La ciudad enferma

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La Ciudad Enferma Ludvesky 24,5,2018

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La Ciudad Enferma Katerine Sahra Vanik, seamos sinceros, no era una chica atractiva. Ni siquiera era una de esas chicas, que no siendo guapas en absoluto, guardan algún tipo de poder instintivo, definitivo o atrayente entre su físico y los hombres. Tendríamos que darle muchas vueltas para intentar descubrir lo que, sin embargo, seducía de ella. Tampoco la voz y el carácter firme que otras mujeres tenían, podríamos decir que fuera especialmente excitante o sobresaliente. La nariz parecía una pico de cotorra y los dientes se amontonaban en busca del espacio que les era negado. Durante el invierno, se cubría con abrigos largos y su figura pasaba desapercibida, pero al llegar el verano no podía hacer nada para evitar que todos descubrieran que tenía las caderas de un muchacho delgado de quince años, y el trasero raspado no pedía más que una silla para poner posarse la mayor parte del tiempo sin que nadie lo viera. No sería honesto pasar estas cosas por alto al intentar hacer una historia sobre ella, pero algo había de sobresaliente en su presencia que necesitaba contarse con una historia como esta, tal vez su conformismo, que le gustara escuchar detrás de las puertas o que nunca se hubiese rebelado contra nada, o tal vez que ese conformismo alguien alguna vez lo hubiese podido confundir con dulzura. Hasta que se casó, no supo lo que era besar a un hombre, ni intentar doblar su ropa que aparecía tirada por toda la casa, ni abrir ventanas para sacarse de encima su olor a sudor obrero, ni encerrarse en el baño esperando que se durmiera para no tener que soportar sus manos exigentes. Tampoco se había percatado hasta entonces de lo rápido que podía bajar una botella de licor un fin de semana, con los amigos entrando y saliendo de casa sin reparar en ella, estimulados por los planes de otras mujeres y las resacas al raso de las mañanas de verano. Pero aún en su recuerdo, si Trunio Adriano Gansalves no se hubiera ido con su mochila a recorrer mundo, lo tendría limpio y planchado como una rosa, que es como ella solía decir que lo tenía, con el único merecimiento de ser paseada el domingo por la tarde, llevándolo limpio y afeitado, por la plaza del pueblo entre las otras familias, las que habían conseguido tener hijos ruidosos y lucir con trajes nuevos en ocasiones tan especiales. Eso le sucedió durante un tiempo de esperar por su propio embarazo, el que llegó tarde y precipitó la huida. No le dolió que se fuera, pero la forma en que lo hizo, con una nota mal caligrafiada le pareció una traición que nunca perdonaría, una falta de estética en las relaciones humanas, tan necesitadas de guardar las formas en respuesta a todo lo grotesco que la naturaleza, con total libertad, ya le había impuesto. Se tendió en la cama con su barriga pidiendo paso durante quince días, sin más ayuda que su hermana Eshter, que llegaba con comida y dispuesta a mudar la cama. No la miraba, no le mostraba la cara para que no descubriera que tenían los ojos destrozados y escocidos de llorar. En ese tiempo creyó que algún día él volvería, aunque sólo fuera para conocer a su hijo, pero no lo hizo. Pudo, por primera vez, con el sentir del dolor de sus lágrimas en la humedad de a almohada, predecir su futuro y el viento como un adorno, penetrar entre los restos del cristal roto. Pudo entonces, en esa primera vez, congeniar con el sufrimiento, estableciendo un diálogo que aún tardó un tiempo en comprender pero que la ayudaría mucho en el futuro. Pero apenas un mes después de la desaparición de su hombre, Sahra parió un niño de pelo negro y ojos castaños al que se abrazó como una medicina y eso la calmó. Al niño le puso de nombre Alvide. Como tendera y conocedora de los rasgos humanos más habituales, Eshter supo enseguida que Trunio nunca volvería y que lo que le había pasado por la cabeza no lo había llevado muy lejos, 2


pero lo suficiente para empezar una nueva vida como si nada hubiera tan importante en su pasado. Pero para Sahra y su hijo ya nada iba a ser tan importante que les impidiera seguir viviendo con el ánimo necesario y en ello puso la madre todo su empeño, el que con los años crecería también en Alvide. Desde ese momento comprendió que ya nunca podría volver a enamorarse, no por seguir enamorada del padre de su hijo, sino porque empezaba a sentir un rechazo fuera de control por todo lo masculino. Su hermana pudo constatar que el rencor y el desprecio se confundían y se sorprendió de que fuera capaz de dominarlo y aparentar que podía relacionarse con todos sin que descubrieran lo que en verdad sentía, pero eso empezó a formar parte de una característica más de su cerebro ya no tan inocente, y debemos suponer, de que sus palabras tuvieran un tono y un pitido de falsedad difícil de imitar por quien no haya, alguna vez, sentido de tal modo. Eshter no podía entender el desdeñoso acento que su hermana ponía en volver a trabajar. La tienda las iba manteniendo a las dos, pero no podría ayudarla siempre. Sabía que volvería a limpiar enfermos y viejos en la residencia de ancianos o a asistir en alguna casa importante, pero si le dijeran que otra persona había ocupado su puesto le daría igual. Era aquella forma de enfrentarse al mundo, el andar cansado y las frases sin convencimiento lo que la asustaba. No era buena idea enfrentarla consigo misma. Y no obstante, ella había sido siempre así, ¿a qué tanta alarma? La observaba mientras lavaba a su hijo, mientras lo vestía y cuando le daba de comer, y conservaba la misma impasible postura, cubierta de la luz brillante que entraba por la ventana precipitando la sombra bajo sos ojos y su nariz. Ceñía al niño por los brazos y lo movía indefenso bajo una lluvia de palangana, lo frotaba y lo acariciaba hasta hacer su piel tan brillante que parecía capaz de los más irisados brillos. Desde el punto de vista de una hermana, fue aquel momento y no otro, en el que Eshter comprendió el insondable abismo que un ser humano sometido al dolor y al desprecio desde niño, puede crear entre él y el resto del mundo. La imposibilidad de vivir una vida normal crea monstruos que se instalan para ver las dificultades, incongruencias, contradicciones y, sobre todo, fracasos, de la gente que se dice normal. El psicólogo tampoco tenía la garantía de restablecimiento de la confianza, ni siquiera sabía si después de cada entrevista, Sahra volvería. -En momentos tan traumáticos como los que estás viviendo conseguir la colaboración del enfermo es lo más difícil, y obtener su aceptación para que vuelva es un gran avance -afirmó Flasbender desde la autoridad que le concedían todos aquellos títulos enmarcados y colgados de la pared-. Lo de alcanzar el estado de franqueza que le permita hablar de sí misma y sus pensamientos con naturalidad, eso ya va a ser otra cosa. Mientras el psicólogo pronunciaba su discurso, Sahra lo miraba como si estuviese hablando de otra persona. En realidad hablaba de su experiencia con otros muchos pacientes, pero como ella también lo era, sintió que estaba hablando de su presencia sin esperar que ella descubriera que también estaba allí como algo más que una invitada. Por experiencias pasadas, su temor más grande con cada nuevo paciente, era que no volviera después del primer encuentro, por eso necesitaba dejar claro cual era el procedimiento y que no entrarían en su problema hasta que ella se sintiera segura y preparada para hablar de ello. Para entonces, Alvide había empezado a andar y el doctor creyó que hablar del niño y las satisfacciones que le reportaba sería un buen puente para entrar en su psique, pero sería en la próxima sesión. La mejor explicación de como llegaron a la consulta del doctor Flasbender, es la popularidad de que gozó entre las clases populares por haber atendido a algunos chicos que salían de prisión, que no tenían recursos y que recuperaron su equilibrio gracias a él al tratarlos en grupo y sin pedirles a cambio nada más que su colaboración en el experimento. Cuando se mostraba intransigente con algunos de sus peores vicios, los muchachos reaccionaban de forma violenta y esa era la peor parte, porque no había felicidad en liberarlos de su compromiso y explicarles que no servían para formar parte del grupo de apoyo ni del grupo principal, que sencillamente no podían seguir con ellos. Desde entonces, el resto vivían con el temor de también ser rechazados y eso facilitaba mucho las 3


cosas, aunque era una maniobra bastante sucia. Al contrario que algunos artículos en la prensa local, muchos de ellos sospechosamente patrocinados por él mismo -artículos en los que se descubría un interés solapado por la fama y la popularidad detrás de los epítetos que lo convertían, como mínimo, en un maestro en psicológía-, en las charlas de la tienda de Eshter destinaban una buena parte de los elogios a exacerbar el entusiasmo por su físico, por su afición al deporte y por haber estado casado con una estrella del pop que en su incipiente carrera había tenido un par de éxitos, pero que llevaba años de fracaso en fracaso y frustrada por ser incapaz de pasar de ser de ese tipo de personas que el doctor calificaba de: los eternos de actitud desafiante -gente que lo intenta una y otra vez inconsciente de su limitaciones-. Fuese donde fuese, la gente no dejaba de reparar en aquella cara cubista adornada con dos grandes orejas de soplillo. Los clientes de la tienda no dejaban de importunarla con sarcásticos comentarios que podrían parecer no destinados a herirla, pero esa era su única finalidad. Ella intentaba no hacer caso y trataba a aquellas mujeres con toda cortesía, como si no fuese capaz de entender sus motivos y el alcance de sus comentarios. Las muchachas más jóvenes a las que sus madres mandaban a hacer recados para que pudieran ver la suerte que habían tenido al nacer tan bellas y delicadas, se la quedaban mirando sin poder articular palabra hasta que eran insistentemente cuestionadas. “¿Va a ser algo o vamos a estar así todo el día?”, les interpelaba intentando no perder la paciencia. Las más valientes conseguían hacerse entender y le pagaban con los ojos muy abiertos y el susto en la cara, mientras que en algún caso salían corriendo de vuelta a casa sin coger su encargo y sin decir palabra. Y ella, las dejaba irse sin inmutarse, “ a ver, la siguiente”, señalaba con resignación. Al contrario de lo que pudiera parecer, aquella relación con el mundo, no había endurecido del todo Sahra y, en ocasiones en las que se le permitía entrar en alguna crítica a terceros, a las que las señoras eran tan aficionadas, ella se despachaba a gusto contando cosas que nadie sabía. Daba miedo pensar que a aquellas mismas mujeres a las que contaba, eran su diana cuando no estaban delante, pero era tan estimulante saber que a cada una de ellas se le podía “quitar la piel” con tanta facilidad, que la única condición era que no estuvieran delante cuando el resto de lobas empezaban a airear sus vidas y que sus comentarios eran tan apreciados, que por un momento llegó a desear tener una tienda tan concurrida y socialmente estimada, como la de su hermana. Cuando en su vejez recordara aquella tienda en combate veraniego con las hormigas, no podría dejar de compararla con el almacén detrás del establo, en el pueblo donde crecieran y guardaban las dos vacas de su madre y al lado del corral de gallinas. Tenía el mismo olor a patata vieja y el mismo amparo contra el desasosiego de los peores trabajos. En aquel lugar había aprendido a comprimir el pecho con tiras de sábana de una cuarta y esconder el resto, porque en aquel lugar secaban la ropa en invierno y era fácil hacer creer a todos que alguien había entrado y se las había llevado. En aquellos primeros años porque deseaba ser confundida con un chico, y ya después de nacer su hijo y dejar de amamantarlo, porque se le habían caído y transparentaban como las membranas que los patos tenían en sus patas, o, a veces, como medusas intentando huir de la proximidad de la playa. En la parte de atrás de la tienda volvía a enfundarse en las tiras alargadas de una sábana intentando ceñirla de modo que no se aflojara durante el tiempo que tenía que permanecer al pie del mostrador, y en verdad que lo conseguía porque su habilidad para fijar el paño sobre su piel y bajo su remera del mundial de fútbol, había llegado a unos límites difíciles de imaginar para otras mujeres. Y a pesar de eso, nadie debe creer que se sentía incómoda o maltratada por tantos inconvenientes que le ponía la vida, más dolía el sarcasmo y el cinismo, las miradas insistentes, los silencios prolongados y el abandono. Pero si había algo que animaba a Eshter a creer que su hermana estaba saliendo de su depresión, no era tanto como se había integrado en los trabajos de la tienda y las conversaciones abiertas con las clientas en las que parecía tan cómoda, sino que parecía haber sustituido su capacidad para enamorarse de hombres que no la querían por la dedicación al cuidado de su hijo. Sin duda no podríamos decir que se trató de una opción inteligente a la que llegó por propia experiencia, porque 4


se trataba de su primer hijo y nunca el amor la había maltratado tanto, pero tal vez el instinto tuvo algo que ver en ello. -Cuando pasaba las tardes haciendo el amor con la ventana abierta creía que el mundo se acabaría al día siguiente, sólo por llevarme la contraria. Cuando Trunio me tocaba creía que una tormenta iba a estallar en mi interior, era una sensación tan fuerte que no es extraño que me cogiera por sorpresa que se fuera así, sin motivos ni justificaciones -le dijo Sahra una vez que se la quedó mirando mientras vestía a Alvide-. Pero ahora que ya ha pasado el tiempo necesario ya no lo echo de menos, puedes estar segura. Es una sensación extraña la que me contradice cuando creo que sería capaz de volver a hacerme daño y eso está en lucha con aquellos recuerdos. -Me agrada que me digas eso. Has pasado demasiado tiempo rumiando todo tu pasado sin compartirlo y somos hermanas -contestó Eshter que se había preocupado por ella y por su hijo cada día desde su enfermedad. Para Flasbender no se trataba de un caso más, iba tomando nota de todos los giros y las viejas historias de la infancia desgraciada de Sahra como si la hubiese convertido en un prototipo, un objeto de estudio del que finalmente poder hacer una tesis que exhibir en reuniones de especialista y universidades. En casos como este, se decía el doctor, se realizan estudios sobresalientes. Sería suficiente hacer salir a la enferme ante un auditorio lleno de eminentes mentes del mundo de la psiquiatría, la psicología y los neurólogos más sobresalientes del momento, para hacerles comprender que no existe normalidad en desafiar al mundo cuando se nace sin una oportunidad. Iba consiguiendo con mucha paciencia que ella volviera a la consulta para relatar lo que pensaba del mundo y la falta de fe que tenía en las personas que lo habitaban. Nunca ponía una fecha para su próxima cita, y si alguna vez lo había hecho no la había tenido en cuenta. Era su hermana cuando veía que retrocedía y volvía a la depresión, o ella misma, alguna vez que había sentido necesidad de hablar con alguien de sus cosas, que volvía para una de aquellas sesiones de una hora que se iba entre saludos y el habitual, “póngase cómoda”. Como persona, el doctor Flasbender no era especialmente atento, pero como doctor seguía unos pasos de cortesía tan estudiados que podía parecer que su interés por sus pacientes iba más allá de lo necesario. En su caso, Sahra se empeñaba en hablar de Trunio como si con ellos consumara una venganza y tanto le agradaba ver que el doctor tomaba notas sobre sus quejas, que cuando miraba que su mano se ponía en movimiento se despachaba sin remordimiento alguno sobre los temas más íntimos y delicados. Al mismo tiempo comprendía que los peores vicios de su marido la convertían a ella en consentidora y que semejante situación podía no ayudarla como esperaba, sino todo lo contrario al hacerla asumir su deseo de causarle el mayor daño posible. Pasaron los meses y un día, sin que mediara motivo alguno, Sahra necesitó concretar con el doctor algo que hasta entonces se había guardado para sí, y eso era la afición de Trunio de jugarse el sueldo del mes a las cartas. Trunio no era buen jugador, casi siempre perdía, a veces cantidades pequeñas, pero cuando perdía cantidades grandes, Sahra tenía que pedir dinero a Eshter para poder pagar la casa y que no los pusieran con sus cuatro maletas en medio de la calle. Intentó exponer de forma real y sin exageraciones el drama que supone vivir con una persona incapaz de dominar sus vicios. “Sé lo que es eso”, replicó el doctor como si hubiese tratado con ese tipo de enfermos con frecuencia. No era un tema fácil para ella y en sus silencios el doctor Flasbender aprovechaba para introducir preguntas al respecto que la hacían sonrojarse y cerrar los puños con fuerza; tal era las emociones que afloraban con el tema de la dependencia de los jugadores que con una de aquellas preguntas que el doctor le hizo, sus ojos se le llenaron de lágrimas y no fue capaz de contestar. No quería hablar de los días que había pasado sin comer por haberse jugado el dinero que ella ganaba y que él siempre encontraba, a pesar de esconderlo esmeradamente en lugares de la casa que ni un ladrón profesional hubiese descubierto. Trunio siempre lo encontraba, siempre... se lo jugaba y lo perdía y se limitaba a decir, “lo siento”, y el silencio posterior era un filo helado que duraba muchos días. 5


En la tienda de Eshter había un gato que le hacía compañía con la puerta cerrada mientras lo ordenaba todo. Rodaba como una bola en busca de un rayo de sol que se esparcía por el suelo de madera. Se acercaba traicionero y la sorprendía, furtivo y errante para rozarse contra sus piernas como un amante. De pronto avanzaba casi sin alejarse hasta que se enroscaba en su cola, la estremecía con su tacto de caricia velluda y se volvía a acostar en el desvarío de aquel adormecimiento ocioso. Todo ayudaba a vivir, las tablas secas del suelo, la temperatura exacta, el polvo en suspensión y los cristales pegados herméticamente de clavos, masilla y cinta americana. En breve llegaban clientas que se alejaban del animal porque no le gustaba su pelo y hacían ruido hasta la grima con los pies, arrastrando las suelas de ratón hasta las patatas en sus embalajes. Zapatos con cintas doradas y cristales que parecen diamantes, pero hasta para cristales parecen falsos. El gato mira aquellos pies de tal modo que desprecia un roce porque los broches enganchan y ya bastante pelo pierde en las grietas del patio. Hay un desorden de cadáveres en el patio de atrás, porque las hierbas esconden sus cacerías mutiladas y la sangre de sus pequeñas víctimas, desde moscas y gorriones, hasta escarabajos y ratones de campo. En la alarma de su ausencia y su silencio, podía tratarse una inquieta cacería, pero Sahra seguía con su cháchara descuidada hasta las últimas consecuencias. Ya no molestaba la crítica y la voz resentida, las otras mujeres se unían a la fiesta aunque perjudicaran a sus mejores amigas, a familiares o artistas populares. Cualquiera podía ser víctima y verdugo, nadie estaba a salvo. En una ciudad pequeña, haber heredado una tienda en propiedad como lo había hecho Eshter, y sacarla adelante con habilidad durante años, demostraba cualidades innegablemente burguesas... no en el sentido señorial y ambicioso de la palabra, pero sí en el que marcaba una preparación para el desarrollo del que las clases populares carecían. Por su parte, como compensación, a Sahra, al morir su madre le fue entregado un cofre con joyas que fue desapareciendo con la misma rapidez con la que lo pudo ir vendiendo. Unos años fueron suficientes, pagar su boda y hacer frente a las deudas de su entonces marido, fue suficiente. Pero a pesar de su fealdad, también Sahra tenía eso del estilo pulcro y educado que su madre atesoró en ellas al mandarlas a buenos colegios. De modo diferente, Eshter había puesto toda su energía en guardar y hacer sobrevivir la fuente de ingresos familiar y en eso estaba, cuando Sahra le anunció que se sentía tan gusto que estaba empezando a rechazar la idea de volver a trabajar en lo que siempre había hecho, que era cuidar ancianos. Si a su hermana le parecía bien (así se lo pidió), deseaba continuar despachando, porque según aseguró, hablar con las clientas le servía de terapia. Ella nunca antes había tenido conciencia de ese rasgo característico de su negocio, y en particular, el de sanar depresiones, tampoco podía dividir las ganancias en dos, pero podía ayudar a su Hermana a salir adelante con su hijo por el tiempo que hiciera falta, en eso no podía haber dudas; además, para una solterona como Sahra era, tener cerca a la familia era lo mejor que le podía pasar. No sólo se trataba de una creencia impuesta o una superstición, tal grado de convencimiento tenía de que el trabajo en la tienda la ayudaba con su psique, que se lo dijo al doctor y estuvieron un tiempo hablando de ello para que él pudiera tomar notas. Sin duda, había algo del desarrollo del ego en todo ello, y esa necesidad que la gente siente de que le digan que hace las cosas bien, y del mismo modo, el rechazo a aquellas personas que intentan hundirlas diciéndoles que en realidad sus progresos son banales, sus aficiones vulgares y sus capacidades pequeñas, eso era lo menos que podía hacer, y también era más de lo que una cabeza débil y golpeada por las contrariedades, podía resistir. Hablar con aquella gente mientras les envolvía sus compras la hacía sentirse importante y el doctor así lo entendió. Formaba parte del tan ansiado equilibrio, pero sólo se consolidaría si se prolongaba en el tiempo hasta hacerla saber que había un espacio en el mundo en el que podía desarrollar sus capacidades aunque la tienda un día se cerrara. Algún tiempo después de que el doctor le dijera que ya casi había superado su depresión y mucho tiempo después de que ella pensara que y se encontraba totalmente restablecida, sintió que podía respirar, al fin con absoluta libertad. La bola en la boca del estómago que condicionaba el movimiento de sus pulmones casi había desaparecido y salió al patio trasero, se sentó en una silla de madera que usualmente usaba el gato y dejó que las lágrimas cayeran por sus mejillas mientras 6


inspiraba y expiraba profundamente. Fue la sensación del aire fresco de la mañana entrando y saliendo de sus pulmones lo que le hizo pensar que si siguiera odiando como lo había hecho después de su separación, seguiría siendo incapaz de soltar una lágrima. Durante un tiempo creyó que nunca superaría todo lo malo que sentía por el mundo, el deseo de que a un presidente se le fuera la cabeza le diera al botón nuclear y lo mandara todo a freír puñetas. No había esperado superar eso. Todo lo que había podido ver de como funcionaba el mundo desde su depresión era terriblemente mezquino, mediocre y falto de compasión. Y fue, como si en contrapartida todo lo bueno se esfumara y el contrapeso no fuera suficiente para seguir pensando que eso exactamente era lo que el mundo merecía, un buen pepinazo nuclear y a otra cosa. De forma muy medida y siguiendo las indicaciones de Flasbender fue dejando de tomar pastillas, tan gradualmente y espaciando tanto la reducción de su consumo diario, que apenas se iba dando cuenta de que mejoraba día a día. Con respecto a Alvide, cuando el niño cumplió los seis años le compró una bicicleta de hombre y apenas le llegaba a los pedales. Lo que más trastornaba del silencio y la mirada de aquel niño, además de parecerse tanto a su padre, era que parecía tener las cosas claras antes de que un adulto pudiera decirle como eran o como funcionaban. Su madre se sentía también afectada por eso, por tener un hijo tan lejos de lo corriente, sin llegar por supuesto, a compararlo con el choque emocional que supusiera el abandono de su pareja. Alvide apenas hablaba, pero cuando lo hacía, todo lo que decía tenía un brillante trasfondo práctico que lo hacía parecer más adulto que muchos de los chicos de los cursos más adelantados. Aquella afición por la bicicleta que comenzó con ligeros paseos alrededor de la tiendo, pasó de ser juego a afición el día que dejó de pedalear de pie y sus piernas fueron lo suficientemente largas para llegar a los pedales sentado en el sillín de cuero repujado. Desde aquel momento supo que su nueva ilusión era tener una moto y no paró hasta que años más tarde pudo comprársela, las chicas se lo disputaban y el, a pesar de tener el rostro deformado de su madre, se aprovechaba de todas ellas dándose la importancia de una estrella de cine. Su madre lo vio crecer incapaz de reconocer en él un sólo rasgo de nobleza y muy decepcionada por cuánto se parecía al padre, pero eso sería otra historia y nos estamos adelantando a unos acontecimientos que, al fin, no tendrían mucho ver con la historia que deseamos relatar. Años más tarde, mientras Alvide subía a su habitación con su nueva novia, recordaría con nitidez las sombras de media mañana mientras fumaba un pitillo apoyada en el marco de la puerta. Desde allí mirando al gato gordo sobre la silla de madera, durmiendo a media tarde una siesta de humano. Los manzanos se movían arrullados por una leve brisa y un hombre que hacía sonar la puerta porque ya eran las cuatro y era la hora de abrir. El hombre llevaba varios días rondando la tienda sin dejarse ver y parecía el momento escogido porque Eshter no llegaría hasta más tarde. Portador de viejas intrigas Trunio entró a esa hora en que nadie entra y se miraron como si hubiese pasado un muerto entre ellos. No tenía buena aspecto pero seguía abriendo los ojos como almendras y la hizo estremecer. Cogió una de sus manos sin avisar y le prometió no haber dejado de amarla, no haberla olvidado ni una sola de su noches y no haber deseado que las cosas pasaran como pasaron. Una bandada de estorninos pasó volando sin respeto por el gato y su reinado, zumbaron como un desasosiego que lucha por no entregarse. Ella retiraba la mano y arrugaba la punta del delantal, lo retorcía con ansia obsesiva y se daba la vuelta. Trunio seguía hablando como si la nuca y la espalda pudieran expresar cada reacción a su exigencias. Tal vez solo era un suicida que no podía pagar sus deudas pero eso ya era cosa suya y le dijo que se fuera. Había sido casi imposible imaginar que un día el hombre volviera y eso no sucedía por amor, ni por ella ni por su hijo; era bastante improbable que amara a nadie jamás, o eso al menos pensaba Sahra. Sabía, de algún modo, tal vez como un presentimiento, que ella se desvanecería al contacto con su piel. Se acercó tanto que podía sentir su aliento y finalmente, entre mentiras y dulces palabras, la acarició y la besó. Se derrumbaron todos los muros y cerró la puerta de la tienda para hacerle el amor allí mismo, sobre el mostrador, delante del gato atónito y deshaciéndose bajó los rayos de sol inclinados que caían desde el tragaluz. 7


-El tiempo que pasate a mi lado fue muy feliz para mi, pero para ti no lo era. No lo supe ver .le soltó ella sin previo aviso mientras lo veía recoger -. Cuando desapareciste creí que no podría seguir adelante, pero siempre se puede. -Eso me hace sentir muy humilde, no creí que nadie pudiera echarme de menos -replicó Trunio en un más que evidente engaño; apreciable para cualquiera menos para una mujer aún enamorada. Con respecto a ese amor descontrolado que sentía Sahra, lo que no podía adivinar era que él sólo volviera por dinero y dispuesto a marcharse inmediatamente: lo que ella deseaba era tenerlo para siempre. Lo hubiese atado al mostrador y hubiese servido a las clientas haciendo como que no se percataba de su presencia y de que poner los productos sobre su pecho y su vientre lo rociaba de grasas, harinas y mermeladas. Sus labios se fueron volviendo duros y apretados mientras lo escuchaba inventar todo tipo de excusas. El doctor Flasbender le había dicho un par de días antes, que estaba curada y que sólo necesitaba mantener el equilibrio de su vida en la normalidad alcanzada hasta aquel momento. Pero nadie había previsto lo imprevisible y mientras sus ojos llenos de lágrimas y odio dejaban caer sobre ella un cansancio de siglos, terminaba de estirar el vestido y se metía la blusa en la cintura por dentro de la falda. No había albergado la idea de retenerlo, al menos, no voluntariamente. Nunca se lo pediría, “los milagros existen pero no tan a menudo como la gente cree”, solía decir. Y cuando recobró su fuerza y se mantuvo erguida, cogió un cuchillo y se le clavó repetidamente en el cuello y la espalda. Después lo arrastró al patio de atrás y allí lo dejó tapado con un hule, esperando la noche para enterrarlo debajo de un higuera. Le pareció que nunca iba a superar a Trunio, no habría otros hombres en su vida, ni otras vidas que echaran tierra sobre el pasado. Como si el odio y el afecto que sentía por él pudiesen convivir en el recuerdo. En esa ocasión, cuando terminó de hacer un gran agujero en el patio, enterró el cadáver y el gato se fue con él, porque estaba harta verlo rondar por espiarla por las esquinas más sombrías de la casa. Además si Eshter preguntaba por aquella tierra removida, podría decirle que allí estaba, que se muriera el gato. Terminó tan tarde que casi se le hizo de día con la pala llena de piedras, mal iluminada por la luna y una lámpara de queroseno. A veces, Alvide dormía en la tienda con alguna de sus novias pero esa noche fue a dormir a casa y no se extrañó de no encontrarla porque no podía saber si se había encerrado en su habitación, enfada siempre con él, para no verlo, eludiendo la conversación. En el mundo de la madera vieja se escuchan los suspiros de las termitas afilando los dientes debajo del suelo, pero esa noche no salieron ni los grillos. Cuando al fin, terminó de tapar el hoyo puso la silla de madera encima y se sentó un rato a descansar ante el aviso de los primeros rayos del amanecer. En ese momento fue consciente de su triunfo, de tenerlo retenido para siempre y su venganza consumada. En esa ocasión, estremecida del vino y adornada de barro hasta el pelo del flequillo, se lavó y se cambió de ropa y de zapatos son tiempo para reconocerse en el espejo. Se mantuvo en pie a pesar de sus ojeras y esperó a sentir el aliento de su hermana mientras intentaba abrir la puerta atrancada desde dentro. Se inclinó sobre ella y se apoyó en su hombro, le dijo que se encontraba mal y que necesitaba un café. Eshter nunca lo supo. Creyó no percibir la desconfianza detrás de los ojos descansados de hermana dormilona y le dijo que se iría a casa aquel día porque no se encontraba con fuerzas para atender el mostrador. Si era poco probable que el doctor Flasbender pudiera sentir algún tipo de atracción por Sahra, eso fue una buena excusa para pedirle que lo acompañara en sus viajes a congresos y conferencias; “es sólo trabajo” añadía mientras la proponía como objeto de estudio. Ella comprendió enseguida el lugar que debía ocupar en sus libros y sus presentaciones. La sentaba a su lado y le hacía preguntas para interpretar algunos de los aspectos del odio psicológico por la expareja. Sabía por trabajos anteriores que vender un libro de psicología como lo había hecho con aquel no era fruto de la casualidad. Posiblmente había tocado un tema de actualidad, o lo que era aparecido, un tema que se repetía sin cesar en aquellos tiempos y sobre los que la gente necesitaba saber más. No podía decir que no hubiese tenido suerte al encontrar a Sahra, se trataba de un diamante en bruto, y su único mérito había sido interpretar sus rencores. Había progresado tanto y su equilibrio 8


era tan aparente que afirmaba con convicción en cada discurso, “y aquí la tienen, completamente restablecida. Ni rastro de frustración ni aversión por los hombres”. Nunca lo diría, pero la verdadera causa de la felicidad de Flasbender no provenía del éxito de su trabajo, sino de poder tenerla cerca para exponerlo con tanto realismo. La camioneta del reparto llegó tarde la mañana en que Sahra volvió de su viaje al congreso de Psicología. El doctor Flasbender le había regalado un traje y unos zapatos y no se lo iba a quitar en todo el día. En los barrios pequeños del cinturón sin farolas es lo que pasa, un día vas a la peluquería y se comenta durante meses. Pero como a Sahra le gustaba contar, las señoras se arremolinaban a su alrededor mientras relataba su salida a escena y como vestían los hombres a su alrededor. El repartidor dejó un saco de patatas que portaba al hombro, allí mismo, a un lado de la puerta y volvió para terminar de completar el pedido. Es un chaval joven y fuerte, aunque le dobla la edad a Alvide. Cuando falsamente toca el timbre con la puerta abierta es porque quiere que lo atiendan. El gato solía levantarse en busca nuevos realismos pero a él no le gustaba que se le enredara en los pies. Cuando la mañana avanza maldiciendo el calor del mediodía, el empleado llama a gritos sin esperar que surja entre las mujeres con el traje estrenado el domingo anterior, tan pegado a sus nalgas que parece que vayan a estallar. Ella exhibe su dentadura amarilla y alborotada y á él le entra pánico, porque la desea y porque la rehuye. Se sumergen en la cuenta, ella revisa el pedido, revisa los números y la cuenta, y finalmente pone un billete en su mano y consigue turbarlo. Abre las piernas y una brisa mueve el vestido más arriba de la rodilla. Él se aleja y la vecinas comentan, “buen alazán. Y trabajador, de los que ya no quedan”.

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