La verdadera agonía del estilo

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La Verdadera AgonĂ­a Del Estilo 1


1 La Verdadera Agonía Del Estilo Los grandes hombres de acción, por así llamarles, no pueden desprenderse de la ofensa, ignorando la violencia que les nace de ella. Nunca le habrán oído a ninguno de ellos dar explicaciones por sus actos, y nadie se atrevería a interpretarlos libremente. Lo que parece un error, entonces puede tener una segunda lectura, y si no es así, es posible que certifique algún beneficio inesperado que haga dudar a todos (o casi todos) de sus verdaderas intenciones. Hasta cuando se equivocan parecen tener razón. Tanto se desprendía y se abría el señor Kori al mostrar lo que pensaba como, con rabiosa precisión, se enfrentaba a sus enemigos. Se trataba de un militar retirado y su pasado tenía mucho que ver en todo esto, su disciplina era tan brutal como el miedo que le producía perder el control y no le importaba inspirar entre sus vecinos. No era amable ni nada parecido, en absoluto, y solía sacarse de encima a los vendedores que llamaban a su puerta con insultos de los peores. Aquella tarde, sin embargo, recibió la visita de dos representantes de la comunidad de vecinos y, esta vez, no se opuso a recibirlos y hablar con ellos. En el centro de su salón, entre muebles viejos, destacaba una vitrina con armas y diplomas. Estaba cerrada con llave pero no le importaba que las visitas curiosearan a través del cristal. Fueron respetuosos con él, indulgentes a pesar de todo lo que se contaba y expusieron los motivos de su visita con claridad y sin demorarse: El señor Kori debía algunas cuotas y creían que era mejor dialogar antes que tomar otras medidas. Él sabía que no podía seguir disfrutando de algunas comodidades de la comunidad si no pagaba las cuotas y eso incluía la limpieza del aparcamiento y la pintura del descansillo y en la precisión de semejanes asuntos giró su conversación. También hablaron de sus amenazas al vecino de la puerta de enfrente del rellano, pero decidieron que no mediarían en los motivos que lo habían llevado a ello, si antes no se ponía al día en sus deudas. Intento dar una imagen coherente y real de sus comprometidas relaciones y de lo difícil que debió resultar para la doctora Dorotea y el viajante Reus, los representantes de la directiva vecinal, dar el paso de hacer aquella visita. No es trabajo menor incidir en como se sentían, sobre todo porque no se trataba de un encuentro previamente acordado, sencillamente se plantaron delante de su puerta y presionaron el pulsador del timbre. La enormidad de la imagen del atlético hombre en ropa de deporte, apareció delante de ellos con una sonrisa, deseando disipar cualquier antagónica sensación, pero también porque había tenido noticias de su hijo que estudiaba en el extranjero y eso lo había puesto de buen humor. Podemos decir entonces, que hubo un momento de suerte que ayudó en mucho. No apareció como el gigante malhumorado que solía ser (objeto de incesantes críticas y chistes que lo ridiculizaban), tampoco se mostró ajeno a los problemas de la comunidad, ni se presentó como la visión represiva de un orden en el que implicaba a todos y con el que nadie simpatizaba, sino que actuó con la novedad ocasional de un desconocido al que nunca hubiesen visto antes, amable y paciente. Sorprendente, desde luego. Después de que Kori se instalara en el bloque de edificios de la fase sur, solía ayudar a Sony Metersmith en su rastrillo, lo que se explicaba porque los dos lo hacían en su tiempo libre y sin 2


ningún tipo de pretensión económica más allá de la pura subsistencia. Al poco tiempo de completar su mudanza, se le veía por las tardes salir de la puerta del portal y caminar apenas dos puertas más abajo, tan cerca estaba del garaje lóbrego de paredes aladrilladas y canalización de residuos de plástico. Metersmith llevaba el pelo siempre peinado con perfecta raya de derecha a izquierda, engominado y con aspecto grasiento (también el rostro), encima de los ojos, dos cejas negras muy pobladas escondían cualquier expresión, si es que alguna vez la había tenido y después de comer, con la ropa arrugada y aún terminando de masticar el último trozo de comida, se precipitaba a la calle para abrir el portalón que daba paso a una colección interminable de libros viejos, muebles mutilados, plataformas, instrumentos musicales deteriorados, hamacas, colchones usados, mecedoras, colgadores y cualquier cosa que los vecinos se decidieran a abandonar cerca de su puerta. Kori podía evitar el polvo y no levantaba una pieza a menos que su amigo le pidiera ayuda, pero el sentido de tanta decadencia lo atraía allí cada tarde. También es justo decir, que apenas media hora después de su visita, solían pasar por el bar dela esquina, y todo eso lo animaba en su nueva vida. Una vez hizo un gran descubrimiento que lo había tenido turbado desde entonces, se encontraba en la puerta del rastrillo, fumando y sin otra distracción más que limpiarse las uñas, cuando una mujer que se aproximaba a sus treinta, pasó por delante y saludó a Metersmith con cierta confianza. Preguntó de quién se trataba y después de una apreciación soez acerca de su disparatado crecimiento, afirmó que se trataba de la hija de la doctora Dorotea, que se había divorciado recientemente y había vuelto a vivir con su madre. También pasaron otras mujeres que no conocía y que podían haber causado el mismo efecto en su mente preocupada por el calor a esas horas de la tarde, pero ninguna de ellas pareció llamarle la atención del mismo modo. Aquella noche recordó nitidamente la figura y la sonrisa de la mujer y no pudo dejar de pensar en ello durante los días que siguieron a la aparición. Para Briana la juventud, en cierto modo había terminado con el fracaso de su matrimonio. Había vuelto a su habitación de infancia pero no estaba dispuesta a sentarse a esperar que la vida se decidiera a pasar de nuevo delante de sus ojos. Se impacientaba pensando en que había perdido la oportunidad de vivir conforme a lo que se esperaba de ella, pero se sentía tan defraudada que no sabría imaginar un nuevo encaje en los procesos culturales que habían grabado en su cabeza. Y tal vez por eso, no le resultó difícil de aceptar que Kori le hablara y comenzar con él una de esas confianzas de gente que se encuentra en las escaleras, los corredores, las cafeterías, a pie de acera y de kiosko, en lugares donde hacen comentarios de otros vecinos, se ríen las últimas prohibiciones y se preguntan por sus amigos y familiares. Durante la entrevista, Kori sentía que sus vecinos trivializaban sobre problemas que no podían ser más insignificantes y ni siquiera podía creer ni aceptar que todo fuera tan cómico. Además, era un grave inconveniente que se sintiera atraído por la doctora Dorotea y que esta fuera la madre de su amiga, porque nada podía impedir que las cosas fueran como eran, ni renegar de ellas, sino, muy al contrario, se le estaba empezando a notar que se le ponían “ojitos” de romántico maduro patético cuando hablaba dirigiéndose a la doctora. Fue una conversación tan programada que apenas hubiesen podido poner en medio una idea espontanea surgida al calor de una imaginación medianamente libre y abierta. Pero había algo que Kori quería compartir con ellos, algo que le preocupaba y que no debía dejar pasar. Por algún motivo que no podía definir ni controlar, había heredado de su tiempo en el cuartel un insomnio que no se disipaba hasta que abría el día, y sólo entonces se le hacía posible dormir dos o tres horas. Durante la noche se entretenía leyendo prensa atrasada o viendo la televisión, a veces en absoluto silencio soñaba con un viaje al caribe. Lo que quería decir era que durante la noche oía el movimiento de los ascensores, el abrir y cerrar de puerta de su rellano pero también otros, pasos, y movimientos poco naturales. Era como si ante la llegada nocturna de un vecino (que a veces llegaba acompañado), alguien se moviera para cambiar de piso, permanecer en la escalera o ir los aparcamientos. Según su teoría, había alguien viviendo en los espacios comunes del edificio; 3


aunque no lo podía probar y eso también era cierto. Se describió a sí mismo, tenso en mitad de la noche, haciendo café y llenando el fregadero de tazas vacías, moviéndose de puntillas para que nadie adivinara su presencia, pegando su oreja a la puerta de la calle o a las paredes adyacentes -lo explicaba con absoluta pasión intentando exponer el grado de preocupación que tenía por eso pero también por estar convirtiéndose en un fisgón que controlaba los movimientos de todos- sin que sus procedimientos acabaran de tener éxito del todo en una visión de un ser humano a través de la mirilla. Se representaba como un experto cazador en busca de su presa, agotado por un esfuerzo que no daba sus frutos pero que había hecho crecer sus sospecha. “Se oye cerrar la puerta del ascensor como si alguien lo abandonara para ocultarse en la escalera mientras algún vecino llega a casa y después de que la puerta se cierra y se oye que pasa su llave, vuelve los paseos interminables a través de la noche”, les decía con voz afónica de puro misterio y los ojos muy abiertos. Cuando Kori le comentó a Briana lo de sus sospechas acerca del polizón, ella se puso nerviosa y se inventó una cita a la que debía acudir con urgencia y salió corriendo sin apenas despedirse. Dorotea se había ocupado suficientemente de la educación y desarrollo de su hija, como buena madre siempre alerta contra cualquier peligro, pero ya no era aquella niña y tampoco aceptaba demasiadas atenciones. A pesar de vivir bajo su techo, no aceptaba su autoridad y había días que se las arreglaba para mover sus horarios y no coincidir con ella. Llegaba a casa cuando Dorotea ya estaba durmiendo y se marchaba antes de que su madre se levantara. Su conducto levantaba muchas suspicacias, pero se creía enteramente libre y hacía lo que quería sin dar demasiadas explicaciones. Por razones que Kori desconocía, la hija de Dorotea había cambiado, se había vuelto más prudente y callada, e incluso en sus horarios había descubierto que volver temprano a casa no suponía ningún agravio a su independencia. Con método imperturbable la observaba ceñudo y le hacía preguntas capciosas, pero no acababa de descubrir que era eso que la preocupaba. En casos parecidos, el lector termina por saberlo antes que otros personajes, que dan vueltas alrededor de las preocupaciones ajenas sin terminar de entenderlas. Pero si así fuera, el resultado habría sido mucho más cruel que el que se pudiera imaginar mientras se escribe, porque los lectores siempre sois más apasionados que cualquier escritor. Por razones que cualquiera entenderá en una muchacha sin demasiados apoyos, Briana terminó por confesar a Kori que había sido abordada por un individuo con la cabeza tapada con una capucha, que había sido empujada dentro del portal cuando intentaba abrir y que cuando quiso desconfiar de sus intenciones ya parecía demasiado tarde para ella. Con cierto método y exactitud fue narrando cada paso de lo acontecido con exquisitez, sin entrar en detalles sórdidos o en imágenes innecesarias. Con precisión expuso sus emociones en un momento semejante y entonces le contó lo de aquel hombre que apareció de las sombras y se enredó en un duró combate con su agresor. Ese fue el momento que ella aprovechó para salir corriendo y subir en el ascensor hasta su piso, abrir la puerta dominada por el pánico y pasar el cerrojo hasta la última vuelta de llave. Después de la contienda, a la mañana siguiente, no quedaba ni una señal de lo sucedido. Tanto se convenció el militar retirado de que sus sospechas sobre un intruso en el edificio eran ciertas, que acabó por hacer cosas extrañas para sorpresa de los vecinos que asistían sin apenas respirar a sus apariciones por sorpresa. No había forma de resistirse a la caza y eso lo llevó a parecer un neurótico, no sólo cuando intentaba convencer a todos de que estaba en lo cierto, sino porque compró una cámara diminuta que colocaba en los lugares más inesperados. Parecía necesitar aquel juego porque disfrutaba con cada nueva idea que lo llevaba a moverse desde los sótanos y trasteros hasta la azotea. Llegó incluso a mostrarse hostil con los que lo criticaban o le llevaban la contraria abiertamente. A otros vecinos les ofendía que se comportara como si fuera dueño de todo y por lo tanto que creyera que podía hacer lo que deseara sin tener en cuenta a quién molestaba. No es difícil imaginar que muchos pensaban que estaba desequilibrado y que deberían internarlo, pero no Dorotea la doctora atea, que lo escuchaba y a la única que confesó que sabía que aquel “fantasma” dormía en los coches que quedaban mal cerrados o los que conseguía abrir por métodos poco ortodoxos. 4


Aquellas noches se sentía tan preocupado que no podía razonar con la claridad que era habitual en él y se pasaba horas maquinando nuevas trampas para su presa, cuando, en realidad, después ver los pros y los contras, empezaba a comprender que estaba perdiendo algo de su libertad en un proceso que no daba resultados. Después de dudar y volver a pensarlo todo, no podía concluir en que estuviera haciendo lo mejor, lo correcto, o, ni siquiera cumpliendo con su deber (eso que para él era tan importante); porque si algo lo caracterizaba era su recia formación psicológica, la fuerza con la que podía mantenerse en sus convicciones y una fortaleza interior preparada para resistir, y eso era algo que creía que anulaba la sensación de derrota, al menos hasta aquel momento. Estaba atado al lado serio de las cosas y también de su vida interior, no tenía sentido del humor y cuando Dorotea lo invitó una tarde a su apartamento para hablar, no podía sospechar que la conversación giraría entorno a la hija de la doctora, pero que posiblemente había algo más. Las pesquisas sobre el visitante nocturno avanzaban pero no lo suficiente, y en tal caso tendría que haber informado a la policía. Eso asustó a Dorotea que le pidió que llegado el caso no lo hiciera sin informar a la junta de vecinos y, por lo tanto, a ella misma antes que a nadie. Pero si él estuviera dispuesto a actuar como le pedía el factor sorpresa, tan importante en sus estrategias, se vería dañado y eso debía ser algo terrible en sus parámetros. Había llegado el momento en el que Dorotea empezaba a inquietarse por su hija y, al parecer, también por la amistad que la unía a Kori. Él la tranquilizó diciendo que era como una hermana pequeña para él y que por quien se sentía realmente atraído era por ella. La doctora sonrió ante esa declaración. Las circunstancias del momento parecían haberlo animado a dar aquel paso tanto tiempo esperado, primero porque estaban solos y segundo porque bebían Pisco peruano que la doctora se había traído de un viaje. De algún modo la conversación se hizo más personal y ella se mostró abierta a las intenciones de su vecino, le leyó algo de poesía y puso música, peros sobre todo siguieron bebiendo, alargando una reunión que estaba resultando muy gozosa. Sobre la piel de poro ancho de Dorotea se observaba un fuerte maquillaje, lo que se acentuó en al acortarse las distancias. Entre los dos había unos discos que ella puso en el suelo para sentarse con comodidad y el comprendió que no estaba tratando con una mujer que no estuviera familiarizada con los códigos de la cercanía, sin embargo, al mismo tiempo, estaba seguro que podría ponerle fin a aquel momento sin remordimientos de la forma más abrupta, si ella considerase que era necesario. De cuando en cuando, entre halagos y sonrisas, ella parecía tocar su mano accidentalmente, o rozaba con su brazo el brazo de su invitado. Pero Kori conservaba la calma y se mostraba inmutable, tal y como el solía ser. De vuelta a su apartamento, tuvo que darse una ducha de agua fría y se preguntó si no habría sido objeto de un juego perverso, porque la despedida de la doctora había sido rápida y dotada de una cierta indiferencia. Aquello cambió en poco tiempo. Con la misma capacidad camaleónica con la que gustaba de aparentar ser un veterano de guerras en países lejanos, le pareció necesario, sobre todo cuando se encontraba delante de Dorotea, sacar de si aquel hombre tierno que podía ser y que yacía enterrado entre los recuerdos de la infancia. Las reuniones se repitieron y sus declaraciones de amor fueron cada vez más convincentes, poniéndose dulce y romántico como no recordaba. Y era cierto que también podía ser así, podía ser todos los hombre que alguna vez había sido y rescatarlos en aquel momento, porque su interés era desmedido. Ella lo miraba ligeramente extrañada, dejó sondearlo con la desconfianza propia de toda mujer sometida a semejante presión, y casi por completo a pesar de conocer como acababan siempre todos sus romances se fue dejando llevar y permitiendo una proximidad que llevaba a todo tipo de sofocos. Era tan grande la influencia que comunicaba Kori a la hija de Dorotea, que la hacía sentir segura saber que él andaba por la noche arriba y abajo en las escaleras, en el aparcamiento o esperando en el portal, para descubrir cualquier movimiento ajeno al edificio. Hasta tal punto se había encariñado con él, que se sintió feliz al saber que visitaba a su madre con cierta frecuencia. Sin embargo, no fue capaz de dejarse convencer para que denunciara en la policía lo que le había sucedido en el portal días atrás. Cada día la encontraba más madura, mejor formada y con menos ganas de meterse en líos, o al menos él así lo veía. Por primera vez desde que dejara a su pareja y volviera con su madre, 5


la había notado preocupada por su aspecto, iba a la peluquería, se compraba ropa y había aparcado las zapatillas deportivas que solía llevar. Lo que Briana pensaba de su madre, a pesar de sus discusiones, era que se trataba de una mujer tierna y dispuesta a escuchar, el tipo de madre que le hacía falta a una chica como ella. No le había resultado difícil de soportar luchar contra una hija de infancia rebelde, aunque sus ojos se ensombrecía si Briana, en un alarde de crueldad, intentaba herirla recordando momentos difíciles para las dos. En general, los vecinos le tenían aprecio y valoraban su labor en la comunidad, a la que dotaba de un dinámico existir con su inquieto proceder. Tampoco llevaba bien que le preguntaran por su divorcio, o por el que había sido su marido hasta que su hija cumpliera cuatro años, después desapareció y ese abandono había sido difícil de superar. Y sobre ese punto le gustaría hablar con Kori, su nuevo amigo, pero era aún demasiado pronto.

2 Una mañana en que Dorotea se sentía incapaz de despertar del todo y salió a la calle andando como una sonámbula, después de pensar en lo que estaba haciendo con su vida y comprobar que una de sus medias tenía un roto impresentable. Vio a través de la puerta de cristal del portal, que la policía introducía a un hombre en uno de sus coches. Kori los observaba desde la acera y de la cafetería de enfrente algunos curiosos habían salido para saber de primera mano, qué había sucedido. Había algo en el modo de ser de Dorotea que le impedía mostrar abiertamente su curiosidad, así que se fue acercando lentamente, cuando el coche iniciaba su marcha y observando con simpleza, “parece que me he perdido el espectáculo”. A eso Kori respondió que se trataba del hombre que dormía en un colchón viejo en uno de los trasteros. No hubo la menor maldad en su respuesta, ni siquiera un tono de reproche, lo que tranquilizó a su nueva amiga, lo digo porque la opinión que en un principio se había formado de él no había sido la más generosa. Como madre se había ocupado del desarrollo y educación de Briana y creía que no lo había hecho tan mal, no eran esos sus reproches. Y no sólo eso, se había mostrado siempre alerta y dispuesta a enseñarle una forma de ver la vida que se basaba en el respeto, pero también en evitar que nadie coartara su libertad. Es posible que las personas no seamos tan egoístas como pensamos y todos, o casi todos, en momentos de nuestras vidas, hayamos tenido que frustrar nuestra propia vida en favor de los seres queridos que nos necesiten. Para conseguir imponer aquella educación, con un marido y padre ausente, había tenido que ser extremadamente autoritaria, y eso también le estaba pasando factura. Briana tenía quince años cuando una noche no llegó a la hora acordada al salir con sus amigas por la noche -en su caso, la diversión empezaba entonces a ser muy alocada y era difícil controlar aquella explosión de deseos liberados con forma de gritos, risas y carreras-. Su madre se había pasado la noche en vela esperando su vuelta y cuando apareció estaba tan cansada que lo que menos importaba era que le quedaba una hora para presentarse en el trabajo, aseada y llena de energía. En la calle los ruidos de la noche eran reveladores y cuando pasaban grupos de chico riendo y hablando a voces, se asomaba a la ventana esperando que entre ellos estuviera su hija. Por supuesto, la reacción de Briana al ver a su madre abrirle la puerta y comprobar que no había dormido, fue de pavor. Fue la única vez en su vida que la abofeteó, pero la mano se abrió tanto justo antes del golpe que sonó como si le hubiese dado con un látigo. La sangre acudió a aquella mejilla con tanta rapidez que cuando se la quiso tapar ya no había caso. Se fue corriendo a su habitación y lloró mientras su madre se duchaba y se vestía para su turno en el hospital. Dorotea salió sin decir una palabra, tiró de la puerta sin importarle el ruido y la dejó sola para que durmiera y pensara en 6


todo lo sucedido. Con la misma ingenuidad con la que se había acercado a su idea del miedo en la educación de su hija, asistía a la detención de aquel hombre cuyo único delito, al fin y al cabo, había sido poder dormir bajo cubierto durante un tiempo. “¡Qué injusto es todo. Qué injustos somos!”, se dijo incluyéndose en aquella sociedad que no aportaba una sola solución a la gente que realmente lo necesitaba. Le parecía todo tan sórdido como siempre había pensado que era la vida, y se apretaba las manos, estrujaba los dedos de una con otra, le sudaban y dolía por dentro. Y tanto fue así, que apenas tuvo fuerza para hablar con Kori cuando se dirigió a ella para decir que no se preocupara que lo dejarían libre en unas horas. Obviamente se notaba en su gesto y por la forma en que se encogía, que se sentía preocupada por aquel hombre que no parecía tener ni para comer. Volvió a salir de casa más tarde, aún embargada por la pesadumbre de ser incapaz de vivir resignándose a la a las injusticias cotidianas. Toda su vida había sido así y de nada había servido su rebeldía, así que al final, más tarde que pronto, accedía a considerar su derrota. Pasó por delante del mercadillo de muebles de segunda mano, allí Kori ayudaba a su amigo a mover un cabecero de una cama y lo llamó. Quería quedar con él para tomar algún aperitivo aquella noche en su apartamento y él acudió con una sonrisa abierta, como si hubiese descubierto que los dos se deseaban, o más bien como si hubiese notado que, al menos, le importaba y que si ella mostraba que lo necesitaba abiertamente no podía tratarse de un equivoco. Metersmith hizo una apreciación acerca de que las mujeres no podían vivir sin los hombres, lo que a ella la hubiese molestado hasta el punto de suspender su cita si lo hubiese escuchado, y Kori respondió con un escueto, “no seas cabrón”. Cuando decidió romper su matrimonio, Briana no había cumplido los cinco años de edad, pero no soportaba por más tiempo las infidelidades de su marido y tener que seguir conviviendo con él como si no pasara nada, al menos de puertas afuera. Al finalizar todo aquel cansado proceso se sintió orgullosa de sí misma, no podía permitirse demasiados gastos, pero podría sobrevivir si lo intentaba. Adquirió el hábito de volver la espalda a los hombres que, sabiendo que estaba sola, se le insinuaban porque pensaban que los necesitaban. Habían pasado los años y sabía que ella podía mandar en las situaciones y tener amigos no la comprometía en nada. En el caso de Kori deseaba llegar un “poco más allá” y cuando entró en el apartamento y se sentó en el sofá grande, ella no tardó en preparar unas bebidas y sentarse a su lado, apoyándose en su hombro. Todo resultó muy dulce, se podría decir que hasta amable, y se trataron con tanta cercanía que parecían conocerse de toda la vida. No hablaron de nada que pudiera entorpecer el momento porque visto desde la distancia del narrador, uno pensaría que se habían puesto de acuerdo de antemano para que todo saliera bien. Ella acababa de ducharse y no llevaba más que un albornoz, le dijo que prefería quedarse en casa y no salir aquella noche, que Briana no los molestaría porque había ido a visitar a unos amigos y que prefería que avanzaran en su relación. Lo cierto es que fue bastante clara en todo, como si la vida fuera un experimento acuciante y creyera que le quedaba poco tiempo. Se trataba de dos personas maduras, con el problema económico solventado, sin compromisos ni otros inconvenientes. Kori la miró, lo veía todo como si lo hubiesen planeado para que cayese en una especie de redada, pero se dejó caer en el juego sin una objeción y sin aceptar ninguna de las desconfianzas que la noche le proponía. Pasó el tiempo y lo que empezó a molestarle fue la resignación con la que Kori accedía a sus decisiones. Ni siquiera tenía una objeción, simplemente se dejaba llevar. Parecía tratarse de una estrategia o de un hombre sin voluntad, y cualquiera de las dos soluciones le parecía poco satisfactoria para todo lo que había esperado de él. Por otra parte, solía pasarle eso y cosas parecidas con los hombres, siempre terminaban por defraudarla. Pero los tiempos de llorar por sus errores habían pasado. Ya era una mujer formada y dispuesta a reconocer que aquellas cosas pasaban, pero había algo que no tenía superado y que podía hacerla llorar, y eso era que su hija se viera fracasando una y otra vez sin solución. No ella, porque ya había cometido todos los errores, pero sí Briana. La conmovía enormemente seguir sus pasos e intentar sacarle algunas de sus frustraciones para poder ayudarla, pero se había cerrado en un hermetismo difícil de entender. Tal vez las madres no estaban 7


para todas las confesiones, o tal vez hubiese perdido la confianza en ella. Aunque ya hacía rato que Kori se había ido a su apartamento y la oscuridad de la noche lo invadía todo, seguía clavada al sillón en el que se había revolcado con él sin ningún tipo de vergüenza ni desvergüenza. Tal vez no se movía por temor a que se perdiera el momento que acababa de vivir entre dudas y condiciones, y así estuvo divagando acerca de su vida, de sus amores y de su hija, hasta que los cojines estuvieron tan aplastados y calientes que todo le parecía reseco y sudado. Entonces se levantó con impaciencia y lo arrojó todo al suelo, después se desnudó y abrió la ducha, esperando que su rápida decisión hiciese desaparecer aquella sensación con la misma rapidez con la que se movía. Todo quedó en silencio, la noche pausada la tranquilizaba, o quizás era el efecto sedante del agua caliente sobre la espalda. Y cuando parecía que ya nada podía desvelarla se preguntó, qué estaba haciendo su hija con su vida. “Un día mirará atrás y sólo habrá un gran vacío, pasa con frecuencia. Tienes que formar una familia.” Le había dicho aquel mismo día. La abuela de Briana vivía en un pueblo y apenas sabía leer, pero el mundo se abría cuando recibía una visita de su nieta. De algún modo, ella había participado, más que nadie en la formación de su personalidad, en sus respetos y sus miedos. La había llenado de manías y conceptos anticuados sobre Dios y la religión, pero en ese plan había buscado hacerla fuerte ante cualquier adversidad y a rebelarse contra miedos enquistados en su feminidad. Cualquier cosa que quisiera hacer, podría hacerla, pero sólo si se respetaba a sí misma. La autoridad de la abuela tenía mucho que ver con la religión que se desmoronaba socialmente y aunque Briana la escuchaba, lo cierto era que no quería saber nada de religiones, santos sacrificados y vírgenes sufridoras. Nada podía sacarla de sus propias convicciones al respecto, pero cuando la abuela le daba solución a sus dudas, no podía por menos que alabar su punto de vista rápido y sagaz acerca de sus problemas, que casi siempre eran acerca de chicos. Ella acababa de llegar cuando la vio bajar de un taxi y le pedía al taxista que le dejara las maletas en el portal, Dorotea la doctora fea, estaba trabajando, así que Briana la ayudó con el equipaje y fue abriendo todas las puertas con su juego de llaves. La visita había sido por sorpresa y se preguntó que habría hecho la anciana si no hubiese vuelto a casa en aquel momento. Conociéndola, no sería difícil que se animara a hablar con una vecina y esperara en su casa mientras volvían, o que se sentara en el portal sobre una de las maletas, o que se fuera al bar de enfrente y se dedicara a llamar por teléfono a todos sus conocidos para contarles lo sucedido. Claro que, otra persona cualquiera en semejante situación, hubiese sentido la tentación de salir corriendo de vuelta al pueblo lamiéndose las heridas por su falta de recursos, pero no ella. Si Briana no hubiese aparecido casualmente en aquel momento, Gloria hubiese tardado más o menos, pero al final hubiese encontrado a su hija y a su nieta. Por alguna razón que sólo la señora Caterina Candem conocía, se había plantado en casa de su hija sin previo aviso, y una vez que estuvo allí, sin dar ningún tipo de explicaciones. Se consideraba a sí misma totalmente independiente y capaz de asesorar a su familia en los peores momentos. Como un presentimiento, se permitió dar todo tipo de consejos a Dorotea y a Briana, que aquella noche hicieron una cena interminable en la que la abuela hablaba, pero, sobre todo, las sonsacaba acerca de sus vidas y las novedades que pudiera haber en ellas. En aquel ambiente tan cargado de palabras que buscaban concretas intenciones, iban respirando con dificultad, como si su presencia necesitara de respiraciones lentas y difíciles para desarrollar sus argumentos. Al principio no le dijeron nada de la separación de Briana, pero lo supo a la mañana siguiente cuando comprobó que no había ido a dormir a su casa, y tampoco le dijeron nada de la amistad de Dorotea con Kori, pero lo supuso al abrir la puerta después de un insistente timbrazo, y verlo con ojos de ansioso preguntando por ella. La preocupada anciana se consideraba a sí misma la mejor protección contra las amenazas que se pudieran cernir sobre su familia y por eso tenía pensado pasar el tiempo necesario allí. Sin embargo todo se iba a torcer sin que pudiera evitarlo. Las otras mujeres de la casa no parecían muy conformes con los cambios recientemente operados, unos cambios tan inesperados como impuestos. Su falta de popularidad no se reducía al ámbito familiar, pues salía a la compra con frecuencia y 8


tampoco con los vecinos había conseguido mostrar su simpatía de algún modo. Por supuesto, nadie podía decir que la conociera lo suficiente para dudar de sus mejores intenciones y eso parecía jugar en su favor, pero no lo haría indefinidamente. Me atrevo a pensar en este momento, que la señora no era consciente del disturbio que podía llegar a provocar, ni nadie que un anciano en busca de los suyos pueda llegar a molestar de alguna manera. Y si hubiera molestas en la familia, como sucede en todas las familias, son molestias con un ritmo común. No quiere decir esto que la paciencia de todos ellos sea infinita. Muy al contrario, empezó a tener diferencias con su hija, con su nieta, con los vecinos, con los comerciantes del barrio y con todo aquel que se cruzara en su camino. No le parecía normal a Dorotea esa actitud que no recordaba en ella, era una situación absolutamente chocante y nueva a la que se tenían que enfrentar. Pero por más que intentara hablar con ella al respecto sin molestarla, no lo conseguía. Una mañana en la que empezaba a verse luz en las ventanas y parecía que todo el mundo se había ido a trabajar temprano, aquella mañana en la que ruido de un camión de reparto chocó en la calle y montó una escandalera, a aquella hora de incipiente despertar, como si hubiese estado esperando aquella señal para convencerse de que empezaba el día y poderlevantarse, la señora Candem se sentó en la cocina y se tomó un café. Entonces descubrió que no había descansado bien, que necesitaría más café, que se sentía impaciente y que resoplaba sin motivo aparente, casi como un ronquido de paloma enferma. Las primeras horas de aquella mañana tuvieron algo de una lucidez anunciadora y cuando sonó el timbre y, después de abrigarse con una bata, abrió y apareció Kori al otro lado preguntando por Dorotea. Fue tan desagradable con él que sólo le faltó insultarlo por su falta de tacto. “Estas no son horas señor mío. Deje usted en paz a mi hija, ella no quiere saber nada de usted”.

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