de los años, me inquieta la voz del viajero que lo relató como si se hubiera tratado de un guía espiritual, pero sobre todo un guía de la carne y sus debilidades. Cada imagen pone a preba la certidumbre del último show de Mirna, derrumbándose bajo los luces como un muro viejo que no resiste la tormenta. Confusamente, bajo sueños tenebrosos, sus noches en vela seguramente tomaban la forma de sus peores fantasmas y cuantas más vueltas le doy a aquellos últimos días de desenfreno, creo que más me acerco a desentrañar la violenta sombra que, en su cabeza, desencadenó un final tan operístico. Es el resplandor que engaña a los hombres después de una gran guerra. La disparatada conducta 2


de los soldados que esperan para ser licenciados y volver a sus casa y el adormecido devenir de los acontecimientos, el ahogo y el agotamiento de la reconstrucción. Mujeres y hombres se relacionaban como si no desearán despertar jamas de su sueño de paz y amor en los clubs nocturnos. Sin embargo, la realidad a la luz del día suele ser más cruel que de costumbre, y lo que unas horas antes pareciera mágico, perdía el maquillaje y la peluquería hasta convertirse en medusa. Los falsos amores y las falsas promesas dan paso a la resaca y las aspirinas, y ahí acaba todo hasta la noche siguiente. Una noche, Mary Muller, la mujer del dueño y en ocasiones productora de artistas y, antes de la guerra, dueña también de una sala de exposiciones, se quedó a ver la actuación de Mirna hasta el final. Llegó con su habitual grupo de amigos, con su habitual distinción y cogida del brazo de un enorme hombre de raza negra que le separó la silla para que se sentara. El hombre llevaba un traje, obviamente apretado en brazos y espalda, y se sentó a su lado. La flamante Mary Muller bebió mucho aquella noche y empezó a dar muestras de encontrarse mareada en la segunda canción (en las condiciones habituales, Mirna More no cantaba más de tres canciones seguidas, retirándose a descansar a su camerino en cada pausa). El marido de Mary se encontraba sentado en la barra, en su asiento habitual, muy cerca de donde los camareros solían recoger sus bandejas y desde allí controlaba el negocio. Después de la última canción Mirna recibió la visita de Mary en su camerino, aduciendo que se encontraba enferma y desconfiando de las mismas caprichosas jaquecas de la cantante. Las persianas estaban corridas pero a través de los agujeros debidos a la polilla y las esquinas descuadradas, entraba una ligera luz púrpura de un farol que alguien había colocado a la altura de la ventana y que se hacía todavía más evidente cuando se apagaba la luz. De cualquier modo, el camerino de Mirna nunca había sido un espacio especialmente iluminado, porque también el exceso de luz la molestaba. Se frotaba la cara con una toalla húmeda para sacarse el maquillaje y no parecía dispuesta a volver a salir a cantar esa noche. Derrotada por un antiguo dolor en el alma, Mary no era capaz de encontrar la paz que necesitaba entre tantos amigos y fiestas. Para muchos, era una mujer con suerte, una mujer que había triunfado en todo lo que se había propuesto, y lo cierto era, que había triunfado en mucho más de lo que podían imaginar, porque nunca había tenido rivales en el amor, siempre había tenido los hombres que había querido, e incluso, en ocasiones, cuando se rivalidad se había producido, había tenido a esos hombres tan sólo por destrozar a otras mujeres que los amaban de verdad. Entonces, después de permanecer en silencio un segundo, se acercó a Mirna More que le daba la espalda sentada ante el espejo de su coqueta. Sus pasos eran torpes, pero reparó en el reflejo del espejo que su -en otro tiempo- amiga, bajaba los ojos aceptando su proximidad sin protestar. Se trataba de pedir perdón por algún motivo que sólo las dos conocían. Mary sacó de un bolsillo de su americana un valioso collar que había comprado aquel mismo día en una tienda de antigüedades y se lo puso al cuello. Mirna permanecía inmóvil, con pensamientos lejanos, y cada uno de ellos se reflejaba en su mirada sombría y huidiza. Por su parte, como contrapunto a tanta perdida melancolía, Mary ahogaba en alcohol el flujo salvaje de su perdido ardor. Su mano temblaba porque aún no se sabía perdonada. El cierre del collar hizo un imperceptible click metálico, y como Mirna no hiciera el gesto de retirarlo, se fue separando lentamente hacia atrás, paso a paso hasta chocar con la puerta, observando sus ojos vencidos en el espejo de la cómoda de maquillaje. En otro tiempo habría sido una gran representación, pero se trataba entonces de un ofrecimiento sincero para renovar la amistad rota, y algo en la sumisión de Mirna le hizo comprender que podía albergar algún tipo de esperanza. Juzgué a aquel hombre en el autobús como un mago de la voz, lleno de fantasías, pero capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa. Por otra parte, tenía reacciones infantiles, le gustaba comer dulces y se movía constantemente; eso me hizo pensar que había una parte de él que nunca se mostraría, desconocida hasta para los más allegados y que, sin pretenderlo, ocultaba contando historias. Con cierta frecuencia, después de un largo viaje que haya compartido con personas abiertas, creo conocerlas en profundidad porque hemos hablado extensamente de nuestras vidas. Acepto con buen tono todo lo que me cuentan sobre sus vidas, y del mismo modo yo aporto sin 3


reticencias cualquier precisión acerca de la mía, esto sería, entre personas bien educadas; un acto de confraternidad sólo equiparable al que crece después de una gran celebración, una opípara comida en la que te toca un compañero de mesa al que jamas has visto pero que te gustaría considerar de la familia por el carácter que demuestra. Por supuesto, no siempre hay tanta suerte, y en ocasiones he pasado horas sentado al lado de individuos dispuestos a responder lacónicamente a mis preguntas, o directamente a no abrir la boca. En esta ocasión resultó que mi interlocutor era más hablador que yo, y debido a sus historias apenas hablamos de nosotros mismos y las lagunas acerca de su vida, o de quién, en realidad podía ser, aún permanecen. Es por esto que sigo creyendo que algunas personas muy habladoras nos enredan en mundos fantásticos para distraer nuestra imaginación de su identidad. ¿Seré yo uno de ellos? Ni una sola señal, por pequeña que fuera, podría revelar lo que Mirna tenía en la cabeza en ese momento, ni aquello en lo que, de forma obsesiva, había estado pensando los últimos días. Ningún cambio que pudiera hacer sospechar, todo seguía igual en el camerino, todo en su sitio. Su forma de vestir era igual de descuidada que siempre, y, una vez retirado el maquillaje, su aspecto igual de duro y desprovisto de adornos, ni sombras, ni lápiz de labios, ni otras florituras que la pudieran hacer parecer alguien diferente a quien realmente quería ser. Creo que si me pusiera a ello, podría recordar palabras específicas de la descripción del Dr. Bernstein, el reflejo de Mirna en palabras que funcionaban a modo de espejo, el flujo fantástico y personal que denunciaba una personalidad detrás de la cual, como nos pasa a casi todos al pasar a la edad madura, escondía algún drama. A pesar de que Mirna se ocupaba especialmente en no dar pistas, aquel malestar lo ocupaba todo, a donde ella miraba, cualquier objeto, persona o animal, le hacía sentir que su dolor lo apagaba todo; también su voz. Era la tiranía, que impone como hecho consumado la obligación de ir retirándose de la vida y sus pasiones, de todo lo que se conoce y se ama, y, en suma, abandonar todo lo que pudiera hacerla feliz. Que Mary hubiese decidido, en ese momento crucial y sórdido, dar un paso para recomponer la amistad rota, tampoco la hacía temer por la trascendencia de su secreto. Que la hubiese evitado durante tanto tiempo, que la hubiese acusado públicamente de haberla traicionado -con la rabia y el rencor con que lo había hecho-, que hubiese intentado arruinar su carrera pidiéndole a Steve, su representante, que terminara con su contrato, todo eso no podía pasarlo por alto, ni siquiera en su situación; es decir, con su mente en problemas de mayor gravedad. A pesar de todo, le producía un comedido placer que Mary hubiese rebajo su tono habitual (eso era casi como derrumbar un muro, o peor, la muralla china). Al fin. El orgullo reprimido y masticado, su altivez, por una vez, desconectada del mundo, y todo para poder dar un paso, que a esa altura de sus vidas, ninguna de las dos podía ya considerar humillación. Cualquier otro que hubiese estado en mi lugar y hubiese recibido la historia que yo recibí, tendría que considerar, como yo lo hice, a los personajes dentro de su heroicidad y singularidad. No pude entonces, ni puedo ahora, examinarlos en formas generales. Cuando nuestras dos figuras femeninas se mueven, hablan o piensan, no podemos esperar las sentencias de otro tiempo, enseñanzas del pasado, unicamente conscientes de su aislamiento (incluso del tiempo que les tocó vivir) encontraremos la esencia de su dolor y el sentido de sus decisiones. Esto sólo lo reconoceremos en un tiempo posterior, este tiempo en que podemos separar el polvo de la paja, donde ya no juzgamos la vida que a cada uno le toca como un desafío o una extravagancia. Sé, que intentar hacer caer viejos mitos, no es una idea nueva, ni un invento de nuestro tiempo intentar comprender para seguir adelante rompiendo viejos tabús. Afanarme pues, en lo que entonces era un extremo de lo posible y hoy tan sólo una curiosidad, no deja de ser un punto de partida con pocas pretensiones, pero que resultaría satisfactorio al tacto, si lo que escribo se pudiera tocar y sentir a través de la piel, como siente el gozo el perro pastor cuando adivina la mano de su dueño sobre su lomo agradecido. Era de esperar que el capitán Basing acudiera esa noche para acompañarla en su paseo a casa por las calles solitarias, pero eso no sucedería hasta una hora después. Al renunciar al último pase -un maestro de ceremonias anunció la suspensión por causa de una gripe que afectaba a la voz de la estrella, lo que no era del todo mentira- tuvo que hacer su paseo en solitario después de despedirse 4


de Steve en la puerta del Submarino, y lamentar lo ocurrido. Él se interesó por su salud, le dijo que si quería podía llevarla a casa, a lo que ella se negó, y finalmente, Steve la miró y como en un sueño rosa le pidió que se cuidara. Nada en la vida sucede conforme a lo esperado, cuanto antes nos demos cuenta, mejor para todos. Porque, naturalmente, nuestros deseos nos superan y nuestras ambiciones por muy grande que sea la inversión, así lo veremos al final de nuestros días, no son más que fantasías. Se paró en la esquina para escuchar el bullicio del café-concierto, las risas y los aplausos seguían ajenos a su huida. Encendió un cigarrillo e hizo un gesto extravagante de agradecimiento por los buenos momentos que había pasado allí. No se podría decir que la visita de Mary Muller lo hubiera cambiado todo, ni siquiera alteraba los planes que su amiga había hecho a corto plazo. Pero a Mirna tampoco le gustaba que todo le resultara indiferente, sobre todo que pareciera que no valoraba gestos como el que acababa de suceder y que tan pocas veces se dan en la vida. El conocimiento de su enfermedad en la garganta seguía actuando sobre ella, modificando, no sólo su conducta, sino su posición ante todos y ante todo. No había vuelto al médico, no quería que la enganchara en procesos de curación largos e inútiles. Lo que estaba escrito, nadie lo podía mover, sucedería a pesar de todo. Era algo así como rebelarse contra la vejez y la debilidad que supone ante la muerte, llega siempre por mucho que nos neguemos a reconocerlo. Cuando pensaba en la vejez, se refería a ella misma y el reconocimiento de la última imagen en el espejo; tendría que asumirlo, ya no era ni sombra de lo que había sido. La visita de Mary le había traído a la mente algunos recuerdos que solía tratar selectivamente. Después de haber contraído matrimonio con el hijo de Mary Muller, había pasado el tiempo más feliz de su vida. Habían viajado y pasado su luna de miel pasando estancias cortas en diferentes balnearios de europa. Mary nunca estuvo de acuerdo con aquella unión, desde el principio se manifestó en contra y lo hizo de forma vehemente. No sólo porque Mirna era mayor casi veinte años que Roscoe, sino porque había hecho grandes planes para él y aquello los desbarataba y la dejaba temblando en el aire sin nada a lo que aferrarse para seguir teniendo el control de su vida. Un año más tarde, aquella pasión seguía intacta y estaban planeando nuevos viajes y aventuras, cuando Roscoe cayó enfermo. Primero dijeron que se trataba de algo de pulmón. Tosía con frecuencia y todo se iba complicando, subía la fiebre sin motivo aparente y más tarde, parecía que se iba a restablecer, todos creyeron que la medicación hacía su efecto, pero alguna influencia insana lo impedía. Había algo en el aire o en las comidas que lo devolvía una y otra vez al mundo real y sus peores momentos de fiebre y delirios. A continuación de otro episodio de convalecencia, volvían a creer que mejoraba, sin embargo, transcurridos algunos días de optimismo, la fiebre volvía a subir y de nuevo, caía en un estado de somnolencia en el que perdía todo contacto con el mundo real. Después de un mes de cuidados y momentos muy duros, la enfermedad se acentuó y todos se alarmaron porque pasó dos días en los que apenas despertó para comer alguna sopa y un poco de leche, pese a que lo vomitaba minutos más tarde. Los médicos lo visitaban con frecuencia, aunque manifestaron que se encontraban incapaces de dar un diagnóstico claro. En todo aquel proceso, Mary Muller no quiso visitar a su hijo que se murió sin volver a ver a su madre. Mirna More, por el contrario, no se había separado de él ni un momento, y cuando murió fue como si le hubieran arrancado el corazón. Esta parte del relato del Dr. Bernstein la hizo sin pausa, se atenía a esa tristeza de muerte como a un contrato y, ante una de mis preguntas, terminó por intentar matizar algunas de sus partes repitiéndola y extendiéndola. Se había puesto muy serio, lo que incidía en la pretensión de que era una historia real y de que, cuando se habla del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte de personas reales, el tono debe ser trascendente, como mínimo. No parecía dispuesto a ser interrogado de nuevo y mostró un somero desagrado ante la pregunta, cuando hasta ese momento había sucedido lo contrario. Permanecía pegado a la ventanilla y yo en el asiento de pasillo, observándolo como quien se encuentra ante una rareza de la naturaleza, un huracán sin viento, un carnero de dos cabezas, calabazas de doscientos kilos o un árbol sin raíces, sin molestarlo. En ocasiones se frotaba una oreja y se quedaba pensativo mirando el horizonte, para retomar sus recuerdos como esos 5


motores de auto que no terminan de arrancar del todo hasta que encuentran un lugar por el que tirarse cuesta abajo. Era una noche triste, de nubes bajas y luna ausente, una noche oscura a pesar de las farolas clavadas en las fachadas de casas bajas. Mirna se encogía para cruzar las grandes avenidas en busca del camino más corto a casa. Dio unas cuantas vueltas por lugares que no le eran del todo desconocidos y finalmente, si saber muy bien como había sucedido, se encontraba delante de la puerta de su casa. Estaba nerviosa,¡ y si un gato del vecindario, se hubiera movido cerca de ella, la hubiese hecho gritar del susto. Su espíritu, ya a esas alturas enfermo de soledad, recibía las sombras con un intento de atemperar toda aquella inquietud. Miró a su espalda un momento antes de introducir su mano en el bolso y buscar la llave e introducirla en la cerradura. Le temblaban las manos y no iba a ser tarea fácil. Volvió a mirar atrás porque oyó los pasos de alguien que empezaban una leve carrera sobre el eco de los adoquines. Se trataba del capitán Basing, la persona que más se había ocupado de ella que aquel tiempo que le sonaba a final. Lo esperó con tristeza pero con la puerta entornada, sin soltarla, para dejarlo pasar sin decir una palabra. Necesitaba creer que había algo en su vida que, al menos, no se había torcido y que había estado claro desde el principio. Ella estaba firmemente convencida, de que el capitán Basing era un tipo de hombre que vivía el momento, y en el momento que le tocaba vivir podía contar contar con él. Y pensaba eso a pesar de saber que una mujer lo esperaba al otro lado del mar, y lo pensó al principio de una seducción que partió de ella y en la que él se dejó enredar. Sabía que se sentía lejos de su casa, un extranjero inoportuno y que cuando terminara su servicio en la base, regresaría con su mujer y no lo volvería a ver más. A pesar de toda la confianza que le demostraba y también, de valorar la sinceridad que le había demostrado el capitán, a pesar de toda la intimidad y ternura que compartían, la vida de su amante era un misterio. No hablaba de ello y ella no hacía preguntas. Lo mismo podría decir el capitán si alguna vez -tal y como a ella le sucedía- hubiese sentido la necesidad de saber. Lo observaba, le gustaba como trataba a la gente, lo generoso que podía ser con los desconocidos, y la buena voluntad y lo discreto de sus palabras cuando era cuestionado. Jamás la había traicionada ni en la más leve conversación, nunca había revelado aquello que se sabía por lo que se decía (en ocasiones sin pensar) en la intimidad. También creía conocerlo por la paciencia que reaccionaba a la dificultades, porque eso era una característica de la personalidad difícil de encontrar en los tiempos que corrían. Nunca, por cansancio o por inseguridad, comenzara discusiones sin sentido. En suma, creía que estaba obligada a valorar al capitán en todo lo que valía. Y, aunque nada supiera de su familia, de su niñez, de su vida anterior a la disciplina militar o de sus amigos, esa carencia -de decía mientras ponía sobre la mesa del salón dos combinados-, no habría de salpicar ni influir en los días de felicidad que les quedaran por vivir. Ni sus dudas, ni las deudas, ni la trasmisión hasta aquel presente de antiguas pendencias, resentimientos, fracasos y frustraciones iban a llegar para cuestionarlo como antes hiciera con otros hombres. Ningún error del pasado iba a llegar para envenenar un nuevo amor. En un momento, el doctor Bernstein dijo que necesitaba orinar y se levantó para ir al servicio. Me aparté para dejarlo pasar y que accediera al pasillo. Como no era un hombre que se anduviera con urgencias, o sometidos a la prisa de no haber pensado previamente cada uno de sus pasos, se tomó su tiempo, y a continuación avanzó por el pasillo con una parsimonia pasmosa. Sonreía y saludaba hacia todo en dirección a un cuartito que había al fondo y que había sido habilitado como toilette. Algunos de aquellos pasajeros que lo saludaban, es posible que estuvieran deseando saber de qué hablaba todo el retrato, de qué se trataba aquel discurso interminable que parecía capaz de durar todo el viaje, pero también observé en la cara de algunos de ellos que se sentían aliviados por no tener un compañero de viaje tan... “entretenido”. Algunos lo considerarían un charlatán, en mi caso, sin embargo, se trataba de una oportunidad para el saqueo de su historia, el anuncio de un nuevo cuanto que podría escribir conectado con una realidad que me parecía interesante, no sólo por la historia de Mirna Mora y su vida dramática, sino por el mismo personaje que representaba el doctor. 6


Lo ponía todo muy fácil, y cuando descansaba, yo aprovechaba para tomar notas, sin que nadie pudiera sospechar que aquello sobre lo que escribía, estaba más cerca de lo que todos pensaban. Cuando despertaba de sus sueños, en la siesta, o después de dormir una horas durante la noche, el doctor me preguntaba si me molestaba que fuera tan hablador, si me parecía interesante su historia, o si quería que continuara, porque era muy correcto también en eso. Guardar las formas era algo muy importante para la gente de edad como él, según dijo, y, claro está, con la vista en mis papeles yo estaba dispuesto a seguir escuchando de forma intermitente, porque el cansancio a veces nos juega malas pasadas y porque algunos de sus pasajes me parecían repetidos. Entonces me asaltó una duda, ¿cómo saber si se trataba de una historia original? ¿Y si lo hubiese leído en una novela barata, y yo simplemente tuviera la intención de reeditar una idea que otro había imaginado antes? El doctor Bernstein decía tener un pase que le permitía entrar en todos los locales nocturnos de Berlín de forma indefinida y que se lo había proporcionado el sindicato de músicos, porque había trabajado para ellos en una época de su vida. Era difícil creer algunas cosas que contaba, pero aún suponiendo que sus historias fueran tomando la forma de la realidad y los detalles y especificaciones así lo corroboraran, era como si estuviera jugando con su interlocutor, que en ese caso, era yo, claro está. Como ninguno de los dos íbamos a ir a ningún sitio, ni por llenarnos de urgencias íbamos a llegar antes a nuestro destino, intentábamos ponernos cómodos y convertir en hábito la conversación, que apenas lo era porque yo preferí dejarlo hablar que hacerle demasiadas preguntas. Si yo me levantaba para ir al servicio a refrescarme o hacer aguas menores, el parecía volver a ordenar lo que le quedaba por contar, y yo, al volver algo más relajado, toleraba sin interrupciones algunos pasajes confusos o contradictorios. En un momento, cerca de la frontera alemana, el autobús tuvo que detenerse porque dos coches habían chocado frontalmente y las ambulancias lo ocupaban todo. Muchos se levantaron porque querían ver lo que sucedía, y lo cierto es que el espectáculo no era nada agradable. Los sanitarios y algunos policías intentaban sacar los cuerpos que aún estaban dentro de los coches, y uno de ellos estaba acostado en la carretera con un brazo amputado, sin moverse, parecía muerto. Eso duró unos segundos, porque unos de aquellos hombres se acercó y lo tapó con una sábana. Cuando el autobús empezó a detenerse, pensé que se trataba de un cuerpo de trabajadores que hacían obras en la calzada, la realidad, por desgracia no siempre se es tan amable. En esa parte del viaje, algún tiempo antes de llegar a aquel punto, me sentía muy incómodo. Llevábamos demasiado tiempo sin parar y un olor desagradable empezaba a subir de intensidad. Algunos pasajeros habían empezado a gruñir y revolverse en sus asientos, mientras, una señora sentada cerca del conductor había empezado a cantar una especia de canción popular desconocida para mi, y todo se volvía confuso e incontrolable. El doctor Bernstein hizo una observación acerca de aquella música y lo desagradable que le parecía, porque al parecer, sus oídos estaban acostumbrados a cosas más selectas. Sin duda, al doctor le hubiese gustado meter una orquesta de cámara en el autobús, pero eso no iba a ser posible, ni siquiera para proteger su alma tan exquisita. Un hombre que sobrevivió al accidente permanecía de pie al lado de una ambulancia, balanceándose y a la espera de ser tumbado en una camilla. No era un espectáculo agradable, sobrecogió a todos y podía sentir como nuestros corazones batían con fuerza de la alarma, olvidando cualquier otra circunstancia que nos molestara hasta aquel momento. Cuando el autobús se puso de nuevo en marcha, hubo un murmullo acerca de lo sucedido, todo el mundo quería dar su opinión al respecto, y la mayoría hacían alusión a lo mal que les había echo sentir y lo terrible de que pasaran cosas así en el mundo. No pasó desapercibido para mi, que mientras todo iba volviendo a la normalidad, el doctor había abierto su maleta en busca de una pastillas y que se había puesto una en la boca. Tuve la idea de que a su edad, cualquier cosa que tomara debía ser buena para su salud, ni importaba si era para la gripe, para el mareo o para hacer funcionar alguna víscera perezosa, las pastillas y cumplir años parece que van de la mano sin que podamos evitarlo. Bebió un poco de agua de una pequeña botella de plástico y extrajo un recorte de periódico que casi se deshace al manipularlo. Forzosamente se 7


hubiese desmembrado si no lo hubiese tratado como un pergamino muy valioso. Había en él, una foto en blanco y negro de una mujer joven cantando, vestida con un traje negro. Delante, las cabezas del público le tapaban las piernas, todo muy apretado, como si se hubieran puesto de acuerdo para caber en aquel pequeño espacio que permitiera el fotógrafo. El encabezamiento estaba en alemán, y obviamente se trataba de dar a conocer a una nueva artista de la que decían cosas tan maravillosas como que: “Berlín está de fiesta”. Debajo de la foto aparecía claramente su nombre, “Mirna More en uno de los momentos más brillantes de la noche”. La escena no dejaba lugar a dudas, Mirna More había existido, pero ahora debía relacionarla con la historia que Bernstein me contaba, porque, debo de ser sincero, cuantos más artificios aparecían ante mis ojos, menos creía la historia. Quiero decir que si me hubiese mostrado, joyas, o un vestido de los mejores momentos del estrella de Mirna, me hubiese convencido del montaje y hubiese desistido de mi idea de tomar notas sobre ella. Creo que, si hubiese seguido en contacto con el doctor, una vez terminado el viaje, hubiésemos terminado por hacer buenas migas. No nos mostramos especialmente confiados en nuestra “relación ocasional”. Sin embargo, nos mostramos corteses y pacientes todo el tiempo. Del mismo modo en el que Mirna administraba todo lo que le era desconocido de su amante, como si eso la pusiera a prueba y al mismo tiempo fuera garantía de amor incondicional, la incipiente amistad que creí tener con el doctor, igualmente parecía sustentarse sobre el hecho de ser dos desconocidos. No sabóa a ciencia cierta nada de él, si se trataba realmente de un doctor o era un farsante. No sabía nada de sus costumbres y de su forma de vida habitual porque no hablaba nunca de él, de si era un millonario o malamente subsistía con una pensión, si era una persona sana o enferma, nada sabía sobre su familia o si estaba solo en el mundo, y sobre todo, me hubiese gustado saber que pensaba sobre mi y por que me había elegido para contarme la historia de Mirna More. Claro esta, puestos a pensar, que cabía otra posibilidad, y esa era que hiciera el viaje Madrid-Berlín con cierta frecuencia, y que a todos sus compañeros de asiento les expusiera la misma historia sobre le final de la guerra, con la misma precisión con la que ahora lo hacía. Llegados a ese punto, yo ya me sentía singularmente interesado, incluso intrigado, por todo lo que tuviera que añadir y me pareció que el dosctor fue consciente de ello en el momento en que ese cambio se produjo en alguna expresión que no pude controlar, lo que me convierte en un lamentable jugador de póker. Y tuve esa impresión porque cuando se disponía a seguir contando, se detuvo, se volvió errático y reflexivo a la vez, si las dos cosas pueden ir unidas. Y ese fue el momento en que me pidió mi opinión, no sobre todo lo que me estaba siendo revelado, sino sobre Mirna, quería saber si yo creía que ella se había comportado como una diosa inalcanzable, una diva y una estrella de las que ya no quedan, hasta que, como estamos viendo, su mundo empezaba a resquebrajarse. Considerablemente entretenido en la pregunta que se me acababa de hacer y no había sabido responder, dejé, a continuación, volar la imaginación y me fui acompañado del doctor al Berlín de los cabarets. Me encontraba en una sala llena de gente en la que habían dispuesto mesas diminutas, y unas chicas se habían sentado con nosotros. Nos animaban con sus risas escandalosas y nos alagaban con sus atenciones, por muy estúpido que fuera lo que estuviéramos diciendo. No regateaban con sus muestras de cariño y el doctor bebía como un cosaco del río Don. El dueño del Submarino, Steve, aguardaba en una esquina para tirar de la cortina de terciopelo rojo cuando fuera dada la señal de que el espectáculo debía comenzar. Una extraña forma de sentirse el centro del espectáculo, era haber desarrollado durante años la maestría en hacer callar al público moviendo sus brazos y dejando el escenario al descubierto, después se sentaba o se apoyaba en la barra, y asistía a la función como un invitado más. Mis pensamientos dejaban que esta y otras cosas parecidas sucedieran porque en cierto modo intentaba vestir la historia que quería contar. El café-concierto donde todo iba a suceder debía representarse ante mis ojos con absoluta claridad, así que lo imagine todo preparado con abnegada dedicación por el dueño, y listo para oír y ver a Mirna More por primera vez en mi vida. Alguien, nos había cedido su mesa con deferencia y allí estaba acompañado y dispuesto con inmejorable disposición. Mirna apareció rodeada de una digna expectación, alcanzó 8


el micrófono sintiendo cientos de ojos expectantes y abrió los brazos. Sonó la música y su voz se quebró, una y otra vez, su voz se rompía. El público asustado, se estremeció y se detuvo la actuación mientras ella no era capaz de articular más palabras que un “lo siento”, que apenas se oyó.

2 Acontecimientos Intervenidos Amanecía cuando el capitán Basing salió de la casa de Mirna. Estaba lejos de su base pero no tenía prisa por volver. Estaba considerablemente cansado pero no iba a tomar un taxi, de hecho, casi nunca tomaba un taxi a esas horas porque le gustaba caminar respirando aquella quietud. Era la típica calle del centro, con una hilera de portales a cada lado de una calle de doble dirección y sitio para que los coches pudieran aparcar al lado de la acera. Antes de salir se paró un momento delante de la puerta y pensó acerca de la terrible noticia que Mirna le acababa de dar entre sollozos. Caminó hacia las afueras, sin pasos largos y sin tomar atajos. No miraba atrás, pero se detenía en cada intersección, como si no conociera exactamente el camino, o como si estuviera examinando cada nuevo detalle para tomar una decisión. Emprendía la marcha de nuevo distrayéndose mirando al suelo a las estrellas, pero sumido en profundos y tristes pensamientos. Como era de esperar, todo en su vida tendía a desordenarse sin previo aviso. El destino exponía sus normas con tiranía y entonces resultaba imposible cualquier oposición. Un poco más adelante, pasó por una plaza con fuente, conocía aquel lugar. Una pareja se había sentado en unos peldaños y se besaban; eran muy jóvenes. UN poco más adelante pasó una señora en bicicleta con una cesta de pan colgada en la parte trasera, la ciudad despertaba y en un rato empezarían a pasar los papás con los niños perfectamente acicalados para el colegio. La vana intervención de su dolor en los acontecimientos de la vida tampoco iban a detener aquel funcionamiento, aquel bullir ajeno a todo. Anduvo hasta que encontró un café abierto y entró para tomar algo caliente y poder orinar. Leyó la prensa que acababa de llegar, y en las páginas de ocio aparecía una foto de Mirna y un artículo extenso sobre su éxito en la ciudad. La recortó sin que lo vieran y se la metió en el bolsillo, pagó dejando una propina y siguió su camino. Hacia mediodía, la señora que limpiaba el apartamento de Mirna la encontró muerta. Todo estaba en silencio así que entró con confianza, pensando que no había nadie y al entrar en el baño, tuvo dificultad en abrir la puerta porque el cuerpo estaba en el suelo, cubierto de sangre y las muñecas abiertas. Al principio no hizo más que empujar hasta que pudo meter la cabeza y ver la escena en toda su crueldad, no quiso saber nada más y estuvo a punto de salir corriendo. Pero cuando ya había abierto la puerta de la calle y se disponía a salir, pensó que esa no era forma de proceder y que le traería muchas complicaciones ser tan cobarde. Ante su voz asustada y su insistencia para que le permitieran irse a su casa, la voz del policía se puso firme y le “ordenó” no moverse de allí hasta que ellos llegaran. Se sentó en un sillón con as piernas muy juntas y la espalda muy erguida y eso hizo, no moverse hasta que la policía llamó a la puerta. A los dos agentes, acostumbrados a ese tipo de cosas, la presencia del cuerpo muerto no pareció importarles demasiado, pero a la pobre señora la frieron a preguntas. Ninguno de ellos conocía a Mirna More, ni habían estado nunca en El Submarino. Cuando la portera, alarmada por la presencia de la policía preguntó que sucedía le dijeron la verdad pero le exigieron discreción, ella los miró con desconfianza y respondió, “deben estar ustedes equivocados, esas cosas no pasan en esta vecindad”. 9


Lo que el doctor relató a continuación me pareció tan abstracto, que aún incidiendo en el ánimo que lleva a contarles todo aquel afán, debo pedirles que no tomen en cuenta la fantasía que viene a continuación, o, en suma, que traigan a cuenta que la imaginación a veces juega extrañas bromas y que se mezcla con la memoria, hasta hacernos dudar de qué parte es real y que parte imaginaria. La idea de que le capitán Basing hubiese podido matar a Mirna era absurda. Pero, aún lo era más que para intentar justificar esa idea, se inventara que él ya había matado con anterioridad -lo que para un soldado no debe ser tan extraño, pero no en la vida civil-. No pretendía escuchar el final de semejante desafino; coincidí, sin embargo, en que yo también había oído hablar de hombres que matan por un sentimiento religioso. En mi caso, se trataba de una noticia del extranjero que situaba las declaraciones de un hombre condenado a muerte minutos antes de su ejecución. Ese hombre había afirmado que había cometido su crimen porque necesitaba sentirse en el estado de gracia de aquellos que están en su penitencia. Es notable aceptar que alguien pueda pensar que la Divina Gracia de la penitencia, pueda sacarlo de una vida mediocre y anodina. Sin entrar en supersticiones u otros asuntos religiosos, cualquiera puede aceptar que esos actos serían un obstáculo en sus creencias más que cualquier otra cosa. Pero, dada la naturaleza superficial de aquel hombre colgado hasta morir, cualquiera puede adivinar, desde la lógica aplastante, que hay gente para todo, hasta para las cosas más sórdidas, pero que el capitán Basing no era uno de ellos. Desde luego, cada vez que vuelvo a esta parte en la que el doctor Bernstein sugiere que el capitán podría haber sido un desequilibrado, sólo puedo imaginar que un profundo rencor lo mueve hacia ese hombre y me pregunto si esto debería estar aquí, o si suprimir esa parte. La teoría de la redención se me viene abajo cada vez que pienso en Mirna y el capitán Basing. Mary Muller pagó el entierro e hizo llamar al doctor Bernstein, que en aquel momento era un prometedor estudiante, para que se encargara del papeleo. Le pidió que acudiera a una cita aunque los dos se conocían de antes y el llevó algunos libros de leyes que le pidió a un amigo que estudiaba para ser abogado. Era mediodía y ella lo esperaba sentada en una mesa al lado de una ventana, en un piso justo enfrente de El Submarino. Él entró y se la quedó mirando sin decir nada, porque conocía el motivo de aquella entrevista y porque era muy triste para él trabajar en aquellos términos, cuando acudía cada noche a ver a su diva. Mary no solía pasar mucho tiempo en casa, pero cuando lo hacía solía sentarse cerca de aquella ventana, para mirar la calle, y además, porque por la noche le gustaba ver las interminables colas que se formaban en la entrada. Había decidido encargarse de todo porque le parecía inexcusable no hacerlo, porque en cierto modo empezaba a sentir el parentesco que siempre había eludido con Mirna, y porque cuidar de sus amigos era lo menos que podía hacer por ellos. En aquella ocasión, el doctor también pudo ver a Steve que fumaba un pitillo en la habitación de al lado. Todo parecía normal, sin embargo, algo notó en el rostro del dueño del Submarino, posiblemente había pasado toda la mañana llorando y, aunque intentaba dar una imagen de normalidad, lo cierto es que estaba muy afectado. En un momento se levantó para vaciar el cenicero y pasó a su lado sin saludarlo, se movía con dificultad y volvió a su sitio sonándose con un pañuelo tan grande que parecía una servilleta. Todo el interés que ponemos en construir una vida, se ve de pronto y sin previo aviso, destruido, cuestionado y desafiándonos, porque nadie tiene siempre fuerzas para empezar de nuevo. No sería extraño que en aquel momento, Steve estuviera pensando en vender el café-concierto, incluso, en cerrarlo. Mary lo llamó y el doctor, como un joven tímido que era en aquel momento, se sentó a su lado poniendo los libros sobre la mesa y se dispuso a escuchar lo que ella tuviera que decirle. Aquella mañana era tan triste que hasta el tráfico parecía hacerse más y más lento, y ella no podía dejar de mirar la calle mientras le decía que necesitaría que él buscase a su familia en el extranjero para que conocieran que había fallecido. Hasta las más pequeñas satisfacciones, los más insignificantes signos de felicidad se fueron apagando aquellos días entre los que habían conocido a Mirna. Por una parte estaban todos aquellos que la habían conocido en su faceta artística, y por otra, aquella sensación de ser el día de difuntos en septiembre, aquel frío que se iba contagiando hasta hacer de la ciudad un lamento. Hubo algunos 10


privilegiados de la prensa que pudieron asistir al entierro; muchos otros esperaron en las inmedidaciones, pero se resolvió no abrir el espacio de la ceremonia religiosa al público. En estos casos, el cura hacía lo que le decía la familia, y el doctor Bernstein le dio una buena propina. Eso fue al principio, pero una vez terminado, cuando se disponían a introducir la caja en la tumba, en un acto de compasión, se dejó pasar a algunas personas que lloraban desconsoladamente delante de las vallas del cementerio. Pero, al instante de realizar aquella acción, de nuevo, los fans de Mirna se agolparon en aquel lugar y creo que tumulto que aconsejó abrir las puertas completamente. Eso ocasionó una gran confusión y persuadidos del giro inesperado en los acontecimientos, Mary Muller, Steve, el doctor Bernstein y el resto de sus amigos, dieron por terminado el entierro y se retiraron para intentar salir de allí y volver a sus casas. Las notas de prensa fueron increíbles, tal vez exageradas, algunas apelaban a “la mejor cantante dramática de todos los tiempos” y otras, “la incomparable diosa de la canción dolorida ha muerto”. Y como cuando la mayoría de los periódicos se ponen de acuerdo en la importancia de una noticia, el resto les siguen sin preguntar demasiado, en la edición de tarde fueron muchos los que la sacaron en la portada. Y en tal momento del relato, el doctor, revolviéndose en su asiento, sacó de su bolsillo otro de aquellos papeles fotocopiados que parecían un montaje, pero que tenía forma de portada de la época, y que reflejaba un entierro multitudinario en algún cementerio de Berlín. A pesar de toda la dificultad que me suponía entender la conducta del doctor y lo que él tenía realmente que ver en esta historia, no me costaba trabajo aceptar que había buena voluntad en su gesto. Mis preocupaciones, aquello me movía a Berlín en aquel viaje, no evitaba que mientras el mismo duraba, le prestara una especial atención a las notas que iba tomando. No sabía aún lo que iba a salir de todo ello, pero la concentración en la que me sumía debería haberme hecho suponer que no lo iba a echar en un cajón de olvidos. En su mayor parte, eran notas superficiales, sobre todo en lo que tenía que ver con como había sucedido los acontecimientos de aquella noche, la visita en el camerino, andar por las calles hasta que el capitán al fin encontró a Mirna en la puerta de su casa, o el paseo de Basing en una ciudad que amanecía; todo notas escuetas esperando ser desarrolladas. Alguien en alguna parte es posible que estuviera muy cabreado porque apagué el teléfono hasta llegar a nuestro destino, y sólo lo encendí cuando al bajar del autobús me despedí del doctor y me dirigí a tomar un taxi. Hasta ese momento, el viaje se había convertido en un entretenimiento que fue tomando la forma de un propósito, pero que me había privado de recibir noticias de fuera que tal vez fueran importantes. Consulté las llamadas perdidas y comprobé que eran números habituales sin repeticiones, por lo tanto ninguna urgencia. No todo encajaba, no estaba muy seguro de si por equivocación, o por la imaginación desbordada del doctor, el cual, sin embargo, había puesto buena voluntad en su historia. Por otra parte, me habría convenido seguir en contacto con él o haber dispuesto de algo más de tiempo para aclarar algunas dudas, yo ya no podía dejar de pensar en todo aquello que me daba vueltas en la cabeza. Me sentí malhumorado por el cansancio, pero también porque era consciente de mis limitaciones como escritor y ese cansancio empezaba a dirigirse hacia el doctor Bernstein por haberme puesto en semejante compromiso. Había llegado a comprender, porque el doctor no siempre hablaba con claridad, que Mirna había tenido un niño. Dondequiera que fuera ella tenía que recordarlo, una madre nunca olvida a sus hijos. Más de una vez tenía que haber sentido la tentación de reunirse con él, pero por algún motivo ya no le pertenecía. Es posible que a él desde chico le hubiesen dicho que ella había muerto y que ella lo hubiese perdido durante la guerra, pero iba a ser imposible que hubiese seguido pensando que un día se reencontrarían. Decía el doctor que ella dejaba caer la cabeza sobre el pecho cuando pensaba en él, y que solía decir en voz muy baja, “mi chico”, pero que algunos habían interpretado aquellas palabras como el lamento por su marido muerto, Roscoe. Era bastante corriente que a las familias de deportados les faltara alguno de sus miembros, muertos o perdidos huyendo de los bombardeos. Y ese era otro punto que tampoco estaba claro en la vida de Mirna. Hay acontecimientos que siguen la forma de la melancolía con que los hemos imaginado. Nos 11


hemos acostumbrado a modificar la transición de los mismos buscando consecuencias o relaciones que no existieron en realidad. Esa falsificación de nuestros recuerdos pretende que nuestra vida ha sido mejor de lo que fue en realidad. Interpretamos la realidad con una paciente perfección que espera una mejora en el “efecto espejo” al que nos someten. Hasta en los artistas más inhóspitos y furibundos, pocos hay que alguna vez no se hayan dejado llevar por sus propias propuestas de realidad, para un pasado al que se vieron sometidos sin poder hacer nada para evitar sus dramas. Supongo que todos los artistas intentan intervenir en la conexión con la realidad de la que dotan a sus obras. Una noticia en la prensa, el locutor de televisión revisando las condiciones meteorológicas, una fotografía de un suceso poco habitual, una estrella de cine acariciando una pantera, una leyenda popular, un chisme entre vecinos o un secreto entre amantes, todas esas cosas reales que los desafían a desmontarlas y rehacerlas con forma de canción, de cuadro o de cualquier otro soporte que los haga sentir aún, parte del mundo. Ahora bien, en el caso de Mirna, su exigencia le hacía pensar que todas sus canciones estaban inacabadas, nunca nada era suficiente y saber que nunca volvería a cantar porque había que operar su garganta tuvo que hacerla enloquecer. Como mis ansias por tener información sobre Mirna era más que obvias, al pretender sonsacar información al cocinero del hotel en el que me alojaba (que ya debería de haberse jubilado y era el único que podía conocerla), el viejo se encogía y terminaba de ser todo lo elocuente que me hubiese convenido. Por consiguiente, decidí invitarlo a unas copas al terminar su jornada y él aceptó. No estoy diciendo que fuera el tipo de hombre que perdiera la voluntad por su afición a la bebida, pero lo cierto es que conocía la historia de Mirna y eso lo hizo soltarse a hablar con inesperada confianza. Por lo que pude saber entonces, Mirna había sido bastante conocida y querida en Berlín, si bien no lo había sido tanto fuera de allí. A juzgar por el creciente entusiasmo del cocinero había dado con el tipo de persona que recordaba a Mirna envuelta en un halo de éxito y románticas veladas en el Submarino. Me dijo que él y su mujer se conocieron allí y que eso fue un momento crucial en su vida. Además de todo, nos hicimos buenos amigos, y aunque en un par de días volvería a Madrid, esos dos días recibí todo tipo de atenciones cuando bajaba a comer y disfruté de las brühwurst y el sauekraut como no lo había hecho antes. Deseaba tanto tener información sobre aquella mujer que desatendí los otros motivos que me habían llevado tan lejos. Caí enfermo de puro cansancio y obsesión, aunque, es posible que tuviera algo que ver lo poco preparado que iba para el frío de aquella ciudad. A pesar de la fiebre alta y de haber pospuesto mi partida, empecé a escribir allí mismo, tumbado en la cama y con fiebre muy alta. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sé que a muchos les resultará chocante que pudiera encontrar entretenimiento, sosiego y felicidad en un reto tan pueril pero lo cierto es, que mientras duraba la obsesión por darle forma a un nuevo cuento conectado con, al menos, una parte real, no pensaba en otras cosas menos constructivas. Abandoné durante aquel viaje todas mis preocupaciones pasadas y no dejé de sentirme aliviado por ello, la presión social, en el trabajo y en la familia me estaba llevando a un estado de estrés difícil de asumir. Escribir por evasión, esta debe ser mi realidad. No sé aún lo que pudo significar Mirna para mi, más allá de una borrosa fotografía de un periódico viejo, que alguien había fotocopiado sin ninguna calidad. Pero, aquel viaje me marcó decisivamente, hasta el punto de cambiar mi forma de enfrentarme a la vida cotidiana. Nada sucedió de especial relevancia, las proporciones de la historia eran mínimas, y definitivamente no podía sacar petróleo de donde no había más que buenas intenciones. Hasta el momento en que empecé a valorar como beneficioso para mi salud mental sentirme entretenido con mis notas y tachaduras, no se me había ocurrido que aquello pudiese durar tanto. Cuando, durante mi estancia en Berlín, indagué sobre la existencia de Mirna, traté de antemano de asumir mi primaria incredulidad y no fue hasta que encontré una persona con suficiente edad como para haber vivido en aquella época, que empecé a encontrar indicios de realidad tales, como que el café-concierto El Submarino, había existido, si bien las circunstancias en las que me relataron que había desaparecido habían sido terribles. Hubo un incendio y muchas personas que asistían a un espectáculo de cabaret murieron en él, también los propietarios. El lugar fue reconstruido y se ha convertido en la actualidad en un 12


supermercado, los que tienden a parecer en el centro de las grandes ciudades como hongos en octubre. Podría haber aducido el poco interés que despertaba en mi visitar un súper, y sin embargo lo había hecho unos días antes acompañado también en ese caso por el cocinero del hotel el señor Rulf Steigen. Pero, a pesar de todos mis reparos, debo reconocer, que una vez realzado aquella curiosa visita, sería necio, incluso pretencioso, no reconocer que me causó una fuerte impresión, hasta el punto de comprar unos pepinillos y un poco de queso. Una vez resulta esa incógnita y las imágenes que generó en forma de pesadilla, en la que la gente salía ardiendo del supermercado, golpeándose contra la puerta de cristal a brazados a sus lechugas y a sus bandejas de ternera, cerdo y tomates, me preocupó seguir sin encontrar un rastro fiable sobre la vida espectacular de Mirna. Seguía sin darle crédito a la historia del doctor y todo estaba muy confuso. Me dije, sin embargo, que por mi parte no habría de quedar y me dirigí a una biblioteca pública, en la que pude consultar las páginas de espectáculos de periódicos de la época. Plácidamente sentado en aquel lugar, me había dejado llevar por aquel ambiente tranquilo que tan bien conocía y me dejé llevar por todo tipo de fantasías y ensoñaciones que iban dando forma en mi mente al cuento que quería escribir. Tomaba notas, y, en cierto modo, empecé a entender la forma de divertirse y de enfrentarse al ocio de los berlineses. Me sorprendieron aquellas páginas de cabarets y opera, que tan lejos quedaban del Berlín entregado de rudos trabajadores. Aquello demostraba, como pasa en otras partes del mundo, que tememos no saber que hacer con el tiempo libre y que tan sólo descansar para volver al trabajo no parecía una solución. Eso me recordó que tenía otros motivos por los que había viajado hasta allí y que debía atenderlos. Debo insistir, sin reconciliación, en que es importante atender a ese rasgo inviolable que nos diferencia como seres humanos, entre los que saben que hacer con su ocio y los que no; y además están los artistas. Por fin, bajó la fiebre, la gripe empezaba a ceder sus posiciones y me animé a leer algo en la cama. Un amigo del cocinero, cuyo padre había muerto en la guerra tenía fotos de aquella época de Mirna con algunos hombres en una fiesta, y aseguraba que aquel señor que aparecía en ellas era el padre. Todos en la foto parecían divertirse, pero si me preguntaran, no sabría decir si aquella imagen de mujer se parecía en algo a aquella otra de las fotocopias de Berstein. Cuando el amigo de Rulf Steigen finalizó su visita -que agradecí levantándome de la cama y ofreciéndoles a ambos unos licores y una galletas saladas-, prometió hacer unas copias y enviármelas a través de nuestro común amigo. El único amigo que tenía en aquella ciudad era el cocinero, y era un amigo tan reciente que no quería abusar de su generosidad, pero él insistía en visitarme y traerme cada día alguna cosa de la cocina. Me veía como si pensara que estaba demasiado flaco o mal alimentado, y aquel gesto de tristeza cuando me ofrecía algún alimento, era más que suficiente para que yo aceptara su ofrecimiento y allí mismo, comer lo que fuera mientras él me observaba sonriendo. A la semana siguiente me encontraba muco mejor, aunque no completamente recuperado y empecé a pensar que no quería volver a mi país. Era como si la gripe, la historia de Mirna y las nuevas amistades que hacía, en realidad, respondieran a una orden del inconsciente que deseaba alargar aquel viaje. Un día, sin previo aviso, compré unas entradas para el fútbol de un encuentro amistoso e invité a Steigen. Sabía que era un gran aficionado a seguir los partidos en la televisión del hall, pero además jugaba el Barcelona y el Hertha BSC, y por algún motivo pensé que podía ser una buena ocasión de hermanar las dos ciudades a través del deporte y la amistad, por encima de cualquier resultado que se diera en el encuentro. Se trataba pues de una amistad que avanzaba y en el descanso de aquel partido, Steigen me mostró una fotografía de su mujer. Parecía tener poderosas razones para que aquel hombre estuviera tan enamorado de ella y que llevara en su cartera una foto de ambos en una playa durante unas vacaciones en España. Todo me resultaba muy lógico, y descubrí que habían veraneado en mi país con frecuencia, y entonces empecé a entender que si alguien había sido amable con él en España en alguna de aquellas ocasiones, él se sintiera capaz de devolver la misma amabilidad. Ahora bien, cuanto más amable se mostraba, yo más olvidaba el nexo primero de aquella fluida comunicación, e iba perdiendo interés por mencionar a Mirna, por preguntar por ella y por situarla en aquellas visitas. 13


De vuelta a Madrid no podía dejar de pensar en lo amable que había sido Rulf Steigen. Llegué a casa a eso de las seis de la tarde y me metí en cama. Tenía como un sarpullido por el largo viaje y el cansancio hacía que lo viera todo doble, pero mantenía el tono de voz y eso fue suficiente para rogar a los niños que no hicieran ruido. Tengo dos hijos, creo que no lo he mencionado, dos diablos que corren por casa como si estuvieran en el parque. Mientras intentaba dormir, pensaba en mi mujer; tampoco les he dicho que soy viudo. En un pensamiento lejano, sumido en los vapores del sueño, la veía joven, jugando conmigo en nuestro noviazgo, corriendo por la sierra y escondiéndose detrás de los árboles. A mi estas cosas me parecen como si me pasaran cada vez que las recuerdo, de modo que si muriese en el comienzo de uno de mis sueños, me encontrarían sonriendo como un niño que se va para cama la noche de navidad pensando en la visita de del señor que le traería los juguetes. Más aún, cuando esos sueños son recuerdos de mi mujer, a la que me gustaría contarle todas las aventuras vividas en este viaje, que no ha sido fácil, pero me ha llenado de propósitos. Es probable que haya pasado otros viajes parecidos, pero ausentes de esa intensidad porque no les haya dedicado la misma atención.

14


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.