Los perros de saturno

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Los Perros De Saturno

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1 Los Perros De Saturno No creo que casi nunca las cosas hayan sucedido como las recordamos, pero en la ilustración que hacemos de los hechos es posible que nada siga igual, por lo tanto nos sería imposible comprobar por nosotros mismos hasta donde ha llegado nuestra imaginación. Puede que el mundo de los sueños esté dotado de la misma libertad que el recuerdo y la imaginación vuele lejos de todo lo que nos parece realidad a un mundo más posible. Y así huyendo de lo real a un mundo de lo posible, puede que en aquellas ocasiones en que disponía de sus libros de ciencia ficción, Ulises hubiese sido más prudente que el resto del mundo al no dar nada por sentado. La decoración y el color de las paredes de casa de su abuela no se había tocado en años, y los bordes eran de un gris sucio que atraía su curiosidad sin apenas dejarlo pensar. El tiempo se había suspendido de forma que la señora pudiera pensar que nada había cambiado, que los periodos de expansión económica, las revoluciones y los edificios construidos una calle más allá, en realidad nunca habían existido. Hubiese podido pasar el día entero vigilando los techos para descubrir una araña que sabía que se escondía en los vértices del papel pintado o en los agujeros de los tacos que sostenían la lámpara. Es posible que después intentase aplastarla con una zapatilla y eso lo convirtiera en un hombre de acción, pero prefería refugiarse en sus libros y su imaginación. En aquellos primeros instantes de orfandad aún no era muy consciente de lo que estaba sucediendo. Estaba en ese momento, resolviendo un pánico que aún no reconocía del todo y por eso incapaz de retirarlo de su propósito de seguir siendo niño. Se trataba de una advertencia, no debía cuestionar el motivo que tenían las cosas más terribles para suceder. La muerte prematura de la madre y que su padre se fuera al extranjero a vivir con una mujer que él no conocía era otra amenaza del destino, algo incapaz de interpretar a su edad y que lo devolvía a ratos a vigilar el techo y las irregularidades de la escayola, cualquier agujero que pudiera parecer una araña. Esa sensación de acoso le duraría toda la vida. El día que su padre lo dejó en casa de su abuela era un día muy soleado y pudo ver la casa en toda su amplitud, excepto una esquina que tapaba una gran palmera. Le pareció una ruina y temió que si vivía allí un día caería sobre su cabeza. Puede que, en realidad esperara otra cosa y no fuera para tanto, pero en todas las ocasiones en que ya de adulto ha vuelto a verla no ha encontrado diferencia con su recuerdo, lo que no suele suceder generalmente. Por algún motivo aquellos lugares que de niños nos parecían grandiosos, al volver a verlos de adultos nos parecen pequeños e insuficientes, al menos así creo que sucede, pero no en su caso. La palmera ya estaba entonces algo seca y descuidada, ha muerto del todo con los años. Aquel día de su llegada sudaba y estaba deseando quitarse el pull over que lo oprimía, pero no podría hacerlo hasta que los mayores terminaran de hablar, su padre soltara su mano y, al fin, pudiera entrar en la casa. Se detuvieron delante de un gran espejo franqueado por paraguas y sombreros, en el hall ya no estaba expuesto a la acción directa del sol y eso lo tranquilizó, su padre lo besó y salió. No lo volvió a ver hasta pasados cinco años. La soledad es lo que más se parece a la muerte, así que para Camille aquel cambio en su vida 2


significó mucho, aunque nunca lo reconocería. A pesar de lo que ella pudiera pensar, supongo que nadie está completamente sano después de los setenta, aunque muchos se niegan a hacerse un chequeo y huyen de los médicos porque creen sentirse llenos de vitalidad. Y aunque fingen que no se tienen dolores, cansancio o limitaciones al moverse, solamente algunos muy privilegiados van a pasar de los ochenta. Camille solía decir que después de los ochenta cada año era un regalo, era capaz de diferenciar como con los años su cuerpo se había modificado y limitado, y en que momento de su vida había llegado cada una de esas limitaciones. Acababa de llegar al momento en que renunciaba por completo a desafiar a una escalera, pero seguía saliendo y llevando su vida con cierta independencia, más allá de la pequeña ayuda de una amiga que le llevaba algunas cosas que le pedía de vez en cuando. A pesar de todo no consideraba que la presencia de su nieto fuese una carga y podría llevar ese nuevo reto en adelante porque no dudaba de sus fuerzas, aún con los ochenta amenazando a la vuelta de unos años en el horizonte. Tal vez el padre de Ulises debería haberlo pensado mejor y haberlo dejado en un colegio rodeado de otros niños con los que tuviera que aprender a luchar y defenderse. Hubiese podido con sólo cubrir los papeles del ayuntamiento, y en ese caso, Camille sólo se hubiese ocupado de él en vacaciones, lo que le reportaría algún descanso, pero tampoco era lo que ella quería. Como ella le había dicho a su padre, tu crees que yo te hago un favor, pero es posible que tú me lo estés haciendo a mí. Cuando el niño entró en la casa, todo era tan viejo y gastado, que se sintió engañado, se trataba de un fraude, nada que ver con lo prometido, sin embargo, todo estaba listo y preparado para que asumiera su lugar en la “máquina del tiempo”, por así llamarle. Camille lo dejó muy claro desde el principio, nadie quería vivir con viejos porque eran tristes y llenaban de tristeza a todos los que vivían con ellos, pero a ella aún le quedaban unos años de fuerza y de valerse por sí misma, así pues ella era la jefa. Lo que no pareció importarle al niño, a ella le dolió. No había querido ser tan directa, al menos, no tanto hasta obligarlo a una inevitable resignación. Ni siquiera se atrevió a mirarla a los ojos, aquella aceptación formaba parte de su desgracia, al no intentar siquiera quejarse aceptaba que era un niño prestado, que era de todos y de nadie. Era como si un juego por someter su voluntad hubiese dado comienzo, como si se hubiese prometido a sí misma que lo llevaría por el buen camino con la fuerza de una disciplina atroz. El país entró en guerra cuando Ulises cumplió diez años, era lo suficiente mayor para entender lo que significaba, pero cuando Camille quiso hablar de ello, eludió la conversación. Después de aquella ruptura de la realidad, aquel frenazo en el orden que conocía, siguió haciendo su vida normal a pesar de no confiar demasiado en el equilibrio que lo mantenía firme. Después de que algunos de sus mejores vecinos desaparecieran, deportistas y cantantes de pop que admiraba, fueran reclutados, contaba que cualquier cosa más pudiera suceder y rezaba para que su abuela conservara la salud. Se mostró, a pesar de todo, con la entereza de un superviviente, para entonces ya había pasado por tantas inesperadas dolorosas contrariedades, que su carácter le daba la forma de un adulto. Su madre hubiera estado muy orgullosa de él y su seriedad responsable, ella había muerto tan joven que hubiera olvidado su rostro si no fuera por una foto que había encontrado dentro de un libro de los que ella leía. Había sido un error que a su muerte lo hubieran puesto en manos de su padre, porque, entre otras cosas, él no sabía como desenvolverse, ni como cuidar a un niño, y acordó con la familia entregárselo a la abuela. Al principio, le hacía sentirse muy avergonzado que en la escuela le recordaran que había sido abandonado por su padre. Entonces esperaba sus visitas que no se producían porque, según decía la abuela, vivía muy lejos y el trabajo no se lo permitía, lo animaba a tener paciencia y esperar al año próximos, que también pasaba. Dejó de esperarlo y posiblemente de quererlo, y su objetivo desde entonces se centró en lo que el rodeaba y el aprecio que le daba a los que lo trataban bien. Pero la ausencia del padre no se debía a la distancia, sino a todo lo que había rodeado su nacimiento, la separación de los padres y que él hubiese necesitado una nueva familia en la que ya no tendría su sitio. Y era por eso que se le había quedado aquella tristeza sobre los ojos, convertida ya en una arruga más, una señal de todo lo que le iba a afectar la vida, de como iba a ir cambiando 3


el aspecto de su cara. En cambio, algo lo salvaba, era tan joven que no podía evitar alguna pequeña esperanza, sobre todo cuando cansado de pensar en su progenitor y el abandono al que lo sometía, lo despreciaba pensando en el un futuro en el que tampoco le haría un sitio. Aquella expresión torva, capaz de apuñalarlo después de un abrazo, era lo que se merecía, se decía Ulises. Habían pasado demasiados años y no deseaba recordar todo lo que lo había echado de menos. Si no conseguía alejarse de aquella influencia no iba a ser nada difícil que perdiera toda su juventud en una triste cadena de emociones fracasadas. Y aún menos, si entre sus recuerdos guardaba un poco de afecto por aquel hombre que había decido tener na familia muy lejos, por lo que le parecía, para poder excluirlo sin dar demasiadas explicaciones. Un día descubrió que una de sus profesoras le profesaba una atención especial, se trataba de Debra Winner, y, en aquel momento, no podía saber si era natural en ella manifestarse tan abiertamente con aquellos chicos que le parecían sencillamente mejor que otros de otros colegios. Hasta un momento en el que hablaron fuera de horas de clase con cierta confianza, siguió viéndola como a una profesora, pero sin dejar de albergar aquel deseo inocente de sentirse tan apreciado por una persona, que en el mundo de un estudiante, era casi como un dios. Al marido de la profesora lo acababan de reclutar, y el caso fue que se sentía tan desgraciada que crecían sus atenciones hacia los alumnos. Aunque la imaginación de algunos estaba centrada casi, con toda seguridad, en escenas tórridas que se les ocurrían antes de meterse en cama, cada noche, lo cierto es que Ulises era su preferido y él pensaba más en su dulzura que en sus curvas; es posible que ella lo notara. Claro que la culpa de que aquella relación de alumno profesora, se estrechara, la tuvo la guerra, y en algún momento ella decidió llenar el tiempo libre que tenía por la tarde ofreciendo ayuda en determinadas asignaturas a algunos de aquellos alumnos que eran sus preferidos. Se fue acercando a ellos con disimulado interés, pero lo cierto es que terminó sabiendo mucho de los problemas de sus familias, de sus aficiones y de sus preocupaciones. En realidad, esas aproximaciones a la materia escolar, no eran otra cosa que pasar algunas tarde en una cafetería charlando y tomando zumos y batidos de chocolate, lo que los once años, para aquellos chicos era todo un reto. Ulises no sintió nunca por ella ninguna atracción que él pudiera creer vergonzosa o prohibida, y casi se avergonzaba de que así fuera. Si Ulises en verdad hubiese estado interesado en su futuro más próximo, es posible que le hubiese dado más importancia a los achaques de Camille. Debería haberse preguntado si podría convertirse en un hombre independiente antes de que el terrible momento de su muerte llegara, podría haberse preguntado por sus posibilidades de evitar las casas de acogida, o alguien podía asegurarle su seguridad, pero parecía estar demasiado concentrado en despertar a la vida y disfrutar de los pequeños momentos de camaradería que le ofrecía con sus compañeros del colegio. Sólo tenía intención de entender un poco de aquel mundo de locos que hasta el omento sólo le había ofrecido desconcierto y desconfianza. Pero a pesar del pesimismo que lo embargaba -lo que no es nada extraño si tenemos en cuenta todo por lo que había pasado-, lo cierto era que su infancia había transcurrido con cierto equilibrio y comparable a la de otros niños de su edad, que también despertaban a la adolescencia y sin duda tenían sus propios problemas y dudas. Debra Winner consideró que de aquel pequeño grupo de niños sabiondos privilegiados iban a salir hombres capaces que tendrían puestos importantes en la sociedad del futuro, hablaba con ellos de las vidas de los grandes hombres, de poesía y de surrealismo. Cuando decidió que estaban preparados para el siguiente paso, organizó una salida para ir al teatro y todos estuvieron de acuerdo. Aquel domingo todos acudieron vestidos como si fueran a una boda, y ella se sentía tan orgullosa de sus chicos que apenas tuvo tiempo de decirles cuanto los apreciaba. Hacia media tarde entraron en aquel lugar cubierto con gruesas alfombras y estatuas de escayola de seres mitológicos. La luz era abundante y encontraron sus butacas sin problema. No era como los cines de barrio a los que estaban acostumbrados, con el bullicio, el ruido y olor de las palomitas, en su lugar, apenas un murmullo uniforme y los carraspeos anunciaban una total atención en cuanto el telón de moviera. Era una obra de Shekespeare a la que Debra tenía en gran estima, un rey repartía su reino entre 4


sus hijas deseando pasar la vejez paz en uno de los tres castillos que ellas tenían, pero desde aquel momento en el que tuvo la fatal idea, ya no hubo paz. El curso llegaba a su fin y posiblemente sería la última salida que harían todos juntos hasta septiembre. Así que Ulises se lo tomó como una ocasión especial, una despedida a lo grande, comprendió la importancia del momento y a mitad de la obra, algunas lágrimas afloraron entre sus párpados, pero se las arregló para que nadie se diera cuenta. Los actores daban gritos con sus voces poderosas, porque sabían que esa era la forma clásica de interpretar, de cuando no había sistema de sonido y todo se dejaba a su potencia y pasión interpretativa. Eso lejos de intimidarlo le daba fuerza, pero también lo emocionaba. Unos días después a Debra Winner le llegó una carta del ministerio, al vez el sello en el sobre ya sabía de lo que se trataba, su marido había muerto, “un hecho heroico” decía aquella persona que la había redactado. Durante un tiempo, aquellas cartas las entregaban en mano una personas que intentaban reconfortar a los familiares, pero se habían visto superados por los acontecimientos y habían suspendido ese programa de ayuda psicológica y atención a familiares de soldados caídos en el frente. Durante el tiempo suficiente aquellos últimos meses se habían reunido en una frecuente actividad académica. A Debra aquel frenético estado en el que se había puesto para intentar entregar parte de su gusto por el arte, no le había parecido, sin embargo, tan forzado, y a los chicos tampoco. Su cabeza parecía estar siempre a cien, pero exteriormente procuraba moverse con la precaución de quien quiere la atención de un animal y no desea asustarlo. La muerte de su marido la cogió de improviso. Todo se detuvo, a veces para Ulises era como si el tiempo también lo hubiera hecho. Debra tuvo un cambio en el carácter que les hizo pensar que apenas los conocía, todos los muchachos coincidieron en esto, pero era su profesora y ninguno se atrevió a decírselo. Aquella belleza capaz de cautivarlos en sus más íntimos pensamientos, pasó de ofrecer comprensión y lógica a sus pequeños problemas, a distanciarse tanto que apenas los saludaba en los pasillos. A causa de eso, y aún justificándose por el momento de dolor que estaba pasando, lo cierto es que los muchachos del grupo avanzado pensaron que nunca podrían fiarse de los adultos, pero por la contra, sabían que los adultos pensaban lo mismo de ellos. No se trató de pequeños fallos, de ausencias o de que las reuniones se fueran haciendo cada vez más infrecuentes, el corte fue dureza radical, sin medias tintas ni explicaciones. A las familias de los chicos no les incomodó demasiado porque era una actividad extraescolar por la que no habían pagado y sospechaban que en su nueva condición de viuda de un soldado, necesitaría tiempo para saber como quería enfocar su nueva vida. El día que se declaró el armisticio las calles se llenaron de gente, todo el mundo parecía feliz y a nadie le importaban los mismos problemas de tan sólo un día antes. Ulises se casó a los dieciocho años, había pasado los últimos tres años en compañía de Marcina, al lado de la cual se sentaba todos los días en clase y con la que pasaba casi todo su tiempo libre. Aquel día estaba tan asustado que hubiese salido corriendo, pero había sido una decisión muy pensada, hablada, razonada y pactado entre los dos, además, todo el mundo había estado de acuerdo porque sus relaciones con los padres de Marcina eran muy buenas. Empezó a controlar su congoja cuando el señor Bellini le puso la mano en la espalda y le susurró, “tranquilo, en un momento habrá pasado”. Aquel día tenía que haber ido al cementerio para pensar en su madre, aunque, ella ya no estaba allí, sus restos fueron incinerados después del tercer año de su muerte, sin embargo, solía hacerlo cuando quería compartir con ella un acontecimiento importante de su vida. Pero la boda era en lo único que había podido pensar la última semana, los preparativos y las preocupaciones se habían llevado todo el tiempo. Así que en aquel momento, justo antes de aceptar su compromiso, de pie frente a Marcina, volvió a pensar en su madre y en que la vida había sido muy injusta llevándosela tan pronto. Su sorpresa fue grande al ver entre los invitados a Debra Winner. Se sentó al lado de Camille y la profesora enseguida comprobó que se trataba de una mujer amable pero de carácter, exactamente lo que la había hecho falta para salir adelante sin la ayuda de nadie. Había soportado momentos realmente difíciles en su vida, y en ningún momento había dado el más leve signo de flaqueza, pero 5


en aquel momento, sintiendo a Ulises como si fuese su hijo y no su nieto, rompió a llorar y menos mal que allí estaba Debra para darle consuelo. Los asistentes a la boda, cada uno a la parte que los había invitado, les tenían mucho afecto a las familias, pero para Ulises era un misterio si su mujer había invitado a Debra, o simplemente se había autoinvitado ella. Nunca preguntó al respecto. A la abuela le gustaban las novelas románticas, así que aquella boda tenía para ella no sólo un significado especial porque se casaba su nieto, sino que la envolvía en un sentido fantástico de todo lo bueno que tiene la vida, lo maravillosa y lo dulce que puede ser, con tan sólo castigar a todo lo malo y no permitir que interfiera en esos momentos. Vivía ensoñaciones, como si la vida fuera un cuento de princesas posible y eso no había interferido nunca en su firmeza para llevar el resto por el camino recto que se esperaba de gente como ella y de sus cosas. Durante el tiempo que duró la ceremonia, la profesora no se separá de ella y hablaron de los años de escuela de Ulises y lo buen estudiante que había sido. Camille le dijo que había influido en él todo lo que había podido para que hiciera de su vida algo que mereciera la pena recordar, que por eso se sentía tan orgullosa y emocionada en aquel momento. Lo cierto es que no todo había sido tan templado como lo había idealizado Camille. Los años de escuela no siempre son llevaderos y tienen cosas que en casa nunca se sabe. A los doce años, Ulises fue atracado por unos pandilleros. Empezaba a oscurecer y se había demorado en su vuelta a casa. Por supuesto, como suele suceder en estos casos, no los vio llegar, imposible adivinar que podía pasarle a él, o estar siempre dispuesto a la carrera para evitar algunos encuentros no deseados. Apenas quedaba una calle más y estaría en casa, por otra parte no iban a sacar más que unas monedas para un refresco, pero se llevaron también los libros de la escuela, que aparecieron al día siguiente tirados en un parque. Al principio, cerró los puños y se dispuso para dar la pelea, pero el primer golpe la calló sobre una oreja y lo dejó sordo de aquel lado por unos minutos. Sintió una gran congoja y dio una paso atrás, hasta apoyar la espalda en la pared, los tres tipos lo rodearon y se mofaron de él y de su eludida valentía. Cuando uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante, levantó por segunda vez el brazo, encogió la cabeza y se protegió poniendo las manos por delante. No sirvió de nada, llevó un golpe que le hizo apretar los dientes hasta casi romperlos. Entonces levantó su cartera escolar con todo su conocimiento guardado y ordenado, y la ofreció para evitar el tercer golpe. Tuvo suerte, la arrancaron de su manos y le pidieron que diera vuelta a los bolsillo. Hizo todo lo que le dijeron y cuando llegó a casa se encerró en su habitación, la rabia lo dominaba y se echó a dormir sin cenar hasta el día siguiente. A Camille le pareció un poco raro, pero nunca supo lo que había sucedido. Ulises echaba furtivas miradas a su abuela mientras sostenía la mano de su inmediata mujer, tenía el aspecto de quien parecía necesitar un periodo de adaptación a su nuevo estatus pero intentaba sacar lo mejor de sí en aquel momento. Sabía perfectamente lo que quería y había aprendido más pronto que tarde, que la vida no da segundas oportunidades. Había pasado el tiempo de tentar las oportunidades, de experimentar y de imaginar varios futuros posibles, nada iba a salir mal, todo iba conforme a lo esperado. Ya no se sentía tentado por aventuras y falsos proyectos, carecía de la desmesura de la falsa ambición, ni concebía ideas tan inquietantes que pudieran poner en peligro los pilares de una nueva vida. Si en algún momento de la ceremonia le temblaron las piernas, no fue por falta de convicción o por no creer que Marcina le daba toda la seguridad que necesitaba. Todos los malos momentos y las discusiones de novios, las pequeñas decepciones que, del normal cansancio van descubriéndose con el tiempo, desde aquel día especial iban cayendo en el olvido. Marcina estaba especialmente feliz. No había pasado por grandes fracasos y conservaba una parte de la ingenuidad que diluía viejos conceptos de precaución acerca de lo que un mal planteamiento podía depararle, pero la vida conyugal no iba a ser como esperaba. Empezó a pensar en como iba a manejar aquella situación, como iba a controlar a un hombre al que sabía que no conocía del todo, pero se iba acercando y se vio a sí misma constatando cada movimiento, cada cambio en la voz, cada estado de ánimo y no dejar sin caprichoso castigo cada contrariedad.

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2 De Puertas y Bisagras Algún tiempo después de volver de su viaje de novios, Ulises hizo una visita a Debra Winner. Era algo muy infrecuente, de hecho, llevaba años sin aparecer por su casa. A Camille y a Marcina les dijo que se iba a dar un paseo, pero ya llevaba en mente dirigir sus pasos hacia su casa. Que Debra se encontrara en casa fue una cuestión de suerte, porque no había sido una visita programada, ni había telefoneado para saber si estaba en casa. La idea de pedirle que le ayudara para conseguir la vacante de la portería del instituto no le hubiese gustado a nadie,fue por eso por lo que lo mantuvo en secreto. Pero la posibilidad existía, el conocía la influencia de Debra sobre la directora y no quería incomodar a nadie, hubieran tratado de hacerlo renunciar a la idea o algo peor, cabía la posibilidad de que discutiera con Marcina, lo que empezaba a ser moneda corriente en su relación. Camille consideraba que sus discusiones eran agotadoras, pero no interfirió y cuando empezaban a discutir se encerraba en su habitación. Nadie debería prometer amor eterno, se tarda años en conocer a tu pareja, y cuando se hace, es para decepcionarte. Por otra parte, Camille se sentía encantada en medio del nuevo matrimonio y que hubieran decidido vivir en su casa, también tenía curiosidad por saber si Marcina sería capaz de reducir los caprichos de Ulises, algo que ella misma no había conseguido. Debería haber sido preocupante, pero las aficiones de su nieto por el fútbol, los teatros, la música y cualquier cosa que pudiera alejarlo de casa, lo llevaba a pasar días fuera con la excusa de ir a un concierto o cualquier otro evento que supusiera que debía viajar, y eso era más de lo que las dos mujeres deseaban consentir. Sospechaban que no siempre iba a los sitios que decía que iba, pero no querían ponerlo “entre la espada y la pared”. En aquella visita a Debra, Ulises recuperó una vieja amistad que echaba de menos y le pareció que a ella le pasaba lo mismo. No tenían el mismo punto de vista acerca de muchos de los temas que tocaban, pero les gustaba conversar y discutir sobre cualquier cosa que se le ocurriera, y eso era algo que Ulises no hacía con su mujer, así que, aún sin saberlo, se trataba de un complemento necesario en su vida, algo que echaba de menos, aunque no sabría como justificar. Hablaron del grupo de la escuela y lo que había sido de cada uno de ellos, de como se iba mostrando la vida con sus sorpresas, de los proyectos fracasados y del momento en el que se encontraban en sus vidas. Un giro en la conversación se produjo cuando Ulises, esperando una confianza de la que no dudaba, le preguntó por qué no se había vuelto a casar. Ella miró la foto de su marido muerto, vestido de uniforme y contestó que no había encontrado otro tan bueno. Le pareció una respuesta para salir del paso, pero no insistió, estaba entrando en terreno demasiado personal hasta para él. De todas formas no solía pensar en ella de esa manera, y aunque había bromeado en alguna ocasión diciendo que a él no le había dado ni una oportunidad, lo cierto es que los quince años que tenía más que él, tal vez habían influido en no verse como pareja. Otra cosa diferente eran las fantasías que un alumno joven se podía hacer con su atractiva profesora madura, y eso él no lo iba a confesar. Ulises cumplió los veinte años y trabajaba de portero en el instituto cuando se divorció de su mujer y casi se arrepintió de su decisión cuando ella en menos de nueve meses se volvió a casar y tuvo su primer hijo. Al día siguiente del parto se presentó en el hospital con un ramo de flores, pidió permiso a su nueva pareja para verla y le expresó con la mirada más sincera de la que fue capaz, lo feliz que se sentía por ella y lo arrepentido que estaba por no haber podido ofrecerle, él mismo, un momento semejante. Después se despidió y no volvió a interferir en la recién formada nueva 7


familia. Tal vez se había hecho a una vida fácil y ella no lo quería tanto como para aceptar eso. Por otra parte, siempre había sido así, todos los que lo conocían sabían que no se movía por la prisa de forma habitual, o como un complemente del quehacer diario. Hasta en los momentos en los que alguien conseguía realmente enfadarlo y lo alteraba, se tomaba su tiempo antes de contestar. Era como si la causa de sus problemas fuera su falta de interés, aunque Marcina lo llamaría pasión; su falta de pasión. Ni siquiera la separación y el divorcio lo hizo cambiar en eso. No le asustaba la vida, se había enfrentado a los problemas con arrojo y la esperanza de una vida mejor, ella lo había podido comprobar en más de una ocasión, pero no lo valoró. La decisión fue suya, quiero decir de Marcina, Era como enfrentarse a una decisión mal tomada pero que tenía una condición detrás que no admitía dudas, sobre todos los pequeños sinsabores de una vida estaba el fracaso que sentía. No era feliz y eso es lo que importa, no se puede condenar a una persona a aceptar una relación al lado de alguien que no te hace feliz. No se podía esgrimir la voluntad, ni un nuevo esfuerzo, no se trata de eso. No se puede argumentar una relación sobre la idea de haberse sacrificado unicamente lo justo, “los sacrificios no son buenos para el hígado”, se decía Ulises mientras firmaba los papeles del divorcio. Después de perder la guerra la ocupación fue muy llevadera, mantuvieron a los anteriores gobernantes como títeres que no se salían de su guión y para Ulises todo parecía igual de llevadero que siempre, no estaba totalmente en contra del sometimiento y eso le ayudaba a normalizar su vida. Se trataba de algo así como aquellos que viven bajo el mandato largas dictaduras de más de cuarenta años y consiguen realizar sus actos más cotidianos dentro de una cierta normalidad, no desafían al poder e intentan pasar desapercibidos. No entremos a valorar si hay una forma mejor de vivir en tales circunstancia, demos simplemente por hecho que esa era la situación en la que se desenvolvía la vida de Ulises. Debra le oyó quejarse alguna vez al respecto, pero lo dejó pasar como una curiosidad por la que nadie se dejaba llevar con frecuencia y ella no iba a preguntarle para que se desahogara si podía representar un peligro manifiesto. Al joven Ulises se le vio entonces dejando frecuentando centros de diferentes religiones en los que parecía buscar una verdad inalcanzable para un cerebro humano, y esa había sido una de las cosas que la ocupación había respetado y fomentado. Creían las autoridades militares que la religión -no importaba si eran oficiales, cooficiales o sectas- buscaban el orden, sometían los malos pensamientos y el instinto de rebelarse, apaciguaban a lobos pero, sobre todo, a corderos, y al fin, la fuerza militar era también admiradora del orden y la limpieza social. Empezó a sentirse orgulloso del paso que había dado, al mismo tiempo que se volvía misterioso en su forma de expresarse, hablaba poco y a Debra le parecía muy gracioso verlo de aquel modo. Debido a la guerra había suficiente empleo para todos, todo el mundo podía encontrar algo que hacer en la reconstrucción de una economía devastada, si bien los salarios eran de una escasez dolorosa; nadie dejaba de ser pobre por trabajar si no había conservado parte de su riqueza de antes. Tal vez fue por esta circunstancia que Ulises decidió dejar de ser un simple portero y fundar su propia congregación religiosa, lo que se convirtió en poco tiempo en algo tan enigmático como su forma de expresarse. No manifestaba cual era su objetivo en la vida con semejante giro, pero se impuso una pobreza que estaba al mismo nivel que la de sus conciudadanos y nunca les pedía dinero. Se sintió tan atraído por la idea de cuidar de aquellos que lo necesitaban que además de un templo, la casa de la abuela Camille parecía una escuela y un hospital en algunas ocasiones. Sus credenciales de hombre de paz le valieron para que la policía política no se metiera demasiado con él, salvo una vistazo a las instalaciones y la comprobación de que sus huellas dactilares se correspondían con su identidad, todo les debió parecer en orden y parte de proyecto de “País en marcha”, que proponían los carteles de propaganda del gobierno. No empecé a tomar en serio a Ulises hasta que dejó el instituto y no lo volví a ver. Creo que tampoco me había fijado mucho él por aquel entonces más allá de que me molestó lo del grupo avanzado de la profesora Winner, y que él estuviera en el grupo y yo no. Estaba seguro que los que veían en él valores avanzados se equivocaban y que la superioridad que adivinaban en él no era más 8


que su necesidad de ser amado por todo el mundo para sustituir una familia que no había tenido. Estaba seguro de que se trataba de un fraude desde el principio y sin la más remota duda al respecto. Todo en mi se reducía a eso, a descubrir a los impostores para no sentirme nunca menos capacitado, inferior o argumentos falibles. Al fin y al cabo, todo el mundo está en lo mismo, en salir adelante compitiendo por sus convicciones, ¿pueden imaginar que alguien les esté demostrando a cada poco que están equivocados en lo importante? Claro que tuve que aceptar que con él me había equivocado cuando asistí a una de sus charlas en la casa de su abuela, pero esa fue la única concesión a mis conjeturas de adolescencia. Me senté lo más lejos del orador que pude. La luz era escasa, por eso y por los años que habían pasado confiaba en que no me reconociera, o que no me viera. Bajaba la barbilla y me movía al compás de los movimientos del cuerpo que me precedía. Tal vez mi intención fue comprobar que su discurso era pobre, mal estructurado, sin brillo ni argumentos. Pero no fue así, era brillante, su voz grave bien modulada, dispuesta para un mensaje inalcanzable. Tosí, puse las manos en los bolsillos, sentí un escalofrío, me encogí. En un lugar tan cerrado, uno tose y todos lo escuchan, pero nadie miró porque la atención en Ulises era total. Si seguía hablando de aquella manera podía hacer que me rindiera, yo que había pensado en quedarme unos minutos dejaba pasar las palabras hasta terminar cada pequeño discurso, uno detrás de otro, hasta formar un discurso grande, un relato dejado en el aire, como si flotara. No había afirmaciones incontestables, ni prepotencia, ni pedantería, ni rastro de clasismo. No encontré en él ni rastro del ego feliz de algunos que disfrutan con la atención y el beneplácito de sus seguidores más leales. Cuando decidí quedarme hasta el final se detuvo, se quedó allí parado, sin apenas respirar, con una de sus manos en alto. Me miró fijamente. Yo creí que había sufrido lo que se dice un lapsus, que olvidara algún elemento importante de lo que tenía que decir, pero me equivocaba. ¿Quién podría adivinar lo que pasaba por su cabeza en un momento así? Probablemente se trataba de una pausa teatral, manejaba los tiempos. Bajó la mano y la apoyó en el atril, pasó unas hojas de la libreta que llevaba y leyó en silencio. Todos esperaban sin prisa. Entonces descubrí su secreto, aquello que tanto atraía de él, su normalidad. No era un iluminado, ni pretencioso, ni buscaba impresionar, ni soltaba palabras ni frases efectistas, no era un orador emocional ni milagroso, todo muy normal y a veces familiar y cercano, nada más. Ulises, entonces caí en ello, se parecía mucho a ese tipo de personas que se adapta a sus pérdidas, que asume sus dramas y, si es capaz de seguir creciendo, lo hace a partir de ellos. Tal y como yo lo había conocido en el pasado, no podía imaginar aquel cambio, estaba seguro de que el acabaría por acomodarse a un trabajo fácil, una vida anodina y un matrimonio mediocre. Mientras caminaba de vuelta a casa, no podía dejar de pensar en lo que acababa de suceder, yo hijo de uno de los hombres más poderosos de la ciudad, que podría vivir de rentas el resto de mi vida, había ido a escondidas a escuchar el discurso moral de un antiguo compañero del colegio, sólo porque otro compañero me había dicho que lo hacía bien y que estaba dando mucho de lo que hablar. En aquel tiempo yo estaba deprimido, comía poco y mi salud se resentía por la falta de alicientes; había acabado mis estudios hacía mucho y no quería entrar a trabajar en la empresa familiar. Con veintisiete años, estaba en la edad en la que uno empieza a cuestionar si todo lo vivido hasta ese momento ha valido la pena, y sobre todo, si le sirve de plataforma para lo que le gustaría hacer. Hubo un tiempo en que yo creía que no había nada de malo en aspirar a tener éxito, pero me lo daban todo hecho y ya no había planes. Mis discusiones con mi padre se repetían, así que en ocasiones vagaba por la ciudad sin rumbo durante días y sin dar explicaciones en casa. Lo que me asustaba de Ulises era que no se presentaba como un salvador o un revelador de verdades ocultas. Tan ciego yo estaba que podría haber dicho que cada una de sus ideas la había tenido yo antes. Durante su charla sentí que se despejaba mi mente y que, en un sentido poco místico, me sentía renovado y transformado, lo que era muco más de lo que había conseguido mi psicólogo. Y para ello, había sido preciso tan sólo dirigir mis pasos hacia la casa de su abuela, dicho sea de paso, en la que había estado ya una vez cuando de estudiantes pasé a recoger unos libros que me prestó. 9


Después de un tiempo, Ulises ya no pensaba más que en los temas que quería tocar. Deseaba saber que temas le interesaban a sus vecinos y cual era el mejor momento para emocionarlos. Y lo hizo bien porque una noticia empezó a correr por la ciudad de boca en boca, había un hombre que hablaba a las multitudes y todos se sentían mejor después de escucharlo. En realidad sólo mostraba aquella parte de sí mismo que otros habían inculcado en él cuando era un niño. Pero también tenía sus detractores y en una ocasión , por algún motivo que desconocía, se presentaron en el templo y hubo pelea. Una ambulancia pasó a toda mecha por el barrio con la sirena a cien y se llevó a un par de hombres que habían sido golpeados en la cabeza. Se quedó totalmente paralizado. Aquello no convenía a su mensaje, calculó que se le iba de las manos y estuvo una semana sin recibir a nadie y sin dar charlas. A decir verdad, el que más lo sufrió fue él mismo, como conocía a los jefes de aquellos chicos que habían montado la pelea fue a hablar con ellos y llegó a un acuerdo, no hablaría nunca más de las pandillas ni volvería a decir que eran una peste para otros jóvenes -eso parecía haber dicho alguna vez, aunque no lo recordaba-. Debra Winner se convirtió en una estrecha colaboradora de Ulises en su aventura mística. Los vi juntos más de una vez y pensé entonces que había algo físico entre ellos, pero creo que me equivoqué. Si alguna vez lo hubo tuvo que ser fortuito porque el tiempo decidió que su relación no fuera carnal. Es posible que ella estuviera enamorada, o que los dos lo estuvieran a su manera, pero siempre la vi más como si se tratara de su hermana. Debía de haber pasado los treinta y se conocían bien, ella estaba siempre que la necesitaba pero nunca dormían en la misma habitación. Era como si los dos estuvieran conectados espiritualmente, y, sin embargo, no se hacían bromas ni se tocaban si podían evitarlo. Me explico, actuaban como esas parejas entre las que una vez hubo algo y hacen todo lo posible porque no vuelva a ocurrir, se vuelven contenidos en su vida en común y sólo les faltó tratarse de usted. Una noche, Ulises reunió en la cocina a sus amigos más fieles, aquellos que entendían la labor que estaba haciendo y procuraban no separarse demasiado de él. Rememoró la escena violenta con los pandilleros y expresó la necesidad de hacer un grupo de contención con los hombres más fuertes. No eran violentos, no deseaban tener una policía entre ellos, pero estuvieron de acuerdo en organizarse. Entre café y galletas intentó ponerse en contacto conmigo, que por entonces ya me había presentado y me había aceptado en su círculo más estrecho. Aquella noche me telefoneó pero no estuve en esa reunión tenía una reunión con mi padre que también se quejaba de Ulises. Estaba preocupado por la dimensión que tomaba su “congregación”. Intentó un perfil bajo y pasó a mantener la puerta cerrada de la casa de Camille días alternos, pero no consiguió el efecto esperado. Escribió a algunos periódicos para corregir cosas que se habían dicho sobre él, cosas feas e injuriosas que no eran ciertas, pero no obtuvo respuesta. Los familiares de algunos de sus mejores amigos creían que se interponía en sus vidas, y todo el mundo lo tomó como conversación recurrente. “¿Sabes lo de ese tipo que le habla a la gente y ha montado como una secta en su casa?”, se decían. La atención corriente se concentraba demasiado en cosas que algunos suponían pero que él no había dicho. Todo se complicaba demasiado y no quería que así fuera. Claro que la abominable idea de los periódicos locales más pequeños, el fanatismo se puede encontrar en cualquier parte. Y, llegados a ese punto, darse cuenta de una sombra que no podía controlar, empezaba a extenderse sobre la casa de su abuela, era lo menos que podía hacer. Había un fin superior que debía tener en cuenta y para poder seguir en ello debía pensar, sentarse a recapacitar, no dejarse llevar por los acontecimientos. En lo que estimaba de sus propios resultados, aunque quisiera, no podía pasar página. Eso era lo que nadie podía entender. ¿Por qué no dar un paso más? ¿Por qué no pasar a los grandes eventos en polideportivos o campos de fútbol?, le dije una vez y me respondió con una mirada de desconfianza, como si no me conociera o me despreciara por haber dicho algo así. Tal vez creía que era uno de esos hombres que siempre desean más y que a pesar de sus mejores progresos, nunca tienen suficiente. Tal vez por eso nunca esperaba de mi ninguna aportación inteligente y eso me dolía como un balazo. 10


Tal vez toda esa confusión fue lo que llevó a Ulises a organizar aquel incómodo y absurdo viaje al desierto. Un grupo reducido de ocho o nueve de los mejores hombres de la congregación lo acompañaban y se alojaron en un motel en mitad de la nada. Todos firmaron por separado y cada uno pagó su habitación, el conserje estaba encantado, hacía meses que nadie paraba en grupo en semejante lugar. Diez días después seguíamos allí y no hacíamos otra cosa que dar paseos sobre una tierra arcillosa que nos llenaba las botas y los calcetines de piedrecillas que se deshacían con el rozamiento. Hubiesen podido elegir cualquier lugar mejor en dos mil kilómetros de norte a sur, pero nada más desolador. Deberían haber calculado que los motivos del profeta eran insondables, pero nadie hubiera calificado una de sus decisiones de incorrecta, nadie lo hubiera cuestionado. Decidió quedarse en aquel lugar tan pobre y solitario porque para él era un consuelo, según dijo más adelante. “Me trata con desdén pero con él nada puede ser monótono, ha cambiado tanto que apenas recuerdo que alguna vez haya sido así. Se rompen los hábitos cotidianos en favor de una vida que me parece cada vez más singular e inimitable, por eso sigo a su lado, no por su mensaje que aún no termino de entender. Cuando le hablo de la ocupación y de lo que debemos hacer para ser dignos de nuestra gente, me sonríe sin gana y se mira los pies como si estuviera pensando, pero sé que no lo hace, ni siquiera me tiene en cuenta. Los zapatos nunca le parecen del todo limpios; es normal en el desierto. Busca papel en el baño, servilletas en las mesas, periódicos atrasados, los engruña como su fuera papel despreciable y se frota los zapatos antes de arrojarlos a la papelera de la puerta del hotel. Aún cuando se trate sólo de intento imposible de guardar un cierto orden, lo cierto es que otros están haciendo lo mismo y terminares por acabar con todo el papel en aquel lugar.” Mandé eta nota a Debra, ella llegó en apenas unas horas y llevó todo lo necesario para limpiar sus zapatos, a eso habíamos llegado. “Hoy ha vuelto a desaparecer, ayer nos cogió por sorpresa pero si mañana vuelve a hacerlo sabremos que estará de vuelta antes de que se haga de noche.” Como otros hoteles de carretera, el Merca Hotel tenía dos plantas y un desván y apenas diez habitaciones en cada una. Estaba construido de ladrillo y alrededor de las ventanas el ladrillo estaba sin cubrir de cemento ni ninguna otra cosa, una estructura de ladrillo rojo sucio y gastado. A un lado del hotel alguien había construido dos columpios y un tobogán que no parecían haber sido usados nunca, oxidados, cubiertos de yerbajos y olvidados. Debra llegó a mediodía acompañada de la abuela Camille que estaba ya muy mayor y había que ayudarla cuando quería moverse, al bajar del coche o al ir al baño. No pudieron verlo hasta que anochecía, la hora en la que regresaba de sus excursiones, es posible como el decía que le consolara, pero sólo iba a servir para reflexionar porque era lo único que se podía hacer mientras se caminaba evitando los escorpiones en semejante lugar. Camille se puso un pañuelo humedecido con colonia sobre la nariz y la boca y apenas lo retiraba para respirar y lo volvía a poner. Cuando caminaba se balanceaba como si lo hiciera sobre un barco, como si le hubiesen quitado el barco y se hubiese quedado con el movimiento. Reconoció a algunos de los chicos y los saludó como si fueran parientes. Cualquier miembro de la congregación conocía a Camille, sobre todo porque siempre estaba presente en las charlas que ofrecía su nieto. Cuando se levantaba todos se proponían para ayudarla pero ella sólo ofrecía su brazo a Debra con la que para entonces había hecho muy buenas migas. Había engordado en los últimos años y eso lo complicaba todo, metía la cabeza entre los hombros como si no tuviera cuello y cuando Debra se dispuso a llevarla a su habitación le pidió la botella de colonia que se había dejado en el coche. Por fortuna había un par de habitaciones en la planta baja, así que no tuvo que subir escaleras y justo en el momento que enfilaba el pasillo al lado de la recepción, apareció Ulises. El encontrarse allí a Debra y a Camille hizo que se le iluminara el rostro. Intentó controlar la excitación pero hubiera salido corriendo y gritando de felicidad si hubiera podido. Él había vuelto tan entristecido de su paseo como de costumbre. Un hombre así, nada podía hacer por salvar al mundo de sí mismo y a los hombres de sus propios instintos, ni mucho menos hacer alguna cosa contra el estado de guerra y ocupación que vivían. Debra aquel día acudió en su ayuda y lo hizo 11


sentirse apreciado con una aprecio que otros no podían darle. Una maestra viuda, que dejara su carrera para estar cerca de él y atender a Camille en todo lo que podía, no podía por menos que engordarle el corazón de puro gozo. Había llegado a un estado de interés por ella que le hacía olvidar las obligaciones contraídas, pero allí estaban los chicos, esperando por él con paciencia, deseando acompañarlo a todas partes. Porque habiendo llegado a aquel punto, la esperanza para muchos de ellos era vital. Había empezado a publicar sus charlas en una revista de barrio que empezó a venderse hasta agotarse, y muchos esperaban cada día una nueva entrega de sus reflexiones. Hubo una general satisfacción con la llegada de Camille y la profesora, todos pensaron “ahora volverá a escribir y querrá hablarle de nuevo a las masas”. 3 La Cabeza Invisible Lo de volver a escribir no lo hizo inmediatamente y lo de equivocado que hubiera en aquel viaje, se volvió aún más complicado cuando decidió parar en pequeños pueblos en su vuelta a casa, y, en cada uno de ellos hacer una reunión de vecinos para hablar con ellos. Lo que más lo entristecía en tales ocasiones era la desconfianza que le demostraban aquellas gentes, la frecuencia con la que le hacían sentirse como un estafador o la indiferencia delante de sus más brillantes discursos -aquellos que guardaba para las ocasiones y había ido guardando con el paso del tiempo-. El comisario Ardiles no le propusieron seguir estrechamente todos los movimientos de Ulises, pero en cuanto volvió a casa de su abuela, allí lo estaba esperando para hacerle algunas preguntas acerca de su fidelidad política y el escándalo público que afectaba a ciudadanos que denunciaban la libertad con que interpretaba sus tradiciones. La finalidad de la policía era diferente, querían tener la seguridad de que no iba a dejarse llevar por su apasionado ego y dar un paso contestatario en su mensaje. Incluso un cargo político lo llamó por teléfono para hablar con él y hacerle entender que no le convenía provocar o preocupar a los altos estamentos de al ciudad. A Debra la llamaron para una entrevista, querían que hablara en la televisión de Ulises, lo que representaba para ella, como lo veía y hasta donde quería llegar. Ella intentaba recuperarse de una semana de múltiples ocupaciones, de duro trabajo en casa y en el templo, de una ligera depresión y de su adición al ibuprofeno, cuando sufrió un terrible accidente de automóvil. Ulises acudió al hospital donde se recuperaba de la amputación de un pie y otras lesiones menores, y lloró a su lado como un niño. Por supuesto, aquella pena iba más allá del accidente, lloró por todo lo que no le había podido dar. Pero ella se mostró igual de comprensiva y dulce que siempre, lo consoló como si el accidentado fuera él. Todo parecía normal a sus ojos, sin embargo, daba a entender a todos que vivían y habían vivido siempre en un amor imposible. Como si mi destino fuera estar en los momentos importantes de la vida de Ulises, asistí a aquellas lágrimas de hospital en un segundo plano. No era una circunstancia que me desagradara pero salí de la habitación en silencio y esperé. En la sala de espera se encontraba Ardiles, una vez más con el sentido de la oportunidad desviado. Sentí la desazón propia de una visita así en una circunstancia tan concreta. No hacía ni un momento me tomaba la vida como una oportunidad y al ver al policía creí que me tomaba como parte de un espectáculo. Yo entonces no sabía apenas nada de como nos veía mucha gente, los que permanecían al margen o no nos conocían o suficiente, éramos para ellos una rareza. Acaso nadie se salva, cada uno sabe ser raro a su manera. Era una tarde sin nubes, de un cielo azul que contemplé a través de la ventana mientras respondía algunas preguntas intrascendentes. Parecía que aquel hombre venía dispuesto a molestar y no se iba. Era preciso hacernos sentir la incomodidad de ser cuestionados por el poder y por los ciudadanos que hacían 12


llegar hasta ellos sus quejas; supongo que siempre ha sido así. Es decir, querían que lo supiéramos, que se manifestara esa diferencia y que nos sintiéramos distantes del grupo social que representaba el orden. Camille salió de la habitación y me rescató al pedirme que la levara a casa. Debra nunca había sido una muchacha triste, pero la vida le había dado muchos golpes y se estaba apagando. A todos nos ha de pasar alguna vez, la alegría no dura. Fue en aquella sala de espera del hospital en donde empezó a preocuparme el carácter abierto de la organización y si había realmente un destino para nosotros. Las críticas arreciaban si crecíamos, y si no lo hacíamos hasta los tertulianos más soeces se sentían capacitados para opinar sin conocernos. Cuando llegamos a casa, uno de los chicos más jóvenes recibió a Camille con un abrazo y los labios llenos de lágrimas, aquel era un muchacho que siempre acompañaba a las damas en sus movimientos y estaba muy afectado por el accidente. Todo estaba muy reciente, y las palabras del comisario, en medio de tanta emoción, resonaban en mis oídos, “sálvate tú, os estáis buscando la ruina. Él os lleva a un preipicio con graves consecuencias para todos”. Por primera vez estimé que el comisario podía llevar parte de razón, pero mis razones iban mucho más allá, donde no sólo el efecto social de sus discursos llegaba, sino el desprecio por las ideas que debían mostrarle el camino a seguir, el compromiso y fallo del todo. Una luz brilló toda la noche en la rendija de la puerta de su habitación, cuando volvió del hospital se encerró en ella, pero no durmió. Pequeños ruidos manifestaban un nervioso movimiento, la puerta de la habitación en cuyo interior imaginé a Ulises en un estado de desolación por no poder evitar todo lo malo que se cernía sobre él y los suyos. Se oían sus pasos, o bien daba vueltas de la puerta a la cama, o bien se levantaba de la silla de golpe separándose de la mesa donde escribía. No había cenado, alguien llevó una cesta con fruta a su habitación pero no la tocó. Era una de esas noches en las que se dejaba llevar por sus miedos agobiantes y que marcaban su carácter sin permitir que nadie lo viera en semejante estado. Por la mañana recuperaba la templanza y se movía como si un gran bienestar lo hiciera disfrutar del aire que respiraba, cada inspiración, cada rayo de sol, cada voz amiga que lo animaba y que nunca parecía ser la mía. Desde el principio fui señalado para decir todo lo inconveniente, todo lo que molestaba y nadie quería oír. Al llegar a un episodio ya montado de aquella organización, al no formar parte del cuerpo que la ideó y la montó desde que sólo era un sueño, no pude comprender el giro que dio al convertirse en en refugio de los desfavorecidos, en comedor y proveedor de ropa vieja. Mi tendencia a desviarme de la linea que otros marcaban tampoco ayudaba a mi integración, así que por la mañana lo vi salir de la habitación y fui a su encuentro. Discutí con Ulises acerca del lugar al que parecíamos llevarnos y llevar las cosas. Persistió en que la idea que tenía de como tenía que ser todo era acertada e intentó tranquilizarme, pero aquella noche yo tampoco había dormido demasiado y la había pasado tomando café y excitantes. Me encontraba cansado y deprimido y buscaba sacarlo de sus casillas, al menos por una vez. Hubo un cambio en él que me miró por primera vez como si me hubiese convertido en un problema, y me soltó que si no estaba contento era mejor que me fuera. Su voz se transformó y fue tan firme que ni una manada de caballos a la carrera hubiesen sido capaces de franquearla. Otras veces me había rechazado (me tenía por un radical con ideas radicales supongo), o si se prefiere la expresión, más de su gusto, me habría puesto en mi sitio, pero aquella vez fue diferente. Apenas puedo alcanzar a recordar todo mi descontento, ni reconocer todos y cada uno de los motivos que me llevó a hacer aquella declaración, puse en el folio todo lo que tenía de peligroso para el Estado, algunas cosas que había dicho y que yo había grabado y se lo entregué a Ardiles. Puede que tuviera un día malo y si lo hubiese pensado dos veces no lo habría hecho. Ni siquiera puedo decir con certeza si todo ocurrió como lo recuerdo. Cada uno de mis movimientos de aquella tarde me sitúan entre la comisaria y el templo (la casa de Camille). Hacía viento, era una tarde de tormenta anunciada unos días antes en todas las televisiones, los árboles rugían y se movían amenazadores y, aún así, anduve de una punta a la otra de la ciudad para hacer lo que creía que debía hacer. En mis sueños, aún hoy me parece entrar en aquella oficina custodiada por hombres armados. En los últimos cien o doscientos metros, había empezado a llover con fuerza y estaba 13


empapado. Me había puesto un periódico sobre la cabeza, pero no había servido de nada. Puede que aún hubiese sido peor y hubiese caído en mitad de la calle como un crío que huye de otros críos que le quieren dar una paliza por haber ido con cuentos a los profesores. Me detuve frente a un funcionario sentado en una mesa en al entrada y pregunte por Ardiles, acudió al instante. No sé si realmente el comisario fue tan condescendiente como lo recuerdo, pero cada una de las faltas que pude imaginar en mi relato eran apuntadas y grabadas con gran interés. Puede que sólo intentaran congraciarse conmigo, o no parecer demasiado molestos. En cada una de las ocasiones que puse en mi tono este ego que me hace sentir superior cuando falto a mi lealtad, ellos parecían sentir más y más repugnancia por el acto que estaba llevando a cabo. En aquel momento comprendí que el menor síntoma de miedo lo interpretarían como una falsedad más y detrás de cada una de mis apariencias, aparecía la cara inamovible y los ojos de Ardiles capaz de fulminarme con sólo un movimiento. Fue un inconveniente intentar convencerlo de que no se trataba de una cobardía, hacerlo entender que lo hacía por su bien y porque se había alejado de “nuestro sueño”. Todo lo relacionado con el fin de la aventura me hacía inconsciente del dolor que iba a ocasionar mi declaración. Posiblemente detenciones, torturas y desapariciones. Asistí a la convalecencia de Debra, no me separé de ella un momento y el comisario cumplió su parte del trato de dejarla en paz -a ella y también a Camille, que, con el disgusto se murió un mes después de que Ulises fuese condenado a veinte años por escribir y planear una estrategia contra la ocupación-. Un año después, Debra intentaba mejorar su movilidad con una prótesis que parecía sustituir no sin cierta ambigüedad, el pie amputado. Decidió visitar una vez al mes a Ulises en la cárcel, le contaba como iba todo y las oportunidades que se le presentarían de salir con ciertos beneficios. Nadie quería saber, en verdad, cual era la sórdida realidad del mundo en el que vivíamos. Yo dejé de pensar que podríamos vencer la ocupación y me centré en triunfar en el amor que siempre había sentido por Debra. Después de nuestro regreso a la sociedad, tuvimos que volver a nuestras antiguas ocupaciones, ella volvió a dar clases y yo empecé a trabajar en la empresa familiar. La idea de una nueva religión más social y humana nos enloqueció, y la convencí que estábamos de vuelta en la normalidad de la que nunca deberíamos haber salido. Sin duda ayudó el hecho de que sentía pánico cada vez que oía una sirena de un coche de policía. Nunca supe si a ella también la habían torturado o amenazado de muerte, pero lo que importaba era que me había aceptado como su compañero y ya, tal vez sobreviviendo sobre el recuerdo de aquellos años, nadie nos podía separar. Lo de seguir espiritualmente a Ulises no había sido circunstancial, no, al menos hasta el punto de hacerlo por estar cerca de Debra, eran motivos diferentes y separados, pero de parecida intensidad. Lo que más me decepciona de mi mismo es dejarme llevar por los estímulos más fuertes, con frecuencia paso por alto lo más importante al presentarse la oportunidad de conseguir lo que deseo. A la mayoría de los artistas les pasa algo parecido, son muy pasionales y primarios, sin segundas intenciones ni estrategias; una amigo que pinta cristos crucificados me lo ha dicho, le gustan los clubs nocturnos y pagar por las mujeres antes de volver a su trabajo, pero yo no soy un artista y hago grandes esfuerzos por no aparecer delante de Debra como un tipo tan obvio. No nos va mal, mientras Ulises se pudre en la cárcel, él se lo buscó; en el mejor de los casos saldrá en tres o cuatro años y entonces no entenderá que sigamos juntos. A pesar de todo lo que había significado para tantos, Ulises no tenía seguidores en prisión. Allí pasaba mucho más tiempo leyendo y estudiando en la biblioteca que socializando con sus compañeros. Fingía que se estaba preparando para tener oportunidades de trabajo cuando saliera, pero entre sus libros había algunos de filosofía de dudosa utilidad más allá de una reafirmación en su pensamiento. Procuraba no recorrer pasillos sólo, o estar en el patio sin compañía, aunque no tenía motivos para pensar que nadie tuviera nada especialmente cruel en su contra. Cumplió los cuarenta años después de cumplir más de la mitad de su condena y ese día lo visitó Debra. En el pasado habría palidecido y le hubiesen fallado las piernas sólo con verla, pero cuando ella le confesó que llevaba varios años viviendo con Ardunfe, aquel mediocre que conocía desde el colegio 14


y al que apenas recordaba. Le preguntó cómo iba su pie y ella respondió que se había acostumbrado a la prótesis como uno se acostumbra a tomar pastillas contra la gripe. El se sentía como si tuviera diez años más de los que tenía y ella tenía el pelo blanco como si lo hubiese teñido de ese color. La vida, en ambos casos, se había reducido a una cuestión de horarios y buena voluntad para cumplir con pequeñas tareas. Las grandes pretensiones, alcanzar sueños imposibles y convertirlos en un acontecimiento para bien de todos, eso ya era parte del ímpetu juvenil. Mientras se miraban en una habitación con otros presos y otras visitas, los guardias los observaban. Debra se levantó con dificultad y se fue alejando con una ostensible cojera, todos pensaron, con lo bella que tuvo que ser de joven y que pena lo de su cojera. Ardunfe la esperaba en el coche. La miré mientras se situaba en el asiento del copiloto y encendí a la primera, no la miré, no quería incomodarla. Tuvimos que armarnos de paciencia porque de camino de vuelta a casa se hizo un atasco por un accidente y hubo que esperar que aquellos dos individuos discutieran sin ponerse de acuerdo, antes de que uno de ellos se decidiera a mover su coche a un lado y permitir que la circulación avanzara. Traté de recordar lo último que me dijo Ulises cuando llegaron a casa de Camille a detenerlo. Parecía que sabía que yo lo había denunciado, lo dejó todo y se acercó a mi para decirme algo. Lo he olvidado por completo, sabía que era algo importante y me imaginaba en el futuro preguntando a todos los que allí estaban, yendo a sus casas por si lo habían oído y me lo podían decir. Seguimos todo recto entre calle pequeñas adyacentes que no conducían a ninguna parte, algunos eran callejones sin salida que nadie limpiaba y acumulaban chatarra y coches viejos. Giré inesperadamente en dirección a casa de mi padre, ella parecía saber a donde nos dirigíamos. La ciudad era un lugar efervescente, lleno de vida y movimiento, pero a medida que nos acercamos a la playa y los edificios mudaban en casa bajas, el tráfico se fue volviendo más y más liviano. Me gustaba conducir por allí y reduje la marcha hasta convertir el viaje en un paseo. Mucha gente saca a sus perros a hacer ejercicio y ellos mismos se ponen chandals y cintas elásticas en la cabeza para disimular la calvicie, pero no corren, apenas apuran el paso pero en cuanto se cansan un poco, dan la vuelta. Le pregunté a Debra si sabía lo que Ulises me dijera cuando lo detuvieron, ella estaba allí, pero no sabía. “La próxima vez que lo visite le preguntaré”, concluí que era mejor que no lo hiciera porque seguramente ya no se acordaba. “Él te conoce mejor que yo. Conocía a la gente con sólo echarle un vistazo, era un don”. Bueno, si así eran las cosas, tal vez él se acordara y yo pudiera descansar tranquilo.

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