El tallo capricho

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El Tallo Capricho

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1 El Tallo Capricho El logro más importante de Rossi Petri en la vida, aparte de su hija, fue jubilarse sin hacer ruido y marcharse a su casa a vivir los últimos años en relativa quietud. O al menos eso había creído hasta que sus ahorros empezaron a menguar por algunos gastos inesperados. Ni siquiera pudo renunciar a sus compromisos con el club de militares retirados o a sus paseos en el liceo. En parte, la mala relación que tenía con los chicos del equipo de fútbol se debía a que no era capaz de disimular, y en parte, que el desprecio que sentía por ellos venía desde que recordaba de lo poco que disimulaban cuando se trataba de hacerlo perder los estribos, de esconderle cosas o bloquear la salida de su auto. La relación era en sí, una pescadilla que se mordía la cola, él le demostraba su desprecio con pequeños insultos y eso a ellos parecía cargarlos de la inquina necesaria para seguir con sus juegos a su costa. Llevó a Leonora a uno de los partidos de fútbol para poder decirle, pensando a la vez en otra cosa, que creía que le faltaba muy poco para terminar de arruinarse y tener que vender su piso. Cuando el equipo contrario marcó su gol, Rossi no dejaba de sonreír mientras ella se llevaba las manos a la cabeza por la terrible noticia. Ninguno de los chicos del equipo de fútbol se sentiría intimidado porque estuviera en las gradas. Tal y como él pensaba, tenían muy superado su enfrentamiento como para creer que hubiera podido acudir a una de esas hechiceras capaces de echarles una maldición que durara hasta el final de la temporada. Por supuesto que conocían sus rarezas, pero no pensaron en ello hasta aquel primer gol y fue como si se hundiesen. Psicológicamente vencidos por creer que luchaban contra una fuerza sobrenatural, apenas se esforzaban y antes de que pudieran ponerle solución, encajaron el segundo gol. Resulta raro pensar que, con la soltura con la que parecían llevar a cabo sus enfrentamientos y trastadas, pudieran llegar a sentirse, en el terreno de juego, tan cohibidos. Cuando invitó a su hija a sentarse con él para ver el partido del instituto, no lo hizo tanto con la intención de molestar a los chicos, como de estar distraído en el momento que le comunicara noticias de determinada gravedad. La sola idea de que hubiesen perdido el partido por su presencia le parecía intolerable, un alarde de imaginación desbordante. A decir verdad, era una idea tan arriesgada que le hacía disfrutar, tal vez eso o el simple hecho de que estuvieran encajando la perdida de forma tan humillante. Aquello le hizo sentir ligeramente recuperado de sus últimas preocupaciones además de que disponía del resto del día para imaginar todas las combinaciones que, aquel hecho puramente accidental, le abría en sus mediocres venganzas. En cuanto a Leonora, no podía dejar de pensar que a su padre le tenía que estar pasando algo extraño en la cabeza, que necesitaba visitar a un médico para un diagnóstico rápido, porque nunca había sido así, tan irresponsable y evadiéndose de lo que realmente importaba hasta el punto de que 2


permitiera que afectara a los cimientos de su vida. Tendría que recapacitar acerca de lo que estaba sucediendo, y, en cierto modo, ponerlo en observación. Le llevaría un tiempo decidir si se trataba de un cambio hacía una vida más extravagante, o si se estaba “perdiendo pie” debido a la falta de riego u otros problemas de su edad. Y, si como creía, se trataba de que ya no podía valerse por sí mismo sin crearse problemas, entonces tendría que empezar a pensar en lo que más le convenía. En circunstancias normales, a la mañana siguiente, Leonora se habría levantado para llevar a su hija al colegio y poder llegar al médico para su revisión antes de llegar a la oficina. Pero aquel día nada iba a suceder como esperaba, se quedó dormida y creyó que el despertador no había sonado. Ilka de cuatro años la despertó subiéndose sobre ella como si se tratara de un pony. Sólo la visión del despertador caído sobre unas revistas, le hizo pensar que había sonado y lo había arrojado al suelo de un manotazo. Intentó recordar algo de la noche anterior, se levantó y le preparó los cereales a Ilka y se daba una ducha, pero en aquella ocasión su memoria parecía haberse cerrado por completo. Se había acostado muy tarde y había bebido algo, tal vez había llorado, pero eso era todo, no fue hasta después de vestirse cuando volvió a pensar que tenía un padre aventurero e irresponsable. Ilka la llamaba desde la cocina, hacía rato que había terminado los cereales y quería que le mondara su mandarina. Cuando terminó de calzarse, la niña seguía gritando incansable. Observó que el viejo truco de de decir “ahora voy” ya no funcionaba para que callara al menos por un minuto, intentó contentarla asomando la cabeza por la puerta de la cocina para hacerle la broma de los ruidos de trompeta con las labios presionados. Como solía suceder, la niña se hecho a reír y calló un momento. Sin dejar de hablar se alejó hacia la habitación para terminar de arreglarse, trató de darle a sus bromas un tono cirquense, imitando a uno de los payasos que habían visto en una de sus visitas, pero Ilka canturreaba pintando la mesa con mermelada sin prestarle demasiada atención. Y mientras terminaba de recoger el pelo y volvía para empezar a lavar y vestir a su hija, excepto porque iba a llegar tarde a todo aquel día, parecía que una cosa iba detrás de otra como de costumbre. Ilka empezó a hablar en ese idioma extraño que sólo ella entendía, trató de descifrar alguna de sus enrevesadas palabras -que no eran palabras en absoluto- pero era poco probable que quisiera decir algo coherente. Aquella niña tenía la cualidad de mantener en ella la tensión necesaria para atender los pormenores de su vida sin dejar de observar cada uno de sus movimientos, lo que debe ser una constante en las ocupaciones de todas las madres, pero que en casos específicos, como en el del día ajetreado que se le presentaba no iba a resultar tan conveniente. Iba a llegar tarde a la guardería y a la oficina, y aquella mañana tendría también que hacerse unas pruebas médicas, así que decidió pasar por casa de su padre y perdirle que la tuviera hasta mediodía. Rossi estaba enfadado cuando Leonora llegó para dejarle a Ilka. Había tenido una reacción de furia aquella mañana al descubrir el buzón del correo lleno de heces fecales. “Esta vez se han pasado”, había dicho, y a continuación había golpeado el buzón con el puño cerrado, pero cuando llegaron las chicas ya estaba más calmado y se había vendado la mano. No sólo no le desagradaba que su hija hubiera pensado en él antes que en nadie, sino que sintió una ligera emoción al abrir la puerta y recoger a Ilka del regazo de Leonora al suyo propio, justo antes de que saliera escalera abajo gritándole que la recogería a mediodía: había pasado de un momento de desatada violencia a otro en el que un sentimiento de responsabilidad inmenso reducía a cenizas el rencor infinito que acababa de sentir delante del buzón del portal. La euforia violenta de primera hora, había sido seguida de un ataque de paroxismo cuando entró en casa y tiró las sillas y los cuadros por el suelo; por fortuna, para cuando Leonora llegó ya le había dado tiempo a recogerlo todo e intentaba recuperarse de la fatiga del momento anterior. Su hija le había preguntado si estaba disponible, pues claro que estaba disponible, nadie podría decir que nunca le había dicho no a alguno de sus recados o encomiendas. Para ayudarla siempre estaba allí, y siempre lo había estado, toda la vida. No se trataba de que al haber quedado viudo -Pamela había muerto dos años antes-, se hubiese convertido en un perfecto inútil si bien debía reconocer que hasta su muerte, era con ella con la que todo el mundo contaba primero. Cuando ella vivía nadie lo llamaba a él, aunque eso no quisiera decir que no tuviera conocimiento en todo momento de todo lo que pasaba a través de aquel teléfono. A veces 3


las largas conversaciones de su mujer se habían producido en el salón, y la mayoría de las veces, estaba delante, haciendo que leía el periódico o viendo un partido de fútbol por la tele. Cuando terminaba de hablar solía preguntar, ¿quién era?, y ella solía responder, era Leonora que se va con un amigo de viaje (o exámenes, o una entrevista de trabajo, o visitar a una vieja amiga) y quiere que le quedemos con la niña unos días. El asunto era que desde que muriera la madre, ella parecía haber recibido sobre sus espaldas toda la responsabilidad de la familia, y le pedía a Rossi que se quedara con la niña, pero eso era la parte menor de todo lo que había que solucionar y tener en cuenta en la rutina de cada día. Rossi empezaba a notar que su hija lo miraba con extrañeza y dudaba de él y de su capacidad para llevar una vida normal sin depender de nadie. Se tomo esas miradas de desconfianza como un desafío y se dispuso a demostrarle a ella y al mundo que aún estaba preparado para mandar a cualquiera que pretendiera decirle lo que tenía que hacer, a hacer gárgaras. Empezaba a sentirse viejo, pero sobre todo por ese acoso constante al que todos lo sometían por sus pequeños errores y olvidos. Él siempre había sido un hombre agradable y condescendiente con los errores ajenos, por eso le molestaba tanto que hora, la gente de su entorno estuviera alerta para poder recriminarle cualquier detalle. Era como si se estuvieran aprovechando de su falta de reflejos para aprovecharse de ello y darse el gusto de llamarle la atención sobre sus fallos. Él mismo, se recriminaba y se enfada si perdía el equilibrio, o no era capaz de reaccionar a tiempo, pero eso era diferente, él no disfrutaba con todo aquello. Confiaba en que la gente fuera un poco menos mezquina, pero aprovechaban cada oportunidad para mirarlo con una piadosa crueldad que sólo buscaba hundirlo más y más en su falta de capacidad y agilidad para algunas cosas, y si así era, estaba preparado para rebelarse en contra de todo. Su forma de comportarse no parecía la de un militar retirado, sobre todo porque el sentido de la disciplina había cedido a la furia y al rencor que sacaba de su vejez. Tenía el aspecto de un pandillero o un expresidiario, pero no el de un jubilado con honores después de años de trabajo y dedicación a la sociedad que lo amparaba. Tampoco quería llamar a la policía, aquello era entre los chicos del equipo de fútbol y él mismo. Además, él tampoco se había portado muy bien en aquel proceso de resentimientos y tendría que dar explicaciones por algunas cosas que había hecho. Así pues. Como suelen crecer los actos violentos, en una cadena de despropósitos parecían a jugar a ver quien podía hacerla más grande la próxima vez. No podía confiar en que la policía estuviese en todo de su parte, ni siquiera que entendiera sus argumentos acerca de un conflicto que se iba de parte a parte. Tal vez los militares y la policía se parecieran en algunas cosas, pero la forma de resolver los conflictos era muy diferente. Que finalmente acudiera a ellos y que lo llevaran a juicio como acusado para terminar por pagar una multa, era algo que sólo se les podía ocurrir a ellos y que le hacía rechazar la idea de que la policía fuera lo que necesitaba. También sabía que aquellos chicos eran de buenas familias con buenos abogados, expertos en leyes que le buscarían los cuatro pies al gato, y eso no era lo más conveniente. Si de algo estaba seguro era de que debía dejar a los leguleyos al margen. No deseaba más gente entrometiéndose en su vida y haciendo preguntas que no venían al caso, para concluir que estaba senil, que desvariaba y que necesitaba ayuda médica y psicológica. Sabía que la sociedad que en otro tiempo lo defendiera, ahora le era hostil, lo miraba con recelo y de buena gana lo meterían en una residencia donde controlarían cada uno de sus movimientos. La niña miraba a los adultos como si fuese capaz de entender las pequeñas ironías de Leonora y la resistencia a las crítica no expresadas de su abuelo. No era el tipo de mujer que intentara dulcificar la situación y tapo las orejas de su hija para empezar diciendo que como le pasara algo lo mataría. -Creo que estas muy nerviosa y dices cosas que no piensas -respondió el militar jubilado en el umbral de la puerta. -Sólo se trata de cuidarla -añadió Leonora. Él la miró desde abajo, con el mentón casi tocando el pecho y los ojos escondidos tras las cejas-. Espero que no la lleves a esos bares sucios donde tus amigos se van a emborrachar... a toser y dejar el suelo lleno de esputos y cosas peores. 4


-¡No hables mal de mis amigos y yo no halaré mal de los tuyos!-. Respondió el viejo aparentemente indignado. No le gustaban los amigos de su hija, pero aquellos hombres del bar eran buena gente, enfermos algunos, solitarios como él, otros. Pero tampoco eran lo que se pudiera decir amigos. -Nadie puede decir nada malo de gente a la que no conoce, por eso yo no digo tanto de esos estirados de tu oficina. -¿Pero crees que no sé las cosas que hacéis juntos y los lugares apestosos a los que vais? Visto de aquella forma, cualquiera hubiese pensado que los hombres, con la edad, se vuelven unos pervertidos a los que tan sólo los salva tener a su lado una mujer que los “ata corto” o que los equilibre. Visto así, tanto los solteros como los viudos vivían para el vicio, para el tabaco, la bebida y las mujeres, y eso era algo que sólo se le podía haber ocurrido a ella. Inexplicablemente, Rossi estaba muy feliz de tener a su nieta aquella mañana, a pesar de que para lo que tenía que hacer podía tratarse de un inconveniente. Feliz porque se trataba de un encargo que le gustaría tener más a menudo, porque le gustaba pasear a su nieta y estar con ella, pero además estaba encantado con la idea de que Lorena empezaba a aceptar que lo necesitaba. No sólo se trataba de que aquellos últimos años en soledad hubiesen hecho de él un viejo amargado y necesitase relacionarse, sino también que nada podía sustituir a la sensación de tener a su hija cerca, aunque sólo fuera cuando lo necesitaba. Quería que se lo pidiera y decidir delante de ella lo que podía o no podía hacer cada día, pero los dos sabían que lo haría por extrañas que fueran sus ocupaciones. Como si le acabasen de dar un golpe en el vientre, volvió a recordar que tendría que limpiar el buzón o pagar a alguien que lo hiciera. -Ahora sentaré a la niña en la alfombra rodeada de cojines mientras buscó todo lo necesario para salir a dar un paseo. No te preocupes, estará segura -le dijo mientras le guiñaba un ojo y sonreía eternamente. Era muy característico de él en los últimos tiempos, ser capaz de decir las peores cosas como si no pasara nada, o de decir que no pasaba nada al tiempo que observaba sin mover un músculo como su mundo se venía abajo. -Vale, de acuerdo. Espero que seas consciente de la confianza que pongo en ti y la responsabilidad que supone tener a tu nieta para que la cuides. Cualquier problema llámame al móvil. No serán más de dos horas Como si toda la conversación fuera parte de un guión preestablecido del que ninguno de los se pudiera salir, ella le entregó una mochila con un pequeño bollo y una botella de agua con tapón de biberón, servilletas de papel, un juguete de goma con forma de conejito y una gorra con visera ilustrada en dibujos de colores. Apenas le dio tiempo a decir “está bien, todo bajo control”, cuando Leonora entraba en el ascensor y desaparecía. La niña estaba de pie a su lado, cogiendo su mano y mirándolo. Sintió un temblor, la inseguridad de no estar muy seguro de que sabía todo lo que Ilka pudiera necesitar. Desde arriba le pareció aún más pequeña y sonrió. “Siéntate ahí y no te muevas, el abuelo vuelve ahora”. Buscó su cartera y se lavó las manos y la cara con abundante jabón porque siempre que estaba con su nieta sentía que toda higiene era poca y que sus manos estaban permenentemente sucias. A continuación buscó en los bolsillos de la chaqueta que se pusiera el día anterior, un juego de llaves y unos caramelos de eucalipto. Como un proceso al que ya debería estar acostumbrado, sacó del maletero del coche un asiento para niños de la edad de Ilka que ya le empezaba a quedar pequeño y lo ancló al asiento trasero. Después puso a la niña en él y la ató con las correas hasta que supo que no iba a ser capaz de zafarse de ellas. La idea de que pudiera volcar con el coche, que empezara a arder y que la niña no pudiera escapar se la pasó por la cabeza. Después la imagen de su propio cuerpo muerto en el asiento del conductor y unos turistas gritándole a la niña que saliera mientras el coche se sumía en llamas, le pareció del todo impropio. Era un hombre de orden y no podía poner en cuestión a los expertos en seguridad cuando proponían una silla que llevara a los niños atados en el asiento posterior. “Tu abuelo se está volviendo muy raro”, le dijo mientras encendía el contacto. Rodó calle abajo a velocidad moderada, excesivamente moderada para el coche que le seguía que parecía llegar 5


tarde al trabajo. “Las prisas se dejan fuera del coche”, dijo mirando por el retrovisor como si el otro conductor pudiese ver la cara de enfado que ponía cuando hacía sonar el claxon. Le era fácil distraerse mirando a su nieta por el retrovisor; en ese caso, el conductor que protestaba en el coche de atrás, ya no importaba. Era capaz de percibir toda la limpieza y, hasta, en cierto modo, la pureza de Leonora, por como lavaba, peinaba y vestía a su hija. Había poca luz allí dentro, pero suficiente para ver su imagen y terminar de imaginar las facciones de la cara de la niña que no eran del todo claras. Llevaba una pinza en el pelo con un muñequito de plástico que posiblemente era un personaje de sus dibujos animados preferidos, pero no lo reconoció. Miraba distraída por la ventanilla o se entretenía tocando con el dedo índice los ojos brillantes de osito de peluche del que no se separaba. Los mofletes abultados y la boca glotona de dulces, se apreciaban con total claridad, y nada en ella hacía ver que fuera a crecer más rápido de lo que suelen crecer los niños, así que, teniendo en cuenta sus achaques y como la naturaleza lo iba tratando, se dijo que moriría antes de verla convertida en toda una señorita. No era un pensamiento muy positivo ni halagador con su salud, se sabía incapaz de coger una gripe, pero su hígado destrozado, eso era otra cosa. El traje de Rossi empezaba a verse vidrioso, con esos reflejos propios de las telas que se han rozado mucho y llevan años en manos de un dueño obsesivo en su forma de vestir. El marrón oscuro le quedaba bien y era muy sufrido, lo había podido comprobar en más de una ocasión en que había cocinado sin quitárselo. Tenía aquel traje desde mucho antes de jubilarse, si bien no había cambiado de talla desde entonces. Románticamente, pensaba que le daba un aire distinguido y que aquel era el color de los marcos de las puertas y los muebles del liceo. Tal vez a otra persona eso le haría pensar que no era nada bueno que lo confundieran con un mueble, pero él, por el contrario, pensaba que era algo positivo encajar tan astutamente entre los colores de aquel lugar. Pensó en llegar para leer el periódico y enseñarle a su nieta al portero, el señor Lester Jones, un negro cubano que los acompañaba desde su arribada migratoria hacía veinte años. Le gustaba presumir de nieta y de ser un abuelo feliz, pero de camino vio el coche de Adam, el capitán del equipo de fútbol aparcado delante de una hamburguesería. Incluso en ese momento, con las manos apretando el volante, era capaz de mantener la calma y mirar a Ilka sonriente. Sin apenas alterarse desvió su coche de su trayectoria y lo aparcó muy cerca del otro. Esperó. El jubilado tenía toda una galería de fotos de familiares pegadas en pequeños marcos de plástico sobre el salpicadero, en ellas, las caras de sus padres y su mujer, de su hija y la de Ilka, a la que la tranquilizaba verse parte del santuario. Había dejado de señalarla con el dedo índice como hacía un año antes, pero seguía mirándose muy consciente de la importancia que suponía pertenecer a aquel grupo no del todo reconocible. Aquellas fotos determinaban lo que era realmente importante para Rossí, porque el resto del mundo no eran parte de su carne, tal y como él lo veía, y quedaba entonces muy claro. Adam salió con una chica de la hamburguesería. Lo que pasó a continuación fue casi ridículo y difícil de entender. Abrió la puerta del maletero la elevó sobre sus cabezas para dejar dentro sus chaquetas, la chica entonces, empezó a sacar la camiseta que llevaba recogida en la cintura por dentro del pantalón y metiendo la mano y el brazo, llegaba hasta el sujetador empezó a sacar lo que parecían pañuelos de papel que se había puesto por dentro del sujetador a modo de relleno; Rossi no salía de su asombro. Sacaba los papeles y los tiraba al suelo, después estiró la ropa e hizo un gesto con las manos sobre los pechos indicando a Adam que aquello era lo que había, se alisaba de nuevo la ropa sobre el pecho y decía, lo que hay es lo que hay. Parecía enfadada y se dispusieron a entrar en el coche. Rossi no esperó más, recogió la llave de hierro con la que sacaba los tornillos en caso de pinchazo y se dirigió al auto de Adam, se puso a la altura de la ventanilla del conductor y espero que lo viera, le sonrió con furia empezó a golpear los cristales mientras el muchacho intentaba encontrar las llaves en el bolsillo de su pantalón. Cuando consiguió encender y salir a toda mecha, llevaba dos ventanillas rotas y el parabrisas estallado. Después le dio una patada a los papeles de papel del suelo y dijo “marranos”. Ilka estaba algo asustada pero no lloraba. Cuando llegó al liceo le dejó la niña a Lester mientras iba al baño, se limpió los zapatos y se lavó las manos. Orinó 6


suficiente para el resto de la mañana se volvió a lavar las manos y volvió para contarle a Lester lo que acababa de suceder. Lo cierto es que omitió la parte en la que golpeó el coche, pero no se dejó detalle del resto. -Las chicas hoy en día hacen cualquier cosa por agradar a sus novios, sí, cualquier cosa -le dijo sin dejar mirarlo directamente a los ojos porque necesitaba que una cosa tan inverosímil fuera creída. Por su parte, Lester le devolvía una mirada confiada, sin disimular que en circunstancia normales sabía cuando su amigo le soltaba algún infundio sin justificar, interesado y demostrando que la atención también era producto de la verdad tan bizarra que escuchaba-. Nada me produce tanta certeza en que el mundo se acaba como la forma en la que se conducen los jóvenes, sin esperanza. Procuro no pensar mucho en ello, ¿pero que mundo le espera a Ilka? -Un mundo de apariencias amigo, nadie quiere ser lo que parece -replicó el portero. No había dudado un momento, pero ese último comentario certificó toda la historia que acababa de escuchar. A Rossi le resultaba muy cómodo hablar con Chester, en cierto modo habían tenido educaciones parecidas, sin demasiadas concesiones. Además el uniforme de Chester, también desvaído era lo que más se parecía a su traje y los dos se podrían confundir en altura, voz y posición del cuerpo, si no fuera por la piel oscurecida del cubano. Los dos llevaban el cabello muy corto y se les percibía un interés desmedido por la higiene y el afeitado diario. Cuando Rossi se ponía debajo de la bombilla del techo, se apreciaba con claridad el cuero cabelludo y la línea curva de la cabeza, quizá por el efecto óptico, pero el pelo apenas asomaba más de unos milímetros puntiagudos sobre el cráneo. -Es posible que muchos con los que me cruzo aquí, en el Liceo, me tomen por un tío raro, o excéntrico -dijo el viejo. -¡No hagas caso. De ninguna manera! Cada uno tiene sus rarezas. Créeme amigo, hay gente muy rara pero tú no eres uno de ellos. Lo cierto era que estaba un poco fatigado por lo que acababa de vivir. Si había días que lo sacaban de su rutina, ese era uno de ellos. Un día memorable a pesar del esfuerzo.

2 Usted Quiere Mucho Aquel mediodía Leonora llegó un poco antes de lo esperado, no se sentía segura e hizo todo lo posible para que así fuera. Estaba feliz de reunirse pronto con su hija y había subido los peldaños desde la acera hasta el portal dando pequeños saltos. Solía llenarse de energía cuando estaba a punto de conseguir algo que había deseado durante mucho tiempo, en este caso desde el minuto posterior a dejar a Ilka al cuidado de Rossi pensó en el momento de recogerla. Estaba sudada así que después de besar a sus los dos seres que más quería se fue directa al baño, orinó y se lavó el cuello y los brazos. El edificio era antiguo y el cuarto de baño tenía un pequeña ventana que daba a un patio trasero, desde allí subían los gritos de unos muchachos jugando al basket. Escuchó a través de la puerta la televisión que Rossi acababa de encender. No tenía demasiadas expectativas para la hora de la comida e intentaba decidir si sería bueno quedarse a comer; pero eso sólo podría ser posible si Rossi tenía algo que se pudiera cocinar en el frigorífico. Resultaba curioso que, sólo unas horas antes, en el momento en el que había comprendido que aún podía depender de su padre -aquel momento en el que las guarderías y las soluciones que ofrece poder comprar la seguridad, ya no sirven-, la idea de la inminencia de la muerte se le hizo más 7


presente que nunca. No sólo porque su padre fuera muy mayor y al morirse le dejaría el vacía de todos los que se habían ido antes -ya sólo le quedaría Ilka para llenar su vida-, sino también, porque le pareció que la vida era aún más corta de lo que todos decían y que ella sería la próxima. En aquel momento, Leonora acababa de cumplir los cuarenta, pero ya estaba convencida de que no viviría demasiado. -Me ha impresionado lo bien que te las has arreglado con Ilka. Veo que ha comido fruta, que la has sacado para un paseo y que has intentado lavarle la cara y las manos, pero eso tendré que terminarlo yo porque se le sigue viendo la tierra del parque en la ropa, los zapatos y las uñas -soltó la madre sin dejar de mirar a su hija que le sonreía y estaba deseando abrazarla. La levantó y la sostuvo en su regazo. Rossi la escuchaba dándose importancia pero sin creer un palabra. Disimulaba su falta de competencia para atender niños de forma regular, pero, en circunstancias normales, podía salir airosa en un caso excepcional como el que se le acababa de presentar-. Si he de serte sincera continuó Leonora-, no estuve tranquila esta mañana, me resultó difícil no dar media vuelta para recuperar este pedacito de carne que es lo más preciado que tengo. Todavía me inquieto de pensar en ello. Tal vez había sido una mezcla de todo y no fuera muy exacta al agradecer que, una vez mes, hubiese estado allí cuando lo necesitó. Claro que estaba ese agradecimiento, pero le ocultaba que se sentía desvalida porque los dos, padre e hija, empezaban a estarlo y eso se debía a la vejez que no perdona y nos vuelve torpes o dependientes, cuando otros nos necesitan. Sí, le ocultaba que de volver a repetirse una situación semejante necesitaría otro apoyo porque había sido una suerte que nada saliera tan mal que tuviera que arrepentirse toda la vida. Tenía ganas de llorar de compasión por su padre, y al mismo tiempo, había temido que se hubiese dejado a la niña olvidada en un centro comercial, o que hubiese tenido un accidente con el coche, o que la hubiese encontrado llorando después de una mañana de incomprensión. Todo eso y más habría podido suceder, y esos temores también formaban parte del momento del reencuentro y las palabras de agradecimiento que lo ocultaban. Por su lado, Rossi, podía arreglárselas sin dificultad, para hacerle creer que todo había estado dentro de la normalidad y el equilibrio necesario, cuando ni unas horas antes había provocado un altercado que habría terminado en tragedia si el capitán del equipo de fútbol le hubiese hecho frente y hubiese bajado del coche. Como a nadie le interesaba que las cosas se agravaran, los chicos dejaron de meterse con él y el temor por ambas partes, a que la policía interviniera, apaciguó lo ánimos y el incidente se fue quedando en un mal recuerdo. Pero había algo que a Lester, el portero cubano del Liceo le hacía especial gracia, y eso era que cuando Rossi y Adam se cruzaban, el primero gruñía y el segundo daba media vuelta y buscaba un pasillo alternativo por no pasar cerca de él. Es extraño pensar que algunos años después de la muerte de su abuelo, Ilka, con apenas doce años, se reveló como la alumna más pendenciera y problemática de su colegio, capaz de pelear con chicos de cursos superiores y “ponerles las peras al cuarto” a más de uno. Tanto tiempo había pasado que cualquiera podría pensar que ya no se acordaba de aquella escena en la que Rossi rompió los cristales de un coche y como se había tensado en la silla para bebés que la ataba con el cinturón de seguridad a su asiento. Solo tenía doce años, pero ya estaba convencida de que en al vida iba a tener que luchar por el respeto. En cierto modo, fue a esa edad en la que comprendió el significado de tanta violencia en el mundo y la sola idea de tener que plegarse a los chicos por que parecieran más fuertes y altos, le resultaba imposible de asimilar, incluso cuando tantos problemas le estaba causando con la directora. Ilka, entonces, no podía analizar las inseguridades de su madre como un adulto, pero ya era capaz de percibirlas. En eso no era como su abuelo y simplemente eludía los problemas y se escurría por donde más le convenía. Siempre había sido así, evitaba a la gente con la que no congeniaba o les dejaba el camino libre y nunca se negaba a dar explicaciones para evitar malos entendidos. Era, lo que podemos decir, una mujer sin conflictos. Ilka había crecido echando de menos aquellos pequeños enfrentamientos y que su madre daba por sentado que enseñarla a evitar la pelea era lo 8


que más le convenía, así que cuando le dijo que se había apuntado al club de boxeo del instituto fue un choque para ella. Intentó persuadirla de su error y con rodeos didácticos y circunloquios interminables hacerla ver que se estaba alejando de todo aquello en lo que ella creía, pero fue inútil. Ilka desconocía por completo a donde la llevaba su interés por el boxeo y los gimnasios. Cuando empezó con todo aquello la idea de forjarse un futuro no estaba en su mente, sólo ser capaz de defenderse y no permitir que nadie le dijera lo que tenía que hacer o como vivir, era lo único que le importaba. Parecía improbable que necesitara pasarse la vida dando mamporros a unos y otros, era evidente que las otras chicas salían adelante sin tantas complicaciones y tal vez, en su caso se tratara de que un sentimiento justiciero enredaba en medio de todo aquello. Tenía sólo doce años, un cuerpo sin formar y un carácter que la llevaba a nunca reconocer sus errores, pero ya tenía muy claro que si la vida le daba golpes, ella daría golpes a la vida. Pensándolo con cierta frialdad, resultaba deplorable que algunos profesores la animaran en esa aventura, y muy ingenuo de su parte, que se sintieran impresionados por su inflexible capacidad de respuesta cuando alguien pretendía interferir en sus decisiones. A los dieciséis empezó a competir y empezó a salir con Archi, el que sería su marido un día (al menos así lo creía en aquel momento), que no tenía nada que ver con el boxeo pero desde entonces la acompañó en sus desplazamientos. Se trataba de un tipo práctico y servicial, que desde el principio se empeñó en hacerle un seguro médico privado que él mismo pagaba. Se trataba de un profesor joven que había conocido un par de años antes con el que no había perdido contacto, a pesar de haber cambiado de centro de estudios. Estaba bien con él y no quería pensar en e futuro, lamentablemente Archi pensaba en el futuro e intentaba hacer planes con ella sin obtener demasiada atención. Él creía que eso era lo que hacía todo el mundo, pensar en como iba a ser su vida mañana e intentar asegurar los condicionantes para que se alejara lo menos posible de como deseaban que fuera. A la hora de imaginar, nadie lo hacía como él y la abrumaba con cuestiones que a Ilka ni siquiera se le habían ocurrido. A los veinte años tuvo un accidente de automóvil y una lesión de hombro y dejó la competición, había malgastado un tiempo precioso en machacar a otras chicas y dejarse machacar por ellas, se llevaba de aquella etapa de su vida, los buenos recuerdos, la nariz aplastada, muchos sufrimientos y sacrificios y un carácter difícil. Archí empezó entonces a advertir en ella algo parecido al resentimiento que la sumía en una inmensa tristeza. Seguía teniendo el aspecto de una estudiante pero por dentro era como si el cansancio de un siglo hubiese pasado por ella. No era una chica coqueta y no necesitaba depilarse con frecuencia, el pelo le crecía moderadamente y cada vez que iba a la peluquería se sentía muy rara con su nuevo peinado. Su espalda parecía un muro de hormigón pero a Archi no le preocupaba tanto que su entrenamiento la hubiese hecho tomar aquel aspecto recio y poco femenino como levantarle el ánimo, y era por eso que la animaba a ponerse guapa y cuidar su aspecto. Sus pechos eran aún los de una chica de su edad, pequeños pero firmes y eso era mucho más de lo que otras chicas que se habían dedicado al boxeo podía desear, pero también es justo decir que a aquellas no parecía importarles demasiado. Leonora se acercaba a los cincuenta a marchas forzadas, apenas descansaba después de su trabajo y no deseaba oír hablar del boxeo ni de las competiciones. Sin embargo, los fines de semana los tenía libres y como deseaba pasar algo de tiempo de Leonora se aficionaron a los partidos de fútbol del equipo local. Tuvo ocasión de proponérselo a su hija a la que le pareció bien, sobre todo para desconectar de Archi que, entre otras cosas, era un hombre bastante absorbente. En aquella conversación, que se prolongó durante una media hora por teléfono, también hablaron del hombro dañado y la lentitud en la recuperación, de los planes de futuro de ambas y del tiempo desaprovechado que habían pasado sin verse. Por supuesto, el hombro iba mejorando, pero, y eso Ilka no se lo dijo a su madre, los médicos le habían dado a entender que nunca quedaría bien del todo y que tendría siempre molestias. Sobre todo, el último invierno, había sentido dolores y debilidad, pero entonces echaba mano de los analgésicos y los antiinflamatorios y todo arreglado. 9


Leonora observó que abusaba de aquellas pastillas y le señaló que estaba estropeando el riñón y el estómago, pero no le prestó demasiada atención. En el mismo instante en que Adam, el capitán del equipo local metió un gol, Ilka sintió una náusea que no había sentido nunca antes, tosió ruidosamente y estuvo a punto de echar el desayuno sobre el hombre que se sentaba delante ella. Cuando terminaron de celebrar el gol, todos los que estaban a su alrededor se volvieron hacia ella para interesarse por su estado. La madre consternada la cogía del brazo y ella aseguraba que no era nada tapándose la boca con una chaqueta que llevaba en las manos. Seguía tosiendo pero con menor intensidad y decidieron ir al baño porque Leonora dijo que sería bueno refrescarse. De camino, Ilaka dio una patada a una papelera exclamando, “¡mierda que me pasa!”, según el médico que la atendió al día siguiente no se trataba más que de un virus estomacal. Ese día le empezó a subir la fiebre, y la semana que se vio sometida a los síntomas de la enfermedad no dejó de pensar en su abuelo y los buenos momentos que había pasado con él. Desde aquel momento, por algún motivo que ni ella misma pudo entender, quiso conocer al capitán del equipo. Archi fue relegado a un plano de novio incomprendido y cuando la llamaba para salir, Ilka alegaba dolor de cabeza para no tener que verlo. Todas las atenciones del pasado parecían desaparecer de repente de la memoria de la boxeadora, como si fuera un obstáculo para sueños. No había una razón ni una conversación por la que él supiera que se había puesto fin a aquellos años de trabajo en equipo, por eso siguió insistiendo durante un tiempo. Por extraño que parezca (la vida tiene estas cosas), el dueño del gimnasio al que Ilka iba a diario a rehabilitar su hombro, conocía a Adam lo que fue de gran ayuda para conocer los sitios en los que tomaba sus combinados, donde iba de vacaciones, cuales eran sus restaurantes favoritos, cuánto tiempo hacía desde que había dejado a su última novia y lo más importante, si se ejercitaba para conservar la musculatura de las piernas en algún otro gimnasio de la ciudad. No fue difícil conocer a qué horas le gustaba ejercitar sus músculos y ponerse muy cerca de él a levantar pesas, después de maquillarse y cubrirse de desodorante en las axilas superiores y en las inferiores. Adam no pudo dejar de reparar en ella después de coincidir unos días en las máquinas de esculpir sus piernas, observó que era muy buena en lo suyo y tenía resistencia, y cometió la torpeza de hablarle intentando coquetear con ella, a lo que Ilka, por supuesto, respondió con una sonrisa cautivadora. Era muy posible que otras chicas hubiesen tenido la misma idea que ella para llamar la atención de Adam, pero sólo Ilka había sido capaz de manejar los tiempos con tanta maestría y aparente desinterés. Otras admiradoras de su edad habían esperado en la cafetería del gimnasio por ver a Adam después de cada sesión de ejercicio físico, pero sólo ella había sido tan osada para atraer su atención y, uno de aquellos días, conseguió una cita. Sin embargo, había precedentes de otras mujeres de las que aún guardaba sus teléfonos en la agenda de su teléfono, con las que no había pasado más que una noche y no las había querido volver a ver. Incluso aquellas con menos tacto, que exhibieron su conquista entre sus amigas buscando comprometerlo, tuvieron que aceptar al final que él las rechazara. Y fue por lo anteriormente expuesto, por lo que Ilka notaba que avanzaba en su deseo de conocerlo, pero se sentía de sobra prevenida por lo que podría ocurrir. Por fin, unos días después de la primera cita con Adam, Archi tuvo conocimiento de las nuevas amistades de Ilka. Se trató de una conversación de media hora con una de sus amigas, una información algo exagerada pero suficiente para comprender el motivo de tanto rechazo. Se preguntó qué pintaba él en medio de todo aquello, y desistió de su actitud de los últimos meses en los que había intentado recuperar su atención sin éxito. Eran cosas que sucedían, que estaban dentro de la normalidad, que habían pasado otras veces y volverían a pasar, y que no le iban a ocupar un minuto más de su tiempo, aunque quizá tardaría un poco más en echarle de su mente. Una semana después se matriculó en una escuela de idiomas a mil kilómetros de distancia para completar sus estudios y abandonó la ciudad sin despedirse. Mientras Archi volaba hacia su nuevo destino se preguntaba vagamente acerca de lo que Ilka podía haber visto en en aquel tipo. Sin duda, él, apenas había reparado en que era bien parecido, tenía una casa solariega en el campo y un piso en el centro de la ciudad, además de ser reclamado con frecuencia en a prensa local para un reportaje como el 10


hombre del momento -esos reportajes solían ir acompañados de fotos en las que exhibía unas gafas de sol de marca y se sentaba sobre su enorme coche deportivo-. A su lado, en el avión lo acompañaba un amigo, Horace, que iba seguir aquella aventura de lenguas extrañas con él y que estaba al tanto de sus problemas sentimentales. -Ni siquiera pude hablar con ella para que me diera alguna razón de un giro tan inesperado -dijo el profesor. Al tiempo que le sacaba el celofán a un caramelo y se lo metía en la boca, su amigo pensaba que a él nunca le pasaría algo parecido porque Archi era de aquel tipo de personas que confiaba en la gente y él apenas podía hacerlo. A pesar de la fruición que ponía en los primeros compases de un caramelo al que aún le quedaba un rato antes de volverse insípido, se le estaba grabando la imagen lastimera del amigo sin apenas reacción, porque nunca había sido así y porque debía sustituir a otra imagen del pasado en la que Archi había estado dispuesto a comerse el mundo con la misma ansiedad con la que él ahora giraba aquel caramelo con la lengua. -No le des más vueltas, estas cosas suceden todos los días, por desgracia hoy nadie piensa en las relaciones a largo plaza como algo que puedan asumir. Es muy posible que se divierta un tiempo con ese Adam, pero no creo que tampoco se conviertan en una pareja del todo estable -el comentario no le pareció muy acertado porque era imposible que Horace -Horace tamién era profesor y los dos habían pedido una excedencia para poder hacer aquel viaje- comprendiera lo que había habido entre ellos y como había sido su relación. Giró la cabeza y miró un suelo de nubes que seguía hasta donde se perdía la vista. Ilka Se duchó y recogió sus cosas de la taquilla, tenía el pelo mojado y puso su bolsa de deportes al hombro. Iba a salir cuando fue interceptada por Adam en el pasillo de la sala de pesas, acababa de llegar y no confiaba en encontrarla allí, pero ya que había sucedido se ofreció a llevarla. -Parece que hoy estábamos destinados a encontrarnos, los dos vinimos fuera de nuestro horario habitual y los dos escogimos la misma hora -Cuando Ilka hizo ese comentario no sabía que Adam le había pedido al portero que lo llamara cuando la viera llegar. Dejó una reunión de amigos en un bar y se dirigió al forzado encuentro. No era la primera vez que el portero del gimnasio le echaba un cabo con alguna chica. Leonora, por su parte, se había reunido con Archi antes de su partido y le había expuesto sin complejos como veía ella lo que estaba sucediendo. Esperaba el momento de que todo volviera a la normalidad y que acabara pronto aquella pesadilla, que definió como capricho pasajero. Puesto que no era extraño que la madre pidiera un poco de equilibrio en la vida de todos, Archi la escuchó con paciencia, pero era consciente de que el papel que jugaba no era el más conveniente, y mucho menos si, como ella le pedía, tuviera paciencia. Ni aunque todos sus amigos y conocidos pensaran lo mismo e intentaran, juntos o por separado, convencerlo de la necesidad de tener la cabeza fría, hubiera podido tomar otra decisión que la de dejar tierra por medio y alejarse de su fracaso lo más que pudiera. Ilka tenía la sensación de que a Adam le había entrado la prisa, podía sentir que deseaba tenerla en su cama y como en la primera cita no lo había conseguido, se planteaba con urgencia llevarla a cenar aquella noche y, de nuevo, invitarla a tomar una copa en su apartamento, sin que esa vez fuera a darle una sola oportunidad de salir de allí a menos que lo hiciera a la mañana siguiente después de una noche tórrida en la que aquellos dos cuerpos diseñados para el ejercicio físico perdieran todos sus líquidos. Ella se alegró de notar aquel cambio y entró en el juego sin abandonar sus posiciones, por así decirlo. Jugaba con su impaciencia pero parecía perseguir sus propios planes detrás de sus propias estrategias. En un momento había tomado la bolsa de deporte para acomodarla en el asiento de atrás del coche mientras le sujetaba la puerta delantera para que ella pudiera acomodarse en el sillón del copiloto. Entonces había leído sobre una de las asas su nombre escrito con un rotulador negro, Ilka Petri. Recordó haber conocido en su pasado a alguien con aquel apellido y el aciago encuentro de un día de verano en un aparcamiento en el que le había roto las lunas del auto. Institntivamente, las tocó 11


con la mano. Las lunas eran firmes, hacía falta mucha fuerza para romperlas, aún con la barra de aflojar los tornillos de las ruedas. Desde aquel momento algunas cosas habían cambiado en su vida que aún podía recordar, había sentido miedo, auténtico pavor, y el atrevimiento que le había caracterizado en el pasado se había visto ligeramente moderado. Por extraño que parezca, siempre había relacionado aquel encuentro con una espectacular mejora en sus condiciones para el deporte. Lo único que se le ocurrió decir al entrar en el coche fue que una vez había conocido a un hombre con el mismo apellido que ella tenía. “Ilka Petri, no es un nombre muy corriente por aquí”, respondió ella haciendo como que no tenía importancia, pero sospechando lo peor. La sensación de conocer a Adam era tan vaga que ponía en duda su veracidad. Se trataba de un recuerdo que iba más allá de los primeros recuerdos de infancia, de aquellos en los que estaba preparándose para ir al colegio o volviendo con su madre del dentista. También recordaba alguna discusión de su madre con el abuelo. “Ya se le pasará, mañana lo habrá olvidado”, le había dicho Leonora señalando que los hombres tenían mala memoria y que eran capaces de olvidar de forma conveniente. No olvidar complica a veces las cosas y hace insoportable la convivencia, en ese caso algunas personas deciden mantenerse en sus recuerdos, otros, el abuelo de Ilka, sin embargo, prefería olvidar. Ilka sabía que tendría que hablar con Archi en algún momento, pero estaba intentando coger fuerzas por todo lo que tenía por delante y por cuanto le había cambiado la vida. Tener que dejar la competición había sido un choque demasiado duro. En ocasiones se sorprendía de sí misma y de las cosas que hacía. Normalmente, a su edad, todas las chicas han desarrollado una moderada responsabilidad o sentido del deber. Pero en su caso, parecía que la madurez tardaría un poco más, o que disfrutaba en una especia de post-adolescencia. Cuando Leonora le dijo que Archi ya no estaba en la ciudad, cogió su bolsa de deporte y se fue al gimnasio fuera de su horario habitual sin poder suponer que se encontraría a Adam allí. Ella no miró al portero coger el teléfono para avisar al futbolista, ni escuchó los halagos que le hacía a su trasero al confirmar su presencia en aquel lugar, “sí, la chica de los glúteos más firmes de la ciudad acaba de llegar”, había dicho poniendo la mano delante de la boca y del teléfono. Ilka sabía que no podía hablar con Leonora sobre cosas personales porque siempre acababa aconsejándola en contra de los planes que pudiera haber hecho. La única forma que tenía de frenar la euforia de una conversación sin sentido, era ponerle fin, antes de que Leonora pudiera coger algo de carrerilla; nadie podría pararla después de eso. Sólo había una cosa que parecía importar en una noche romántica y eso era que Adam lo había planeado todo concienzudamente y debía seguir paso a paso ese plan sin salirse ni un milímetro de su ejecución perfecta. Gracias a la decisión, aparentemente impulsiva de Ilka al aceptar su invitación, todo parecía marchar sobre ruedas. No creía que hubiera confusión posible ni que Ilka no estuviera mandado mensajes claros a los que él, por su parte, también respondía con nuevas insinuaciones. 3 La Mandíbula Después de cenar se sentaron en el salón y pusieron música. Adam le dijo que no se moviera y recogió los platos. Ilka se recostó en el sofá y mientras le daba un trago largo al gin-tonic, pensó que si su abuelo estuviera allí le reprocharía cada una de sus últimas decisiones. A pesar de que no quería estropear el momento, la imagen de Rossi gritándole a unos chicos en el campo de fútbol no se le iba de la cabeza. Era el campo del liceo, estaba casi vacío y caía una lluvia fina que l mojaba 12


todo sin piedad. Se quedó mirando al infinito como si supiera que Adam tenñia algo que ver con los primeros recuerdos. ¿Cúal era su recuerdo más antiguo? Leonora le había dicho que no confiara en ese tipo de imágenes confusas porque se mezclaban con la imaginación y sería incapaz de separar lo real de lo fantástico. También le había dicho que los hombres olvidaban con facilidad y a su conveniencia. “Estas a tiempo de reaccionar, Archi lo olvidará todo porque nunca encontrará otra chica tan buena como tú”. -Esto del fútbol me está matando a lesiones, pero aún guardo algo de energía para una noche romántica -lo dijo riendo con una risa maliciosa difícil de imitar y la hizo mirar al techo y resopló con una expresión de resignación que Adam no entendió. Estaba a punto de decirle que se encontraba cansada y que deseaba irse cuando sonó el timbre de la puerta. Esperó que volvieran a llamar confiando en que fuera algún vendedor y se fuera sin más, pero insistieron. -Deberías abrir, hoy no es nuestro día. Al menos no es el mío. – le dijo Ilka. Sostuvo la puerta mientras empezaba a reír por un comentario al otro lado, que ella no escuchó. Era Tomaso, el centrocampista que llegaba de visita con unas chicas. Al parecer intentaban animarlo porque sus últimos resultados habían sido muy malos. Aquello lo complicaba todo, pero los hizo pasar. Lo único que Tomaso iba a sugerir en una situación semejante, era que todo parecía correctamente comunicado para hacer la mejor fiesta de los últimos años y que eso iba a ser posible porque eran número impar. Supersticiones aparte, nadie podía suponer lo que había querido decir con semejante afirmación. Un minuto después de vaciar la botella de ginebra, Tomaso empezó a manosear a las chicas y a exhibir sus lenguas sin pudor. Adam la miró y se encogió de hombros. El entusiasmo parecía imponerse a la borrachera, pero Ilka no aguantó más y se fue al baño a vomitar y mojarse la cara y los brazos. Es posible que hubiese tomado algo que le sentó mal, pero un inuto después estaba discutiendo con Adam. -La última chica que trajo al apartamento era mucho más bonita, ¿no sé en qué estará pensando?dijo Tomaso como si conociera los pormenores de todos los amantes de su amigo, y además, añadiendo el tono de un experto desprendido de su conocimiento-. Yo jamás habría olvidado a una mujer como aquella, pero él pasa página pronto. -No nos cuentes tu vida -dijo una de las chicas-. Hemos venido a divertirnos, no a hacer de padrinos de los tortolitos -No necesitó oír nada más, en apenas unos minutos se desató la lujuria sobre la alfombra y Tomaso no volvió a abrir la boca más que para besar, chupar o susurrar. Dejar la puerta del baño abierta mientras vomitaba no fue un acto premeditado, pero aquello ayudó a reposar cualquier efecto pasional de las drogas que tomaba Adam. Permaneció viéndola e intentando convencerla para que no se fuera, pero ella se sentía insultada y ofendida, y confiaba en que a ninguno de aquellos dos se les fuera a ocurrir llegar al día siguiente a su entrenamiento o al gimnasio presumiendo de sus “hazañas”. En aquel momento comprendía mejor que nunca a su abuelo y el desprecio que siempre había mostrado por los niños bien y las juergas que se corrían por cuenta de sus papás, la vida fácil que llevaban hasta encontrar ocupaciones como el fútbol, la vela, el golf o el tenis, para así poder decir que había algo interesante en sus vidas, pero no pasaban de mediocres en todo lo que hacían. Al menos, ella se había partido la cara cada día por el deporte que le gustaba y sólo su lesión de hombro había impedido que lo siguiera haciendo. Acababa de comprarse una sudadera y al vomitar la había manchado, se la quitó e intentó sacar la mancha frotando con jabón sobre la toalla. Adam tuvo la visión de su torso, y se fijó en cada uno de sus lunares, sólo cubiertos por el sujetador en alguna de sus partes. En cuanto a su deseo, pareció encenderse de nuevo y cometió el grave error de acercarse y ponerse cariñoso mientras la acariciaba y ella le decía que no la tocara. Esperaba de ella una reacción más razonable y acompasada a sus intereses en aquel instante, quizás porque no podía pensar con claridad o porque estaba mareado. Los dos golpes que recibió fueron certeros y lo dejaron fuera de combate, tirado en el suelo del 13


baño mientras Tomaso se sacaba los pantalones ajeno a todo. Pero no todo había acabado aún, como si le hiciera especial ilusión, Ilka se dirigió al aparcamiento que a aquellas horas estaba desierto, Excepto por su madre, que siempre le pedía que no se metiera en líos, no sentía ningún remordimiento acerca de lo que acababa de suceder y lo que iba a hacer a continuación. Extrajo las llaves de casa de la bolsa de deportes y comenzó a dar vuelta al coche de Adam haciendo tanta fuerza en la ralladura que casi las rompe. La pintura se hacía polvo y le manchaba los dedos y la incisión era profunda, pero tenía tanta rabia dentro de sí que la operación duró unos minutos. Cuando terminó miró el coche como si fuera una obra de arte al fin culminada y se marchó sin demasiada prisa. Ilka volvió a casa dispuesta a resistir a un mundo que nunca la entendería y sólo empezó a tranquilizarse cuando le contó a Leonora lo que acababa de suceder y contó con su aprobación: “No se si lo maté”, le dijo. La impaciencia que había demostrado su madre por llevarla a un terreno más sobrio y equilibrado, se vio recompensada en medio de la tormenta cuando le dijo que dejaría el ginmasio e volaría al extranjero sólo por dar la cara y decirle que su decisión era firme pero deseaba que supiera sus motivos que no serían, probablemente, los que él había escuchado de otros. De ese modo, el viaje para dar las necesarias explicaciones, se convirtió en un símbolo de pureza y las cosas bien hechas a pesar del derrumbe. Quería seguir viendo en Archi un aliado y lloró por ello, aunque sabía que eso no iba a ser del todo posible. Ya no podía seguir queriendo a aquel al que había humillado. Deseaba pasar página pero eso no quería decir obviar sus errores. Quería ser fecundada y Archi no quería tener hijos, a su edad había decidido descartar esa posibilidad; además, no le gustaban los niños. Sin pretenderlo, al pensar en ello, encontraba sus motivos, los que había permanecido ocultos en el fondo de su inconsciente. No rechazaba la posibilidad de ser madre soltera, claro que eso lo haría todo más difícil y para su hijo llevar una vida austera y disciplinada. Eso le recordó al abuelo y lo que menos necesitaría sería otro militar en la familia. Sus pensamientos volaban sin una dirección planificada. Idealizaba el amor y divagaba acerca de él, al tiempo que volvía a rehacer su discurso y las razones que debería esgrimir, como encajaría las de él y aceptación de antemano del rechazo que pudiera haber generado, tendría asumir su culpa, más aún, sentirse culpable, humillarse, pedir perdón si hiciera falta. Los días de boxeo habían terminado.

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