Lo que somos

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Lo Que No Somos La frecuencia con que nos definimos es mayor de lo que creemos y el tema no es menor para la mayoría de las personas del primer mundo -tengo que hacer esta diferencia porque hay mundos en los que están más preocupados por sobrevivir que por definirse cultural y personalmente-. Ciertamente ya no se trata tanto de las convicciones políticas como de la clase social, esto ha cambiado en el último siglo, aunque creo que los motivos para nuevas aspiraciones de imagen no son igual de respetables. Las motivaciones políticas de antaño respondía a la necesidad social de reducir la desigualdad y las condiciones de vida de los trabajadores, había convicciones y compromiso personal en eso; ahora sólo se trata de un juego que busca la personalidad perdida. Debemos advertir, en la insistencia con la que nuestros amigos y conocidos intentan establecer una diferencia de imagen comprando ropa, lo que no deja de ser un síntoma de la falta de confianza en su propia vida, el deseo de huir de sí mismos y la necesidad de sentirse apreciados y respetados (aunque su truco no lo merezca). La forma de vestir y la obsesión por la ropa es un modelo inevitable que debemos tener muy en cuenta en el tema que deseamos tratar, pero es sólo una parte de un todo, no lo olvidemos. Otros síntomas de ese deseo son los modales o cambiar la forma de expresarnos, avergonzándonos a menudo de nuestro reducido vocabulario. Es mucho más fácil ponerse un traje y salir a cenar a un restaurante caro para consumar el engaño, que intentar hablar con palabras rimbombantes y memorizar tres o cuatro frases que suenan a una cultura que no se tiene. No debemos olvidar que muchos problemas de violencia vienen de culturas que no están contentas con su imagen, mientras que otras más dadas a disfrutar de los placeres cotidianos, sin preocuparse de su posición social, son más felices. Esto que acabo de decir es difícil de entender, sin embargo, debemos aceptar que hay pueblos que creen que han sido llamados a un destino superior que a aquel que finalmente se les ha concedido, en tal caso hemos asistido atónitos en pleno siglo veinte a revoluciones en países que creímos muy avanzados en el norte de Europa, mientras en países con un clima más benévolo, otros vivían con menos, contentos con sus pantalones cortos, pescando, tomando la fruta de los árboles y tumbados al sol de sus playas. El descontento que produce no aceptarse a uno mismo nos lleva a una violencia que es la desgracia de muchos hombres. Pero volvamos al hombre trabajador que conocemos, que vive de su salario, que tiene gastos que apenas puede entender (en muchos casos impuestos por una mala gestión política) y que se afana en una vida que no responde a sus expectativas. Las mejores personas con las que tienen preocupaciones diferentes a las que nos ocupan, algunos hombres se divorcian porque se creen atrapados en acuerdo de mediocridad, ¿lo pueden creer? El resultado es que llevan consigo ese fracaso allá a donde vayan. Tenemos que buscar entre aquellos que se preocupan menos de las apariencias y el efecto exterior, que los que buscan la libertad de encontrarse en un camino de evolución interior. Por supuesto, todos deberíamos sentir un respeto especial por los artistas, los que no lo hacen es porque rompen sus esquemas de prosperidad, y sobre todo, de seguridad en sí mismos y lo que hasta entonces habían considerado una buena imagen. Lo que los artistas superan con sus extravagancias, vuelve mediocres a otros que se esfuerzan en salir de su mediocridad. Todo lo que no se mueve, los dogmas, la imagen preconcebida del hombre superior, es pura patraña para un artista que escapan de ser considerados uno más del rebaño deshumanizado de las imposiciones. El estilo convencional de traje y corbata resulta para ellos un disfraz, mientras que para otros es una imagen que significa un estadio superior al que nunca podrán llegar. 1


Nuestro origen nos marcará de por vida y del mismo modo que sabemos que hay gente que nace sin oportunidades, otros intentan renegar de lo que son buscándose una máscara que nunca cumplirá con sus expectativas. Algunos consiguen llegar muy alto en la cadena social por diferentes motivos (no siempre por mérito de su esfuerzo profesional o académico) y aún así, eso no asegura que se sientan contentos son ellos mismos, ni diferentes a los que siempre fueron. Creo que es más difícil llegar a estar a gusto con uno mismo, que llegar a ser multimillonario, y la creencia de que una cosa tiene que ver con la otra está muy erróneamente extendida. Intentar entender como funcionan los estímulos de las clases trabajadoras es como intentar entender como funciona una obra de arte, puedes pasar días mirando y barruntar algún resultado, pero nunca estará seguro del todo. Del mismo modo, no podemos generalizar en temas en los que el egoísmo, la envidia y el deseo, están presentes. Es por esto que debemos leer todo lo que se escriba acerca del funcionamiento del descontento personal y de las frustraciones, como una aproximación a casos concretos. Al decir que los trabajadores desean ganar dinero fácil, o que todos los trabajadores sueñan con un premio millonario en las loterías, posiblemente queremos decir que, por una parte desean eludir el agobio de no poder dar a sus hijos todo lo que necesitan, pero por otra parte, ¿que ansían vivir con el derroche, la prepotencia y el pavoneo de los ricos que ve en las revistas? Nada de esto es seguro, tal vez unos cuantos, pero debemos presuponer que las clases trabajadores son más inteligentes. Si traemos a cuenta el efecto que las marcas ejercen sobre nosotros, lo primero que se me ocurre es un chico de quince años que pide a sus padres una zapatillas deportivas que cuestan tanto como la calefacción de un mes. Estamos sometidos a la dictadura de la doble calidad, por así llamarlo. Existe lo que las multinacionales establecen que es suficiente para las clases trabajadoras y aquellos a lo que sólo pueden llegar los económicamente más afortunados. Esto no sería grave si no se estuviera extendiendo a la comida, es decir un producto de primera calidad silo puedes pagar, o en su defecto, pescado como como el panga alimentado con basura en piscifactorías de países lejanos, que no es bueno para la salud, pero que nuestros gobernantes han considerado durante años, suficiente para los que no podían pagar nada mejor. Al comparar la calidad de los productos, uno entra el el mundo de los logos, la manzana en los portátiles, el cocodrilo en el polo o los aros de los juegos olímpicos en el auto. Resulta obvio que alguna gente se gasta un dinero que no tiene en un teléfono móvil con la manzana, no por la calidad -que por otra parte en todo lo tecnológico resulta innecesaria para la utilidad que sacaremos al terminar- sino por la imagen, por considerar que uno no es nadie si no muestra uno de esos aparatos en público, por creer que le da prestigio y seguridad, que puede entonces considerarse en un estadio superior a la media y que aquello e otros intenten demostrarle de que no es nadie, es mentira. Sólo aquellos que se quieren lo suficiente pueden enfrentarse a esa mediocridad sin entrar en ella, pero bastaría intentar exponerlo en público para convertirse en el blanco de todas las críticas. Hemos concebido la personalidad como alcanzar la posibilidad de ofrecer al mundo una imagen de lo mejor de nosotros, de ser capaces de convencer de nuestra capacidad en todos los ámbitos con exponer una imagen adecuada y ostentar si fuera necesario. El mundo que nos muestras las televisiones vive en una confusión que parece ser implantada desde lo políticamente correcto, pero no me parece que responda al mundo real, a la gente inteligente que, en verdad, está por todas partes y no se deja llevar por estereotipos. Para muchos, implicarse en todo aquello que puede ser signo de un determinado estatus es suficiente, el reloj, el auto, su forma de vestir, será para ellos mucho más importante que su habilidad para entender el mundo o su capacidad para expresarse. Admitamos por un segundo que ya no somos capaces de cambiar, que somos quien somos y que nos formamos como personas hasta la adolescencia; yo al menos así lo creo. Todo está ya decidido, por mucho que intentemos poner máscaras, capas y capas de ropa sobre nuestro cuerpo, tenemos un pasado al que no podemos renunciar y ata todo lo demás. Nuestro nacimiento también decide quienes somos y seremos hijos de quien somos y de nuestra clase, a pesar de nuestras aspiraciones y fracasos. Y que, además, nunca podremos evitar las limitaciones que la vida nos ha impuesto: la 2


vida no es justa ya lo sabíamos. En un sentido real, seguridad y respeto no lo da la ostentación, a menos que se pretenda que aquellos vendedores de mercadillo cargados de cadenas y anillos de oro deban ser temidos por su supuesta riqueza. Ni siquiera sabemos si todas esas joyas son falsas. A pesar de ello, sostenemos que todos los hombres merecen ser respetados, partiendo de lo cual, aquello que se humillan ante los ricos, los admiran o los adulan, sólo pueden ser una reliquia de otro tiempo (ese es mi deseo). No debemos pasar por alto que el deseo interior de una imagen que sea respetada, no depende tanto de ser como los que están por encima de nosotros en la escala social, como de salir de nuestras estrecheces, mezquindades y frustraciones económicas. Los existencialistas afirmaban con mucho tino que nos encontramos existiendo y necesitamos encontrar algo que justifique nuestra existencia, eso explicaría que algunos hombres aceptaran morir si lo que consiguieran a cambio fuera lo suficientemente importante para ellos -familia, patria, justicia, derechos humanos, causas justas e injustas, todo se mezcla cuando consideramos que nos da un valor que creemos merecer-. Pero lo que planteamos cuando hablamos de lo que pretendemos al intentar impresionar con una imagen que se escapa a nuestro poder económico es algo más cotidiano, hablamos de las clases populares, de la gente corriente, no de mártires, ni de superhéroes. Pero nadie ignora que el niño que se viste de superman lleva en sus genes el deseo de salir de lo corriente, aunque ellos sí saben que es un juego y no se les ocurre tirarse por una ventana. Decir que quererse a uno mismo es importante para no esconder tu imagen detrás de un artificio, o que es más eficaz a ese propósito que entregarse a modas o copiar a actores o artistas a los que admiramos, es avanzar hacia posiciones que conocemos mejor. Esto nos ayudaría a probar que donde nos encontramos más cómodos es allí en donde hemos sido más felices, donde no había falsas pretensiones ni objetivos que cumplir. Nos encontramos más cómodos y nos conocemos mejor, lejos de aquello que falsamente creemos que nos integra en un mundo sin personalidad, aunque nos intrigue y nos seduzca creer que podemos ser otra persona. Reaccionar con juicios radicalmente emocionales a un disfraz u otras extravagancias no mejora las cosas, del mismo modo se reaccionará por parte de desconocidos a la imagen que a nosotros nos parece más natural; pero ¿a quién le importa la opinión de gente tan exclusiva? Un nuevo nivel traído a cuenta es intentar madurar (o dar la imagen de los chicos mayores) en el extremo que podemos definir como: sombreros, bigotes y tatuajes. En el mundo de los complementos nada nos va a definir con mejor proyección. Es más, nada va a ser más definitivo, si bien los sombreros y los bigotes son más efímeros que los tatuajes. Es un consejo para aquellos que sabéis que todo os acaba cansando; y en eso no hay vuelta atrás. De los tres ejemplos el que me merece más respeto son los tatuajes. De alguna forma es algo distinto que conserva una personalidad que no siempre tiene que con la imagen sino con el sentido de vida. El tatuaje denuncia lo efímero y rápido que pasa la vida con una tinta perenne. De alguna forma la vida por sí misma nos añade capas, es inevitable y el tatuaje puede ser una de esas cosas. No se trata de un simple complemento, no se trata de una decisión superficial en la mayoría de los casos. Los sobreros tienen también la ambivalencia de las cabezas con poco pelo, cada sombrero es un estilo, pero para algunos es una solución al frío o la cabeza rasurada. Es por esto que no podemos decir que se trate de un desafío pretencioso frente al descontento con nuestras limitaciones. El bigote, al igual que la barba, se ha utilizado por los jóvenes para tener la apariencia de hombres maduros y no siempre se consigue. Ha estado de moda durante una temporada lo de hacer dibujos con la máquina de afeitar. He visto patillas de todas las formas posibles, bigotes que parecían una rayita pintada con maestría de una a la otra comisura de los labios, y todo ese interés por imaginar cortes no me parece más que un juego que en nada ayuda a encontrarnos a nosotros mismos. El caso femenino es totalmente diferente, pero puede también responder a la idea del siglo pasado de que una mujer que se sabe arreglar puede hacer un buen matrimonio, y perdonan, pero esto era así. Ahora el interés de las mujeres es formarse y valorarse, no esperar impresionar a los hombres 3


por su imagen. La idea que surge obstinada sobre la capacidad de las mujeres para maquillarse, hacer obras de ingeniería con su pelo y su anatomía, responde más a su inclinación por la necesidad, que debería ser también de los hombres, de agradar, que a viejas estrategias que nos llegan de viejas películas como “Armas de mujer”. Pero de algo podemos estar seguros, es mucho más difícil saber a que responde la intención de una mujer arreglada, que, en su caso, la de un hombre. Primero porque el hombre se arregla menos y cuando lo hace podemos suponer que existe un motivo y encontrarlo, y segundo, porque en esto el hombre parece ser mucho menos complicado. Convengamos que nunca hemos sido más nosotros como en aquel momento en el pasado que fuimos libres y felices, pero cuando digo libres lo digo de influencias que cercenaban nuestro desarrollo como persona. Tal vez esa sea una parte del problema, que muy pocos son capaces de recordar aquel momento extraordinario en el que aún no nos habíamos ido cubriéndonos de corazas. Nuestras pretensiones son una consecuencia de una pérdida, del extravío, del falso camino y de la errónea creencia de que hay que llegar a alguna parte antes de cumplir los treinta, ahora con la crisis, ¿los cuarenta? Si somos capaces de recuperar aquel momento en nuestro pasado en el que no necesitamos agradar para “seguir en carrera”, entonces aún hay esperanza. Pueden provocar, desafiar a los inmovilistas, escandalizar, andar desnudos por la calle, pero no lo hagan por dinero, eso es muy mediocre. Y, sobre todo, nunca olviden quienes son y de donde vienen. Desde un punto de vista particularmente creativo la vida es una lucha entre lo que somos por nacimiento, lo que siempre hemos sido al lado de nuestros padres, como nos hemos construido en nuestra infancia y lo que queremos llegar a ser. Como si nuestras ambiciones fueran una traición a todo lo demás. No podemos justificar a esos padres que creen que su vida habrá sido una ruina si no consiguen hacer que sus hijos lleguen a ser personas realmente importantes, los visten como adultos y cercenan su imaginación al no permitirles jugar con libertad. Esto equivale a decir a que andan por ahí sueltos unos cuantos seres dispuestos a lo que sea por conseguir su propósito de ser, ya no algo mejor de lo que eran, sino realmente estrellas. Es un orden mental sólo aplicable a los niños de padres severos y preparados para esa acción, y reconocibles de adultos, gente como Trump, Bush, Kim Jong Ung, Hitler, el Papa Benedicto o Rajoy. Parece que está de moda poner en puestos de responsabilidad a aquellos que fueron, permitánme la expresión popular, “ginesitos rompetechos,” en su infancia. Otros padres en cambio, en lugar de vestir a sus hijos como hombres que parecen ir a misa cada día, llegan a implicarse en el fenómeno familiar poniéndolo por delante de cualquier otra cosa. No dudan en mantener a sus hijos dentro de esos parámetros, no quieren que sobresalgan, no desean que lean demasiado o se relaciones con gente importante para su futuro, sólo desean que respeten a la familia hasta el fin de sus días. He conocido gente así y ha sido una experiencia difícil tratar con ellos. Su forma de vestir es ajena a todo, buscan unicamente lo práctico y los colores no suelen ser llamativos ni desean ser distraídos por un exceso en la combinación de sus prendas. Todo es correcto pero aburrido, a veces puede resultar andrógino pero no llama la atención. No puedo dar ejemplos de personajes públicos porque detestan la fama, pero sirva el personaje de Norman Bates, o la forma en la que se organizan los amish, como referentes (aunque sé que será difícil porque el carácter al que me refiero pasa desapercibido entre nosotros y no es tan radical como los ejemplos). Pero sobre todo lo anteriormente expuesto -añadiendo que lo que queremos significar para el mundo y para nosotros mismos, tiene expresión más allá del aspecto personal-, hay una cosa que nos enaltece hasta convertirnos en alguien que no tiene nada que ver con quien realmente somos. La frecuencia con la que la clase trabajadora presume de sus logros económicos por encima de su condición, al menos en el entorno en el que me muevo, que quizás tiene que ver con la cultura ancestral del lugar, tiene que ver con la pasión con la que defienden ser propietarios de una casa. Ciertamente es una ambición muy respetable, pero de lo que intento hablar es de aquello en lo que nos convierte, de como cambia nuestro comportamiento y de lo que que pensamos de los demás, como nos situamos entre ellos y si tiene algo que ver con la realidad. Aunque la seguridad en uno mismo no demuestra nada ni para aquellos con estudios superiores, debemos advertir que tener una 4


casa y desautorizar cualquier otro apoyo que la vida nos pueda otorgar es una señal más de un proceder pretencioso, incluso más complicado y pesado que el que surge de modificar nuestra apariencia física, bien sea con la ropa que usamos o esculpiendo nuestros músculos en un gimnasio. Otra señal frecuente de la aparente o, a veces, disimulada superioridad de los trabajadores propietario (nadie pretende sacar valor al esfuerzo que les ha supuesto), es que están abiertos a mostrar la vivienda a los amigos. Es el fruto de su trabajo, algo digno sin duda, pero el ego lo utiliza como una forma más de competir en un mundo desigual. “Tanto tienes tanto vales”, pero no es cierto. No vales lo que pretendes ni por tu aspecto, ni por tus posesiones, el mercado, hasta en el arte, decide el valor. Vales lo que los otros deciden que vales y eso está bien si te mueves en un mundo que responde exactamente a tus mismos valores, pero si te sales de él puedes verte tristemente menospreciado, esa es la realidad. No hace mucho hubo unos incendios en nuestra localidad, fue un acto terrible de algunos descerebrados incendiarios. Lo más triste fueron los hogares familiares que se quemaron, no tanto las segundas viviendas de vacaciones, pero ver a aquellas personas y su desesperación defendiendo sus casas con calderos de agua frente al fuego, fue terrible. Aquello me llevó a pensar que algunos de aquellos hombres que han hecho de su casa el centro de su existencia se sentirían ya no desamparados si les faltara, sino fracasados. Decía Ortega que los hombres necesitamos un poste en el que apoyarnos, es justo que así sea, siempre que no se utilice para darle a otros en la cabeza con él. Es una reflexión sobre la igualdad a la que unos aspiran, y la diferencia que otros pretenden poner de relieve. Nadie es tan superior ni por construir una casa -o en su defecto arreglar la de sus padres-, ni por cuidar su aspecto personal, ni siquiera por haber realizado estudios superiores. He conocido a algunos jóvenes recién salidos de la universidad que eran muy ignorantes, y algunos muy estúpidos. Ahora bien, la cultura general y tus estudios ndie te los podrá quitar, los bienes materiales los podrás perder en un pis pas.

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